Santa María Magdalena y el deseo de Dios: fundamento de la vocación monástica
“Ardens est cor meum: desidero videre Dominum meum…”
“Todo cuerpo, por su propio peso, tiende al lugar que le es propio. El peso no impulsa únicamente hacia abajo, sino hacia el lugar propio. El fuego tiende hacia arriba, la piedra hacia abajo. Movidos por su propio peso, buscan su lugar propio. El aceite, echado debajo del agua, se coloca sobre ella. El agua, derramada sobre el aceite, se coloca debajo de él. Movidos por sus propios pesos, buscan el lugar que les es propio. Las cosas que no están ordenadas se hallan inquietas: al ordenarse, encuentran su descanso. Mi amor es mi peso: por él soy llevado adondequiera que me dirijo” (San Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, IX, 10).
“Mi corazón está ardiendo, deseo ver a mi Señor…”.
En estas palabras de la antífona del oficio de Santa María está toda la vida monástica… Ya lo decía el papa Pío XII: “No son ni el temor, ni el arrepentimiento, ni la sola prudencia quienes pueblan las soledades de los monasterios. Es el amor de Dios…” (S. S. Pío XII, Alocución a los miembros del Congreso de estudios sobre el monacato oriental, Roma (11 de abril de 1958). AAS 25 (1958), 285).
Solo el amor explica nuestra vida, solo el amor la justifica… Y solo el amor de un corazón inflamado, que arde en deseos de ver a su Señor, explica nuestros votos. Pues es solo por su amor por lo que lo hemos dejado y sacrificado todo, considerándolo como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unidos a Él (cf. Fil 3, 8-9): por amor a Cristo, por seguirlo solo a Él, a cuyo amor, como nos dice Nuestro Padre san Benito, nada, absolutamente nada, debemos anteponer: “Nihil amori Christi praeponere” (RB, IV, 21). Y, como queriéndonos dejar una especie de testamento espiritual, nos lo vuelve a recalcar con más fuerza hacia el final de la Santa Regla: “Christo omnino nihil praeponant” (RB, LXXII, 11): “Nada absolutamente antepongan a Cristo”. Jesucristo ha de ser toda nuestra “filosofía”: no hemos de querer saber nada fuera de Él (cf. 1 Cor 2, 2).
Decíamos que es el amor el que explica y justifica los votos que profesamos: votos de estabilidad, conversión de costumbres y obediencia.
En cuanto a la estabilidad, no es sino por amor al Señor por lo que, habiendo “quemado las naves”, lo hemos dejado todo y nos hemos encerrado en el monasterio, haciendo voto de perseverar en él y en el seno de nuestra familia y comunidad monástica, y esto “usque ad mortem…” (cf. RB, Prol, 50): para “servir al Señor” “en su casa” (RB, Prol, 45 et XXXI, 19). De este modo, nuestra clausura es una barrera contra el mundo, no contra el amor… Aquí tenemos a Dios, y eso nos basta. Pero con nuestra vida escondida, de ninguna manera nos desentendemos de los hombres, todo lo contrario: “No nos alejamos de los hombres, sino que los abrazamos de una manera más profunda en el corazón de Cristo” (Declaraciones de la Congregación de Solesmes, 30). A la luz de la fe, somos conscientes de que permaneciendo en el monasterio entregados a Dios, por la oración y la vida regular, haremos mucho más bien a nuestros hermanos que están fuera, que con un contacto directo. Esta es nuestra parte en el Cuerpo Místico de la Iglesia. Ya lo decía el papa Pío XI: “Contribuyen mucho más al incremento de la Iglesia y a la salvación del género humano los que asiduamente cumplen con su oficio de orar y mortificarse, que los que con sus sudores y fatigas cultivan el campo del Señor; pues si aquellos no atrajeran del Cielo la abundancia de las divinas gracias para regar el campo, más escasos serían ciertamente los frutos de la labor de los operarios evangélicos…” (S. S. Pío XI, Const. ap. Umbratilem remotamque (8 de julio de 1924): AAS 16 (1924), 389). En definitiva, permaneciendo en la intimidad con Aquel que es “más interior a nosotros que nosotros mismos” (“interior intimo meo”), viviendo unidos a Él, estaremos mucho más profunda e íntimamente (aunque de modo invisible y místico) unidos a todos los hombres… “Monje es aquel que, separado de todos (físicamente), está unido a todos (espiritual y místicamente)” (Evagrio Póntico, Sobre la oración, 124).
En lo que hace al voto de conversión de costumbres, por él nos comprometemos a tender a la perfección de la caridad, a la santidad, por el camino propio de la vida contemplativa monástica, “entregándonos totalmente a Dios en la soledad y el silencio, en la oración constante y en la gozosa penitencia” (Cf. Concilio Vaticano II, Decr. Perfectae caritatis, 7, AAS 58 (1966), 705), en la pobreza y en la castidad; todo lo cual, nuevamente, se explica desde el amor…, que no quiere estar sino con el Amado, hablar solo con Él, sacrificarlo y dejarlo todo por Él, y reservarle todo el corazón, indiviso (cf. 1 Cor 7, 32-35), únicamente a Él.
Y, finalmente, en cuanto a la obediencia, Nuestro Padre San Benito nos dice explícitamente que la misma se funda en el amor a Dios: “pro Dei amore” (RB, VII, 34), y que es un modo de imitación de Nuestro Señor, “factus oboediens usque ad mortem” (Fil. 2, 8). Asimismo, creemos que el Abad, a quien hemos prometido obedecer, hace las veces de Cristo en el monasterio (RB, II, 2).
