Asunción y mundo post-moderno
Hoy día la Iglesia celebra la Asunción de la Santísima Virgen María al cielo. La fe católica nos enseña que por el misterio de la comunión de los santos, aquellos que han llegado a la visión beatífica se encuentran unidos a los que nos encontramos en camino hacia la Patria eterna. En efecto, la misma lectura del libro del Apocalipsis, con la interpretación que nos viene sugerida por la Sagrada Liturgia al poner este pasaje en este día, nos muestra a la Santa Madre de Dios vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y en su cabeza, una corona de 12 estrellas. El significado simbólico, y no por eso irreal, apunta al cumplimiento, en la Virgen María, de las esperanzas y las promesas del pueblo elegido de Israel. María Santísima personifica, por ser Madre de Cristo y de la Iglesia, por ser Reina del mundo, toda la gloria de la Iglesia, y la victoria definitiva sobre el Dragón apocalíptico que consigue el Hijo de la mujer, Jesucristo Nuestro Señor. Igualmente ella, su Madre, es la vencedora de Satanás, a quien aplasta su cabeza, cumpliendo así la promesa del Génesis en el llamado protoevangelio.
Cuando el Santo Padre Pío XII proclama el dogma de la Asunción, en 1950, tenía ante sí un mundo occidental en ruinas. Las fotos de Alemania de esos años son elocuentes y nos muestran un país que hacía pocos años casi había conquistado el mundo occidental, ahora destrozado en todo sentido. A este mundo moderno y contemporáneo se ha llegado mediante un largo y complejo proceso que se remonta al siglo XIV, pero que se consolida sobre todo a partir del triunfo e implantación de los liberalismos en Occidente en los dos últimos siglos, junto a avances antes nunca conocidos de orden fundamentalmente científico y tecnológico. Todo esto en la entrada del S. XX gestó un clima de triunfalismo inmenso junto al mito del progreso indefinido que vino a caer estrepitosamente en lo acontecido: nunca se había registrado en la historia tiranías de las proporciones y crueldad como las de los siglos XIX-XX, expresamente inspiradas por el liberalismo y las ideologías de Occidente que le han seguido -incluido, por supuesto, el marxismo- , afectando además al universo entero. Pues bien, este contexto dramático –que el tercer secreto de Fátima pone de relieve– es el que el Papa Pío XII tenía ante sus ojos cuando proclama el dogma de la Asunción de la Virgen María al cielo. ¿Constituye este acto un hecho aislado, propio de la piedad del Pontífice y del pueblo cristiano, que nada tiene que ver con todo lo que había sucedido y habría de venir? Precisamente el dogma de la comunión de los santos nos enseña lo contrario. María Santísima no permanece de ninguna manera indiferente a la marcha concreta del mundo. El misterio de su Asunción constituye una luz clara y diáfana para un mundo envuelto en tinieblas y en sombras de muerte, el cual, de alguna manera, gime con dolores de parto incapacitado de salir del camino por donde se ha adentrado.
En este contexto, ¿qué significado tiene entonces el dogma de la Asunción? Comencemos recordándolo. Lo tomo de la Constitución Lumen Gentium: «La Virgen Inmaculada, terminado el curso de la vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial; y fue enaltecida por el Señor como Reina del universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte» (LG 59). Es así que la Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos, es decir, un preanuncio de aquello a lo que está llamado a vivir el mundo cuando la Redención operada por Cristo pase a la historia. La tradición de la Iglesia muestra que este misterio está enraizado en la singular participación de María en la misión de su Hijo. Y la misma tradición ve en la maternidad divina la razón fundamental de la Asunción. Es esta maternidad divina, la que haciendo de María la residencia inmaculada del Señor, funda su destino glorioso, su asunción al cielo.
¿Qué conclusiones se pueden sacar de lo expuesto? La primera tomémosla de una oración que dirige el Papa Pío XII a María Santísima después de la proclamación del dogma. Dice así dirigiéndose a la Virgen: «Tenemos la vivificante certeza de que vuestros ojos que han llorado sobre la tierra regada con la sangre de Jesús, se volverán hacia este mundo, atormentado por la guerra, por las persecuciones y por la opresión de los justos y los débiles, y entre las tinieblas de este valle de lágrimas, esperamos de vuestra celeste luz y de vuestra dulce piedad, alivio para las penas de nuestros corazones y para las pruebas de la Iglesia y de la patria». Esto quiere decir para nosotros que tenemos una Madre en el cielo que sigue colaborando en su papel corredentor junto a su Hijo por la salvación del mundo. Ella lo hace con su corazón de madre, de mujer, viviendo de alguna manera misteriosa en sí misma el dolor que tantos hombres padecen en nuestro tiempo. Ella no es ajena a nada de lo que nos sucede. Ella está junto a nosotros con un amor como ninguno otro. Ella se ocupa de nuestra suerte, y sobre todo de nuestra salvación eterna.
La segunda tomémosla de un texto fundamental del Concilio Vaticano II, que en el n° 68 de la Constitución Lumen Gentium dice: «La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el siglo futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el Día del Señor, antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo». (LG 68). Esto quiere decir que la esperanza cierta del pueblo cristiano ha de estar puesta en la regeneración del mundo, el cual está ya rescatado por la sangre de Cristo, pero que ha de pasar por una prueba final antes de que Él reine. Esta redención ya se ha operado en María Santísima. Mirándola a ella asunta en cuerpo y alma tenemos el modelo de nuestra propia salvación y la del mundo entero. Mirándola a ella podemos desechar toda solución social, cultural y política que quiera construir el mundo actual sobre principios que ponen al hombre en lugar de Dios y contra Dios, sobre ideologías cerradas absolutamente al horizonte grandioso de la Revelación cristiana y de la fe católica.
Terminemos resumiendo lo anterior con una oración preciosa que trae el Catecismo de la Iglesia Católica tomada de la Sagrada Liturgia: «En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Te trasladaste a la vida porque eres Madre de la Vida, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas». Amén.
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