Dentro de los muchos argumentos que normalmente se le recrimina a la Iglesia, el tema del sexo ocupa uno de los lugares principales. Retrógrados, oscurantistas, apocados y demás calificativos son los que suelen atribuírsele a quienes predican una vida sexual de acuerdo con lo que la Iglesia propone. Y es que, en pleno siglo XXI, los parámetros que la sociedad impone no podrían ir más en contra…
Siempre he buscado el modo de ayudar a valorar cómo la Iglesia no reprime, sino que busca elevar el sentido de la sexualidad a un plano superior. Que desea darle toda la belleza que conlleva que dos seres humanos se hagan una sola carne, compartiendo así el poder creador de Dios mismo, dando después una nueva vida. Que, en reflexiones de Juan Pablo II, el acto sexual entre los esposos es uno de los mejores reflejos de la vida interna de la Trinidad. En fin, pensamientos que, si se meditan y profundizan, podrán dar la seriedad y el peso necesario a lo bello que es el sexo… y no la caricatura tosca y triste que nos presenta nuestra sociedad hedonista actual.
Hace unos días, leía a uno de mis autores preferidos: San Agustín. (Paréntesis: si necesitan un argumento convincente y presentado de modo atractivo sobre casi cualquier tema, no duden en acudir al Santo de Hipona. Casi infaliblemente encontrarán un resultado. Cierro paréntesis). De repente, me encontré con este párrafo que, permitidme el atrevimiento, os copio en su totalidad, pues vale la pena:
«¡Suba nuestro Esposo al leño de su tálamo, suba nuestro Esposo al lecho de su tálamo! ¡Duerma, muriendo, y se abra su costado, para que salga la Iglesia virgen, para que, como Eva fue creada del costado de Adán durmiente, así sea formada la Iglesia del costado de Cristo pendiente de la cruz! Herido su costado, “al instante salió sangre y agua” (Jn 19,34), es decir, dos sacramentos gemelos de la Iglesia. Agua con la que la Esposa fue purificada (Ef 5,26); la sangre, por la que recibió la dote. Duerme Adán, para ser creada Eva; muere Cristo, para ser creada la Iglesia» (De Fide et Symbolo IX 21-X 21).
San Agustín es muy osado cuando compara la cruz al tálamo nupcial. Pero, justamente por eso, nos deja una profunda y hermosa genialidad. Cuando San Pablo, en su carta a los Efesios dice «por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (5, 31-32), se está refiriendo justamente a esto que dice Agustín. El sexo es tan sagrado, tan profundo… que es un signo, una representación de lo que Cristo mismo nos ha dado en su acto de amor más excelso: la Cruz. Y es que, en cierta manera, ¿qué realizan los esposos si no es morir a sí mismos dando su intimidad a la otra persona? Y de este “morir”, ¿no sale un nuevo ser, tal y como del costado sangrante de Cristo sale la Iglesia?
Por ello, el sexo no puede ser sólo algo que se practica un fin de semana, porque «el eros, degradado a puro “sexo”, se convierte en mercancía, en simple “objeto” que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía» (Benedicto XVI, Deus Caritas Est, n. 5). No, la sexualidad debe elevarse a un auténtico acto de amor manifestado en el marco del compromiso serio, del respeto a la intimidad de la otra persona, de la donación recíproca y total. Cristo nos toma muy en serio al morir en la cruz; el ser humano no debería banalizar algo que representa su acto más sublime de donación a la humanidad.
La lectura de este texto de Agustín me ha ayudado a valorar dos cosas. Lo primero, que Dios ha dejado al ser humano un don bellísimo –y a la par una gran responsabilidad– en su sexualidad. Pero también me ha permitido profundizar aún más qué celebraremos esta próxima Semana Santa: el amor profundo y arrebatador que Dios tiene por mí: «El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte» (Benedicto XVI, Deus Caritas Est, n. 10).
P. Juan Antonio Ruiz, LC