Jesús les dice a las mujeres de Jerusalén en el Evangelio del Domingo de Ramos: “no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos” (Lc. 22, 24). Les pedía que elevaran sus lágrimas a nivel sobrenatural, haciéndoles ver que mayor provecho les hacía arrepentirse de sus pecados que apenarse por la muerte física del Salvador. En ese tipo de lágrimas encontrarían Su consuelo.
Hoy en día todavía estamos llamados a compadecernos unos por otros con mira espiritual, como nos muestra este ejemplo que dejó la lectora Miriam de Argentina hace poco:
“Mi hija mayor de 16 años quedó muy impresionada y a la vez reconocía en estos chicos (los del sueño [de S. Juan Bosco sobre el infierno]) a muchos de sus compañeros de escuela que van por la vida sin que nadie les avise del gravísimo peligro que corren. Y al ver su pena, y a la vez la imposibilidad material de ella de advertirlos (el ambiente es hostil: muchos no creen o no escuchan) le dije que rezara mucho por sus compañeros. Para ella es muy triste ver, además, algunos compañeros que tienen inquietudes espirituales, pero que la familia no ayuda, no hay adultos que se interesen o los acompañen… es muy doloroso.”
La hija mayor de Miriam comprende muy bien lo que el Señor les explicó las mujeres de Jerusalén cuando les pidió que lloraran por sí mismas y por sus hijos: “porque, si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?” (Lc. 22, 31) Sus lágrimas son muy diferentes de las lágrimas vertidas por causas naturales.
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Sta. Catalina de Siena pone en labios del Señor la siguiente explicación sobre los tipos de lágrimas que tenemos según el estado de nuestras almas y la alegría que podemos encontrar en ellas según avanzamos en la vida espiritual.
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