Seréis como dioses
En el libro del Génesis, después de la creación y caída del hombre, se nos narra el que quizás sea el momento más dramático de toda la historia humana (después de la Crucifixión): la expulsión del paraíso. El relato tiene su misterio. El paraíso constituía un lugar, a la vez físico y espiritual, donde el hombre encontraba su gozo y paz perfectos. En el centro estaba el “árbol de la vida”, y en otro lugar del jardín, el “árbol del conocimiento del bien y del mal”. El acceso al árbol de la vida no estaba, en el plan original, prohibido: al contrario, puesto que se indica que estaba “en el centro”, es de suponer que constituía una parte esencial de aquella felicidad indescriptible; felicidad que permanecería, después de la caída, inaccesible para la descendencia de Adán.
Sin embargo, el acceso al árbol de la vida estaba supeditado al alejamiento de aquél otro árbol, el del “conocimiento del bien y del mal”. Es decir que los frutos de ambos árboles eran, según el plan de Dios, excluyentes. O uno, u otro. A tal punto esto era así, que después de la caída, Dios expulsa a nuestros primeros padres del paraíso, a fin de que el hombre, que ya es “conocedor del bien y del mal” (¡parece que no todo conocimiento es bueno!) no tenga acceso al árbol de la vida. Y para guardar sellado por siempre ese lugar tan dichoso junto con su misterioso árbol, coloca a su entrada a un querubín bien armado. Adán y Eva parten entonces a su triste exilio.
San Agustín comenta en Quaest. Vet. et Nov. Test. (en un texto citado por la ST, I, q.97, a.4, c):
“El comer del árbol de la vida apartaba la corrupción del cuerpo. Incluso después del pecado hubiera podido ser incorruptible, si se le hubiera permitido volver a comer de él”.
El filósofo y escritor francés Gustave Thibon (+2001), que se convirtió al catolicismo y llegó a ser dirigido espiritual de Dom Guerard Calvet, Fundador de la Abadía de Le Barroux, escribió en el año 1954 un breve libro titulado “Seréis como dioses”. Este libro ha sido publicado en español hace unos pocos años por la Editorial Didaskalos, con un excelente Prólogo de Juan Manuel de Prada. La obra, escrita al modo de un diálogo teatral, plantea la hipótesis ficticia de un mundo futuro, en el cual el dominio científico del hombre sobre la naturaleza ha alcanzado su meta: la inmortalidad. Ya no existe enfermedad ni accidente alguno capaz de poner fin a la vida del hombre sobre la tierra. A lo cual se acompaña el desarrollo de una peculiar “psicotecnia” capaz de transmutar todo estado anímico desagradable. Es el paraíso sobre la tierra.
Los hombres de este mundo futuro juzgan de esta forma la pasada era cristiana:
“Jesús dijo, mi Reino no es de este mundo. Y enseñó a los hombres esta oración, que fue repetida durante 20 siglos: ¡Padre nuestro, que estás en el cielo! ¡Cuanta sangre ha fluido -la sangre luminosa del pensamiento, la sangre hirviente de la acción-, por esta herida de la oración! Paralizado por la hemorragia, el hombre esperaba el milagro sobre la tierra y, después de la muerte, el milagro permanente del paraíso. Tardó mucho tiempo en comprender que no hay más milagro y paraíso que aquel que se forja con las propias manos”.
Sin embargo, dentro de la ficción creada por Thibon, todo este sistema tan bien montado, se tambalea por causa de una joven, Amanda, que comienza a hacerse preguntas incómodas, arrastrado a su misma familia por la estela de su propia búsqueda interior. ¿Dónde están las almas de los muertos de las épocas pasadas? ¿Fueron vanas su fe y sus esperanzas? El doctor Weber, representante del pensamiento cientificista que conquistó la inmortalidad, dice:
“Estas evasiones imaginarias tenían sentido cuando los hombres se ahogaban bajo el peso de sus adversidades y la opresión de sus límites. ¿Pero dónde está el lugar del más allá para quien posee el universo?”.
Y recibe la siguiente respuesta:
“En el vacío que excava en él la posesión del universo. En el grito sin respuesta que tu dicha perfecta le arranca”.
“Habéis conquistado lo ilimitado, habéis perdido lo infinito. Habéis abierto todas las puertas, pero la Puerta única se cerró… No, la muerte de los hombres no es un accidente de la naturaleza: es un castigo y una promesa. Os habéis sustraído al castigo y la promesa se ha arruinado”.
“Hacía falta poseer lo infinito del espacio y lo infinito del tiempo para saber que estos 2 infinitos son todavía prisiones, que el alma no es más que un grito hacia otro infinito. Este grito mudo, que vuestro paraíso deja sin respuesta, ha reabierto las puertas de la muerte”.
Volviendo a San Agustín, en el mismo pasaje citado por la Suma Teológica que señalamos al comienzo, dice:
“El cuerpo del hombre no era incorruptible por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa en el alma que preservaba el cuerpo de corrupción mientras estuviese unida a Dios”.
Es decir que el alma, unida a Dios por la gracia, alejado del “árbol del conocimiento” pernicioso, irradiaba también sobre el cuerpo ese principio de vida que, después del pecado, perdería.
Vale la pena leer esta obra de Thibon a la luz del Capítulo III del Génesis. Aunque la inmortalidad no forme parte del horizonte de nuestros logros científicos, sí es evidente que el inmanentismo filosófico, que constituye el núcleo del pensamiento de la modernidad, conduce, por una lógica interna, a colocar en el primer lugar de las preocupaciones vitales la conservación de la salud y de la juventud (o al menos su apariencia). La buena noticia es que esta subversión de valores fracasa tarde o temprano, mediante esa brecha de vacío, de tedio, de nostalgia o angustia que son los síntomas de una vida que no se ha estructurado según la verdad. Y por esa brecha puede entrar un rayo de la gracia.