Discurso sobre porqué el cristianismo no debe cambiar con los tiempos
Teófano el Recluso (1815—1894) , también conocido como Teófano el Eremita, es un santo de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Fue obispo de Tambov, y posteriormente de Vladímir. En 1866 renunció al episcopado y se retiró al eremitorio de Vysha donde permaneció hasta su muerte en 1894. Escribió obras como “El arte de la oración” y “Consejos a los ascetas”, así como un amplio epistolario. Fue canonizado por la Iglesia Ortodoxa Rusa.
El texto que reproducimos en este post, está tomado de un sermón del domingo después de Navidad, del 29 de diciembre de 1863.
Todos los destacados en negrita y cursiva son nuestros:
“Ha llegado a mis oídos que, por lo que parece, consideráis mis sermones muy estrictos y creéis que hoy en día nadie debería pensar de esta manera, nadie debería vivir así y por lo tanto nadie debería enseñar así. ¡Los tiempos han cambiado!
¡Cómo me alegré de escucharlo! Esto significa que escucháis con atención lo que digo, y no sólo lo escucháis, sino que también estáis dispuestos a cumplirlo. ¿Qué más podríamos querer nosotros, que predicamos todo lo que ha sido dispuesto y según nos fue ordenado?
A pesar de todo esto, de ningún modo puedo estar de acuerdo con vuestra opinión y considero que es mi deber comentarla y corregirla. Porqué (aunque tal vez va en contra de vuestra voluntad y convicción) proviene de una fuente pecaminosa; como si el cristianismo pudiera alterar sus dogmas, sus cánones, sus ceremonias santificantes, para corresponder al espíritu de cada época y ajustarse a los gustos variables de los hijos de este siglo, que pudiera agregar o quitar algo…
Y, sin embargo, no es así. El cristianismo debe permanecer eternamente sin cambios, sin depender en absoluto o guiarse por el espíritu de cada diferente época. Por el contrario, el mismo cristianismo está destinado para gobernar y administrar el espíritu del siglo para cualquier persona que obedece sus amonestaciones. Para convenceros sobre este tema en cuestión, os referiré algunos pensamientos para que los meditéis.
Algunos dijeron que mi enseñanza es estricta. En primer lugar, mi enseñanza no es mía, ni debe serlo. Sobre esta santa opinión, nadie puede ni debe predicarla como suya propia. Así que, si yo o alguien otro alguna vez nos atrevemos a hacerlo, podéis expulsarnos de la Iglesia.
Nosotros predicamos la enseñanza de nuestro Señor Dios y Salvador Jesús Cristo, de sus Santos Apóstoles y de la Santa Iglesia dirigida por el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, cuidamos en todo lo posible de mantener esta enseñanza intacta e inviolable en vuestras mentes y corazones. Presentamos cada pensamiento y usamos cada palabra con sumo cuidado, con tal de no ensombrecer de algún modo esta brillante y divina enseñanza. Nadie puede actuar de manera diferente.
Una ley tal que defina la predicación de cada uno en la Iglesia para así ser realmente un enviado de Dios, fue establecida desde la creación del mundo y así debe permanecer válida hasta el fin del mundo. El Profeta Moisés, después de la entrega de los mandamientos de Dios mismo al pueblo Israelita, concluyó lo siguiente: «No añadáis nada a lo que os prescribo, ni quitéis nada de ello; antes guardad los mandamientos del Señor, vuestro Dios, que os ordeno» (Deuterenomio 4, 2).
Esta ley de la fidelidad es tan invariable, que el mismo Señor y Salvador nuestro, cuando enseñaba a la gente en la montaña dijo: «No vayáis a pensar que he venido a abolir la Ley y los Profetas. Yo no he venido para abolir, sino para dar cumplimiento. En verdad os digo, hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una i, ni un ápice de la Ley pasará, sin que todo se haya cumplido» (Mateo 5, 17-18).
Entonces dio la misma autoridad a su propia enseñanza, antes de interpretar los mandamientos en el espíritu del Evangelio, añadiendo: “Por lo tanto, quien violare uno de estos mandamientos, aún los mínimos, y enseñare así a los hombres, será llamado el mínimo en la realeza de los cielos” (Mateo 5, 19).
Esto significa que cualquier persona que interprete erróneamente los mandamientos de Dios y disminuya su autoridad, será desheredado en la vida futura. Así lo dijo el Señor al comienzo de su predicación. Lo mismo confirmó Él también a San Juan el Teólogo, el espectador de las revelaciones inenarrables, al que le describió el juicio final del mundo y de la Iglesia, refiriendo en el Apocalipsis: “Yo advierto a todo el que oye las palabras de la profecía de este libro: Si alguien añade a estas cosas, le añadirá Dios las plagas escritas en este libro; y si alguien quita de las palabras del libro de esta profecía, le quitará Dios su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, que están descritos en este libro” (Apocalipsis 22, 18 – 19).
Para todo el intervalo de tiempo que transcurre desde Su primera presencia en el mundo hasta Su segunda presencia, Cristo dio a los santos apóstoles y sucesores la siguiente ley: “Id pues, y haced discípulos a todos los pueblos…enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado” (Mateo 28, 19-20).
Esto significa que enseñéis, no todo lo que algún otro fuera capaz de pensar, sino todo lo que Yo os he mandado, y esto hasta el fin del mundo. Y complementa con: “Y mirad que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación del siglo” (Mateo 28, 20).
