La extrema bondad de Dios (II)
Queridos lectores, en el artículo anterior, nos hallábamos contemplando la bondad infinita de Dios en tantas de sus manifestaciones y me interrumpí exponiendo todo lo que Dios Hijo ha hecho para expresarnos el amor que nos tiene; continuamos, pues, con ello:
Otra de las cosas que Nuestro Señor Jesucristo hizo durante su Vida Pública, además de muchos milagros, fue perdonar pecados (no importa lo terrible que el pecado sea, el Señor lo perdona con todo su Corazón, si existe verdadero arrepentimiento) y anunciar algo realmente admirable: La Sagrada Eucaristía. Un Sacramento, si me permiten que lo diga así, verdaderamente alucinante, que instituyó el Señor en la Última Cena. Sabemos que, en la Eucaristía, bajo las especies de pan y vino se encuentra Cristo, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Pero yo me temo que, Dios sabe cómo, nos hemos habituado a esta realidad pasmosa. Yo tengo el convencimiento de que, si los católicos fuéramos por completo conscientes de lo que recibimos cada vez que comulgamos, la impresión nos mataría. Literalmente. Entiendo que es por eso que el Señor ha querido ocultarse tanto en este Sacramento sacratísimo; aparte del hecho de que a Jesús le agrada mucho la fe en su Palabra y, también, que no desea forzar esa fe. Pero, verdaderamente, es increíble lo que sucede en la Eucaristía. Los católicos, cada vez que comulgamos, ¡Nos comemos a Dios…! Tal cual. Y puede hacerlo cada uno (aunque siempre se ha de procurar hacerlo estando en Gracia de Dios y no se debe hacer de ninguna manera, si esto no es así). ¡Cada uno, a lo largo de todos los tiempos…! Es la manera sublime que Jesucristo ha tenido de dar pleno cumplimiento a la profecía que hizo, sobre Él, Isaías, llamándole “Emmanuel”, esto es, “Dios con nosotros”. Dios con nosotros, sí, con cada uno de nosotros, con la mayor cercanía espiritual y física que puede haber y con un nivel de entrega de Dios a cada uno de nosotros verdaderamente asombroso. Y, aun así, Jesucristo no se quedó satisfecho con todo esto. También quiso permanecer en el Pan consagrado, quedándose recogido y oculto en los sagrarios, esperándonos para llenarnos con su Gracia, escuchar nuestra oración y recibir, con toda justicia, nuestra adoración amorosa; y, se ha de decir, también corriendo el riesgo de que su Sacratísimo Cuerpo sea robado y profanado; o bien, abandonado y dejado solo por los propios católicos, si no acudimos a rezar ante Él… No obstante, aun así, allí está, siempre, el Señor. Es algo sublime.
Asimismo, para que pudiera extenderse, a lo largo de los tiempos, la misión salvadora de Cristo, el Señor nos dejó a la Iglesia Católica, por Él fundada sobre la base de otro Sacramento: El Orden Sacerdotal. De este modo, el Señor puso en manos de hombres, varones, la autoridad para predicar su Palabra y el poder de perdonar pecados y renovar el Santo Sacrificio de la Cruz en cada Santa Misa, entre otros altísimos dones; y se pone, también, a Sí mismo en manos humanas, por medio de la Consagración de la Eucaristía. En definitiva, puede decirse que el Sacerdocio sirve para que los católicos podamos tener a Jesús; ¡Nada más y nada menos…! Pues tener a Jesús es tenerlo todo, como bien enseñaba Santa Teresa de Jesús: “Quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta”.
