Recibir la Comunión en pecado según el Santo Cura de Ars -2
Conforme a lo anunciado , publicamos en este post la segunda parte del Sermón sobre el Cura de Ars sobre la Comunión indigna. Por su extensión, vendrá aún una parte tercera y final.
Sermón del santo Cura de Ars sobre la Comunión indigna. Parte II
Sin embargo, leemos en la historia unos ejemplos que hacen estremecerse . Vemos que un emperador pagano, en odio a Jesucristo, colocó a ídolos infames sobre el Calvario y sobre el Santo sepulcro, y creyó en esto que él no pudo llevar más lejos su furor hacia Jesucristo. ¡Eh! ¡gran Dios! ¿hay algo comparable con el comulgante indigno? ¡Ah! no, no, no es más entre ídolos mudos e insensibles que él coloca a su Dios, pero, ¡Ay! ¡en medio de sus pasiones infames y vivas, qué son tantos verdugos qué crucifican a su Salvador! ¡Ay! ¿qué digo? Este desgraciado une al Santo de los santos a asesinos prostituidos y le vende a la iniquidad. Sí, este desgraciado sumerge a su Dios en un infierno intenso. ¿Podemos concebir algo más espantoso? Sí, hijos míos, somos sobrecogidos de horror viendo en la historia las profanaciones que se han hecho a las santas Hostias. ¿Pero qué es esto, si lo comparamos a los que comulgan indignamente? ¡Oh! no, no, esto todavía no es nada.
Voy a citarles algo que les horrorizará. Se ha informado que una mujer cristiana, que era pobre, había pedido prestado de un judío una pequeña cantidad de dinero, y le había dado en prenda uno de sus vestidos. Al estar próxima la fiesta de Pascua, rogó que el judío le devolviera para ese día las cosas que se le habían dado. El judío le dice que le daría todo y las tendría si, después de haber comulgado, le aportaba la Hostia santa. Esta desgraciada, para no ser obligada a devolverle la suma, le dice que sí. Al día siguiente, fue a la iglesia, y después de haber recibido la Hostia santa en su boca, seguidamente la retira, se la pone en su pañuelo y la lleva al infeliz judío que se la había pedido sólo para ejercer su furor contra Jesucristo. Teniéndola una vez entre las manos, la trató con la máxima crueldad. Vemos que Jesucristo le mostró constantemente cuánto era sensible a los ultrajes que este desgraciado le hacía. El judío puso la Hostia santa sobre una mesa, y le dio cantidad de golpes de navaja; salió de ella una cantidad muy grande de sangre que cubrió totalmente la mesa. La tomó y la colgó de un clavo, le dio latigazos hasta que quedó satisfecho; la perforó con una lanza, salió de ella sangre como en el momento en el que fue crucificado; luego, la echó en el fuego, donde se la veía voltear aquí y allá entre las llamas sin recibir ningún daño; su rabia lo llevó a echarla en una caldera de aceite hirviendo: el líquido pareció ser convertido en sangre. La santa Hostia, en este momento, tomó la forma de Jesucristo en cruz. Este desgraciado, lleno de espanto, corre para esconderse en un reducto de su casa. Sin embargo, uno de los niños del judío que ve a cristianos que iban a la Iglesia, les dice: “ustedes no deben ir mas por su Dios, mi padre lo mató.” Una mujer que escuchaba a este niño, entró en la casa, todavía viva la Hostia santa que estaba en forma de cruz; esta mujer corre para tomar un pequeño vaso; en el momento que presentó su vaso, la Hostia santa retomó su antigua forma y se colocó en el vaso que había traído. Este infeliz judío fue tan endurecido que prefirió dejarse quemar vivo que hacerse bautizar.
No podemos pensar en estos horrores sin estremecerse. ¡Ay! hijos míos, si supiéramos lo que es el sacrilegio, es decir el ultraje que hace a Jesucristo el que comulga indignamente, el solo pensamiento nos mataría de espanto. Este judío, después de haber saciado todo su furor contra Jesucristo tratando tan indignamente esta Hostia santa, luce más o menos como un pecado venial si lo comparamos con un sacrilegio que hace un mal cristiano que tiene la desgracia de acercarse a la Mesa santa sin estar en estado de gracia. ¡Ah! No, no, el infierno jamás pudo inventar nada más horrible que el sacrilegio para hacer sufrir a Jesucristo.
