Dios es amor, y el hombre, credo por Dios, es su imagen ( 1 Jn 4, 8; Gen 1, 27). Por eso el hombre es hombre, en sentido pleno, ―es decir, imagen de Dios― en la medida en que ama, y se frustra y deshumaniza en cuanto no ama. El amor es el misterio más profundo de la vida humana, la íntima clave esencial de toda persona viviente.
No obstante que la palabra amor es conocida y utilizada muchas veces por todo el mundo, sin embargo hay mucha confusión en torno a la realidad que significa. Así como en el hombre hay vida sensitiva (común con los animales) y vida intelectiva o espiritual (común con los ángeles y con Dios), así hay también amor sensible que se complace en el bien sensiblemente captado y hay amor espiritual. El amor sensible es el que suele darse, por ejemplo, en el enamoramiento de los jóvenes y no tan jóvenes. Un amor muy sentido, muy deleitable, muy pasajero, muy voluble. Por el contrario, el amor espiritual, que también se da en los jóvenes maduros que aman a Cristo, es cada vez menos sensible y es firme, estable, seguro y verdadero. En él es la voluntad la que adhiere al bien captado por el entendimiento. Está implicada la inteligencia y la voluntad. Como dice Cristo en el Evangelio: amar con la mente y con el corazón.
La caridad no es filantropía, es decir, no es un amor natural que busca ayudar al prójimo sin más, a los pobres, a los necesitados, sin interesarse por su salvación eterna, por su conversión al único que puede salvar, Jesucristo Nuestro Señor. La caridad es infinitamente más, es amor sobrenatural de amistad por el que Dios se une a los hombres, y éstos entre sí. Es amor salvífico.
Para descubrir este amor de Dios no tenemos más que comenzar mirando el libro de la creación —tan manifiesta en esta región de la Patagonia chilena donde nosotros vivimos. Ella es la primera declaración de amor que Dios nos hace. En ella se ve claro que Dios «nos amó primero» (1 Jn 4,19), pues antes de que él nos amara, no existíamos: fue su amor quien nos dio el ser, y con el ser nos dio bondad, belleza, amabilidad. El Señor «ama cuanto existe» (Sab 11,25), y toda criatura existe porque Dios la ama.
Aún más abiertamente que el Libro de la Creación, el Antiguo Testamento nos revela a Dios como amor, y no como un ser justiciero, que inspira miedo por contraposición al Dios misericordioso del Nuevo Testamento, como sostenían los gnósticos. En el Antiguo Testamento Dios ama a su pueblo como un padre o una madre aman a su hijo (Is 49,1S; Os 11,1; Sal 26,10), como un esposo ama a su esposa (Is 54,5-8; Os 2), como un pastor a su rebaño (Sal 22), como un hombre a su heredad predilecta (Jer 12,17). Nada debe temer Israel, «gusanito de Jacob», estando en las manos de su Dios (Is 41,14). Hasta el hombre pecador debe confiarse al Señor, pues él le dice: «Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi gracia» (Jer 31,3).
Pero es en Cristo en quien llega a plenitud la epifanía del amor de Dios. En él «se hizo visible el amor de Dios a los hombres» (Tit 3,4). «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito» (Jn 3,16). Lo dio en la encarnación, y aún más en la cruz. «En esto se manifestó la caridad de Dios hacia nosotros, en que envió Dios a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por él. En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo, como víctima expiatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10). En efecto, «Dios probó, demostró, su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,8). Por todo ello hay que decir que los cristianos somos los que «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16), y que todos los rasgos fundamentales de la espiritualidad cristiana derivan de este conocimiento.
«Amarás al prójimo como a ti mismo», es el mandamiento segundo, que Jesús declara semejante al primero (Mt 22,39). Es Dios quien nos mueve internamente por su Espíritu a amar a los hombres. En sí mismo tiene Dios, en su propia bondad, la causa de su amor a los hombres: porque él es bueno, por eso nos ama, con un amor difusivo de su bondad. De modo análogo, los que hemos recibido el Espíritu divino, amamos a los hombres en un movimiento espiritual gratuito y difusivo, que parte de Dios. Así nosotros amamos al prójimo con total y sincero amor, porque Dios, que habita en nosotros, nos mueve internamente con su gracia a amarles. De este modo, nuestro amor a los hombres participa de la caridad infinita del amor divino.
Por último, qué importante es que como cristianos demos testimonio de que no hay nada más grande, nada absolutamente, que el amor de Cristo por nosotros, y que la felicidad del hombre está en dejarse amar por Él y en amarlo sin medida, cumpliendo sus mandamientos. Como dice el gran San Bernardo: «El amor se basta, está a gusto consigo mismo, es su propio mérito y su propia recompensa. El amor no quiere otra causa, ni otro fruto que a sí mismo. Su verdadero fruto, es ser. Amo porque amo. Amo para amar… De todos los movimientos del alma, de sus sentimientos y de sus afectos, el amor es el único que permite a la criatura responder a su creador, si no de igual a igual, por lo menos de semejante a semejante (cf Gn 1,26)».
Que María Santísima remueva de nuestros corazones todo lo que se oponga al mandamiento principal de nuestra fe y nos conceda vivir para amar a nuestro Salvador con todo el corazón, con toda nuestra inteligencia, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.