La última guerra de Satanás
Compartimos en este post con nuestros lectores un fragmento de la obra de Gilbert K. Chesterton “La esfera y la cruz”, de una impresionante actualidad.
Mañana se celebra en Chile la Solemnidad externa de la Virgen del Carmen, Madre, Reina y protectora de nuestra patria. Que ella nos ampare y libre del horror del crimen del aborto, a las puertas de las votaciones de esta ley en el parlamento.
—¿Qué busca usted? —clamó Turnbull.
—Te busco a ti, Jaimito —dijo el excéntrico personaje del muro, y con las mismas, se dejó caer de un brinco en medio del césped, donde rebotó literalmente como pelota de goma, y se quedó en pie, despatarrado, haciendo muecas a Turnbull. Solamente tres hechos pudo añadir ahora Turnbull a su inventario: que el hombre llevaba pendiente del cinturón un cuchillo disforme; que sus pies morenos estaban desnudos, como el torso y los brazos atezados, y que sus ojos despedían brillo singular, frío, sin color alguno.
—Dispénsame si no vengo vestido de etiqueta —dijo el recién llegado con sonrisa cortés—.
Nosotros, los hombres de ciencia, ya se sabe… Yo mismo fabrico mis máquinas… Ingeniero electricista… Trabajo muy duro.
—Mire usted —dijo Turnbull, apretando los puños dentro de los bolsillos del pantalón—. Tengo que aguantar a los locos dentro de estas cuatro paredes, pero prohíbo que vengan de fuera, caídos de las nubes del poniente.
—Sin embargo, Jaimito, también tú vienes de fuera —repuso el desconocido, con voz casi afectuosa.
—¿Qué busca usted? —preguntó Turnbull, con una explosión de cólera, repentina como un pistoletazo.
—Ya lo he dicho —dijo el hombre, bajando la voz y hablando con evidente sinceridad—. Te busco a ti.
—¿Para qué me necesita?
—Necesito exactamente lo que tú necesitas —dijo el recién llegado con gravedad nueva—. Necesito la Revolución.
Turnbull miró al cielo barrido por llamaradas, a las arboledas sacudidas por el huracán, y se detuvo a repetirse interiormente, sin pronunciarla, la palabra que expresaba, en efecto, y tan por completo, su cólera como las nubes rojas y las oscilantes cimas de los árboles.
—¡Revolución! —se dijo—. La Revolución… sí, la deseo muchísimo… cualquier cosa, mientras sea una revolución.
Por causas que nunca pudo explicar, se encontró al terminar esa frase en lo alto del muro, habiendo seguido hasta allí automáticamente al desconocido. Pero cuando éste, en silencio, le indicó la cuerda que conducía a la máquina, Turnbull se detuvo y dijo:
—No puedo dejar a MacIan en esta caverna.
—Vamos a exterminar al Papa y a los reyes todos —dijo el recién llegado—. ¿Sería prudente llevarlo con nosotros?
Como quiera que fuese, Turnbull, rezongando, se encontró también en la nave voladora, que se remontó en el ocaso.
—Todos los grandes rebeldes han sido muy pequeños rebeldes —dijo el hombre del cachirulo rojo—. Han sido como escolares de cuarto año que alguna vez se atreven a reñir con los de quinto. Ese es todo el mérito de la Revolución francesa y sus regicidios. Los chicos nunca se han atrevido a desairar de veras al maestro de escuela.
—¿A quién llama usted el maestro de escuela? —preguntó Turnbull.
—Tú sabes lo que quiero decir —respondió el singular personaje, al tenderse en unos almohadones y escrutar el cielo enfurecido.
Parecía, según iban subiendo, que ganaban una luz más y más fuerte, como si amaneciese, en vez de anochecer. Pero en mirando a la tierra la vieron entenebrecerse más y más. El manicomio, en su área rectangular, se mostraba, debajo de los viajeros, recortado en un plano pueril, y por primera vez apareció lo grotesco que era. Pero los colores vivos del plano se oscurecían por momentos. Las masas de rosas o rododendros se hundían del carmesí al violeta. El laberinto de los senderos enarenados se degradaba del oro al pardo. En cuanto subieron otros cuantos centenares de pies, ya nada pudieron ver del paisaje más y más obscuro, excepto las hileras de ventanas iluminadas, cada una de las cuales, por lo menos, era la luz de una inteligencia perdida. Cuando se remontaron más, el viento arreció embravecido, y los rubíes de la luz vespertina dieron en ellos y les salpicaban, como el zumo de las uvas de Dionysos. Abajo, las luces del suelo eran literalmente estrellas de servidumbre, caídas. Y en lo alto, las nubes impetuosas, inflamadas, semejaban los trémulos estandartes de la libertad.
