Lo que no podemos perder (I)
La esperanza cristiana: un tesoro que no podemos perder.
En un contexto de reflexiones libres y honestas sobre el momento presente de nuestra vida española, se me pide que os exponga unas ideas acerca de un tema sumamente interesante, seductor para la reflexión y decisivo para la vida: “La esperanza cristiana: un tesoro que no podemos perder”.
Apenas se enfrenta uno con el tema, se levantan ante nosotros muchas preguntas. ¿Cómo y en qué sentido es la esperanza un tesoro? ¿Estamos en peligro de perderla? ¿Qué ocurre cuando una persona o un pueblo pierden la esperanza? Son preguntas inquietantes que se nos vienen encima como dardos, pidiéndonos una respuesta sincera.
El hombre, ser de esperanzas
La secular experiencia cristiana nos ha dejado una valiosa reflexión sobre la esperanza. La filosofía personalista del siglo XX, con su método fenomenológico, nos ha enriquecido con agudos análisis y hermosas descripciones de lo que es la esperanza en la existencia humana.
Somos seres temporales, vivimos en el tiempo, mejor dicho, somos tiempo, tenemos el tiempo metido en el cuerpo y en el alma. Nuestra vida es una permanente conjugación de pasado, presente y futuro. Somos siempre presente, pero un presente alimentado por el pasado que mantiene su presencia en nosotros. Nuestro presente es un presente de pasados. Actos y experiencias pasadas que nosotros retenemos en el presente. La memoria es la presencia del pasado.
Y este frágil presente, hecho en gran parte de presencias de pasados, es también preparación, gestación del futuro. Nuestro presente es el nacedero del futuro. De nuestros recuerdos, del contraste entre los recuerdos y los deseos, nacen las esperanzas. Así la esperanza nace del presente enriquecido con los recuerdos de la memoria y dilatado por los deseos de la voluntad.
La esperanza es algo más que un deseo. No esperamos todo lo que deseamos. El deseo es más abierto y más difuso que la esperanza. La esperanza es un deseo de un bien arduo y trabajoso, que deseamos y perseguimos como posible y alcanzable. La esperanza encauza y dirige los deseos. La esperanza moviliza y organiza las energías y las capacidades de la persona en orden a conseguir algún bien deseado con realismo y eficacia. Por eso la esperanza, movida por el deseo, que es amor, es la gestación del futuro, es el mismo presente estirándose hacia un futuro determinado, o si se prefiere, el futuro naciendo de nuestro presente, enriqueciendo el presente con los preludios y los inicios de los bienes futuros deseados y esperados y eficazmente perseguidos. Los deseos son como los caballos que viven y galopan sueltos por la pradera, sirven para entretener y embellecer el paisaje. La esperanza es como un caballo bien domado y aparejado capaz de llevarnos a nuestro destino.
La esperanza unifica la existencia, asume la memoria, arraiga en el presente y se alarga hasta las realidades futuras. Por la esperanza el futuro está ya en nuestro presente y el presente queda enriquecido con la inicial presencia del futuro. Gracias a la esperanza podemos valorar y vivir el presente henchido con las cosechas del futuro. Sin esperanzas nuestro presente queda vacío y abatido. En la esperanza de alcanzar lo que deseamos se oculta el valor y el brillo de cada momento de nuestra vida.
La esperanza no se conforma con desear una cosa, sino que intenta alcanzar la cosa deseada. Por eso se centra en bienes posibles. Como el hombre de la parábola, el que espera tiene que ver con qué cuenta para alcanzar la verdad de sus deseos. Hay esperanzas cuya posibilidad se apoya predominantemente en nuestra propia capacidad. Decimos de manera predominante, porque no hay nada que podamos conseguir estrictamente hablando sólo por nosotros mismos. Nuestra misma existencia descansa sobre el existir y el querer de otras muchas cosas, de otras muchas personas. Vivir es siempre y necesariamente convivir. Las raíces de nuestro ser material y espiritual, la posibilidad de ser lo que somos y hacer lo que hacemos no está sólo en nosotros, sino que está también en los otros, en la familia, en los amigos, en los conciudadanos, en la humanidad entera, en Cristo y en Dios, que nos sostiene gratuitamente en la existencia. Cada uno de nosotros vivimos y somos lo que somos porque recibimos la savia de la existencia de otros muchos, de la humanidad entera, cuyo centro histórico es Jesús.
Aun así, podemos decir que hay esperanzas que lo son porque nosotros podemos y queremos alcanzar unos bienes que realmente nos interesa conseguir. El peregrino que emprende su camino, el estudiante que inicia sus estudios, el licenciado que prepara sus oposiciones, cuentan con las ayudas de muchas personas, pero en la preparación y ejecución de sus proyectos cuentan sobre todo con sus propias fuerzas. Son ellos los que han escogido sus objetivos y diseñado sus itinerarios, son ellos los que aplican cada día sus fuerzas a recorrer el camino, material o espiritual, que los separa de los bienes deseados.
