Una mirada contemplativa hacia la Realeza de Cristo
Como preparación a la Solemnidad de Cristo Rey que la Iglesia celebra mañana, último domingo del año litúrgico, hemos traducido y copiado para nuestros lectores un fragmento del libro “Demain la Chrétienté” (“La Cristiandad mañana) de Dom Gérard Calvet (+2008), fundador y primer Abad de la Abadía Sainte Madeleinte de Le Barroux (Provence, Fracia). En este texto, Dom Gérard ofrece algunas claves para penetrar contemplativamente en el misterio de la realeza de nuestro Señor Jesucristo, realeza que es universal, espiritual y social.
Del libro “Demain la Chrétienté”, Capítulo VII.
Jesús busca primeramente reinar en el secreto del alma. El kyrios Patocrator -Oh milagro incomprensible- cuya mano sostiene el universo, se acerca a su creatura y le murmura: “Hijo mío, dame tu corazón”. Perdonarán a un monje el recordar incansablemente la búsqueda presente del reino de los cielos. La realeza del Señor Jesús es cosa dulce e interior, se dirige primero del alma al alma para introducirnos en la intimidad de las personas divinas. Cristo todopoderoso ejerce la realeza mendigando amor. Si tú conocieras el don de Dios y quien es el que te habla, dice a la samaritana.
El signo de su realeza es el corazón con una cruz superpuesta. La devoción a Cristo Rey y la devoción al Sagrado Corazón son una misma cosa. Esta devoción nos quiere humildes, amantes y contemplativos, deseosos de ofrecer un corazón totalmente sometido al yugo suave del cual habla el Evangelio, para ser conducidos en la intimidad del Padre por la semejanza del Hijo. La representación de Cristo en gloria ha nacido, entre los primeros monjes, de un gozo cándido, feliz de admirar y de cantar a Aquél que no solamente salva a los hombres de la muerte, sino que los conduce a esta transformación final a la cual ellos aspiran. Su devoción a Cristo Rey ha nacido de su tradición contemplativa. Un pasaje del comienzo del Evangelio de San Juan nos hace captar la relación entre contemplación y realeza. Jesús, al ver a Natanael, declara: Este es un israelita cuya alma es sin doblez. Natanael siente la mirada del Maestro penetrar hasta el fondo de su alma; este es un acontecimiento muy misterioso y muy interior que lo hace exclamar con admiración: Rabbi, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. La afirmación de la realeza está ligada a la gracia de una mirada contemplativa.
Del mismo modo, cuando el Procurador romano interroga al condenado: ¿Entonces tú eres Rey?, es como por una llamada última dirigida al alma de Poncio Pilato que Jesús le responde: Tú lo has dicho, yo soy Rey. Por el contrario, cuando los judíos, seducidos por el milagro de la multiplicación de los panes, quieren llevarse a Jesús para hacerlo rey, El se escapa de sus manos y huye. Porque ellos han querido hacer de El un Mesías político, de su política racial, estrecha y encerrada en si misma. No hace falta otra cosa para convencernos de que Jesucristo quiere primero y esencialmente reinar en las almas con una realeza de amor, interior y universal. Desde el cielo, a donde El ha regresado, es por su dulcísima realiza que Dios toca el mundo: el reino de Jesús aquí abajo consiste en extender, en llevar hasta el más lejano y el más miserable de entre nosotros, los rayos y los ardores de su caridad.
Así Jesús reina sobre las almas, primero por una realeza de naturaleza, porque El es el Verbo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y la creación entera está marcada por un sello divino. Luego, por una realeza de conquista, por la obra de la Redención. Todo hombre parece de ahora en adelante como cubierto por la Sangre de Cristo, como el feliz cautivo de una batalla sangrienta, marcado para siempre por el signo de la cruz redentora, que es el arma de un Rey vencedor. El Catecismo de San Pio X comienza por estas palabras: Haced vuestra señal de la cruz. Los hijos de Cristo son primero señalados, marcados, identificados. A diferencia de las religiones naturales organizadas en torno a un maestro de sabiduría humana, la Iglesia hace del cristiano, más que el discípulo de un sabio, el súbdito de un Rey. Pero ya que este Rey universal reina sobre las inteligencias e ilumina los espíritus, el cristiano se convertirá en un sabio. El hombre espiritual juzga de todo, dice San Pablo, pero él no es juzgado por nadie (1 Cor 2,15). Desafío a quien quiera a encontrar una religión más noble, más aristocrática, capaz de expresar con una seguridad tan tranquila que hemos pasado, y sin mérito de nuestra parte, al movimiento de un Rey poderoso e iluminador, fuera del cual la humanidad yace en tinieblas y en sombra de muerte. El hecho enteramente nuevo de una Iglesia que renuncia a convertir a los infieles es el signo de una catástrofe interior sin precedente. Esta Iglesia ya no es católica, es decir, universal: piensa que existe una salvación fuera de Ella, fuera de la estela de luz que guía su marcha rápida en medio de la noche.
Si es verdad que la realeza de Jesús nos invita primero a una aventura interior donde se hace oír la llamada del silencio y del amor, ¿se sigue acaso que haya que sustraer a la autoridad real del Hijo de Dios el ámbito del arte, de la cultura, el inmenso despliegue de la vida social, la administración, las leyes, los decretos de los Parlamentos? No podemos admitir esto sin pecar gravemente contra Dios y contra los hombres. Contra Dios primero, que merece infinitamente, por su propia excelencia, que todo le sea sometido y consagrado, y que sean reconocidos públicamente sus derechos soberanos sobre la vida de las sociedades. Luego contra los hombres. ¿Qué piden los cristianos a quienes los gobiernan si no que cada parte de su vida moral, de su vida cívica, esté explícitamente referida a la realeza de Aquél que ordena su destino? Los discípulos de Jesús, ¿harán menos bien en este ámbito que los antiguos paganos, para quienes la vida de la ciudad toda entera reposaba sobre la religión?
Dom Gerard Calvet
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