El hombre del mentón hendido parecía poseer la rara virtud de adivinar los pensamientos; porque cuando Turnbull sintió el universo entero ladearse y girar en torno de su cabeza, el desconocido dijo exactamente la palabra justa.
—¿Verdad que parece como si todas las cosas se trastornasen? —dijo—. Y si una vez se trastornan todas las cosas también Él lo será en lo sumo de ellas.
Después, como Turnbull no dió respuesta, el huésped continuó.
—Esto es lo verdaderamente hermoso del espacio. Que no hay arriba ni abajo. No hay más que remontarse lo bastante hacia la estrella de la mañana para sentir que va uno bajando hacia ella. No hay más que echarse por el abismo profundo abajo para sentir que va uno subiendo. Tal es la única gloria del universo: que es vertiginoso.
Después, como Turnbull prosiguiera callado, añadió:
—Dos cielos están llenos de revolución, de revolución verdadera. Todas las cosas altas se rebajan; todas las cosas grandes se empequeñecen. La gente que se imagina ir subiendo, se encuentra con que se cae de cabeza. Y la gente que se imagina que desciende, se encuentra con que trepa por un precipicio. Tal es la embriaguez del espacio. Tal es el único júbilo de la eternidad: la duda. En eso consiste únicamente el placer que pueden tener los ángeles cuando vuelan, que no saben si van cabeza arriba o cabeza abajo.
Después, ante el pertinaz mutismo de su compañero, cayó en una meditación risueña y tranquila, al cabo de la cual dijo de repente:
—¿De modo que MacIan te ha convertido?
Turnbull se alzó con brío, como si quisiera apartar de bajo sus pies la nave de acero:
—¿Convertirme? —gritó—. ¿Qué diablos quiere usted decir? Lo conozco hace un mes, y no he retractado ni una sola…
—Eso del catolicismo es asunto curioso —dijo el hombre del mentón hendido, sin interrumpir sus reflexiones, y poniéndose elegantemente de codos en la borda de la nave— agota y debilita a los hombres sin que lo noten, como me temo que te haya agotado y debilitado.
Turnbull permanecía en una actitud que podía muy bien significar el designio de arrojar al otro hombre fuera de la nave.
—Yo soy ateo —dijo con voz ahogada—. Siempre lo he sido. Lo soy todavía.
Luego, encarándose con las espaldas indolentes e indiferentes del otro, gritó:
—En nombre de Dios, ¿qué quiere usted decir?
El otro, sin volverse, respondió:
—No quiero decir nada en nombre de Dios.
Turnbull escupió por encima de la borda y se dejó caer furioso en su asiento.
El otro continuaba tranquilo, observando perezosamente desde la nave, como un pescador de caña mira el paso de la corriente.
—La verdad es que nunca habíamos pensado que pudieran cazarte —dijo—. Contábamos contigo como el único revolucionario al rojo que queda en el mundo. Pero, es claro, hombres como MacIan son de una agudeza terrible, especialmente cuando pretenden pasar por estúpidos.
Turnbull brincó otra vez con violenta furia, y gritó:
—¿Qué tengo yo que ver con MacIan? Creo todo lo que he creído siempre, y niego lo que siempre he negado. ¿Qué significa todo esto, y para qué me ha traído usted aquí?
Entonces, por vez primera, el otro se apartó de la borda y dió la cara.
—Te he traído aquí —respondió— para tomar parte en la última guerra del mundo.
—¡La última guerra! —repitió Turnbull, que, no obstante su ofuscación, se conmovió al oír ese dogma—. ¿Cómo sabe usted que será la última?
El hombre se arrellanó en su actitud reposada y dijo:
—Es la última, porque si no cura para siempre al mundo, lo destruirá.
—¿Qué quiere usted decir?
