Las mejores disposiciones para vivir el tiempo de Adviento según Columba Marmion
En el contexto de este tiempo de Adviento santo y bendito , ofrecemos para la meditación de nuestros lectores un texto seleccionado de las obras del beato Dom Columba Marmion (1858-1923), quien fue monje, sacerdote y tercer abad de la Abadía de Maredsous. Gran maestro espiritual y autor de obras de notable influencia como fueron “Jesucristo, vida del alma”, “Jesucristo ideal del sacerdote”, “Jesucristo ideal del monje” y “ Jesucristo en sus misterios”, de la cual tomamos el texto de este post. Dom Columba fue beatificado el año 2000 por el Papa Juan Pablo II.
Como siempre, los destacados en negrita y cursiva son nuestros.
De la Obra “Jesucristo en sus misterios” (Cap. II, IV) del beato Columba Marmion.
Nosotros tenemos la dicha inmensa de creer en esta luz que ha de “iluminar a todo hombre que viene a este mundo” ; vivimos todavía en la “plenitud dichosa de los tiempos”, no estamos privados, como los Patriarcas, de ver el reino del Mesías. Si no somos de los que han contemplado al Cristo en persona, oído sus palabras y vístolo pasar, haciendo bien por todas partes, tenemos en cambio la dicha de pertenecer a esas naciones de las que David cantó que serían la herencia de Cristo.
A pesar de eso, el Espíritu Santo, que dirige a la Iglesia y es el primer autor de nuestra santificación , quiere que cada año consagre la liturgia un período de cuatro semanas para recordar los cuatro mil años de preparaciones divinas, y ponga todos los medios posibles para adornar nuestras almas con las disposiciones interiores en que vivían los judíos fieles esperando la venida del Mesías (…)
Si nos dejamos guiar por nuestra Madre la Iglesia , nuestras disposiciones serán perfectas, y la solemnidad del nacimiento de Jesús producirá en nosotros todos sus frutos de gracia, de luz y de vida.
¿Cuáles son estas disposiciones? Pueden reducirse a cuatro:
La pureza de corazón . ¿Quién fue el mejor dispuesto para la venida del Mesías? Sin duda alguna que la Virgen María. Cuando el Verbo vino a este mundo, encontró el corazón de esta Virgen perfectamente preparado y capaz de recibir los tesoros divinos con que se disponía a enriquecerla.
¿Cuáles eran las disposiciones de su alma?
Seguramente que las poseía todas de un modo perfecto; pero hay una que brilla con un resplandor muy particular: es su pureza virginal . María es Virgen, y tiene en tanta estima su virginidad, que se lo hace notar al Ángel, cuando éste le propone el misterio de la maternidad divina.
Mas no sólo es virgen, sino que su alma está limpia de toda mancha . La liturgia nos revela que el fin último de Dios al conceder a María el privilegio único de la Inmaculada Concepción, era preparar a su Verbo una morada digna de Él: “Oh Dios, que por la concepción inmaculada de la Virgen María preparaste a tu Hijo una digna morada”. María debía ser la Madre de Dios, y esta excelsa dignidad pedía, no sólo que fuese Virgen, sino que aventajase su pureza a la de los Ángeles, y fuese un reflejo de los santos fulgores en los cuales el Padre Eterno engendra a su Hijo. Dios es santo, tres veces santo, y los Ángeles, los Arcángeles y los Serafines cantan su infinita pureza: “Santo, Santo, Santo”. El seno de Dios, refulgente de luz inmaculada, es la mansión natural del Hijo único de Dios: el Verbo está siempre “en el seno del Padre”; pero al encarnarse ha querido estar también, por una condescendencia inefable, “en el seno de la Virgen Madre” . Era, pues menester que el tabernáculo, ofrecido por la Virgen, le recordase por su pureza incomparable el seno eterno en el que como Dios vive siempre: “Para Cristo el seno de Dios Padre era la divinidad; el seno de la Madre era su virginidad”
He aquí la primera disposición que inclina Jesucristo hacia nosotros: una gran pureza. Pero siendo pecadores, no podemos ofrecer al Verbo, Cristo Jesús, esa inmaculada pureza que tanto ama. Pues ¿con qué la supliremos? Con la humildad.
Dios posee en su seno al Hijo de sus complacencias; pero estrecha también con tierno abrazo a otro hijo, al hijo pródigo . Nuestro Señor mismo nos lo dice. Cuando, después de sus extravíos, ese hijo se vuelve a su padre, se humilla, se reconoce miserable e indigno, el padre, olvidándolo todo, lo aprieta al punto contra su pecho y lo recibe en su amistad: “Se conmovió profundamente” (Lc 15,20).
