Dios, en su Providencia, nos regala todo el tiempo personas que dejan rastros imborrables en nuestras vidas. Y, en cada una de ellas, podemos descubrir aunque más no sea un mínimo chispazo del Bien absoluto. Así fue, para nosotros, nuestra tía paterna Aura Ernestina Viña de Carpi.
Nacida el 18 de octubre de 1919, en Estados Unidos, fue la mayor de los hijos de Avelino Pablo Viña (español) y Paula Vázquez de Viña (puertorriqueña). Al poco tiempo, también en Nueva York, llegó Dulce María (Baby), el 2 de noviembre de 1921. Con sus dos niñas, mis abuelos emigraron a Argentina; y, en Rosario, nacieron Iberia Gloria, Leoncio (mi papá) y Avelino Pablo. Los siete se instalaron en el popular barrio de Saladillo; y allí siguieron desarrollándose, o germinaron, los talentos para la poesía y la docencia. Junto con la capacidad para el comercio; que permitiera, más allá de la nunca bien reconocida cultura, hacer frente a lo indispensable para el propio sustento.
Como buena parte de la familia, junto con mi abuela Paula, mi papá, y mis tías Baby e Iberia, la tía Aura también compuso poesías. Y se capacitó para la enseñanza de dactilografía y estenografía (taquigrafía); según los requerimientos educativos de la época. Y, al mismo tiempo, tuvo otros trabajos para «parar la olla» …
Casada, en Rosario, con Antonio Raúl Carpi, una serie de problemas económicos y administrativos, los llevaron por distintos puntos del país, en busca de alivio. Y fue así cómo, a mediados de los sesenta, del siglo pasado, arribaron a Río Gallegos. Y allí encontraron, durante doce años, su verdadero «lugar en el mundo». Aunque ambos habían nacido bien lejos, la capital santacruceña, gélida y ventosa, les proporcionó la prosperidad y el calor de hogar que les resultaron esquivos en otras latitudes…
No tuvieron hijos. Sus sobrinos los fuimos. Y, por ello, la primera sobria casa del barrio APAP, y la posterior cómoda vivienda, pegada al supermercado de su propiedad, se trasformaron en un sucesivo ir y venir de niños y adolescentes, llegados del «norte»; de aquel Rosario jamás olvidado. Y allí arribó, por primera vez, este servidor, con apenas doce años, el 16 de diciembre de 1973. Y así se sucedieron otros tres viajes; hasta febrero de 1977. Mi haraganería de secundaria la obligaba a que, en los meses de verano, me ayudase a preparar las materias que adeudaba «para marzo». Mis padres confiaban en ello; y así fue cómo, pese a que me llevaba a rendir hasta «recreo», me permitían viajar…
En nuestra rica lengua española, «aura» tiene varias acepciones; entre ellas, «viento suave y apacible», «hálito, aliento, soplo», y «favor, aplauso, aceptación general». Todas pueden aplicarse a su conducta. Estaba en todos los detalles, con una sobriedad y un pudor muy pocas veces vistos. Canosa prácticamente desde su adolescencia, en sus años maduros «las nieves del tiempo» se habían adueñado por completo de su testa. Jamás apeló al recurso del teñido, ni mucho menos. Cada cana era –sin que su propietaria hiciera alarde de ello– un elocuente testimonio de experiencia y sabiduría. No medía sus palabras; las pronunciaba en el momento y del modo oportuno. Jamás –ni de lejos– salió de sus labios una grosería, una palabrota, una vulgaridad, o algo con doble intención. Aunque nacida casi accidentalmente en Norteamérica, sus raíces iberoamericanas marcaron su cultura y sus ideales. Y aun sin ser practicante, fue consciente de la importancia insustituible del catolicismo. Y cómo en España, y en nuestra Iberoamérica, el mensaje de Cristo se había hecho cultura.
Disfrutaba de la poesía española, y con frecuencia se la escuchaba tararear fragmentos de alguna zarzuela. Su rostro, siempre sereno, y de sonrisa natural, sin impostaciones, generaba calma a su alrededor. Jamás la vimos perder su serenidad; incluso en momentos dramáticos. Sí la encontramos desconsolada el 14 de junio de 1976, en el sepelio de nuestra abuelita Paula, en Rosario. Tuvo, de cualquier modo, la capacidad necesaria para sostenernos en ese trance a sus hermanos y sobrinos.
Viajaba, con frecuencia, para vernos. Por entonces, con buena posición económica, bajaba del avión con un montón de regalos para todos: desde ropa para los grandes, hasta juguetes para los niños. Y, también, con algunos dinerillos para otros familiares necesitados; a quienes se los alcanzaba con la mayor discreción. Lejos de ella cualquier atisbo de altanería. Disfrutaba de los progresos de unos y otros; guardaba serenidad y compostura frente a nuestras dificultades y siempre supo dejar, sin herir, el consejo oportuno. Era, en verdad, dueña de sí misma, y servidora de la paz familiar.
El supermercado patagónico, más los menesteres propios del hogar, le demandaban muchas horas. Jamás, de cualquier modo, dejó de escribirnos cartas a todos los suyos. No había, por supuesto, en aquellos años sesenta y setenta, internet; y las comunicaciones telefónicas, eran en la práctica, técnicamente casi imposibles, y en lo económico, prohibitivas. Además, no en todas las casas de los parientes había teléfonos. Y allí estaba ella; escribiendo, durante horas y horas, que sacrificaba de merecidas siestas, relatos llenos de noticias y, sobre todo, de amor y esperanza.
El fallecimiento de nuestra abuela, cierto deterioro de su salud por el frío extremo y la voluntad de poder pasar más tiempo con sus hermanos y sobrinos, hizo que en febrero de 1977 volviese, junto a su esposo, a Rosario. Llegaban con abundantes recursos económicos, muy bien habidos en una larga década de trabajo prácticamente sin descanso. Pero erróneas decisiones volvieron a dejarlos casi en la pobreza. Aun así, jamás perdió su presencia de ánimo, su discreción y su fidelidad matrimonial.
Yo por entonces, en plena adolescencia rebelde, y muy lejos de Dios y aún más de la Iglesia, ni pensé en acercarla a la fe. Adivinaba, de cualquier modo, que algo distinto, «algo superior» había en ella que la sostenía; aun en horas imposibles, con el permanente acecho de la desesperación. ¿Habrá recibido los sacramentos en la hora de su muerte? ¿Alcanzó algún capellán del hospital u otro sacerdote, a reconciliarla con el Señor, en su agonía? La encomiendo siempre para que Dios se haya apiadado de ella, y pueda gozar de la Luz que no tiene fin. ¿Cómo habría sido la tía Aura si, además, hubiese tenido una fe clara, intrépida y militante? No está en nosotros poder saberlo. Sí es nuestro deber de gratitud, agradecerle a Dios por el regalo de su vida. Que, con su gracia, nos sostenga hoy, como curas, para que, a todas las Auras, y a todos los otros hijos que quiera enviarnos, los llevemos a ser santos e irreprochables en su presencia por el amor (Ef 1, 4).
+ Pater Christian Viña
La Plata, sábado 17 de mayo de 2025.