Los Apóstoles recibieron esta ley y sacrificaron sus vidas para cumplirla. Y a aquellos que querían obligarlos a no predicar lo que predicaban, bajo amenaza de castigo y muerte, les respondían: “Juzgad vosotros si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. Porque nosotros no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído” (Hechos 4, 19-20).
Esta clara ley fue entregada por los Apóstoles a sus sucesores, fue aceptada por los segundos y tiene vigencia atemporal en la Iglesia de Dios. Debido a esta ley, la Iglesia es la columna y el fundamento de la verdad. ¿Veis, pues, que invariable fidelidad tiene? Después de esto, ¿quién será tan desvergonzado para tocar tercamente o zarandear cualquier cosa en el dogma y ley cristiana?
A continuación, escuchad qué se nos refiere en el profeta Ezequiel, el cual durante siete días estuvo en éxtasis de oración y después de siete días escuchó la palabra del Señor: “Hijo de hombre, yo te pongo por atalaya de la casa de Israel; oirás de mi boca la palabra” (Ezequiel 3,17), y proclamó a la gente. ¡Aquí está la ley para ti! Si ves un impío que comete una ilegalidad y no le dices: deja tu ilegalidad y cambia tu camino, “ese impío morirá en su iniquidad; mas Yo demandaré de tu mano su sangre” (Ezequiel 3,18). Al contrario, si declaras al impío que tiene que huir de su camino ilegal y él no huye, entonces ese impío va a morir en su ilegalidad, mientras tú vas a salvar tu alma. De manera semejante, si ves un hombre justo que empieza a tambalearse en su virtud y no cuidas de traerlo al camino recto con tus palabras, entonces ese justo, ya que pecó, va a morir en sus pecados, pero su alma la pediré de tus manos que no lo apoyaron. Pero si avisas al justo que no debe pecar y él deja de pecar, entonces el justo vivirá y tú salvarás tu alma (cf. Ezequiel 3, 19-21).
¡Qué ley tan estricta! Sin embargo, suena en las conciencias de todos los pastores durante su elección y ordenación, cuando una carga pesada es colocada encima de ellos, el guiar el rebaño de Cristo que Él les confió, ya sea un rebaño pequeño o grande. No solo deben guiarlo, sino también conservarlo. ¿Cómo podría alguien ser tan presuntuoso, para pervertirlo todo en la ley de Cristo, cuando esto supone la destrucción de ambos, pastores y rebaño?
Si la fuerza salvífica de la enseñanza dependiera de nuestra opinión sobre ella y de nuestro consenso hacia ella, entonces tendría sentido que alguien concibiera en su mente el reconstruir el cristianismo de acuerdo con las debilidades humanas o las exigencias de cada época y adaptarlo de acuerdo con los deseos de su corazón pecaminoso. Pero el poder salvífico de la ley cristiana no depende en absoluto de nosotros, sino de la voluntad de Dios, del hecho que Dios mismo estableció con precisión el camino exacto de la salvación. Fuera de este camino no hay otra ruta alternativa, ni podría existir. Por tanto, cualquier persona que enseñe de cualquier otro modo, significa que se desvía del camino verdadero y se destruye a sí mismo y a vosotros. ¿Qué lógica existe en esto?
Fijaos cómo de estricto fue el juicio decretado cuando algo similar aconteció a la nación de Israel durante los años difíciles de su cautiverio. Algunos profetas, por lástima de los que sufrían y los enfermos hablaban al pueblo no como el Señor ordenó, sino como les dictaba su corazón. Para ellos, el Señor dio las siguientes órdenes a Ezequiel: “Y tú, oh hijo de hombre, pon tu rostro contra las hijas de tu pueblo que profetizan a su capricho, y vaticina contra ellas. Dirás: Así habla el Señor: ¡Ay de las que cosen almohadillas para todas las articulaciones de los brazos y hacen cabezales de todo tamaño para las cabezas, a fin de cazar y pervertir almas! ¿creéis acaso que cazando las almas de mi pueblo podréis salvar las vuestras?” (Ezequiel 13, 17-18)
Esto significa: ¡Ay! de aquellos que ordenan cualquier tipo de trato especial y sugieren una educación tan blandengue que nadie sienta el más pequeño desagrado, ya sea de los que están arriba o de los que están abajo, siendo indiferentes de si esto es para la salvación o para la destrucción, de si es agradable o repulsivo para Dios. ¡Ay! de ellos, porqué “así dice el Señor Dios…vuestras almohadillas y cabezales”, es decir, vuestra acaramelada y confortante enseñanza, “con la que cazáis y pervertís almas”, las arrancaré de vuestros brazos, liberaré a las almas pervertidas de vuestra enseñanza y os exterminaré, corruptores (cf. Ezequiel 13, 20-21).
Este es el provecho de este trato especial y de indulgencia, ¡tal y cómo deseáis escucharlo de los predicadores! Al poner estas cosas profundamente en vuestros corazones, no es correcto que queráis que nosotros hagamos cualquier concesión en el dogma cristiano, teniendo el deseo erróneo de complaceros. Por el contrario, vosotros debéis exigirnos persistentemente que permanezcamos en el dogma, tan firme y rigurosamente como sea posible”.
Sermón de Teófano el Recluso
del 29 de diciembre de 1863.
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