No olvidemos que el Verbo, el Hijo, no tiene más voluntad que la de su Padre : si se encarna y baja a la tierra, es para buscar a los pecadores y llevarlos a su Padre: “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt,13). Tan verdad es esto, que Nuestro Señor gustará más tarde con gran escándalo de los fariseos, de alternar con los pecadores, y sentarse a su mesa: permitirá a la pecadora que le bese los pies y se los riegue con sus lágrimas.
Si no tenemos la pureza de la Virgen María, pidamos al menos la humildad de Magdalena, el amor del arrepentimiento y de la penitencia . Esto lo expresa admirablemente la oración colecta de la fiesta de San Luis Gonzaga: “Señor Dios, dispensador de los dones celestiales, que has querido unir en San Luis Gonzaga una admirable inocencia de vida y un austero espíritu de penitencia; concédenos, por su intercesión, que si no hemos sabido imitarlo en su vida inocente, sigamos fielmente sus ejemplos en la penitencia”. Una oración como esta, unida al espíritu de penitencia, atrae a Cristo, porque la humildad que se abaja hasta la nada, rinde por lo mismo un homenaje a la bondad y poder de Jesús.
La consideración de nuestra flaqueza debe, con todo, estar muy lejos de desanimarnos . Cuanto más sintamos nuestra poquedad, tanto más debemos abrir nuestra alma a la confianza, porque al fin la salvación viene sólo de Cristo.
“Digan a los que están desalentados: ‘Sean fuertes, no teman; ahí está su Dios…él mismo viene a salvarlos” (Is 35,4). Esta sentencia de Isaías expresa la confianza de los judíos en el Mesías. Para ellos el Mesías lo era todo; resumía todas las aspiraciones de Israel, los votos del pueblo, las esperanzas de la raza; sólo el contemplarlo en lontananza debía saciar todos los anhelos de aquel pueblo, y con sólo considerar el establecimiento del reino mesiánico parece quedaban colmados sus deseos y aspiraciones.
¡Cuán confiadas e impacientes no se iban haciendo las ansias de los judíos! “Ven y no tardes”, “¡Restáuranos, Señor de los ejércitos, que brille tu rostro y seremos salvados!” (Salmo 80,4).
Pero, ¿cuánto mejor no se verifica todo esto, en nosotros, que poseemos a Cristo Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre? Si comprendiésemos bien lo que es la santa humanidad de Jesús, tendríamos en ella una confianza inquebrantable. En ella están todos los tesoros de ciencia y sabiduría; en ella permanece la divinidad misma; este Hombre-Dios que viene a nosotros es el Emmanuel, es “Dios con nosotros”, es nuestro Hermano primogénito. El Verbo se ha desposado con nuestra naturaleza, ha tomado sobre sí nuestras flaquezas para experimentar lo que es el dolor; viene a nosotros para que participemos de su vida divina; cuantas gracias podamos esperar y apetecer, las posee El con plenitud para repartirlas entre los hombres.
Las promesas que por la voz de sus profetas hacía Dios a su pueblo para encenderlo en deseos del Mesías, son harto magníficas. Pero muchos judíos sólo las entendían en el sentido material y grosero de un reino temporal y político. Los bienes prometidos a los justos que esperaban al Salvador, no eran sino figura de las riquezas sobrenaturales que encontramos en Jesucristo. La mayor parte de los israelitas vivían de símbolos humanos; nosotros vivimos de la realidad divina, es decir, de la gracia de Jesús. La liturgia de Adviento nos habla sin cesar de misericordia, de redención, de salvación, de liberación, de luz, de abundancia, de alegría, de paz. “Vendrá el gran profeta y renovará a Jerusalén” ; “Alégrate y goza, nueva Sión, porque tu Rey llega con mansedumbre a salvar nuestras almas”; “Vendrá el Señor y no tardará: iluminará lo escondido en las tinieblas y se manifestará a todos los hombres”: Todas las bendiciones que pueden caer sobre un alma, Cristo las trae consigo: “El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él toda clase de favores? (Rom 8,32).
Inspirados por tales textos, es necesario renovar la confianza en el poder de Aquel que ha de venir. Jesús lo puede todo para la santificación de nuestras almas y al proclamarlo reconocemos que Jesús es igual al Padre y que el Padre se lo ha dado todo.
