Estáse el mundo ardiendo

Santa Teresa de Jesús, José de Ribera, 1630

Da mucha pena ver la desidia con la que muchos buenos cristianos llevan adelante su vida espiritual. Esta frase, ya me doy cuenta, es un tanto contradictoria, pues los cristianos buenos no llevan su vida espiritual con pereza. En todo caso, al decir «buenos cristianos» me refiero a cristianos practicantes y de fe sincera, quecreen en el valor de la oración y de la mortificación, la frecuencia de los sacramentos, la lectura espiritual, el Rosario y todo lo que la tradición católica de la Iglesia enseña y recomienda; y que, en principio, querrían vivir todo eso, aunque su voluntad se muestre ineficaz. Muchos otros no creen, al menos claramente, en esos ideales; ni tienen intención, ni siquiera lejana, de vivirlos. Y estos sí.

En algún sentido, pues, aunque imperfecto, se puede hablar de ellos como de buenos cristianos. Pero qué poquito hacen luego, en clara inconsecuencia con la fe que profesan. Muchos de ellos apenas tienen programa alguno para su vida espiritual. Y aquellos que tienen un cierto plan de vida, qué planteamientos hacen, tan medidos, recortados y tasaditos.

Un rato breve de oración, aunque no todos los días… Se confiesan… de vez en cuando, pero a veces pasa mucho tiempo. Recuerdan el bien tan grande que les ha proporcionado a veces la lectura espiritual, pero la hacen muy raras veces. Reconocen que convendría realizar esto y lo otro, y también aquello…, pero no hacen casi nada, al menos de forma regular. Y así van en todo. Son como personas que llevaran un régimen mínimo de alimentación, el suficiente para no morirse de hambre, y que se sintieran, como es natural, con achaques de salud y siempre débiles. Eso sí, sobreviven.

No se dan cuenta de que en la vida espiritual no hemos de alimentarnos solamente para no morirnos, sino para dejarle a Cristo tener en nosotros «vida y vida sobreabundante» (Jn 10,10), de tal modo que crezcamos, estemos sanos y fuertes, e incluso comuniquemos a otros la abundancia de nuestra vitalidad en el Espíritu.

«Estáse el mundo ardiendo…»

No acaban tampoco de entender estos «buenos cristianos» que están llamados a colaborar decisivamente en la obra de la Redención del mundo. «Si tú no ardes, otros muchos morirán de frío», advierte François Mauriac. Y lo mismo enseña Pío XII:

«Misterio verdaderamente tremendo, y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto, y de la cooperación que Pastores y fieles -singularmente los padres y madres de familia- han de ofrecer a nuestro divino Salvador» (Mystici Corporis 1943,19).

A estos cristianos les duelen los males que afligen al mundo y a la Iglesia; pero, de hecho, al menos, parecen estar aún más interesados en sus estudios, en sus negocios, en su propia salud, en una molestia muscular que les impide hacer su deporte, en el seguimiento del anecdotario político, deportivo, artístico, y en tantas y tantas otras cosas más.

Quizá, por ejemplo, invierten una o dos horas en diarios, telediarios y demás, pero confiesan luego «no hallar tiempo», al menos habitualmente, para el Rosario, o para el rezo de Laudes y Vísperas… ¡Una Hora litúrgica: poco más de cinco minutos! Dios les da veinticuatro horas cada día, y ellos «no pueden» dedicar con regularidad una a Dios, sólo a Él. Está la vida muy ajetreada…

Se diría que, en el fondo, no saben quiénes son, en cuanto cristianos; no saben a qué están llamados; ignoran que forman parte de una comunidad cristiana redentora, en cuyas manos está la llave de la salvación del mundo.

Y por eso mismo, atentos a sus propios asuntos personales, no acaban de entender tampoco la gravísima crisis espiritual del tiempo en que están viviendo. Consiguen ignorar en el mundo actual, mediante recursos inhibitorios eficacísimos, todos los datos negativos para el Evangelio y para la gloria de Cristo.

En Europa, concretamente, durante los últimos treinta años, el número de sacerdotes diocesanos se ha reducido en un tercio; y se prevé que en los próximos quince años el número actual se quede en la mitad. Junto a esto, que sucede en la Iglesia, «el número de los que aún no conocen a Cristo, ni forman parte de la Iglesia, aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio [1965] casi se ha duplicado» (Juan Pablo II,Redemptoris missio 1990,3).

En el siglo XVI Santa Teresa se enteraba de los daños que en Europa estaban causando los luteranos, y «lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal». Es muy de señalar en esta Santa cómo su impulso hacia la santidad personal y hacia la reforma del Carmelo, en buena medida, parte de la captación de cómo estaba en Europa la Iglesia, con ocasión de la gravísima crisis protestante.

«Paréceme que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que veía perder. Y como me vi mujer y ruin, imposibilitada para aprovechar en nada en el servicio del Señor, toda mi ansia era que, pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos. Y así determiné hacer eso poquito que yo puedo, y es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiesey procurar que estas poquitas que están aquí [en los Carmelos renovados] hiciesen lo mismo». Y así «podría yo contentar al Señor en algo, para que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen» (Camino Esc. 1,2).

Metida Teresa de corazón en estos empeños, y poniendo en ellos toda su vida, ella veía a los cristianos que seguían obsesionados en sus propios asuntillos personales como locos, extraviados entre las baraterías de este mundo. Y por ejemplo, se dolía mucho cuando estos «buenos cristianos» se acercaban a los conventos para rogar a las monjas que pidiesen al Señor por sus intereses mundanos.

«Yo me acongojo de las cosas que aquí nos vienen a encargar, hasta que roguemos a Dios por negocios y pleitos por dineros, a los que querría yo suplicasen a Dios los repisasen todos. Ellos buena intención tienen, y allá lo encomiendo a Dios por decir verdad, mas tengo yo para mí que nunca me oye. Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, pues le levantan mil testimonios, y quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que, por ventura, si Dios se las diese, tendríamos un alma menos en el cielo? No, hermanas mías; no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia» (ib. 1,5).

Hoy los cristianos, los laicos concretamente, han de tender con toda su alma a la santidad no sólo por amor al Señor, que siempre es el motivo principal -Él nos ha amado cuanto es posible, Él ha dado su vida por nosotros, por nuestra salvación eterna-, sino también por amor a los hombres, es decir, por un amor verdadero a la Iglesia, un amor que es capaz de entender, y de sentir incluso, su situación en el siglo actual.

Estáse el mundo ardiendo, las fuerzas del diablo hacen estrago en la Iglesia, frenando trágicamente su acción misionera, ¿y será tolerable que los «buenos cristianos» sigan tan flojos, tan atentos a sus asuntos mundanos, tan dejados en su vida religiosa a la gana o al ambiente? Dios les ofrece agua abundante para apagar esos incendios que atormentan a los hombres y arruinan la Iglesia; Dios pone en su mano semillas capaces de convertir en jardines los desiertos, pues les ofrece oración y penitencia, misa y sacramentos. Pero ellos «no tienen tiempo», «se les pasa», «no se acuerdan», o incluso, a su juicio, «no pueden»… No se lo permiten las circunstancias. Las circunstancias que, muchas veces, ellos mismos se crean.

P. José María Iraburu

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