13.10.14

El arte de pensar la verdad

 

“El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error.

 Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir, la realidad de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad?

 Echase, pues, de ver que el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos, sino también a las gentes más sencillas. El entendimiento es un don precioso que nos ha otorgado el Creador, es la luz que se nos ha dado para guiarnos en nuestras acciones; y claro es que uno de los primeros cuidados que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada esta luz. Si ella falta, nos quedamos a obscuras, andamos a tientas, y por este motivo es necesario no dejarla que se apague. No debemos tener el entendimiento en inacción, con peligro de que se ponga obtuso y estúpido, y, por otra parte, cuando nos proponemos ejercitarle y avivarle, conviene que su luz sea buena para que no nos deslumbre, bien dirigida para que no nos extravíe.

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8.10.14

¿Estás afligido? Acude a María

¿Te debates en la miseria del pecado? -Invoca a la excelsa María y dile: ¡Ave! Que quiere decir: ¡Te saludo con profundo respeto a ti que eres sin pecado, ni desgracia! Ella te librará de la desgracia de tus pecados.

 ¿Te envuelven las tinieblas de la ignorancia o del error? -Recurre a María y dile: ¡Ave María! Es decir, iluminada con los rayos del sol de justicia. Ella te comunicará sus luces.

¿Caminas extraviado, fuera de la senda del cielo? –Invoca a María, que quiere decir Estrella del mar y Estrella polar, que guía nuestro peregrinar por este mundo. Ella te conducirá al puerto de salvación.

¿Estás afligido? - Acude a María, que quiere decir mar amargo, pues fue llena de amarguras en este mundo y actualmente en el cielo se ha convertido en mar de purísimas dulzuras. Ella convertirá tu tristeza en gozo y tus aflicciones en consuelo.

¿Has perdido la gracia? -Honra la abundancia de gracias de que Dios llenó a la Santísima Virgen y dile llena de gracia y de todos los dones del Espíritu Santo. Ella te dará sus gracias.

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1.10.14

Algunos elementos del culto al Corazón de Jesús y de la infancia espiritual en Santa Gertrudis y Santa Teresita

I. La aventura de descubrir el amor infinito de Dios[1]

Seis siglos separan a Santa Gertrudis[2] de Santa Teresa del Niño Jesús -la primera vivió en el s XIII, la segunda en el XIX-, y, sin embargo, son muy cercanas.

Santa Gertrudis fue una mística favorecida con revelaciones; conoció el sufrimiento físico y sobre todo el sufrimiento del corazón. Doblegada por la enfermedad, fue frecuentemente privada de la participación activa en la liturgia. Participó también en las numerosas pruebas por las que pasó su comunidad, en particular la excomunión de que fueron objeto por parte de los canónigos -por cuestiones de intereses de poder-, estando vacante la sede episcopal. Pero las pruebas de Gertrudis son siempre acompañadas de la presencia y de las consolaciones de Jesús.

A Santa Teresa del Niño Jesús se la ha llamado «la mística de la noche», ya que desde su entrada en el Carmelo, salvo raras excepciones[3], ha reconocido estar privada de toda consolación, y, sin embargo, sentirse la más feliz de todas las creaturas (MsA 73 vº). Hablando de su retiro de profesión dice:

«La aridez más absoluta y casi el abandono fueron mi suerte. Jesús dormía como siempre en mi pequeña navecilla… Él no se despertará, sin duda, antes de mi gran retiro de la eternidad. Pero esto en lugar de causarme pena me da un extremo placer» (Ibid. 75 vº).

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21.09.14

El amor unitivo entre Dios y el hombre

  Dios es amor, y el hombre, credo por Dios, es su imagen ( 1 Jn 4, 8; Gen 1, 27). Por eso el hombre es hombre, en sentido pleno, ―es decir, imagen de Dios― en la medida en que ama, y se frustra y deshumaniza en cuanto no ama. El amor es el misterio más profundo de la vida humana, la íntima clave esencial de toda persona viviente.

  No obstante que la palabra amor es conocida y utilizada muchas veces por todo el mundo, sin embargo hay mucha confusión en torno a la realidad que significa. Así como en el hombre hay vida sensitiva (común con los animales) y vida intelectiva o espiritual (común con los ángeles y con Dios), así hay también amor sensible que se complace en el bien sensiblemente captado y hay amor espiritual. El amor sensible es el que suele darse, por ejemplo, en el enamoramiento de los jóvenes y no tan jóvenes. Un amor muy sentido, muy deleitable, muy pasajero, muy voluble. Por el contrario, el amor espiritual, que también se da en los jóvenes maduros que aman a Cristo, es cada vez menos sensible y es firme, estable, seguro y verdadero. En él es la voluntad la que adhiere al bien captado por el entendimiento. Está implicada la inteligencia y la voluntad. Como dice Cristo en el Evangelio: amar con la mente y con el corazón.

