Santa Mónica y el poder de la oración con lágrimas
“Lo que evitó mi perdición fueron las fieles y cotidianas lágrimas de mi madre…”1
“Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante: el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto, y de la cooperación que Pastores y fieles ―singularmente los padres y madres de familia― han de ofrecer a nuestro divino Salvador”2.
En la conmemoración litúrgica de santa Mónica, como tributo a esta santa mujer, esposa y madre, y a la vez como invitación y llamado a la oración de intercesión por la salvación de las almas, ofrecemos aquí una consideración sobre lo que, en palabras de Pío XII, “jamás se meditará bastante”, a saber, el poder de la oración y de las lágrimas, de las de santa Mónica, y esto a partir de lo que sobre las mismas escribió quien fue nada menos que el “hijo” de ellas ―según el corazón―, y su propio hijo ―según la carne―: el gran Doctor de la gracia, san Agustín, en sus sublimes Confesiones.
“Mi madre, tu sierva fiel, lloraba en tu presencia por mí mucho más de lo que lloran las madres la muerte física de sus hijos. Gracias a la fe y al espíritu que le habías dado, veía ella mi muerte. Y Tú la escuchaste, Señor. La escuchaste y no mostraste desdén por sus lágrimas, que profusamente regaban la tierra allí donde hacía oración”3.
Gracias a la fe sobrenatural, infusa, que el Señor le había dado, santa Mónica veía que había otra vida y otra muerte muy distintas de las físicas y naturales, e infinitamente más importantes. Vida otra incomparablemente más digna de ser buscada que la meramente física, muerte otra incomparablemente más digna de ser llorada que la solamente corpórea. Vida y muerte de “autre ordre”, como diría Pascal4, infinitamente más elevado: vida y muerte que en definitiva no son sino la gracia y el pecado, que son la vida y la muerte del alma. Pero esto sólo llegan a percibirlo los ojos de la fe, con los que santa Mónica precisamente veía, “pues la fe tiene también sus ojos, con los cuales de algún modo ve que es verdadero lo que todavía no ve, y con los cuales ve con firme certeza que todavía no ve lo que cree”5.