San Agustín – Sólo en Cristo puede haber perfecta, dichosa y sempiterna amistad

Autor del todo desconocido por mí

«La amistad nunca es fiel sino en Cristo, en quien únicamente, además, puede ser sempiterna y dichosa»1

«Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti»2. Las sublimes Confesiones de san Agustín de Hipona tienen en esta frase de oro un digno y profundo principio, que expresa el anhelo de un corazón enamorado y sediento de Dios, de un corazón consciente de su «capacidad de Dios», de ser un «abismo infinito, que sólo puede ser llenado por un objeto infinito e inmutable, es decir, por Dios mismo»3.

Pocos como san Agustín parecen haber sido tan plena y dramáticamente conscientes de la incapacidad radical de cualquier bien y belleza creados para colmar la más honda sed del corazón, su más hondo deseo4. Arrojándose y abalanzándose sobre tales bellezas creadas5, extraviado fuera de sí mismo y lejos de Dios, Agustín no cosechó de ellas, últimamente, sino insatisfacción, hastío y vacío: nunca llegó a encontrar en su posesión la ansiada paz ni el soñado descanso. Su amor estaba desordenado y él mismo perdido y dividido, despedazado en la multiplicidad de sus amores6. Buscaba lo que había que buscar, sí, pero no allí donde debía buscarlo7. Buscaba ardientemente la felicidad, la vida bienaventurada, buscaba a Dios; pero la buscaba fuera de sí, lejos de Él, en la región de las sombras y de la muerte, en el pecado. Y llevando esa «vida» su sed en nada se mitigaba, al contrario, no hacía sino avivarse y enardecerse, «porque bien [se] conoce la sed cuando el agua no alcanza»8.

Los santos son quienes más y mejor han amado a Dios. Pero no por amarlo con todo su corazón y por sobre todas las cosas han dejado por ello de amar a sus semejantes, a sus prójimos, sino al contrario: su amor humano se ha visto purificado, ennoblecido y elevado por su caridad sobrenatural, y se ha hecho de este modo más intenso, más perfecto, más auténtico9. Y porque su amor ha sido el más vivo y el más lúcido, iluminado por la luz sobrenatural de la fe, han querido para sus amigos los más altos bienes, los mejores, los auténticos, los verdaderos. Si la amistad es quizá el amor natural más elevado entre los hombres, la amistad de los santos es de una nobleza y de una elevación superlativas, y de una firmeza incomparable, pues está fundada en la más sólida roca, en el mismo Dios.

San Agustín, sin embargo, antes de fundar sus amores y sus amistades en Dios, experimentó viva y dolorosamente el desgarro del corazón por la pérdida de lo desordenadamente amado, por la pérdida de un dulce e íntimo amigo. Íntimo y gran amigo que, sin embargo, no llegó a ser «el amigo que postula la verdadera amistad, porque esta no es auténtica si Tú no haces de aglutinante entre aquellos que están unidos a Ti por medio de la caridad derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo»10. Al perder a su íntimo amigo se hundió san Agustín en la más sombría angustia: «sólo las lágrimas me resultaban dulces…»11. Desdichado por volcar su sed de amor bienaventurado en quien no podía saciarlo, no pudo experimentar sino el vacío y el profundo dolor cuando dicho bien le fue quitado: «¡Oh locura que no sabe amar a los hombres como hombres!»12. «Sí, yo era desdichado. Y desdichado es todo ser humano prisionero de su afición a las realidades perecederas. Cuando las pierde, queda destrozado. Y entonces es cuando se da cuenta de su desdicha, de la miseria que le hacía miserable incluso antes de perderlas»13. Entonces, ante la experiencia de la incapacidad de los bienes creados para colmar su corazón, su alma comenzó a tomar «conciencia de proporciones…»14: de que su sed era de algo mucho más grande y sublime, infinito. Con el alma ensangrentada, san Agustín llegó a ser consciente de por qué sufría tanto: «¿por qué razones aquel dolor había penetrado en lo más íntimo de mi persona, sino por haber derramado mi alma en la arena, amando a un mortal como si no lo fuera?»15. Pero el remedio a tal y tan gran dolor no va a estar en dejar de amar ni en no amar, sino en amar allí en donde se debe amar, allí en donde no se pueda perder el amor, allí en donde no se pueda perder al amado…, i.e., en el Amado: «Feliz el que te ama a Ti, al amigo en Ti y al enemigo por Ti. No pierde a ningún ser querido aquel y sólo aquel para quien todos son seres queridos en Aquel que nunca se pierde»16. Convertido a Dios y amándolo por sobre todo, encontró en Él el descanso y la paz que no encontraba en lo finito y creado, y el fundamento en que sustentar y fundar todo amor y toda amistad de modo firme y perdurable. Por eso exhortaba san Agustín a amar a las almas en Dios y a arrastrarlas hacia Él, pues ancladas en Él pueden adquirir estabilidad y así su amor mutuo será igualmente estable y firme. En este sentido escribía a su «dulce amigo Nebridio»17, de quien se encontraba físicamente distante, pidiéndole que se refugiara en su mismo interior y desde allí se elevara a Dios: pues en Él estarían seguramente unidos a pesar de las distancias18.