Por supuesto, al tratar del inmenso amor que Nuestro Señor Jesucristo nos tiene, hemos de referirnos también a la obra de nuestra Redención, que tuvo lugar por medio de su Pasión y Muerte, verdaderamente impresionantes. Es como si Jesucristo no se quedara nunca satisfecho, a la hora de entregarse por entero por nosotros y a nosotros. ¡El amor de Cristo es algo, por así decir, increíble…! Y, sin embargo, absolutamente real. Con los sufrimientos de Cristo durante su Pasión y Muerte sucede, pues, lo que sucede con otras muchas cosas, tratándose de Dios: Los conocemos y no los conocemos al mismo tiempo, pues es difícil hacerse de verdad una idea de lo que fue y supuso todo aquello. Así, sabemos que Cristo sufrió una espantosa agonía en el Huerto de los Olivos, hasta el punto de sudar Sangre; que fue entregado a sus enemigos por uno de sus Doce Apóstoles, abandonado por el resto y negado tres veces por el Apóstol más importante; fue arrestado, sometido a un juicio infame y condenado a muerte bajo la acusación de “blasfemia”, sufriendo, a continuación, bofetadas, puñetazos, escupitajos y burlas; que fue entregado a los romanos, enviado por ellos ante el vil rey Herodes Antipas, quien se burló de Él y que, después, devuelto a los romanos, fue pospuesto al bandido Barrabás; fue azotado (un suplicio verdaderamente terrible), coronado de espinas, abofeteado y, de nuevo, objeto de burlas. Después, condenado a muerte, fue cargado con la Cruz hasta el monte Calvario y, allí, fue crucificado, permaneciendo suspendido de las heridas de los clavos durante tres horas… Y, de nuevo, fue objeto de más burlas. Hasta que, finalmente, murió, lo cual fue ratificado mediante una lanzada en su costado derecho, del que salió Sangre y Agua. Jesús murió, pues, entre terribles dolores y en la más absoluta pobreza, pues su túnica y sus vestidos se los repartieron sus enemigos. Así fue tratado el Hijo de Dios, para remisión de nuestros pecados y salvación de nuestras almas. Pues bien, Jesucristo, sabiendo que todo esto iba sucederle, estaba impaciente por pasar por todo ello, impulsado por su amor infinito al Padre y a los hombres. El Evangelio lo deja muy claro: “Tengo que recibir un bautismo, ¡Y cómo me siento constreñido hasta que se cumpla!” (Lc 12, 50). El Señor caminaba hacia su Pasión y Muerte presto y resuelto, diríase que con prisa: “Iban de camino, subiendo hacia Jerusalén; y Jesús caminaba delante, mientras ellos iban sobrecogidos, siguiéndole medrosos. Tomando de nuevo a los Doce, comenzó a declararles lo que había de sucederle” (Mc 10, 32). No es de extrañar que Santa María Magdalena de Pazzi (monja carmelita que murió a principios del siglo XVII) le dijera al Señor: “¡Loco de amor estás, Jesús mío…!”
En relación a la Pasión y Muerte de Jesucristo, además, no deja de resultar llamativo que el Señor quisiera dejarnos, como sagrada reliquia, la Sábana Santa de Turín. Yo tengo el pleno convencimiento de que la misteriosa imagen impresa en esa Sábana es la imagen real de Nuestro Señor Jesucristo; tal como le vieron sus contemporáneos, hace dos mil años, tal como el Señor es. Esa imagen, que ha sido profundamente estudiada, entre otros científicos, por médicos (no necesariamente católicos todos ellos), nos ha dejado un testimonio importantísimo de los inmensos sufrimientos que padeció Jesús durante su Pasión. A la luz de tales estudios, uno de los más grandes conocedores de la Síndone de Turín, el padre Jorge Loring, de feliz memoria, afirmó que Jesucristo murió de dolor. Así de terrible fue aquello, sí. Desde luego, para quienes amamos al Señor, es muy duro conocer con detalle de qué modo tan espantoso sufrió el Señor; pero Él lo quiso así, “para manifestarnos su amor y mostrarnos la malicia del pecado”, como recordábamos en el post anterior. Y, como es lógico, Él desea que sepamos cómo sufrió, que sepamos lo que hizo por nosotros; a Jesucristo le agrada mucho que los cristianos contemplen y mediten su sagrada y amarga Pasión y Muerte, pues cada uno de nosotros puede decir, con San Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20) Y ojo, que San Pablo, previo a su conversión, había sido un perseguidor de cristianos… Pero Jesucristo derramó su Sangre para la salvación de todos, sin excluir a nadie; de forma que todo el que crea en Él y se convierta, sinceramente, de sus pecados, pueda recibir, en premio, una Eternidad junto a Dios. Tal es el deseo de Cristo: “Que donde estoy Yo, estéis también vosotros” (Jn 14, 3).
Sucede, además, que, aun teniendo en cuenta todo lo anterior, la generosidad extrema de Jesucristo no se acabó ahí. Pues el Señor, en medio de los terribles sufrimientos de su Pasión, quiso dejarnos a su Santísima Madre, la Virgen María, como Madre nuestra. La mejor Madre que puede existir, la persona más santa que jamás haya pisado la Tierra, después de Cristo (que es Dios). Una Madre amorosísima, que no deja de velar por nosotros. Desde luego, puede decirse que Cristo no ha querido reservarse nada para Sí. Todo, absolutamente todo, lo ha compartido con nosotros, con una entrega de Sí mismo y un heroísmo que no tienen el menor parangón. Increíble, insisto, pero completamente real.