  La caridad no es filantropía, es decir, no es un amor natural que busca ayudar al prójimo sin más, a los pobres, a los necesitados, sin interesarse por su salvación eterna, por su conversión al único que puede salvar, Jesucristo Nuestro Señor. La caridad es infinitamente más, es amor sobrenatural de amistad por el que Dios se une a los hombres, y éstos entre sí. Es amor salvífico.

  Para descubrir este amor de Dios no tenemos más que comenzar mirando el libro de la creación —­­tan manifiesta en esta región de la Patagonia chilena donde nosotros vivimos. Ella es la primera declaración de amor que Dios nos hace. En ella se ve claro que Dios «nos amó primero» (1 Jn 4,19), pues antes de que él nos amara, no existíamos: fue su amor quien nos dio el ser, y con el ser nos dio bondad, belleza, amabilidad. El Señor «ama cuanto existe» (Sab 11,25), y toda criatura existe porque Dios la ama.­

  Aún más abiertamente que el Libro de la Creación, el Antiguo Testamento nos revela a Dios como amor, y no como un ser justiciero, que inspira miedo por contraposición al Dios misericordioso del Nuevo Testamento, como sostenían los gnósticos. En el Antiguo Testamento Dios ama a su pueblo como un padre o una madre aman a su hijo (Is 49,1S; Os 11,1; Sal 26,10), como un esposo ama a su esposa (Is 54,5-8; Os 2), como un pastor a su rebaño (Sal 22), como un hombre a su heredad predilecta (Jer 12,17). Nada debe temer Israel, «gusanito de Jacob», estando en las manos de su Dios (Is 41,14). Hasta el hombre pecador debe confiarse al Señor, pues él le dice: «Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi gracia» (Jer 31,3).

  Pero es en Cristo en quien llega a plenitud la epifanía del amor de Dios. En él «se hizo visible el amor de Dios a los hombres» (Tit 3,4). «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito» (Jn 3,16). Lo dio en la encarnación, y aún más en la cruz. «En esto se manifestó la caridad de Dios hacia nosotros, en que envió Dios a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por él. En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo, como víctima expiatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10). En efecto, «Dios probó, demostró, su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,8). Por todo ello hay que decir que los cristianos somos los que «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16), y que todos los rasgos fundamentales de la espiritualidad cristiana derivan de este conocimiento.

  «Amarás al prójimo como a ti mismo», es el mandamiento segundo, que Jesús declara semejante al primero (Mt 22,39). Es Dios quien nos mueve internamente por su Espíritu a amar a los hombres. En sí mismo tiene Dios, en su propia bondad, la causa de su amor a los hombres: porque él es bueno, por eso nos ama, con un amor difusivo de su bondad. De modo análogo, los que hemos recibido el Espíritu divino, amamos a los hombres en un movimiento espiritual gratuito y difusivo, que parte de Dios. Así nosotros amamos al prójimo con total y sincero amor, porque Dios, que habita en nosotros, nos mueve internamente con su gracia a amarles. De este modo, nuestro amor a los hombres participa de la caridad infinita del amor divino.

  Por último, qué importante es que como cristianos demos testimonio de que no hay nada más grande, nada absolutamente, que el amor de Cristo por nosotros, y que la felicidad del hombre está en dejarse amar por Él y en amarlo sin medida, cumpliendo sus mandamientos. Como dice el gran San Bernardo: «El amor se basta, está a gusto consigo mismo, es su propio mérito y su propia recompensa. El amor no quiere otra causa, ni otro fruto que a sí mismo. Su verdadero fruto, es ser. Amo porque amo. Amo para amar… De todos los movimientos del alma, de sus sentimientos y de sus afectos, el amor es el único que permite a la criatura responder a su creador, si no de igual a igual, por lo menos de semejante a semejante (cf Gn 1,26)».

  Que María Santísima remueva de nuestros corazones todo lo que se oponga al mandamiento principal de nuestra fe y nos conceda vivir para amar a nuestro Salvador con todo el corazón, con toda nuestra inteligencia, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

 

17.09.14

El odio a la Cruz conduce a la destrucción del hombre

  Días atrás (14 de septiembre) la Iglesia ha celebrado la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Reproducimos a continuación un interesante fragmento del gran G.K.Chesterton en su obra «La esfera y la cruz».

 «El monje empuñó el timón…  para, enderezándolo vigorosamente hacia la izquierda, impedir que la nave voladora se estrellase en la catedral de San Pablo.

 Una nube plana, negruzca, se extendía en torno del remate de la cúpula de la catedral, de suerte que la esfera y la cruz parecían una boya anclada en un mar de plomo.

 A través de la atmósfera densa de Londres, pudieron ver, abajo, el brillo de las luces de Londres.

 —La cruz está en lo alto de la esfera —dijo sencillamente el profesor Lucifer—. Es un error, sin duda alguna. La esfera debía estar en lo alto de la cruz. La cruz no es más que un sostén bárbaro; la esfera es la perfección. La cruz, todo lo más, es el árbol amargo de la historia del hombre; la esfera es el fruto final, pingüe y maduro. El fruto debería estar en lo alto del árbol, no al pie.

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