Es también no poco elocuente al respecto lo que escribía el Doctor de la gracia a su antiguo amigo Marciano, hacia el año 39519. Lo llama «antiquísimo» amigo, pues su amistad databa de cuando Agustín no poseía a Cristo: y por eso tampoco «tenía», propiamente, a su amigo, pues no estaban, en verdad, unidos en Cristo. Amistad «antigua» en el tiempo, pero más todavía «antigua» por ser según el hombre antiguo y viejo: el amor que los unía, en efecto, era meramente humano y concorde en cosas ―para el Agustín ya cristiano y en verdad―, dignas más bien de vergüenza. Una vez ya unido a Cristo Agustín, Marciano continuó con su vida mundana: y así cada uno quería para el otro los bienes que él consideraba mejores: Agustín quería la vida feliz en Cristo para Marciano, Marciano quería para Agustín su salud mortal y la prosperidad mundana. Pero ganó, finalmente y por gracia de Dios, el Doctor de la gracia…: «¿Cómo podré explicar ahora con palabras cuánto gozo contigo, pues aquel a quien durante tanto tiempo tuve por amigo es ya verdadero amigo? […] Ahora has comenzado a vivir conmigo en la esperanza de la vida eterna»20. Antes, cuando los unían las vanidades mundanas, no eran entre sí, en sentido cabal, verdaderos amigos: pues no querían para el otro el verdadero bien, sino sólo un bien aparente. ¡Pero ni siquiera eran amigos para sí mismos!, sino más bien enemigos de sí21… «No quiero que te enfades y tengas por absurdo el que te diga esto: durante el tiempo en que yo suspiraba por vanidades mundanas, aunque tú creyeras que yo te amaba con exceso, aún no eras amigo mío; yo mismo no era amigo mío, sino más bien enemigo. Porque amaba la iniquidad, y es verdadera la afirmación escrita en los santos Libros: “El que ama la iniquidad odia su alma” (Sal 10, 6b [Vg.]). Y si yo odiaba a mi alma, ¿cómo podía ser verdadero amigo mío quien me deseaba cosas en las que yo mismo me sufría como enemigo de mí mismo? Mas cuando la benignidad y gracia de nuestro Salvador brilló para mí (cf. Tit 2, 11), no según mis méritos, sino según su misericordia, tú eras todavía ajeno a ella. ¿Cómo podías ser amigo mío, ignorando en absoluto cómo podría ser yo feliz, y no amándome justamente en aquello en que yo me había hecho de algún modo amigo mío?»22.

