Las lágrimas purificadoras de la compunción interior
Para alimentar la oración cuaresmal de nuestros lectores, compartimos con ellos una selección de preciosos apotegmas de los padres del desierto sobre la compunción del corazón. A fin de entender mejor este tema que es uno de los centrales en la tradición monástica, ponemos a modo de introducción un fragmento de la gran obra del Beato Columba Marmion, Jesucristo vida del alma, sobre la compunción (Capítulo VI,2)
“¿Qué debemos entender por compunción del corazón? Se trata de un sentimiento habitual de pesar por haber ofendido a la divina bondad. Esta disposición brota principalmente de la contrición perfecta, del amor arrepentido. Y produce en el alma la detestación del pecado, por el disgusto que causa a Dios y por el perjuicio que nos irroga. Si en el sacramento de la penitencia basta un acto transitorio de contrición imperfecta para abrir el alma a la gracia y fortificarla contra nuevas caídas; cuando tenemos un sentimiento de verdadero pesar inspirado por el amor y lo mantenemos en el alma en toda su viveza, crea en ella un estado de oposición irreductible a toda complacencia en el pecado. Os daréis perfecta cuenta de que hay una incompatibilidad absoluta entre la voluntad de aborrecer el pecado y el hecho de continuar cometiéndolo. Esta disposición habitual constituye el mejor remedio para evitar la tibieza.
Este constante pesar por las faltas pasadas: «Mi pecado está siempre ante mí» (Ps., 50, 5) no debe referirse a las circunstancias de cada una de ellas, sino al hecho mismo de haber ofendido a Dios. No debemos traer a la memoria los detalles concretos, lo que a veces suele ser peligroso, sino arrepentirnos de haber opuesto nuestra soberanía, de haber despreciado su amor y de haber descuidado, derrochado o aún perdido el incomparable tesoro de la gracia.”
Ahora pasamos a los apotegmas de los padres del desierto.
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Un hermano rogó al abad Amonio: «Dime una palabra». El anciano le dijo: «Adopta la mentalidad de los malhechores que están en prisión. Preguntan:
“¿Dónde está el juez? ¿Cuándo vendrá?” y a la espera de su castigo lloran. También el monje debe siempre mirar hacia arriba y conminar a su alma diciendo:
“¡Ay de mí! ¿Cómo podré estar en pie ante el tribunal de Cristo? ¿Cómo podré darle cuenta de mis actos?”. Si meditas así continuamente, podrás salvarte».
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El abad Evagrio dijo: «Cuando estés en tu celda, recógete y piensa en el día de la muerte. Represéntate ese cuerpo cuya vida desaparece: piensa en esta calamidad, acepta el dolor y aborrece la vanidad de este mundo. Sé humilde y vigilante para que puedas siempre perseverar en tu vocación a la hesyquia y no vacilarás. Acuérdate también del día de la resurrección y trata de imaginarte aquel juicio divino, terrible y horroroso. Acuérdate de los que están en el infierno. Piensa en el estado actual de sus almas, en su amargo silencio, en sus crueles gemidos, en su temor y mortal agonía, en su angustia y dolor, en sus lágrimas espirituales que no tendrán fin, y nunca jamás serán mitigadas. Acuérdate también del día de la resurrección e imagínate aquel juicio divino, espantoso y terrible y en medio de todo esto la confusión de los pecadores a la vista de Cristo y de Dios, en presencia de los ángeles, arcángeles, potestades y de todos los hombres. Piensa en todos los suplicios, en el fuego eterno, en el gusano que no muere, en las tinieblas del infierno, y más aún en el rechinar de los dientes, terrores y tormentos. Recuerda también los bienes reservados a los justos, su confianza y seguridad ante Dios Padre y Cristo su Hijo, ante los ángeles, arcángeles, potestades y todo el pueblo. Considera el reino de los cielos con todas sus riquezas, su gozo y su descanso. Conserva el recuerdo de este doble destino, gime y llora ante el juicio de los pecadores, sintiendo su desgracia y teme no caer tú mismo en ese mismo estado. Pero alégrate y salta de gozo pensando en los bienes reservados a los justos y apresúrate a gozar con éstos y en alejarte de aquéllos. Cuidare de no olvidar nunca todo esto, tanto si estás en tu celda como si estás fuera de ella, ni lo arrojes de tu memoria y con ello huirás de los sórdidos y malos pensamientos».
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El arzobispo Teófilo, de santa memoria, dijo al morir: «Dichoso tú, abad Arsenio, que siempre tuviste presente esta hora».
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El abad Jacobo dijo: «Así como una lámpara ilumina una habitación oscura, así el temor de Dios, cuando irrumpe en el corazón del hombre, le ilumina y le enseña todas las virtudes y mandamientos divinos».
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Viajando un día por Egipto, el .abad Pastor vio a una mujer que lloraba amargamente junto a un sepultero y dijo: «Aunque le ofreciesen todo los placeres del mundo, no arrancaría su alma del llanto. De la misma manera el monje debe llorar siempre por si mismo».
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Sinclética, de santa memoria, dijo: «A los pecadores que se convierten les esperan primero trabajos y un duro combate y luego una inefable alegría. Es lo mismo que ocurre a los que quieren encender fuego, primero se llenan de humo y por las molestias del mismo lloran, y así consiguen lo que quieren. Porque escrito está: “Yahveh tu Dios es un fuego devorador” (Dt 4, 24). También nosotros con lágrimas y trabajos debemos encender en nosotros el fuego divino».
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El abad Hiperiguio dijo: «El monje que vela, trabaja día y noche con su oración continua. El monje que golpea su corazón hace brotar de él lágrimas y rápidamente alcanza la misericordia de Dios».
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