Acerca de la humildad personal y corporativa (de las Instituciones)

La Transfiguración, Teófanes el Griego, 1403

La sagrada Escritura nos enseña que «Dios resiste a los soberbios» (1P, 5,5). Y esta resistencia de parte de Dios es la peor desgracia que pueda ocurrir a una criatura. Siendo Dios el único principio de nuestra santidad y de todos nuestros bienes, ¿qué podemos esperar de Dios si, además de no darse a nosotros, nos resiste y nos rechaza?

Pero, ¿qué hay de malo y de contrario a Dios en el orgullo, para que Dios lo aparte de sí con tal energía?

Dice Columba Marmión que la razón de este antagonismo proviene de la misma naturaleza de la santidad divina:

Dios es el principio y el fin: el alfa y la omega de todas las cosas; la causa primera de todas las criaturas, y el origen de toda perfección. Todo ser viene de Él, todo bien de Él se deriva; pero, en reciprocidad, toda criatura debe volver a Él rindiéndole gloria, porque Dios «lo ha creado todo por su gloria» (Prov 16,4). Tal proceder, en nosotros, sería egoísmo y desorden; en Dios, por el contrario, al cual no puede aplicarse la palabra egoísmo por ningún concepto, es necesidad fundada en su misma naturaleza. Es esencial a la santidad divina referirlo todo a su propia gloria, pues, de otro modo, no sería Dios, ya que estaría subordinado a otro fin distinto de sí mismo. Por esto dice Dios por Isaías: «No daré a otro mi gloria» (Is 42,8). En la contemplación de sí mismo se ve digno de gloria infinita, por la plenitud de su ser y el océano de sus perfecciones; y no puede tolerar sin dejar de ser Dios, santidad por esencia, que se atribuya a otro la gloria que le es debida. Nos concede muchas gracias; nos da a su mismo Hijo amado; nos lo da enteramente, para siempre, si nosotros lo queremos; nos da la felicidad eterna y sin fin, nuestro bien supremo, y nos franquea la entrada a la intimidad de la Trinidad bienaventurada. Una sola cosa no quiere ni puede damos: su gloria. «Yo, el Señor, no daré a otro mi gloria.»

(Jesucristo ideal del monje, Cap. XI, La Humildad).

Contrariando el plan de Dios, el orgulloso intenta arrebatarle y apropiarse la gloria que a Él solo es debida y de la cual es tan celoso.Esto lo hace ensalzándose a sí mismo y glorificando su persona, su perfección, sus obras, sean naturales o sobrenaturales. Aunque puede pensar y decir quetodo es de Dios, obra y vive como si todo viniera de sí mismo, poniéndose en el centro. Por este antagonismo que el orgullo establece entre Dios y el hombre, Dios resiste al soberbio y lo rechaza, porque vive en la mentira.

Santo Tomás dice que no hay tendencia en el hombre que más se oponga a las comunicaciones divinas que el orgullo: «Por la soberbia los hombres se apartan en sumo grado de Dios» (II-II, q. 172, a. 6)Comenta Columba Marmión:

Y como Dios es el principio de toda gracia, el orgullo es para el alma el peligro más terrible; la humildad, por el contrario, es el camino más seguro para la santidad y para encontrar a Dios. El orgullo es lo que principalmente impide a Dios darse a las almas; si en ellas no hubiera orgullo, Dios se daría a ellas plenamente. El alma humilde es, en efecto, capaz de recibir todos los dones divinos, principalmente porque está vacía de sí misma y espera de Dios todo lo que necesita para su perfección, juzgándose pobre y miserable.

(Jesucristo ideal del monje, Cap. XI, La Humildad).