Finalmente, tratándose de amor y de amistad, vale referir, lo que escribió el divino Africano a su amigo san Paulino de Nola. El amor fundado en Dios no decrece ni amengua, sino al contrario: y entre los mismos santos, ya perfecto, se eleva hasta grados de una delicadeza exquisita, sublime… «¡Oh buen varón y buen hermano! Oculto estabas para mi alma. Dígole yo a esta mi alma que se consuele aunque no pueda verte con mis ojos, y apenas me obedece. Mejor dicho, no me obedece en absoluto. ¿Lo tolera acaso? ¿Por qué ese deseo de verte me duele en lo profundo del alma? Si padeciese molestias corporales y estas no perturbasen la tranquilidad del alma mía, diría yo que ella las toleraba. Pero, como no puedo sufrir con serenidad el no verte, sería intolerable llamar a esto tolerancia. Siendo tú cual eres, sería más intolerable la tolerancia de carecer de ti. Está bien, pues, que no pueda yo tolerarlo con el alma tranquila; si tranquilamente lo tolerase, no sería tolerable yo. Es maravilloso, pero verdadero, lo que me acaece: me duele el no verte, y ese dolor me consuela. A mí me desagrada la fortaleza que permite tolerar la ausencia de los buenos, como lo eres tú. De hecho, deseamos la Jerusalén futura, y cuanto con mayor impaciencia la deseamos, tanto más pacientemente lo toleramos todo por ella. ¿Quién podrá, pues, no alegrarse de haberte visto, de modo que no pueda no dolerse mientras no te vea? Yo ninguna de las dos cosas puedo tolerar; si pudiera, mi poder sería cruel; me alegro, pues, de no poder, y en esta alegría encuentro algún consuelo. El dolor no calmado, pero sí contemplado, me consuela en mi pena. No me reprendas, por favor y por esa santidad en que te aventajas. No digas que me duelo desordenadamente porque no te conozco, pues me abriste tu alma, me diste a ver tu interior. Si en tu terrena ciudad te hubiese conocido yo como hermano y amador mío, siendo tal y tan grande varón en el Señor como eres, ¿te imaginas que no había de sentir dolor por no dejarme conocer tu casa? Pues ¿cómo no me ha de pesar ahora el no poder contemplar tu semblante, es decir, la casa de esa tu alma, que yo conozco como la mía?»23.

Lloró san Agustín una amistad desordenada. Gozó en la transformación, por la gracia de Dios, de una amistad desordenada en ordenada. Y más gozó aún de una amistad pura y santamente ordenada, fundada ya en el grado de gracia y caridad propio de los grandes santos de Dios24.

En el fondo, sólo en Cristo puede haber perfecta amistad25: así lo reconocía san Agustín al escribirle al Papa Bonifacio: «La amistad nunca es fiel sino en Cristo, en quien únicamente, además, puede ser sempiterna y dichosa»26. Y en este mismo sentido hablaría muchos siglos después un gran hijo espiritual del Doctor de Hipona: «Hijo, si pones tu paz con alguno por tu parecer y por conversar con él, movible estarás y sin sosiego. Mas si recurres a la verdad que siempre vive y permanece, no te entristecerás por el amigo si se fuere o se muriere. En mí ha de estar el amor del amigo, y por mí se ha de amar cualquiera que en esta vida te parece bueno y mucho amas. Sin mí no vale nada ni durará la amistad, ni es verdadero el amor que yo no ayunto»27.

Para terminar, aplicando al propio san Agustín lo que él mismo decía de su dulce amigo Nebridio28, sabemos que él ahora «es infinitamente feliz: acercando su boca espiritual a la fuente divina, de ella bebe en cuanto le es posible y de acuerdo con la sed que tiene». Y sabemos, asimismo, que «su embriaguez de sabiduría no le llevará a olvidarse de nosotros, ya que Tú, Señor, que eres su bebida, te acuerdas de nosotros».