Ahora bien, en santa María Magdalena, cuya fiesta celebramos y a quien pertenece la antífona que encabeza esta breve meditación, se manifiesta de modo muy elocuente el ardor de este corazón enamorado, el deseo ardiente de Dios… “¡Cuán grande era el amor que ardía en su corazón, no apartándose del sepulcro del Señor!, nos San Gregorio (Cf. Gregorio Magno, santo, Homilías sobre los Evangelios, II, V (XXV)). Buscaba al que no hallaba, y, buscándole, lloraba; e inflamada en el fuego de su amor, ardía en deseos de encontrar al que creyó robado. Perseverando en su búsqueda, finalmente lo vio… La fuerza del amor acrecentó el deseo de buscarlo. Primero buscó y no halló; perseveró en buscar, y de ahí resultó hallar. Así, con la dilación crecieron sus santos deseos, y estos deseos crecidos lograron hallarlo”.
Solo el amor de Dios, solo el deseo de Dios de un corazón ardiente, explica una vida inmolada toda a El por la profesión de los votos monásticos. Y por ello solo el amor puede comprenderla… “Dame un corazón amante, y comprenderá lo que digo. Dame un corazón que desee, que tenga hambre, dame un corazón que se mire como desterrado en este desierto, y que tenga sed, y que suspire por la fuente de la Patria eterna…: dame un corazón así, y comprenderá perfectamente lo que digo. Mas…, si hablo a un corazón frío, este tal no comprenderá mi lenguaje…” San Agustín de Hipona, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, XXVI, 4).
Pero la antífona del Oficio de santa María Magdalena dice algo más… “Ardens est cor meum, desidero videre Dominum meum…; quaero et non invenio ubi posuerunt Eum”: “Mi corazón está ardiendo, deseo ver a mi Señor; busco y no encuentro dónde lo pusieron”. “Busco y no encuentro”… Somos peregrinos, estamos desterrados, buscando regresar a nuestra Patria, donde solamente se aquietará nuestro corazón. Hemos venido al monasterio para “volver al Señor” (RB, Prol, 2), y en definitiva, en su sentido cabal, no lo encontraremos sino cuando, al morir, terminemos de atravesar, asidos a la Cruz de Cristo, el mar de este siglo. Allí la fe dará paso a la visión, la esperanza a la posesión, y el amor, la caridad, permanecerá por los siglos de los siglos, eternamente… Pero para llegar a la tierra prometida, esa tierra que mana leche y miel, para llegar al descanso y a la visión amorosa de Dios, hay que atravesar un largo desierto, hay que pasar por la sequedad y la aridez, por la noche y la purificación. Hay que cargar con la Cruz del Señor…, y esto cada día. Hemos de participar en la Pasión de Cristo, como nos dice Nuestro Padre (RB, Prol, 50).
Sin embargo, la dolorosa Pasión culmina en la gloriosa Resurrección: de allí que nuestra antífona tenga una última palabra, sublime, con la que termina…: “Alleluia”. “Alleluia”, esto es “Alabad al Señor”: he aquí el canto de la eternidad, de la Patria del cielo, ¡feliz Aleluya del cielo!, donde nuestra única ocupación será contemplar, amar y glorificar a la Bienaventurada y Santísima Trinidad, sine fine. Allí será entonces, sí, la paz perfecta, el descanso sin fin, el término de la inquietud, de la búsqueda y de la sed de Dios por la que se consume nuestro corazón en este destierro… “Alleluia”: canto de la eternidad, sí, pero incoado ya aquí, en esta peregrinación. Pues no es sino el “cántico nuevo” del hombre nuevo, es decir, del hombre renovado por la gracia, la cual, como dice santo Tomás, no es sino el “germen de la gloria” (“semen gloriae”). Esto es lo que debemos buscar primero (Mt 6, 33), la mejor parte que jamás nos será quitada (Lc 10, 42): Nada hemos de anteponer a la alabanza de Dios (cf. RB, XLIII, 3), a la liturgia, en torno a la cual gira toda nuestra existencia monástica. Comenzada e incoada aquí nuestra alabanza, no buscamos sino de algún modo anticipar, en cuanto nos es posible, el himno eterno de los Ángeles y los Santos, junto con todos los cuales esperamos y deseamos continuarla eternamente en el cielo, en compañía de la Santísima Virgen, nuestra Madre. “Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que será en el fin que no tendrá fin. Pues ¿cuál es nuestro fin sino llegar al Reino que no tendrá fin?” (Agustín de Hipona, santo, La ciudad de Dios, XXII, XXX, 5.).
Finalmente, no olvidemos que santa María Magdalena, según la tradición, fue la que escogió esta mejor parte (Lc 10, 42) y la que derramó el precioso perfume sobre Jesús (Jn 12, 1-8). Y con esto terminamos, dejando la palabra al gran san Juan Pablo II:
“A quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús, resulta obvio que Él puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede entregar a Él toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades. El ungüento precioso derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier consideración «utilitarista», es signo de una sobreabundancia de gratuidad, tal como se manifiesta en una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona y a su Cuerpo místico. De esta vida «derramada» sin escatimar nada, se difunde el aroma que llena toda la casa. La casa de Dios, la Iglesia, hoy como ayer, está adornada y embellecida por la presencia de la vida consagrada. Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un despilfarro, para la persona seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la bondad del Señor es una respuesta obvia de amor, exultante de gratitud por haber sido admitida de manera totalmente particular al conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en el mundo” (S. S. Juan Pablo II, santo, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata (25 de marzo de 1996), 104: AAS 88 (1996), 480-481).
Ardens est cor meum, desidero videre Dominum meum; quaero, et non invenio ubi posuerunt Eum. Alleluia.
U.I.O.G.D.
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