En cambio, hay otras esperanzas que surgen en nosotros por iniciativa de otras personas. Son otros quienes gratuitamente, por su ayuda, con su amor, con su fidelidad, nos hacen posible y deseable algo que hasta ese momento quedaban fuera del alcance de nuestros deseos. Así un padre cuando ofrece al hijo la posibilidad de compartir con él la dirección de un negocio hace que surjan en su corazón una nueva floración de proyectos y esperanzas. Un amante cuando pide u ofrece unirse en matrimonio hace posibles unos proyectos de vida que sin su ofrecimiento no hubieran sido nunca posibles. La fe, el amor, la alianza con otras personas dilata el horizonte y el alcance de nuestras esperanzas. Yo puedo aspirar razonablemente a lo que otros me quieran dar, hasta donde otros me quieran ayudar a ser. En este sentido el amor de Dios es la fuente y la oculta eficacia de nuestras más grandes esperanzas.
Digamos para terminar esta primera parte que en la esperanza los bienes deseados y alcanzados no son realidades exteriores, sino enriquecimientos de la misma existencia. Llegar a Santiago de Compostela, o al Santuario de Javier, no es para el peregrino algo exterior, sino que es la experiencia de estar allí, de percibir y vivir lo que allí hay, convivir con quienes han hecho el mismo viaje que nosotros y han alimentado los mismos deseos, es, por tanto, adquirir una intensidad nueva, una calidad nueva de ser, algo que era futuro, llega a ser presente y pasará a ser pasado para enriquecer permanentemente todos nuestros presentes sucesivos. Las esperanzas logradas son los sillares de nuestra existencia.
Esta sucesión de esperanzas que es nuestra vida no es algo genérico ni abstracto. Las esperanzas van ligadas a personas y situaciones concretas. Hay esperanzas propias de la niñez, hay esperanzas de juventud y hay esperanzas de madurez. Hay también momentos y situaciones que parecen cerrados a la esperanza, en los cuales el hombre no sabe hacia dónde dirigirse, ni sabe cuál es y dónde esta su futuro. El crecimiento de las esperanzas está lleno de nombres y de rostros, de lugares, de luces y sonidos. Las esperanzas crecen apoyándose unas en otras, y el fracaso de una hace que otras muchas se derrumben con ella. La vida del hombre se mide por el movimiento de sus esperanzas. Hay vidas firmes, fecundas, abundantes, y hay vidas pobres y mortecinas. El hombre, en su interior, es un tráfico continuo de recuerdos y esperanzas.
Pero el futuro del hombre sobre la tierra está medido. Las esperanzas, conseguidas o no, llegan a agotar las posibilidades de nuestro futuro. Para todos llega un momento en que la memoria es memoria de debilidad y de impotencia, más que de posibilidad para un nuevo futuro. El futuro terreno del hombre se agota y las esperanzas caen como flores heladas en la noche. Algo característico de esta situación espléndida que es la vejez, es precisamente el acortamiento del futuro. Ya no hay tiempo para grandes proyectos. No es razonable hacer proyectos a largo plazo, ni siquiera a medio plazo, cuando se van reduciendo las posibilidades de seguir viviendo físicamente y se hace más probable y más firme la cercanía de la muerte.
¿Terminará el hombre si terminan sus esperanzas? ¿O es que no termina la esperanza?
+ Fernando Sebastián Aguilar, Arzobispo emérito de Pamplona y Tudela
Conferencia en los Cursos de Verano de la Universidad Rey Juan Carlos de Aranjuez
23 de julio de 2008
5 comentarios
De la introducción de "Spe Salvi" de Benedicto XVI, que podéis consultar en la siguiente dirección: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20071130_spe-salvi_sp.html
Gracias por hablar aquella vez sobre qué partidos realmente siguen los valores cristianos...casi lo crucifican, no me extraña...cuanto más uno dice la verdad, más grita el mundo que lo crucifiquen...conocemos la historia...
(N. de M. eliminamos enlace a su blog y repetición de comentario en sucesivos post de Mons. Sebastián como improcedentes)
la esperanza es lo mejor para mi ser.
al levantarme pienso con esperanza que el día va a mejorar nuestro mundo.
al trabajar siempre en mi interior me anima a luchar para hacer aun mejor las cosas, sin miedo a que...
al estar con personas cerca les animo porque a algunas las veo un poco desesperanzadas y me llena de gozo el que muchas veces se quedan muy esperanzadas al animarlas, pues sé que sienten ya lo mismo que yo por dentro.
muchas veces me sorprende el poder de contagio que tiene la esperanza para ayudar a nuestro mundo.
escuché una vez que la fe y la caridad necesitan a la hermana más pequeña que es la esperanza para que adquieran su pleno valor, por eso van las tres cogidas de la mano y la esperanza va siempre enmedio de las dos.
siempre que me miro al espejo me digo sin la esperanza no eres nada no harás nada y a nadie podrías ayudar, pero siempre añado una oración interior muy interior;
gracias Jesucristo tú en su día abriste mi corazón a la esperanza.
Gracias Monseñor por sus escritos.
(N. de M. No debe censurarse la moderación: es norma de todos los blogs)
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