Federico Rago

* * *

1 Agustín de Hipona, santo, Contra duas epistolas pelagianorum, I, 1, 1.

2 Confesiones, I, 1, 1 (para las Confesiones seguimos, en general, la traducción de José Cosgaya, OSA [ed. BAC, 19974]; para las otras obras de san Agustín, la de la edición de la BAC y de la FAE [en «www.augustinus.it/spagnolo»]). Santo Tomás dirá, equivalentemente: «Nada puede aquietar la voluntad del hombre sino el bien universal, el cual no se encuentra en algo creado, sino sólo en Dios: porque toda creatura tiene la bondad participada. De donde solo Dios puede colmar la voluntad del hombre, como dice el Salmo 102: “El que colma de bienes tu deseo”. Por eso, en solo Dios consiste la bienaventuranza del hombre» (S. Th., I-II, q. 2, a. 8, c.).

3 Pascal, Blaise, Pensamientos, fr. 425 (ed. Brunschvicg). Cf. Juan Pablo II, santo, Evangelium vitae, n. 35: «El origen divino de este espíritu de vida explica la perenne insatisfacción que acompaña al hombre durante su existencia. Creado por Dios, llevando en sí mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a Él. Al experimentar la aspiración profunda de su corazón, todo hombre hace suya la verdad expresada por san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”».

4 «El mismo deseo es la sed del alma», decía san Agustín (En. in Ps. 62, 5).

5 Confesiones, X, 27, 38.

6 Marechal, Leopoldo, Descenso y ascenso del alma por la belleza, Citerea, 1965, pp. 35 y 37. Cf. Confesiones, IX, 4, 10 y X, 29, 40.

7 «El descanso no está donde lo buscáis. Buscad lo que buscáis, pero que conste que no está donde lo buscáis. Estáis buscando la vida feliz en la región de la muerte. No está allí. ¿Cómo va a haber allí vida feliz, si ni siquiera hay vida?» (Confesiones, IV, 12, 18). Como dice la Divina Comedia, «A través de mil ramas se busca el único dulce fruto» (Purgatorio, XXVII, 115).

8 Marechal, Leopoldo, op. cit., p. 31. Como también decía san Agustín, «El conocimiento de la propia infelicidad es un acceso no pequeño hacia la felicidad…» (De sermone Domini in monte, I, 12, 36). Cf. S. Th., I-II, q. 2, a. 1, ad 3: «Cuanto más perfectamente se posee el sumo bien, tanto más se lo ama y se desprecian las demás cosas, porque cuanto más se lo posee, más se lo conoce. Y por eso se dice en Eclo 24, 29: “Los que me comen quedan aún con hambre de mí”. Pero con el deseo de riquezas o de cualquier otro bien temporal ocurre lo contrario, pues cuando estos ya se tienen, se desprecian y se desean otras cosas, como se manifiesta en Jn 4, 13, cuando el Señor dice: “Quien bebe de esta agua, refiriéndose a los bienes temporales, volverá a tener sed”. Y esto porque precisamente su insuficiencia se advierte mejor cuando se poseen. Y así por esto mismo se manifiesta su imperfección y que el bien sumo no consiste en ellos». Cf. ibid., q. 33, a. 2, c. y Juan de la Cruz, santo, Subida del Monte Carmelo, I, 6, 3-7. De allí que el P. Garrigou-Lagrange admita el valor objetivo de una prueba de la existencia de Dios a partir del deseo natural de la felicidad, rectamente entendido ―siempre que no se entienda según el «método de la inmanencia»―: cf. Dios, n. 39d; De beatitudine, de actibus humanis et habitibus, pp. 92-97 y De Deo Uno, p. 121.