Yo digo que a la perfidia de Judas el indigno comulgante añade la ingratitud, el furor y la malicia de los judíos . Escuchemos el tierno reproche que Jesucristo les hacía a los Judíos (Jn 10, 32): “¿por qué me persiguen? ¿Esto es porque alumbré a los ciegos, enderecé a los cojos, devolví la salud a los enfermos, resucité a los muertos? ¿Es pues un crimen haberles querido tanto?” Tal es el lenguaje que Jesucristo les envía a los profanadores de su cuerpo adorable y de su sangre preciosa. Todavía, nos dice por la boca de uno de sus profetas (Sal 54, 13-14), si este ultraje y esta afrenta me hubieran sido hechos por enemigos o por idólatras que jamás tuvieron la felicidad de conocerme, o hasta por herejes nacidos en el error, esto me habría sido menos sensible; pero ustedes, nos dice, a los que coloqué en el seno de mi Iglesia, ustedes a los que enriquecí de mis dones más preciosos; ¡ustedes por el Bautismo, se habían hecho mis hijos, los herederos de mi reino!… ¡Que! mis hijos, ciertamente ustedes se atreven a ultrajarme con el sacrilegio más horrible; ¡qué! mis hijos, ustedes todavía pueden golpear el corazón del mejor de todos los padres, que les quiso hasta la muerte. ¡Eh qué! ¡Ingratos, ustedes todavía no están satisfechos con todas las crueldades que se ejercieron sobre mi cuerpo inocente durante mi pasión dolorosa! ¿Olvidaron el estado lamentable al que fui reducido después de mi flagelación dolorosa y sangrienta, donde mi cuerpo fue semejante a un pedazo de carne cortada? ¡Eh qué! Ingratos, ustedes olvidaron los sufrimientos que sentí llevando mi cruz; ¿tantos pasos, tantas caídas, y tantas veces levantado a patadas? ¿Olvidaron que era para arrancarles del infierno y abrirles el cielo que morí sobre el madero infame de la cruz? ¡Ah! mis hijos, ¿todavía no están conmovidos? ¿Podía llevar más lejos mi amor por ti? Paren, mis hijos. ¡Ah! por favor, perdona la vida a tu Dios que te quiso tanto; ¿por qué quieres darme una segunda vez la muerte, recibiéndome con pecado en tu corazón?
Díganme, ¿quién de nosotros tendría el coraje, después de reproches tan tiernos y enamorado de su Dios, que todavía podría tener la rabia, de ir a presentarse a la Mesa santa con una conciencia manchada por pecados? ¡Mi Dios, quien puede entender la ceguera de esos desgraciados! ¡Ah! Si todavía, antes de levantarse para ir a matar a su Dios, pensaran en estas palabras terribles de san Pablo, que van a incorporar su juicio y su condena (1 Cor 11, 29), ¿se atreverían a llevar bien su audacia hasta tal exceso? ¿Este Dios de amor habría podido pensar, no digo de los que no tienen la felicidad de conocerlo, sino que cristianos todavía no están satisfechos por lo que los judíos le hicieron aguantar durante su pasión dolorosa? ¿En el Calvario, habría pensado que el mayor número de los cristianos se haría su verdugo, atentaría hasta sus días, y lo crucificaría en su corazón recibiéndole en su conciencia manchada por pecados? Escuche lo que nos dice por la boca de un profeta: ¿Curará un alma que le gustan sus heridas, es decir sus pasiones? ¿Inflamará del ardor de su amor un corazón que arde del amor profano del mundo? No, dice, con todo lo Dios que sea, jamás lo hará.
