Les aseguro que ya no hay sitio aquí (Mt. 2, 11)
El santo de hoy, S. Severino (410-482), solía recomendar a todos socorrer a los necesitados y hacer penitencia en reparación por los pecados, lo cual practicaba él mismo. Eso me recuerda el siguiente cuento de Navidad [sí, todavía es Navidad] que oí al P. Jones, O.P. contar en su homilía de la Misa de Navidad para Niños que celebró el año 2000. Me gustó tanto que lo sigo contando cada Navidad. Combina de una forma original y conmovedora varios momentos de la vida de Jesús, incluyendo el momento en el Evangelio del domingo de Epifanía cuando los Reyes Magos: “cayendo de rodillas lo adoraron” (Mt. 2, 11).
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Estaba a punto de cerrar mi negocio cuando llegó la buena noticia de que un grupo de turistas ricos se iban a alojar en mi establecimiento. Además, dejaron un depósito tan impresionante que otras personas también quisieron reservar una habitación. ¡Me salvaron de la humillación de vender el terreno de mis antepasados! Negocié un precio ventajoso para mí cuando me aseguraron que pagarían por cada día que se les reservara una habitación, aunque no podían decirme la fecha exacta de su llegada.¡Qué me importaba si tenía tantas otras habitaciones disponibles! Parecía que el Señor por fin me estaba bendiciendo por todas las donaciones que había hecho a los fariseos para el cuidado del Templo. ¡Vaya inversión!
Pasó el tiempo y el emperador romano ordenó un censo. Se llenó la ciudad de extranjeros que buscaban alojamiento. ¡Menudo jaleo se armó cuando se dieron cuenta muchos de que no había bastantes habitaciones para todos en la ciudad! ¡Seguro que vendrían ahora esos turistas ricos del extranjero! Por eso, mi familia y yo dejamos desocupado el cuarto de lujo que reservaron y decidimos dormir en un mismo cuarto para que hubiera más habitaciones disponibles. Iba a ganar bastante dinero en unas cuantas semanas y no tendría que preocuparme el resto del año. Valía la pena el sacrificio.
Pasó más tiempo sin que vinieran los esperados huéspedes, y la gente ya murmuraba que había hecho un mal negocio, que no llegarían antes de que muriera mi familia en pobreza. Tocaban peregrinos a mi puerta pidiendo alojamiento, hasta amenazándome algunos si no les dejaba entrar. A todos decía lo mismo: “Les aseguro que ya no hay sitio aquí” (para ellos, claro está). Pero, me llamó la atención un hombre en particular que pedía por su mujer, que estaba embarazada, y se ofrecía a dormir en la intemperie (¡en pleno invierno!) con tal de que ella tuviera aunque sólo fuera un pequeño rincón en la casa. Le dije: “Le aseguro que ya no hay sitio aquí”, pero me estaban mirando los vecinos, curiosos para ver lo que haría. No podía permitir que esa familia tan pobre se quedara en mi establecimiento con los huéspedes, pero tampoco sería buen negocio que la gente pensara que no tenía corazón. ¿Qué pasaría si diera a luz esa mujer en la calle, delante de mi posada? Así que ofrecí generosamente que se quedaran en mi propiedad, aunque más apartados, en un refugio campestre.
Pues menos mal que lo hice, porque esa noche dió a luz esa mujer. Me enteré porque entraron muchos pastores en mi propiedad, tantos que no me atreví a echarles yo mismo, sino que decidí denunciarles por la mañana. Les oía hablar sobre su visita a un recién nacido. En medio de tanto alboroto, por fin llegaron los extranjeros que esperaba. Me puse nervioso porque no pidieron ir a su habitación sino a ese lugar remoto de mi propiedad, donde iban a dejar sus camellos. ¿Qué pasaría cuando vieran a un recién nacido allí? Fuí con ellos para explicar lo que vieran.
¡Qué sorpresa y verguenza la mía al ver reinar la paz en ese hueco que me parecía tan inmundo esa misma mañana! Una estrella iluminaba al Niño, el que me decían todos era el nuevo Rey de los judíos. Nadie se rió de mí, nadie se quejó de mí, sino que todos me invitaron a acercarme y me felicitaronpor la gran bendición de hospedar al esperado Mesías. Mis ricos huéspedes se arrodillaron ante el Niño, que estaba en un pesebre, y le ofrecieron oro, incienso y mirra. No comprendía lo que estaba viendo. Pedí a los padres del niño que entraran en la casa, pero me dijeron que estaban muy bien alojados, que no querían causarme ninguna inconveniencia y me dieron el oro, incienso y mirra que habían recibido como paga de su estancia. Me dijeron que no lo necesitaban, pero otros sí.
Decidí cambiar mi vida por completo. Desde entonces cabían todos los pobres en mi posada sin que me tuvieran que pagar. Quizás el Señor me perdonaría mis pecados. Iba al Templo todos los días, pero no iba para hacer grandes donaciones. Tan avergonzado me sentía que sólo podía pedir perdón desde un rincón, sin siquiera levantar los ojos. Me despreciaban los fariseos porque creían que me había vuelto loco, y con toda la razón porque no me merecía siquiera estar en ese lugar sagrado. Día tras día, año tras año aguantaba las risas de la gente, sólo esperando que el Señor me perdonara, nada más. ¿Oiría acaso el Señor a este pecador? ¿Por qué se molestaría con alguien como yo?
Un día, oí que un tal Jesús, a quien muchos consideraban el Mesías, iba a predicar cerca de donde vivía. ¿Cómo acercarme y pedirle perdón si era el mismo que nació en mi propiedad? ¿Cómo mirarle a la cara? Me quedé a una distancia y le oí decir cosas maravillosas. También contó cómo un fariseo y un publicano entraban en el templo para rezar y cómo el que sólo se atrevía a pedir perdón al Señor, sin levantar los ojos, ese volvía a casa justificado. Con esas palabras que dijo mirándome como nadie había hecho nunca, me quitó el peso del remordimiento que había llenado mi corazón tantos años.
Me quedé en Jerusalén para la Pascua, pensando en lo que podría hacer por Jesús para mostrarle el agradecimiento que no cabía en mi alma. Antes de que pudiera hacer nada, vi que le crucificaban. Le vi con mis propios ojos bajo el título “Rey de los judíos” y le adoré como debería de haber hecho cuando nació. También vi a su madre allí y pensé en ofrecerle para el entierro la mirra que me dió hace tantos años, pero no me atreví hacerlo en persona porque no me sentía digno. Se lo dí a mi amigo José de Arimatea para que lo hiciera. Unos pocos días después ya me iba a volver a Belén, cuando oí por toda la ciudad que Jesús había resucitado. No necesitaba pruebas. Estaba seguro de que era dueño de la Vida el que me dió una nueva vida al pasar por el mundo.
Pregunta del día [Puede dejar su respuesta en los comentarios]: ¿Qué enseñan sus cuentos favoritos de Navidad?
Mañana: La ciencia y la Verdad - “Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño” (Mt. 2, 8)
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