—Lo mismo que tú —respondió el desconocido, con voz tranquila—. ¿Qué has pretendido tú decir saliendo un millón y una noches de tu tienda de Ludgate Hill para amenazar al cielo con el puño?
—Todavía no entiendo —dijo Turnbull, con terquedad.
—Pronto será —dijo el otro, y bruscamente bajó una manivela de hierro de su enorme máquina.
El aparato se detuvo, se inclinó, y se zambulló casi con la resolución de un nadador; en su precipitado descenso pasaron volando a menos de cincuenta yardas de un enorme cuerpo de piedra que Turnbull conocía demasiado bien. La última cólera roja del ocaso se había extinguido, la cúpula del cielo estaba negra; las hileras de luces vacilantes de la calle apenas alumbraban la base del edificio.
Pero vió que era la catedral de San Pablo, y vió que en la cima permanecía la bola, pero la cruz había recibido un golpe y estaba caída de través. Sólo entonces se le ocurrió escudriñar abajo en las calles, y vió que las inflamaban pasiones violentas y tumultuosas.
—Llegamos en un buen momento —dijo el conductor de la nave—. Los insurrectos bombardean la ciudad y una bala de cañón acaba de acertar en la cruz. Muchos de los insurrectos son gente sencilla y naturalmente miran esto como un presagio feliz.
—Así es —dijo Turnbull con voz algo incolora.
—Sí —repuso el otro—. He pensado que te alegraría ver satisfecha tu plegaria. Dispénsame si empleo esta palabra.
—No se hable de eso —dijo Turnbull.
La nave había descendido siguiendo una curva y ahora se remontaba de nuevo. Cuanto más alto subía más y más vastos se hacían los cuadros de desolación y de incendio abajo.
Cuando por fin se elevaron lo bastante para alcanzar todo el cuadro a vista de pájaro, Turnbull ya estaba embriagado. Había olido pólvora, el incienso de su religión revolucionaria.
—¿De veras que se ha sublevado el pueblo? —preguntó jadeante—. ¿Por qué es la batalla?
—El programa es algo complicado —dijo su interlocutor con alguna indiferencia—. Creo que lo ha trazado el doctor Hertz.
Turnbull arrugó la frente.
—¿Está con la Revolución toda la gente pobre? —preguntó.
El otro se encogió de hombros.
—Toda la parte instruida y con conciencia de clase, sin excepción —replicó—. Cierto que había unos pocos distritos que… Precisamente pasamos ahora por encima.
Turnbull bajó la mirada y vió que la bruñida nave se iluminaba por la quilla con las encrespadas hogueras del suelo. En lo hondo, plazas enteras, barrios densos eran pura llama, como praderas o bosques ardiendo.
—El doctor Hertz —dijo el cicerone de Turnbull con voz mansa— ha convencido a todo el mundo de que realmente no se podía contar para nada con los barrios pobres. Ha prevalecido enteramente su célebre máxima. Quiero decir, las tres afirmaciones famosas: Nadie debe estar desocupado. Dése ocupación a los capaces. Destruyamos a los ineptos.
Tras una pausa, Turnbull dijo con voz algo forzada:
—¿Significa eso que tan buena obra está cumpliéndose ahí abajo?
—Cumpliéndose por modo espléndido —replicó su compañero con acento cordial—. Ya ves, esa gente estaba demasiado débil, demasiado cansada, incluso para unirse a la guerra social. Era un estorbo manifiesto.
—¿Y por eso los quemáis, simplemente?
—Ello tiene que parecer de una sencillez absurda —dijo el hombre, con radiante sonrisa—, si se piensa en la fastidiosa palabrería corriente sobre la protección a los desvalidos, siendo así que el porvenir clamaba porque lo desembarazasen de ellos. Criaturas más felices, no nacidas aún, irrumpirán en la vida tan pronto como todos los derechos desaparezcan.
—¿Me permite usted decir —repuso Turnbull, después de reflexionar— que no me agrada nada de esto?
—¿Y me permites decir —contestó el otro, tajante— que no me agrada Mr. Evan MacIan?
No sin alguna sorpresa del interlocutor, estas palabras no enojaron al susceptible escéptico.
Parecía meditar profundamente, y dijo después:
—No, yo no creo que eso me lo haya enseñado mi amigo MacIan. Creo haber dicho siempre que esto me desagrada. Esa gente tiene derechos.
