En estos momentos en que hay una indudable crisis del sacramento de la Penitencia, podemos preguntarnos si esa crisis tiene algo que ver con la desafección hacia la Iglesia que hay en tantos cristianos. Me parece, en efecto, que el rechazo al sacramento de la Penitencia tiene mucho que ver con el rechazo hacia la Iglesia y su mediación sacramental de salvación. Las espiritualidades deficientes influyen negativamente y expresiones como "yo me entiendo directamente con Dios" o "me confieso con Él", indican actitudes muy extendidas en las que se considera las instituciones de la Iglesia, incluso las sacramentales, como innecesarias para la relación personal con Dios y esto se da muy especialmente con respecto a la confesión sacramental ante el sacerdote (cf. Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral “Dejaos reconciliar con Dios”, 1989, nº 16). La crisis se ha visto facilitada por una situación cultural bastante insensible al anuncio evangélico de conversión y penitencia.
La reforma de la penitencia sacramental, a la que la Iglesia ha dedicado en los últimos años no pocos esfuerzos, debe acentuar la dimensión eclesial de la reconciliación. Partiendo de la misión de la Iglesia, se descubre más fácilmente el sentido del pecado, el alcance de la reconciliación y sobre todo se celebra mejor el misterio del perdón.
La Iglesia debe verse a sí misma como pueblo pecador, hecha de personas frágiles, pero hijos adoptivos de Dios. Ahora bien Ella es también la respuesta de Dios a los problemas del mundo, pues es la Institución a través de la cual Dios nos habla. Dios viene al encuentro del bautizado pecador en el sacramento eclesial de la penitencia, y nosotros salimos a su encuentro en este mismo sacramento con nuestra contrición, confesión y satisfacción.
Conversión y mediación eclesial son dos dimensiones inseparables que pertenecen a la estructura esencial del sacramento de la Penitencia. Tanto la conversión básica, que coincide con la recepción de la gracia santificante y con la opción fundamental buena, como la conversión permanente, encierran una dimensión sacramental y tienen como término positivo la edificación de la Iglesia, en la que cada uno aporta sus propios valores de santidad, ya que la construcción personal del Reino conlleva una dimensión comunitaria, mientras que por el contrario en la medida en que uno destruye esta construcción del Reino en sí mismo, lo daña también en su realización eclesial.
El sacramento de la penitencia es una acción de la Iglesia penitente y santa; se apoya en el recuerdo de la pasión y muerte expiatoria de Jesús y en la permanente oración de la Iglesia. En su predicación sobre el pecado y en el proceso de penitencia sacramental, la Iglesia, que es santa y está obligada a serlo, asume una actitud de distanciamiento con respecto al pecado, pero no puede distanciarse del pecador como si todo esto no le afectara a Ella y a su propia culpa. Expresa en este sacramento su reconciliación con el pecador, ya que también Ella ha sido agraciada por el perdón de Dios. "Mediante el ministro de la penitencia es la comunidad eclesial, dañada por el pecado, la que acoge de nuevo al pecador arrepentido y perdonado"(Juan Pablo II, Exhortación Apostólica “Reconciliatio et Paenitentia”, 2-XII-1984, 31, III).
Con los pecados graves de sus miembros la Iglesia sufre una lesión profunda, puesto que estos pecados actúan una separación no sólo entre el hombre y Dios, sino también entre el hombre y la Iglesia. El pecado del cristiano, aún el más secreto y personal, afecta a todo el Cuerpo de Cristo; no nos extrañe por ello que, dado que el comportamiento de sus miembros repercute en su propia santidad, la Iglesia emplee gran parte de sus energías en luchar contra el mal, siendo la purificación impuesta al pecador una reacción normal de defensa del Cuerpo Místico. En consecuencia la Iglesia se considera con el derecho de fijar en qué casos el pecado debe pasar bajo su criba y exige ésta cuando se ha consumado una ruptura seria con Dios y con Ella. Más aún, la penitencia no sería cristiana sino fuera eclesial, debiendo el penitente aceptar el plan de Dios de actuar en el mundo a través de la Iglesia.
La Iglesia también hace penitencia, pues los que pecan son sus miembros y a veces sus comunidades e instituciones. Pero la función fundamental y principal de la Iglesia es la de ser Madre; una Madre que acoge, ayuda, reprende, purifica, limpia, anima y sostiene a cada uno de sus hijos, según su situación y necesidades, si bien también Ella, al verse manchada por el pecado de sus miembros, necesita purificarse y reconciliarse con Dios y con su propia vocación a la santidad. La Iglesia es santa y pecadora, y mientras esté en este mundo, no puede dejar de ser ambas cosas.
P. Pedro Trevijano, sacerdote