Acerca de la humildad personal y corporativa (de las Instituciones)
La sagrada Escritura nos enseña que «Dios resiste a los soberbios» (1P, 5,5). Y esta resistencia de parte de Dios es la peor desgracia que pueda ocurrir a una criatura. Siendo Dios el único principio de nuestra santidad y de todos nuestros bienes, ¿qué podemos esperar de Dios si, además de no darse a nosotros, nos resiste y nos rechaza?
Pero, ¿qué hay de malo y de contrario a Dios en el orgullo, para que Dios lo aparte de sí con tal energía?
Dice Columba Marmión que la razón de este antagonismo proviene de la misma naturaleza de la santidad divina:
Dios es el principio y el fin: el alfa y la omega de todas las cosas; la causa primera de todas las criaturas, y el origen de toda perfección. Todo ser viene de Él, todo bien de Él se deriva; pero, en reciprocidad, toda criatura debe volver a Él rindiéndole gloria, porque Dios «lo ha creado todo por su gloria» (Prov 16,4). Tal proceder, en nosotros, sería egoísmo y desorden; en Dios, por el contrario, al cual no puede aplicarse la palabra egoísmo por ningún concepto, es necesidad fundada en su misma naturaleza. Es esencial a la santidad divina referirlo todo a su propia gloria, pues, de otro modo, no sería Dios, ya que estaría subordinado a otro fin distinto de sí mismo. Por esto dice Dios por Isaías: «No daré a otro mi gloria» (Is 42,8). En la contemplación de sí mismo se ve digno de gloria infinita, por la plenitud de su ser y el océano de sus perfecciones; y no puede tolerar sin dejar de ser Dios, santidad por esencia, que se atribuya a otro la gloria que le es debida. Nos concede muchas gracias; nos da a su mismo Hijo amado; nos lo da enteramente, para siempre, si nosotros lo queremos; nos da la felicidad eterna y sin fin, nuestro bien supremo, y nos franquea la entrada a la intimidad de la Trinidad bienaventurada. Una sola cosa no quiere ni puede damos: su gloria. «Yo, el Señor, no daré a otro mi gloria.»
(Jesucristo ideal del monje, Cap. XI, La Humildad).