Sí, hijos míos, Jesucristo, en un corazón criminal, está sin acción y sin movimiento, de modo que el que es bastante desgraciado de comulgar indignamente, la muerte espiritual que le da a su Dios es todavía más sorprendente que la que aguantó sobre la Cruz. En efecto, hijos míos, si los judíos lo persiguieron de manera tan indigna, fue por lo menos sólo durante su vida mortal, pero el indigno comulgando lo ultraja en la estancia de su gloria. Si la muerte de Jesucristo sobre el Calvario pareció tan violenta y tan dolorosa, por lo menos la naturaleza entera parecía expresar su dolor, y las criaturas más insensibles parecieron ablandarse y parecían en esto querer compartir sus sufrimientos. Pero aquí, nada de todo eso aparece, es insultado, es ultrajado, magullado; ¡oh! ¿Qué digo? Es degollado por una nada vil; todo está en el silencio y todo parece insensible a sus sufrimientos. El sol no se eclipsa en absoluto, la tierra no tiembla, el altar no se vuelca; ¿este Dios de bondad tan indignamente ultrajado no puede quejarse a título más justo que sobre el madero de la Cruz en el que está abandonado? no debería exclamar: “¡Ah! Mi Padre, ¿por qué me abandonó al furor de mis enemigos, hace falta que muera a cada instante?” Pero, mi Dios, ¿cómo un cristiano puede tener el coraje de ir a la Mesa santa con pecado en el corazón para darle muerte a su Dios?… ¡Mi Dios, qué desgracia! No, no, el infierno en su furor jamás pudo inventarle nada más ultrajante a Jesucristo que el sacrilegio cometido por los cristianos.
Pero, me dirán, ¿quiénes son pues los que tienen esta gran desgracia? – ¡Ay!, hijos míos, ¡que el número de ellos es grande! – Pero, me dirán, ¿quién podría pues ser capaz de eso? – ¿quién podría ser capaz de eso? Es usted, mi amigo, usted confesó sus pecados con tan poco dolor como una historia indiferente. ¿Quién es culpable? Mi amigo usted sabe que después de sus confesiones vuelve a caer con la misma facilidad; que no se percibe ningún cambio en su manera de vivir; ¿tiene siempre los mismos pecados que hay que decir en todas sus confesiones? ¿Quién es el culpable? Es usted, miserable, usted cerró la boca antes de haber confesado sus pecados. ¿Quién es el culpable? Es usted, pobres ciegos, usted ha comprendido bien que no decía sus pecados como los conoce. Dígame, ¿por qué en este estado se atreve a ir a la Mesa santa? – Es, díganlo, porque quiero hacer mi Pascua, quiero comulgar. – Usted quiere comulgar: pero, infeliz, ¿dónde quiere poner a su Dios? ¿Es en sus ojos, que usted manchó con tantas miradas impuras y adúlteras? Usted quiere comulgar: ¿pero ¿dónde pondrá pues a su Dios? ¿Es en sus manos, que usted manchó con tantos toques infames? Usted quiere comulgar: ¿pero ¿dónde va a poner a su Dios? ¿Es en su boca y sobre su lengua? ¡Eh! Gran Dios, ¡una boca y una lengua que usted profanó tantas veces con besos impuros! Usted quiere comulgar: ¿pero ¿dónde espera pues colocar a su Dios? ¿Es en su corazón? ¡Oh horror! ¡Oh abominación! Un corazón que es oscurecido y ennegrecido por el crimen, semejante a un tizón, que desde hace quince días o tres semanas rueda en el fuego. Usted quiere comulgar, mi amigo; ¿quiere hacer su Pascua? Vamos, levántate, avanza, infeliz; cuando Judas, el infame Judas, hubo vendido a su divino Maestro, fue como un desesperado, tanto que no aceptó la entrega a los verdugos para hacerlo condenar a muerte. Adelante, infeliz, levántate, acabas de vendérselo al demonio, al tribunal de la penitencia, escondiendo y disfrazando tus pecados, marcha, desgraciado, a entregarle al demonio. ¡Ah! gran Dios, ¿tus nervios podrán sostener bien este cuerpo que va a cometer el más grande de todos los crímenes? Levántese, infeliz, avance, ya que el Calvario está en su corazón, y la víctima esta delante de usted, marche siempre, deje gritar su conciencia, trate solamente de sofocar los remordimientos tanto como usted pueda . Vaya, desgraciado, siéntese a la Mesa santa, va a comer el pan de los ángeles; pero, antes de abrir tu boca manchada por tantos crímenes, escucha lo que va a decirte el gran santo Cipriano, y verás la recompensa de tus sacrilegios. Una mujer, nos dice, que se atrevió a presentarse a la Mesa santa con una conciencia manchada por pecados, en el momento cuando le daba la comunión santa, un golpe de rayo del cielo le cayó encima y la fulminó. ¡Ay! mi Dios, ¿cómo puede una persona que es culpable ir a la comunión santa para cometer el más grande todos los sacrilegios? Sí, hijos míos, san Pablo nos dice que si los judíos hubieran conocido a Jesucristo por el Salvador, jamás le habrían hecho sufrir, ni morir (1 Cor 2, 8); pero usted, mi amigo, ¿puede ignorar al que va a recibir? Si usted no pensaba en eso, escuche al sacerdote que le grita en voz alta: “he aquí el Cordero de Dios, he aquí Aquel quien borra los pecados del mundo." Es santo, es puro. Si usted es culpable, infeliz, no avance: sino, tiemble que los rayos del cielo vienen para precipitarse en su cabeza criminal para castigarle y echar su alma en el infierno.