Finalmente, tuvieron lugar, también, la Resurrección Gloriosa del Señor, como primicia de nuestra propia resurrección al final de los tiempos, según enseña San Pablo y su Ascensión a los Cielos. Llegados a este punto, quizá podemos preguntarnos por qué no se quedó Jesús en la Tierra, con nosotros, tras su Resurrección. Él mismo lo explico a los Apóstoles y el motivo no puede ser más alto. Sin duda, Jesús quiere estar con nosotros y esta es una de las razones por las cuales instituyó la Eucaristía. Sin embargo, explicó la necesidad de su Ascensión del siguiente modo: “Os conviene que Yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros. Pero, si me fuere, os lo enviaré” (Jn 16, 7). El Abogado mencionado por el Señor era, nada más y nada menos, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, cuya venida ha dado cumplimiento a la profecía que San Juan Bautista hizo sobre Jesús: “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11), el fuego del Amor de Dios, que es el mismo Espíritu Santo.
El Hijo de Dios, pues, debía ascender al Cielo, para enviarnos a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y que, por medio de Ella, comenzara la era de la Iglesia, que es nuestra era y puede decirse que es la era del Espíritu Santo. La actuación del Paráclito en la Iglesia es una nueva y altísima muestra del amor de Dios por nosotros. Pues el Espíritu Santo mora en las almas en Gracia de Dios y, como explica San Pablo, “intercede por nosotros con gemidos inefables” (Romanos 8, 26); además, “nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es en el Espíritu Santo” (1 Corintios 12, 3). Otra misión, importantísima también, del Espíritu Santo consiste en aquello que Cristo dijo a los Apóstoles: “Os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que Yo os he dicho” (Jn 14, 26). El Espíritu Santo, pues, a través de sus dones, es el gran Santificador de las almas y por medio de Él es como podemos conocer a Dios, amarle y servirle del modo que Él quiere ser servido, según los carismas y la posición de cada uno, en la Iglesia.
Asimismo, a través de la Iglesia Católica, en el Espíritu Santo, Dios Hijo continúa ofreciéndose, todos los días, a lo largo y ancho del mundo, a Dios Padre, por medio de la celebración de la Santa Misa; pues, en cada Santa Misa, se renueva el Sacrificio de la Cruz, de forma que Dios Hijo sigue ofreciéndose a Dios Padre por nosotros, por todos nosotros. En la obra santificadora de Dios no hay exclusiones de nadie, siempre que, con ayuda del Espíritu Santo, procuremos vivir en Gracia de Dios y convertirnos de nuestros pecados todas las veces que sea necesario; pues Dios está deseando perdonarnos siempre, acompañarnos a lo largo de toda nuestra vida, bajo cualquier circunstancia y acogernos consigo en el Paraíso, en la hora de nuestra muerte. Y, por si todavía pudiera quedarnos – incomprensiblemente – alguna duda sobre la bondad de Dios, Jesús nos ha revelado la devoción a su Sagrado Corazón; para que, de una vez por todas, se nos meta en la cabeza lo muchísimo que nos quiere. Además, contamos con el ejemplo maravilloso de las vidas de tantos Santos, fiel reflejo de inmenso amor, en el Espíritu Santo, a Dios y a los hombres.
Sí: Verdaderamente, el amor de Dios a los hombres es infinito y el Señor lo ha demostrado con creces, con muchas creces. Tengámoslo siempre muy presente y que el Señor nos conceda corresponderle de continuo, con todo el amor que el Espíritu Santo ponga en nuestros corazones. Sea el Santo Nombre de Dios alabado y glorificado por los siglos de los siglos.
3 comentarios
Hasta donde alcance mi finito corazón.
¡No permitas que, pecando, me aleje de ti!
Nada temo tanto como ofenderte.
¡Solo quiero amarte, conocerte y servirte!
Haz de mí como quieras, cuanto quieras y donde quieras, amo todo lo que viene de Tí.
¡Nada más deseo, que permanecer en tu amor!
Te lo suplico: enciende en mí, hasta consumirme, el fuego de tu caridad.
Gracias, Lina, por el artículo.
-----------
L.V.: Amén...!
Gracias a usted.
Dejar un comentario