9 «No quiso el Salvador apagar, ni siquiera disminuir en nuestros corazones la llama del verdadero amor humano. No quiso destruir el amor humano, sino que vino para salvarlo, y esto avivándolo y purificándolo. No quiere el Salvador que los hombres vivan sin amarse, sino que exige, y se lo impone como un mandato soberano, que se amen mutuamente; que se amen en la familia, en la sociedad y en las benditas relaciones de la amistad. Pero quiere el Evangelio que el amor con que los hombres se amen entre sí esté siempre regulado y como nutrido por aquel mismo amor que todos debemos a Dios» (Lucas de san José, OCD, La santidad en el claustro, Centro de Propaganda de Santa Teresita del Niño Jesús, Barcelona, 19454, pp. 45-46).

10 Confesiones, IV, 4, 7.

11 Ibid., 9 (vid. ibid., 7, 12).

12 Ibid., 7, 12.

13 Ibid., 6, 11.

14 Cf. Marechal, Leopoldo, op. cit., pp. 27 y 47-48.

15 Confesiones, IV, 8, 13.

16 Ibid., 9, 14.

17 Ibid., IX, 3, 6, en donde tributa a su dulce amigo, «apasionadísimo investigador de la verdad», un bello y sentido elogio fúnebre.

18 Cf. Ep. 9 (a Nebridio), 1.

19 «No podemos juzgar definitivamente de la mente de un autor por algunos pasajes aislados de sus obras, por terminantes que parezcan. Es preciso también atender a las ideas predominantes en sus escritos; y si además los escritores son Santos y tratan de asuntos morales, es conveniente atender a sus actos, porque los Santos son los hombres más armónicos del mundo; y así su conducta es exacto reflejo de su mentalidad en orden a cuestiones prácticas» (Lucas de san José, OCD, op. cit., p. 35). Y algo más adelante, añade el mismo autor: «Entre todos los escritos, las cartas privadas y confidenciales son las que mejor reflejan el alma de quien las escribe. Cuando nos creemos a salvo de las suspicaces miradas de personas extrañas, y aun de la vista de la persona misma a quien hablamos, nos solemos creer dispensados de ciertas reservas que nos imponemos siempre ante el público, y aun quizá en la conversación verbal y familiar con la misma persona. Pero en la correspondencia íntima y privada nos manifestamos tal como somos; tomamos nuestra alma entera para ponerla en íntimo contacto con el alma de nuestros amigos. Esto es lo que hace tan instructiva, interesante y encantadora la correspondencia epistolar de los Santos» (pp. 37-38).

20 Ep. 258 (a Marciano), 2.

21 Cf. S. Th., II-II, q. 25, a. 7, c.: «Los buenos aprecian en sí mismos como principal su naturaleza racional, es decir, el hombre interior, y así se estiman ser lo que en verdad son; los malos, en cambio, consideran que lo principal es su naturaleza sensitiva y corporal, es decir, el hombre exterior. Por eso, al no conocerse bien, no se aman de verdad a sí mismos, sino que aman lo que creen que son. Los buenos, en cambio, conociéndose verdaderamente, se aman verdaderamente a sí mismos».

22 Ep. 258 (a Marciano), 3.

23 Ep. 27 (a Paulino), 1.

24 El gozo, como explica santo Tomás, es uno de los efectos de la caridad (S. Th., II-II, q. 28, a. 1), y a los mejores corresponde amarlos más, objetivamente (ibid., q. 26, a. 7).

25 Lo cual guarda relación con la cuestión de la posibilidad de tener virtudes morales adquiridas sin la gracia sobrenatural habitual, respecto de lo cual habría que decir que en ese caso no se podrían tener en estado de virtudes perfectas: cf. S. Th., I-II, q. 65, a. 2, y los buenos comentarios que hacen el P. Garrigou-Lagrange en De virtutibus theologicis, Intr., pp. 24-26, y el P. Royo Marín en Teología de la caridad, n. 37.

26 Contra duas epistolas pelagianorum, I, 1, 1.

27 De imitatione Christi, III, 47.

28 Cf. Confesiones, IX, 3, 6.

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