La verdad que salva es la verdad amada, no meramente conocida-M.A .Fuentes,IVE
Con su amable autorización, compartimos a continuación con nuestros lectores la primera parte de una magnífica ponencia del Padre Miguel Angel Fuentes, IVE, acerca del tema del amor a la verdad, que venimos tratando desde nuestro anterior post. Los destacados en cursiva y negrita son nuestros. Viene a completar muy bien nuestra anterior reflexión. Esperamos será para provecho de muchos.
Hay un texto muy sugestivo en la segunda epístola a los Tesalonicenses (2,8-12). Dice así:
“Entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la Manifestación de su Venida. La venida del Impío estará señalada por el influjo de Satanás, con toda clase de milagros, señales, prodigios engañosos y todo tipo de maldades que seducirán a los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera salvado (eo quod caritatem veritatis non receperunt ut salvi fierent). Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira, para que sean condenados todos cuantos no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad”.
¿A quiénes se refiere el texto? Son “los que han de ser engañados y se han de condenar”. ¿Quiénes son estos? Puntualmente sólo Dios los conoce a cada uno pero se los caracteriza por algo común a todos: son los reos del pecado de desamor por la verdad.
Quiero reflexionar brevemente sobre este pecado que cometen (v.10) y los dos castigos que menciona el Apóstol: un castigo que es al mismo tiempo “pecado y castigo” (culpa et poena), es decir, Dios los castiga dejándolos caer en otro pecado (“un poder seductor que los hace ser engañados”) que los conducirá a otro castigo más grave, castigo que es “sólo castigo” (poena tantum): la condenación eterna.
El pecado de desamor
San Pablo describe este pecado diciendo que es “no aceptar el amor de la verdad”. Quiero hacer resaltar la precisión con que el Apóstol menciona este pecado. No hay que confundirlo con otros fenómenos que pueden asemejarse a él: no es un simple error (tomar como verdadero algo que no lo es); ni es ignorancia de la verdad o carencia de un conocimiento que se puede y se debe poseer; no es nesciencia o ausencia de un conocimiento que no se está obligado a poseer. Se trata, en cambio, puntualmente, de un “rechazo” (resistencia voluntaria) del amor por la verdad.
El conocimiento de la verdad es considerado aquí como el fruto al que habría conducido este “medio” que es el amor a la verdad. La expresión del Apóstol supone que Dios a todos ofrece al menos “el amor de la verdad” aunque no dé a todos el llegar a la verdad en sí. Por tanto, a la pregunta que muchas veces nos hacen: “¿puede uno salvarse sin llegar al conocimiento de la verdad?”; debemos responder: “Sí”. Pero a la pregunta que jamás (o pocas veces) nos hacen (y que es más importante que la primera): “¿puede alguien salvarse sin amar la verdad?”; debemos responder sencillamente: “No”. Por motivos que sólo Dios conoce, no a todos lleva a la plenitud de la verdad (probablemente para que queden manifiestas las terribles consecuencias del pecado original en la inteligencia). Pero, sin embargo, a todos ofrece Dios el “amor por la verdad”. Algunos la aman y la buscan a tientas, entre sombras y figuras. Y por eso si bien no la alcanzan “objetivamente”, de alguna manera la poseen afectivamente (en la voluntad).
La verdad divina es salvífica cuando es amada, no cuando es meramente conocida. La posesión de la verdad no transforma a la persona en la verdad que conoce sino cuando el motivo de la posesión es el amor, cuando es la voluntad la que mueve a la inteligencia a adherirse a ella por el amor. Cuando es solo la evidencia de la verdad la que motiva la adhesión intelectual a ella esa verdad puede carecer del valor transformante. De hecho, aunque no se puede aborrecer la verdad universal (la inteligencia no puede dejar de tender hacia su objeto propio), sí se puede odiar una verdad en particular, como odia el enfermo la verdad que le comunica el médico sobre la incurabilidad de su mal, o como odia el condenado a muerte la verdad sobre su sentencia… o como odia el demonio la Verdad de que Cristo es su vencedor y que él no puede ni negar ni amar…
Para que la verdad conocida nos transforme en lo que conocemos, debe ser amada. De ahí que instruir –transmitir conocimientos– no modela, no trasfigura, no transmuta, mientras que educar sí. La diferencia es que la educación es transmisión de verdades valoradas, amadas. Muchos son capaces de enseñar verdades, pero muy pocos son capaces de hacerlas amar al mismo tiempo que las siembran.
