La batalla angélica definitiva ante la kénosis de la Encarnación
HOMILÍA
Padre Pedro Pablo Silva, SV
«O ADMIRABILE COMMERCIUM»
Oh admirable intercambio
(Antífona de la Solemnidad de la Maternidad divina)
Sábado, 10 de julio de 2021
Queridos hijos y hermanos,
Siguiendo la venerable tradición mariana de la Abadía de Notre Dame de Fontgombault, cuyos Abades, todos, Dom Rou, Dom Roy, Dom Forgeot y Dom Pateau, son profundamente marianos, celebramos en nuestra comunidad, cada sábado libre del calendario, a la Santísima Virgen como Memoria Mayor o Memoria Obligatoria.
En este sábado querría que meditáramos en el misterio de la Anunciación dentro de lo que se llama «la batalla cósmica» que atraviesa toda la historia humana. Al celebrar en la Santa Misa a la Sma. Virgen en este misterio, actualizamos litúrgicamente el acontecimiento más grande de lde todos los tiempos-junto con el misterio Pascual- y que le da sentido a todo lo que existe, esto es:
La Encarnación de Hijo eterno del Padre, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, en las purísimas entrañas de la Virgen María.
La Venerable María de Jesús de Ágreda en su grandiosa obra «La mística ciudad de Dios» (Libro 1 cap. 9), comenta el Capítulo 12 del Libro del Apocalipsis que narra la gran batalla que se dio en el cielo entre San Miguel y sus ángeles, contra Satanás y su infernal ejército. La causa de este combate habría sido, dice ella, la prueba a que sometió Dios a los ángeles. Esta habría consistido en la aceptación del mismo misterio que hoy celebramos: la kénosis (anonadamiento) de Dios por la unión hipostática al asumir la Segunda Persona de la Sma. Trinidad una naturaleza humana y la elevación de esta por la gracia. Ante este divino designio, San Miguel y los ángeles buenos se habrían postrado humildemente ante Dios y lo habrían ensalzado por su grandeza, sabiduría e infinita bondad. En cambio, Satanás y sus seguidores habría blasfemado diciendo:
«Injusto es Dios en levantar a la naturaleza humana sobre la angélica. Yo pondré mi trono sobre las estrellas y seré semejante al Altísimo y no me sujetaré a ninguno inferior a mi naturaleza».
Entonces, en aquel combate cósmico de los comienzos, San Miguel Arcángel derrotó a Lucifer con esta invencible palabra: Quis ut Deus? (¿Quién como Dios?). Este es, en efecto, el significado de su nombre.
Después de este combate realizado «con los entendimientos y las voluntades» (los ángeles no tienen materia) -prosigue relatando la Venerable María de Ágreda-, el Verbo eterno pidió al Padre que se ejecutara el misterio de la Encarnación para destruir la envidia y furor de Lucifer, que había bajado del cielo airado contra la naturaleza humana.
El Padre habría respondido: «Lucifer ha levantado las banderas de la soberbia y del pecado, y con toda iniquidad y furor perseguirá al linaje humano. Para levantar el triunfo de la santidad, humánese (hágase hombre) la Segunda Persona pasible, y enseñe la humildad y obediencia como salud de los mortales; y siendo verdadero Dios, se humille y sea hecho el menor, maestro de toda santidad. Que nazca y viva pobre, muriendo despreciado y condenado por los hombres a muerte torpísima y afrentosa».
Y luego agrega: «Por su causa levantemos a los humildes y humillemos a los soberbios. Sean felices los que lloran, los pobres, los que padecen por la justicia. Sean engrandecidos los pequeños y mansos, los que no pusieron en sí su confianza».
La explicación que da la Venerable María de Jesús de Ágreda ciertamente no es Magisterio de la Iglesia y no estamos obligados a adherir a ella, sin embargo, no es contraria a lo que afirma la Sagrada Escritura y los grandes autores católicos. Por el contrario, constituye una hipótesis con razones de verosimilitud. Esta batalla que contemplaron los cielos con estupor, entre la auto-exaltación de Lucifer y la humilde adoración de San Miguel, entró en la historia humana desde el pecado de nuestros primeros padres, cuando Satanás recibió de Dios cierto «dominio» sobre los hombres (por ejemplo, ver Job 2). Es lo que San Agustín explicó como el despliegue y lucha continua de las dos ciudades: la Ciudad de este mundo, fundada en el amor de sí hasta el desprecio de Dios, y la Ciudad de Dios, fundada en el amor de Dios hasta el desprecio de sí.