—¡Derechos! —repitió el desconocido, con acento indescriptible. Y añadió, sin disimular la mofa:
—¡Quizás tienen también almas!
—¡Tienen vidas! —dijo Turnbull, severamente—. Eso es harto bastante para mí, Le he oído a usted decir que la vida es sagrada.
—Sí, por cierto —gritó su mentor con una especie de fervor idealista—. Sí, por cierto. La vida es sagrada, pero las vidas no son sagradas. Nosotros mejoramos la vida suprimiendo vidas. ¿Puedes, en cuanto librepensador, oponer alguna objeción?
—Sí —dijo Turnbull con breve acento.
—Sin embargo, tú apruebas el tiranicidio —dijo el extraño, con jovialidad de racionalista—. ¡Qué inconsecuencia! El resultado viene a ser éste: Apruebas que se quite la vida a quien triunfa y se goza en ella. Pero no quieres quitársela a quien sólo le trae cargas y trabajos.
Turnbull se puso en pie con notable resolución, cubierto el rostro de palidez extremada. El otro proseguía con entusiasmo:
—¡La vida, sí, la Vida es sagrada, sin duda! —exclamaba—. Pero vidas nuevas a cambio de las viejas. Vidas buenas a cambio de las malas. En ese mismo sitio, por donde ahora se arrastra el despojo borracho de un artista del arroyo, más o menos deseoso de morir; en el mismo sitio lucirá en lo futuro un cuadro de vida sana: niños y niñas rubios como el oro jugando a pleno sol.
Turnbull, todavía en pie, abrió los labios:
—¿Me permite usted apearme? —dijo con toda calma, como quien manda parar el ómnibus.
—¿Apearte? ¿Qué quieres decir? —exclamó su conductor—. Te llevo al frente de la guerra revolucionaria, donde serás uno de los primeros jefes revolucionarios.
—Gracias —dijo Turnbull, dominándose con el mismo trabajo. Ya sé bastante de la guerra revolucionaria, y, a mi entender, estaré mejor en cualquier otra parte.
—¿Quieres que te lleven a un monasterio —gruñó el otro— con MacIan y sus Madonnas?
—Quiero que me lleven a un manicomio —dijo Turnbull claramente, señalando la dirección con cierta exactitud—. Quiero volver, precisamente, a la misma casa de locos de dónde vengo.
—¿Por qué? —preguntó el desconocido.
—Porque necesito sociedad de alguna cordura, y saludable.
Siguió un silencio largo, singular, y el conductor de la máquina voladora dijo con una gran frialdad:
—No te llevo.
Turnbull, no menos fríamente, repuso:
—Entonces, me tiraré de la barquilla.
El desconocido se irguió cuan largo era y en sus ojos asomó una expresión hecha, al parecer, de ironías sobre ironías, como dos espejos frente a frente se reflejan hasta el infinito. Al cabo dijo, gravemente:
—¿Piensas que soy el diablo?
—Sí —dijo Turnbull con violencia—. Porque creo que el diablo es un sueño, y eso eres tú. No creo en ti, ni en tu nave voladora, ni en tu última guerra. Todo es una pesadilla. Afirmo como hecho dogmático y matemático de fe que todo esto es una pesadilla. Y quiero ser mártir de mi fe, ni más ni menos que Santa Catalina, porque voy a tirarme del barco, arriesgándome a despertar sano y salvo en mi cama.
Se balanceó dos veces con los balanceos de la nave, y se arrojó de cabeza, como quien se tira al mar. Durante unos segundos increíbles, las estrellas, el espacio y los planetas parecían brotar a su paso como chispas remontándose en vuelo; y con todo, en tal caída enloquecedora, le poseía una felicidad sobrenatural. No podía relacionarlo con ninguna idea, excepto una que medio se le escapaba lo que Evan había dicho de la diferencia entre Cristo y Satanás: que por su propia elección Cristo bajó al infierno.
Cuando pudo de nuevo percibir alguna cosa, se halló, apoyado en un codo, yacente en el césped de la casa de locos, y aun no se había extinguido el último carmín del ocaso.
Gilbert K. Chesterton “La esfera y la cruz”, Capítulo XVI
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