Hay quienes adhieren a un error sabiendo que es un error; pueden hacerlo por razones de conveniencia, esclavizados por sus pasiones o pervertidos por sus vicios profundamente enraizados en su alma. Estos mienten a otros y generalmente también se mienten a sí mismos.
Hay otros que se adhieren a un error (o mejor dicho, el error los tiene cautivos) por negligencia de su voluntad en amar la verdad y buscarla. No pueden salir del error porque nunca han buscado la verdad, y el pecado poco a poco hace que su conciencia se vuelva ciega. No puede decirse de éstos que están de “buena fe” en su error sino de “mala fe” (es mala fe el no buscar la verdad). Su ignorancia de la verdad les es imputada, pues, como pecado (Cf. Catecismo, n. 1791).
Finalmente, algunos viven en la ignorancia de la verdad pero “de buena fe”. Se abusa hoy en día de este concepto de “buena fe”. La “buena fe” no es una noción negativa sino una cualidad positiva. No es mera ausencia de mala voluntad, sino la positiva presencia de una buena voluntad. Está “de buena fe” en su error el que pone los medios para buscar la verdad pero, a pesar de sus esfuerzos no puede salir del error (que él no advierte como error). En este caso se da lo que Santo Tomás denomina una adhesión “per se” a la verdad y sólo una adhesión “per accidens” al error (Cf. De veritate 17,4 ). Esto exige una explicación. Se habla de adhesión “per se” (en sí o por sí misma) a la verdad, porque la persona en cuestión acepta o profesa algo creyéndolo sinceramente verdadero (puede decirse “sinceramente” cuando ha puesto todos los medios a su alcance para asegurarse que aquello que profesa es objetivamente la verdad y no llega a percibir sus falencias ni por sí ni por la autoridad de otros). El hecho de que no sea objetivamente verdadero es algo accidental; de hecho esta persona quitaría su adhesión a esta afirmación y aceptaría otra si supiera que lo que profesa no es verdadero y que la verdad está en otra enseñanza, doctrina o credo distintos.
De aquí podemos deducir la gravedad particular de los pecados contra la verdad. Pecado contra la verdad es no amarla, no buscarla con ardor (porque la verdad sólo puede perseguirse con pasión). Más grave es ocultarla, oscurecerla o despreciarla. Y todavía más grave es manipularla, tergiversarla y recortarla para ponerla al servicio de los propios intereses. Y se vuelve sacrilegio cuando llega a la manipulación de la Verdad Revelada (San Pablo habla de los que negocian con la Palabra de Dios (Cf. 2Co 2,17).
Así y todo, éste es el pecado de nuestro tiempo. ¿De nuestro tiempo? En realidad las infidelidades hacia la verdad son tan viejas como el pecado del hombre. Adán no mintió a Dios, pero le dijo una media verdad (la mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí). Era verdad, pero no era “toda” la verdad. Lo mismo hizo Eva. Y la misma actitud heredó Caín, inaugurando la industria de las afirmaciones elusivas. Caín fue el primer “diplomático” que contestó una pregunta (de Dios) con otra pregunta (¿Dónde está tu hermano?… ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?); hasta el día de hoy éste sigue siendo el lenguaje de los que tienen las manos manchadas de sangre fraterna. Todas las conversiones del pueblo de Dios han sido, por eso, retornos a Dios en cuanto retorno a la verdad: esa verdad desnuda que nos pone ante nuestro pecado y nuestro error.
(Continuará….)
Los comentarios están cerrados para esta publicación.