No, no, hijos míos, no hablo aquí de los dolores temporales que los sacrilegios atraen en el mundo ; voy a pasar en silencio los castigos espantosos que los judíos probaron después de haber matado a Jesucristo. La sola historia hace estremecerse: se degollaban unos a otros; las calles fueron cubiertas de cadáveres, la sangre fluía por las calles como el agua de un río; el hambre fue tan grande que las madres llegaron hasta comer a sus niños.
San Juan Damasceno nos dice que el sacrilegio es un crimen tan espantoso, que un solo sacrilegio es capaz de atraer todo tipo de desgracias en el mundo ; nos dice que es principalmente sobre los profanadores que Jesucristo verterá durante toda la eternidad la hiel de su furor. Aquí está un ejemplo que va a mostrarles el estado de un profanador a la hora de la muerte. Se dice que un pobre desgraciado que había hecho comuniones sacrílegas durante su vida, vio a un demonio que se le acercó diciéndole: porque comulgaste indignamente durante tu vida, recibirás hoy la comunión de mi mano; este pobre desgraciado exclamó: ¡Ay! la venganza de Dios está sobre mí, y murió en la desesperación pronunciando estas palabras. Sí, hijos míos, si pudiéramos formarnos una idea de la magnitud del sacrilegio, moriríamos más bien mil veces que cometerlo. En efecto, un cristiano que es tan desgraciado de comulgar indignamente, es culpable del más detestable de todos los sacrilegios, de la más negra de todas las ingratitudes; digamos mejor, envenena su corazón, mata su alma, le abre la puerta de su corazón al demonio, y voluntariamente se hace su esclavo. Sí, hijos míos, el horror de su sacrilegio viene de lo que profana, no un lugar o un vaso santo, sino un cuerpo que es la fuente de toda santidad, que es el de Jesucristo. La enormidad de su ingratitud resulta en que ultraja a su bienhechor por el más señalado de sus beneficios; y mucho más, se sirve de si mismo para ultrajarlo. La comunión sacrílega es semejante a una espada muy aguda que hunde en sus entrañas, lo envenena como Judas fue envenenado por la suya, le da al demonio pleno poder de apresarlo después de haber recibido la comunión, por consiguiente no debería, hijos míos, atreverse a hacerlo así. Le sería preferible nunca comulgar indignamente ya que no aporta provecho, ni placer, ni honor; pero causa el daño más grande, de muy crueles remordimientos de conciencia y una infamia eterna. San Cipriano dice que una mujer, saliendo de comulgar indignamente, fue apresada por el demonio que le atormentó tan horriblemente, que ella misma fue su verdugo; después de haberse cortado la lengua, murió…
Oh mi Dios, un cristiano puede tener bien el coraje de ir a la Mesa santa teniendo pecados ocultos , o unos pecados de los cuales no quiere corregirse, o si usted quiere, los que a pesar de tantas comuniones pasadas no cambia de vida. Mi Dios, ¡que el hombre es ciego! ¡Ay! Esto será sólo en el día del juicio que veremos todas estas abominaciones. Escuchen a san Pablo, hablando a los Corintios (1 Cor 2, 8): “ustedes se presentan, les decía, a la mesa del Señor, con tan poco respeto y religión como si ustedes se presentaran a una mesa profana; ustedes van a comer el pan de los ángeles con tan poca decencia como si ustedes comieran pan material; ¿pueden asombrarse si ustedes son agobiados por tantos dolores?” ¡Ay! Hijos míos, reconozcamos llorando sinceramente, que, si somos agobiados por tantas desgracias y tantos castigos, son sólo los sacrilegios que son la fuente verdadera. ¡Cuántas guerras, hambrunas, enfermedades y muertes súbitas! Insensatos, quienes atribuyen todo esto al azar, abran los ojos, y ustedes reconocerán que son sólo sus sacrilegios.
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