En el seno purísimo de la Virgen María, como un claustro sagrado, se anonadó (kénosis) el Verbo divino, desposándose para siempre con nuestra naturaleza humana. La unión hipostática de la naturaleza humana de Cristo con el Verbo divino tuvo lugar en el instante mismo de la concepción. El Concilio de Calcedonia definió que las dos naturalezas de Cristo se unen «en una sola persona y una sola hipóstasis» (Dz 148). La fórmula «unión hipostática» expresa la doctrina católica sobre la unidad de persona y la dualidad de naturalezas en Cristo, frente a la separación de personas nestoriana y a la fusión monofisita en una sola naturaleza (Cf. V Concilio de Constantinopla, 553, Dz 217).
Para librarnos de la seducción satánica que quiere arrastrar a la humanidad tras el ejemplo de su soberbia, Cristo, como cabeza y guía nuestra nos enseña el camino redentor del abajamiento, del anonadamiento –cuyo ejemplo perfecto nos lo da la Santísima Virgen María y San José. Como dice San Pablo: «Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre» (Flp 2, 7). Y lo hace nada menos que por medio del anonadamiento más absoluto. El autor de la carta a los Hebreos, en la segunda lectura, nos muestra como en el primer instante de la entrada del Verbo en el mundo, la completa oblación de su humanidad ya está realizada. En otras palabras, el Verbo abrazó la cruz desde el comienzo, porque quiso abajarse hasta el último lugar de esta tierra. No solo se hizo hombre, sino que se hizo el último de los hombres, «dándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas» (1P 2, 21).
Los predestinados son aquellos que, uniéndose a su divina cabeza, lo siguen en su anonadamiento y humillación. A los pobres (los anawim, no los proletarios de Marx), a los que están en lo más bajo, los humillados y ofendidos, los que han pasado por la gran tribulación sin haber sucumbido, los que fueron decapitados por el testimonio de Jesús y la Palabra de Dios, como tantos en la historia ( por ejemplo, los mártires de La Vendée, los cristeros, los mártires de la revolución francesa, española y rusa), aquellos en los que no se encontró mentira en su boca, y a todos los que no adoraron a la Bestia ni a su imagen, y no aceptaron la marca en su frente o en su mano, Dios los ensalzará en la historia y en la eternidad, hasta la contemplación de su Rostro, fuente infinita de gozo y plenitud. Es lo que dice el salmo 112: «El levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo».
Y los que siguieron el camino de Satanás, esos serán precipitados y humillados, en esta vida y en una eternidad infernal. «Él derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1,52) proclamaba la Santísima Virgen, en el Magnificat. Entendiendo esta realidad y atraídos por el camino de su Maestro, los santos han encontrado siempre un gran gozo sobrenatural en la humillación. Nada agradecen tanto como las humillaciones, los cargos bajos, las acusaciones injustas, los malos tratos, las incomprensiones.
Queridos hermanos, siendo sinceros delante de Dios, reconozcamos que no podemos o, más bien, no queremos, de ninguna manera, humillarnos a nosotros mismos ni que nadie nos humille de la altura en la que nos hemos situado. Reconozcamos que, en buena parte, hemos querido seguir la seducción del Maligno y nuestra propia carnalidad, y que apreciamos mucho nuestra honra. Por eso necesitamos convertirnos. De nuestra conversión depende también la salvación de muchos y el futuro de la Iglesia. Solo el Espíritu Santo, por cuya virtud descendió el Hijo único del Padre, puede realizar en nosotros este mismo abajamiento. Pidámoslo con confianza. Hoy es el tiempo favorable, hoy es el día de la salvación. Que la Virgen María, nuestra amada Madre, interceda en nuestro favor. Amén.
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