Homilía de Pascua, la crucifixión de Cristo en la historia
«Scimus Christus surrexisse a mortuis vere: tu nobis victor Rex, miserere» (Secuencia de Pascua)
En la Vigilia de anoche, con el canto del Pregón Pascual, exultamos de alegría con los ángeles y con toda la tierra por la victoria definitiva de Cristo sobre el demonio, el pecado, la muerte, la mentira y el dolor. Con su Sangre, el Cordero nos ha «comprado» para Dios, y en adelante vivimos solo para El, gustando ya de su eterna bienaventuranza. Por este motivo la Sagrada Liturgia nos ha envuelto en un ambiente jubiloso, manifestándonos con palabras, símbolos y cantos el verdadero motivo de nuestra alegría. «¡Cristo, nuestro Cordero Pascual, ha sido inmolado!» (Versículo del Aleluya), «¡El Cordero ha redimido a las ovejas, ha reconciliado con el Padre a los pecadores!» (Secuencia) «¡Este es el Día que ha hecho el Señor, alegrémonos y regocijémonos!» (Gradual).
Sin embargo, algo más sucede. Sin detrimento de lo anterior, vemos que todo aquello que Cristo venció realmente, sigue presente y operante (a veces, demasiado) en el mundo y en cada uno de nosotros. Esto es tan evidente, que apenas hace falta insistir. El terrible «¡crucifícalo!» que gritamos en domingo de ramos, no quedó como un pavoroso recuerdo de tiempos de antaño, sino que esa cruel palabra sigue resonando en la historia, de un modo cada vez más implacable. ¿Acaso no gritan ¡crucifícalo! los padres cuando matan a sus hijos por el aborto, y los hijos cuando matan a sus padres por la eutanasia? ¿O los jóvenes cuando se hunden en un abismo de pecado y sensualidad, y los gobernantes cuando conducen a los pueblos por caminos de perdición? ¿O los mismos cristianos, los laicos, los consagrados y prelados, cuando se apartan de la verdad, cuando «adulteran» y «consensuan» con las ideologías imperantes? Y, ¿no lo gritamos nosotros mismos cada vez que resistimos a la gracia de Dios, rechazando una y otra vez el camino de la humillación y de la Cruz que se nos presenta como único medio de salvación?
Sí, el ¡crucifícalo! sigue resonando en la historia y tal vez hoy más que nunca. El mundo actual quiere la muerte de la Iglesia, Esposa de Jesucristo, como quisieron los judíos la de Cristo. Del mismo modo la pide y la procura sin cesar y por todos los medios, aunque no siempre sea evidente a los ojos de todos. Esto se ve con claridad en la fabulosa novela de Benson El Señor del mundo. Y sin embargo, nada de esto debe hacernos dudar de la victoria del Verbo encarnado. El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que: «Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. ‘El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo’ (LG 48). El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado «con gran poder y gloria» (…) pues aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo» (671).
La Iglesia participa así de una doble realidad: Por una parte ha llegado a su meta. Cristo ha vencido, los fieles han pasado de la carne al espíritu, la sentencia se ha pronunciado a su favor (Rm 8,1); los hombres han sido justificados, santificados (1 Cor 6,11); en ellos ha sido destruido el cuerpo de pecado (Rm 6,6) y han alcanzado la gloria (Rm 8,30). Y por otra, ninguna de estas cosas han llegado a su plenitud, sino que son objeto de esperanza. El cuerpo aún espera ser rescatado (Rm 8,23) y todavía es esperada la justicia y la gloria que está por revelarse (Rm 8,18). Más aún, «la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 19-23). Por tanto estamos ya redimidos, pero esa redención en nosotros y sobre todo en el mundo no han llegado a su plenitud. Esta realidad no consumada funda nuestra esperanza y nuestro caminar firme y seguro hacia un futuro donde se ha fijado ya el ancla (cf. Hb 6,19).
Para llegar a su consumación, la Iglesia necesita pasar toda ella por el misterio de la Pascua. Sin embargo, lo hace –como dice el Vaticano II- con la certeza de que la victoria de Cristo es irrevocable. Es como una película en que el final es ya sabido. El Catecismo lo expresa con estas palabras: « La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4)». La Iglesia, en la historia, vive el misterio de la cruz, en especial en la última hora del poder de las tinieblas, que ha sido profetizada por San Pablo y por San Juan de un modo tan claro.
¿Cuándo será esto? La consumación del poder de la resurrección en la Iglesia se realizará en la Parusía. Así, ambos misterios (resurrección y Parusía) están intrínsecamente unidos en uno solo. El triunfo propio del día de la parusía no se añadirá a la victoria pascual: consagrará la comunión de la Iglesia con esa victoria. Cuando la Iglesia haya llegado a su consumación, entonces la creación entera se verá redimida por una suerte de «renovación cósmica». De algún modo misterioso, todo el cosmos se verá colmado de la gloria de la Iglesia formada por los predestinados redimidos y resucitados en cuerpo glorioso. El Catecismo lo dice con estas palabras: «Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado» (1042). «La Sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra»». (1043)
Ahora, que vivimos en el tiempo de la tribulación, quiera Dios que estos pensamientos celestiales nos sostengan durante los días que nos restan aquí en la tierra; pues día vendrá «en que no habrá ya dolores, ni gemidos, ni llantos, y Dios mismo se encargará de enjugar las lágrimas de sus servidores» (Ap 21,4). Esta esperanza nos colma ahora de gozo; así, el misterio de la Pascua, resulta un misterio de alegría en grado eminente. La Iglesia nos lo demuestra al repetir continuamente a lo largo del tiempo Pascual el Alleluya, ese grito de alegría y felicidad tomado de la liturgia del cielo. En la cuaresma se prescindió de ese cántico para tener presentes los dolores de su Esposo; pero ahora que lo ve resucitado se regocija con El entonando con fervor esa exclamación jubilosa.
Cristo resucitado y glorioso dice a San Juan en el Apocalipsis (y lo dice también a nosotros en esta mañana): «Yo soy el Primero y el Último, el que vive. Estuve muerto pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (Ap 1,17-18). Cristo se manifiesta como el que está vivo, el Viviente, el que es la Vida para un mundo en tinieblas y en sombras de muerte. A Cristo Alfa y Omega, Primogénito de entre los muertos y Príncipe de los reyes de la tierra, que nos ha lavado con su Sangre de nuestros pecados; al que está vivo, la gloria el honor y el poder, por los siglos de los siglos. Amén.
Padre Pedro Pablo Silva, SV
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