San Benito y el martirio por la verdad
HOMILÍA
Padre Pedro Pablo Silva, SV
San Benito y el martirio por la verdad
Como hemos meditado en más de alguna ocasión, el filósofo ruso de fines del siglo XIX, Vladimir Soloviev, en su significativo libro, Breve relato del Anticristo, atribuye el último testimonio a favor de Cristo, en medio de la apostasía generalizada del mundo, a un monje. Es decir que, para Soloviev, el monje es aquella persona que ha llegado al fin sin ceder, sin dejar que la marca o sello de la Bestia, el número 666, se estampara en su mente y en su mano, esto es, en su pensamiento y en su conducta moral. Y ¿por qué pensar esto de un simple monje, cuando sabemos de tantos que, a lo largo de la historia, han sido herejes o se han «adaptado» buscando un «equilibrio» entre el error y la verdad? Pensemos, por ejemplo, en Nestorio, Eutiques (Lutero no fue monje sino fraile), y tantos monjes que al llegar la Revolución francesa estaban intoxicados con el virus o covid de la Ilustración y del humanismo antropocéntrico post renacentista.
Tal vez la respuesta la encontremos en la misma historia de la Revolución francesa que, como sabemos, ha dado a luz el mundo moderno, un mundo esencialmente diferente de la Cristiandad medieval: en la fase del terror se persiguió sobre todo a los monjes y se «desamortizaron», como se llama diplomáticamente al robo, los Monasterios, pero las Órdenes religiosas activas, las que prestaban asistencia, se las dejó con vida. Es decir, se soportaba que alguien, aunque sea en plan católico, hiciera una suerte de promoción humana; pero que los monjes no hicieran nada más que dar razón del absoluto de Dios, de un Dios que para los revolucionarios ya ha muerto –y que ha sido, lo que más adelante llamará Karl Marx, el “opio del pueblo”-, eso no se puede admitir. Y así, exterminaron miles de monasterios, los robaron y a comienzos del siglo XX otros tantos pasaron a poder del Estado hasta el día de hoy.
Con todo esto quiero decir que la vida monástica, cuando se la vive con verdad, revela y desvela el misterio del absoluto de Dios, del horror del pecado, de la necesidad absoluta y total de la gracia, de la gratuidad de la redención de Cristo, del amor del Señor y de su Madre Santísima hasta su muerte y muerte de Cruz. Es por esta razón que el Anticristo de Soloviev espera de este monje el más valioso de cuantos reconocimientos ha venido obteniendo, y le promete el gobierno, con él, de la nueva humanidad —algo así como Enrique VIII deseaba el consentimiento de Santo Tomás Moro para encontrar paz en su conciencia, atormentada por el pecado-. Pues bien, este monje, que lo era de verdad, le responde: «nosotros no tenemos nada más precioso que Cristo», y le propone al propio Anticristo la confesión de la divinidad de Jesucristo, razón por la cual es muerto en el acto. Muere mártir de la verdad y de la Verdad.
Con San Benito pasó algo parecido. Vivió en un mundo en vísperas de extinguirse. Probablemente estaba asqueado de una sociedad que ya estaba deshecha y llena de inmoralidades por la degradación de costumbres, parecido a lo que estamos viviendo hoy. San Gregorio Magno nos dice que:
«Hubo un varón de vida venerable, bendito por gracia y por nombre —esto significa Benedictus—, dotado desde su juventud de una prudencia de anciano, quien, prefiriendo sufrir las injurias del mundo a sus alabanzas y verse por Dios agobiado de trabajos que ensalzado por los favores de esta vida, se fue a vivir en soledad».
Dice también que:
«… pudiendo gozar libremente de los bienes temporales, despreció como árido el mundo con sus flores, y que abandonó Roma —la capital del Imperio— conscientemente indocto y sabiamente inculto”».
San Benito, por don de Dios, veía la verdad de su tiempo y, siguiendo un llamado del mismo Dios que no se desentiende del mundo, se retiró a la soledad. Allí comenzó todo.
En esa soledad, viviendo solo con el Solo, es decir, solo con Dios, vive vida eremítica durante 3 años, una vida que San Gregorio describe con las profundas palabras de «habitare secum», esto es: «habitar consigo mismo», lo contrario del mundo de hoy, que lleva a las personas a huir de sí en múltiples viajes. Estas palabras «habitar consigo mismo» son exactamente las mismas palabras que el hijo pródigo se dice a sí mismo, y que posibilitan el camino de retorno al Padre, esto es, su conversión. San Benito en Subiaco hizo su camino de conversión, de descubrimiento de la interioridad, del encuentro con Dios que posibilita el encuentro consigo y la auto posesión de sí mismo por don del Espíritu Santo. En la Santa Regla propone a sus hijos el mismo itinerario del hijo pródigo: «volver por el trabajo de la obediencia, a Aquel de quien nos habíamos alejado por la desidia de la desobediencia». Este es el camino monástico benedictino, un camino singular inserto en el núcleo mismo de la vida cristiana, un camino de interioridad que conduce a la paz, lema benedictino que no es un equilibrio que esconde profundas divisiones como lo que ofrece el mundo actual, sino la quies, la tranquilidad del orden por la redención intrínseca de la gracia divina que da al alma la paz con Dios, consigo misma, con el prójimo y con la creación.
Ahí tenemos a Benedictus, a San Benito, que ha realizado un camino hacia Dios que in-habita en su alma por gracia, un camino inverso al anti-itinerario por el que comenzó a caminar Occidente desde el Renacimiento y que lo va llevando cada vez más al colapso final que está ante nuestros ojos para quien quiera verlo y no tapárselos con las manos. ¿Cuál fue el resultado de este camino de nuestro venerable y amado Padre? Pues que el Monasterio por él propuesto se convirtió en una especia de Civitas Dei, una Ciudad de Dios como la descrita por San Agustín que dio origen a las ciudades que conformaron Europa, sobre todo a partir de Carlo Magno en el siglo VIII. El modelo del Monasterio propuesto por San Benito engendró un mundo cristiano fundamentado en una síntesis entre antigüedad clásica y Evangelio, entre fe y razón, entre contemplación y trabajo, que fue capaz de dar vida a una civilización cristiana y constituir el elemento aglutinante de los hombres y de los pueblos de Europa durante 1500 años. Una civilización con una fuerza tal que pobló de Monasterios el suelo europeo, construyó Abadías y Catedrales grandiosas, que dio a luz una cultura, un pensamiento como el de Santo Tomás de Aquino, también padre nuestro, del cual dice San Juan Pablo II que: «la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás» (Juan Pablo II, Fides et Ratio 78).
San Benito comenzó por un camino de conversión en la soledad y silencio de Subiaco, como el hijo pródigo. Es ahí donde debemos volver a encontrar la linfa vital, si aún no hemos capitulado frente al influjo secularizador del mundo contemporáneo, y si pensamos como aquel monje de Soloviev que la salvación del mundo está en la confesión de la divinidad y del amor infinito de Jesucristo, el Señor.
A la Virgen María, Mater Veritatis, a su Corazón Inmaculado, encomendamos nuestra fidelidad a la verdad hasta el martirio por ella, en conformidad al voto que hemos profesado en nuestra comunidad de Schola Veritatis. Amén.
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