Nuestra miseria es, en verdad, tan profunda que puede ser comparada con un abismo que llama al abismo de la misericordia divina, como dice el salmo: Abyssus abyssum, invocat (Sal 42,8). Solo cuando la realidad de nuestra miseria sea reconocida y confesada, guiados por la humildad que nos inspira este grito tan evangélico: «Señor, ten piedad de mí», solo entonces podemos corresponder al llamado de la misericordia divina. La humildad es la confesión práctica y constante de nuestra miseria, la cual atrae las miradas de Dios. Comenta nuevamente Dom Columba:

Los andrajos y llagas del pobre son su mejor alegato; no trata de disimularlos, antes los descubre para conmover los corazones. De igual manera no debemos nosotros tratar de deslumbrar a Dios con nuestra perfección, antes debemos procurar atraer la misericordia divina por la confesión sincera de nuestra debilidad; porque cada uno de nosotros tiene hartas miserias que exponer a las miradas misericordiosas de Dios. Es una excelente oración descubrir a nuestro Señor todas las miserias, las lacras que desfiguran nuestra alma. «Dios mío, mira esta alma que tú has criado y rescatado: ve qué disforme está y qué llena de inclinaciones que la hacen aborrecible a tus ojos: ten piedad de ella.» Es una oración que va derecha al Corazón de Jesucristo como la del pobre leproso del Evangelio: «Maestro Jesús, ten piedad de nosotros» (Lc 17,13). Y nuestro Señor nos curará.

(Jesucristo ideal del monje, Cap. XI, La Humildad).

Al reconocer que somos débiles, pobres, miserables, enfermos, implícitamente proclamamos el poder, la sabiduría, la santidad, la bondad de Dios: rendimos a la gloria divina un homenaje tan agradable a El mismo, que le inclina hacia el alma humilde para colmarla de bienes: «A los hambrientos llenó de bienes». San Bernardo lo decía también: «Nuestro corazón es un vaso destinado a recibir la gracia, y para que se llene abundantemente debe antes vaciarse del amor propio y de la vanagloria » (Sermón para el día de la Anunciación). Cuando la humildad ha preparado una vasta capacidad, la gracia se derrama para colmarla. Nada, pues, más eficaz que esta virtud para merecer la gracia, para conservarla y recuperarla si la hemos perdido.

Además de todo lo dicho, Dios sabe también que la persona humilde no se ensalzará a si misma con motivo de las gracias que reciba; no se las apropiará como el orgulloso, sino que le rendirá solo a Él toda la gloria y honor. Por eso dice San Agustín:

El fin que perseguimos es muy grande, porque buscamos a Dios, intentamos llegar a Él, porque sólo en Él se encuentra nuestra eterna felicidad; mas no podemos llegar a este fin sino por medio de la humildad. ¿Deseas ser grande? Empieza por abajarte. ¿Proyectas construir un edificio que se eleve hasta el cielo? Pues ahonda los cimientos por medio de la humildad. Cuanto más alto haya de ser el edificio, tanto más hondos deben cavarse los fundamentos, y más aún si se considera que nuestra pobre naturaleza es terreno movedizo, continuamente inseguro. ¿A qué altura queremos elevar el edificio espiritual? Hasta la visión de Dios. Veamos, pues, a qué altura debe elevarse este edificio, qué sublime finalidad debemos procurar; mas no olvidemos que sólo llegaremos a ella por medio de la humildad.

(San Agustín, Sermón 10 de Verbis Domini).

Si la humildad es de una necesidad total y absoluta para la santificación de cada ser humano en particular, único camino posible para la recepción de la gracia y de la misericordia divina, no es menor su necesidad para que las comunidades de cualquier tipo -las familias, las asociaciones, las comunidades religiosas, monásticas o laicales, sociedades de vida apostólica, las mismas naciones- agraden verdaderamente a Dios y sean fuente de fecundidad espiritual. Pues si existe el orgullo personal, existe sin duda el orgullo corporativo, tanto o más nefasto que el primero. Que ningún ser humano, y ninguna comunidad humana, especialmente religiosa, se otorgue a si mismo la gloria que solo pertenece a Dios.

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