Ni puede ser frustrada tal confianza . En la Misa del primer Domingo de Adviento, la Iglesia dice en su canto de entrada: A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no serán defraudados”.
Esta confianza se traducirá sobre todo en deseos ardientes de que Jesucristo reine en nosotros: “Venga tu reino ”. Estos deseos se hallan formulados también en la liturgia. Al mismo tiempo que pone ante nuestra vista y nos hace leer los vaticinios, sobre todo los de Isaías, la Iglesia pone en nuestros labios las aspiraciones y suspiros de los antiguos justos. Quiere ver preparadas para la venida de Cristo a nuestras almas, del mismo modo que Dios quería que los judíos estuviesen dispuestos a recibir a su Hijo. Así lo expresa el invitatorio del oficio de Adviento: “Venid, adoremos al Rey que viene, al Señor que se acerca” y la oración colecta del primer Domingo de Adviento reza: “Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno”. En el segundo responsorio del oficio de lecturas del primer domingo de Adviento esto se formula del siguiente modo: “Mirando a lo lejos, veo venir el poder de Dios y una niebla que cubre la tierra. Salid a su encuentro y decidle: Dinos si eres tú el que ha de reinar sobre el pueblo de Israel”.
La Iglesia nos hace repetir sin cesar estas aspiraciones; hagámoslas nuestras con fe, y Jesucristo nos enriquecerá con sus gracias.
Sin duda que Dios es dueño de sus dones; es soberanamente libre, y nadie puede pedirle cuenta de sus preferencias , aunque en la vida ordinaria de su Providencia, procura atender nuestros deseos: “Tú, Señor, escuchas los deseos de los pobres, los reconfortas y les prestas atención” (Salmo 10,17). Cristo se da en la medida del deseo que tenemos de recibirle; y los deseos aumentan la capacidad del alma: “Abre tu boca y te la llenaré” (Salmo 81,11).
Por consiguiente, si queremos que el nacimiento de Cristo procure gran gloria a la Santísima Trinidad , y mucho consuelo al corazón del Verbo encarnado, y sea fuente copiosa de gracias para la Iglesia y para nosotros, procuremos purificar nuestros corazones; seamos humildes pero confiados, y sobre todo, dilatemos nuestras almas por medio de grandes y fervientes deseos.
Pidamos también a la Santísima Virgen que nos haga participar de los sentimientos que la animaban durante los días benditos anteriores al nacimiento de Jesús.
La Iglesia ha querido, ¿y qué cosa más justa?, que su pensamiento llenase la liturgia de Adviento ; sin cesar canta la fecundidad de una Virgen, fecundidad admirable, que llena a la naturaleza de asombro: “Ante la admiración de cielo y tierra, engendraste a tu santo Creador y permaneces siempre Virgen”.
El seno virginal de María era un santuario inmaculado en el que se quemaba el incienso muy puro de su adoración y de sus homenajes.
Llega a los límites de lo inefable la vida interior de la Virgen durante esos días . ¡Qué unión tan íntima con el Niño Dios que llevaba en su seno! El alma de Jesús estaba, por la visión beatífica, sumida en la luz divina; y los destellos de esa luz irradiaban sobre la Madre. A los ojos de los ángeles, María aparece cual ‘‘mujer revestida de sol” (Apoc 12,1), y envuelta en los celestiales resplandores que salían de su Hijo, Sol verdadero de justicia. A impulsos de esa misma fe, la Virgen revolvía en su corazón purísimo aquellos misterios y reunía como en precioso ramillete las aspiraciones todas, los anhelos y votos de todo el género humano, que desde tanto tiempo estaba esperando con ansias a Salvador y a su Dios.
Esta humilde Virgen es la reina de los patriarcas , vástago de su noble y santa prosapia, y el Niño que luego dará al mundo es aquél que resume en su persona toda la magnificencia de las antiguas promesas.
Ella es también la reina de los profetas , puesto que dará a luz al Verbo eterno, por quien hablaban todos los profetas; su Hijo realizará todas las profecías, y El mismo dirá: “El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres” (Lc 4,19)
Pidámosle humildemente que nos haga entrar en sus disposiciones. Ella escuchará nuestra oración, y nosotros tendremos la inmensa dicha de ver a Cristo nacer de nuevo en nuestros corazones por la comunicación de una gracia más abundante, y podremos gustar con la Virgen la verdad de aquellas palabras de San Juan: “El Verbo era Dios…Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).
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