La palabra “confesor” deriva del Latin “confiteri”, confesar, profesar, y fue por primera vez por los cristianos. Éstos lo reservaban como
un título de honor para los que habían padecido algún castigo en tiempos de persecución por confesar en público su fe en Cristo. S. Cipriano explica que el confesor debería permanecer fiel hasta el fin para merecerse ese título: “Ese confesor, en verdad, es ilustre y verdadero de quien la Iglesia no se avergüenza después, sino que alarde de él.”
Los Mártires de Lyon (177), según el acta de su martirio, no permitían que nadie les llamara “mártires” ("testigos") en vida:
“Tal título de mártir sólo se lo daban a Cristo, testigo verdadero y fiel, primogénito de los muertos y principio y autor de la vida divina. También concedían este título a aquellos que habían muerto en la confesión de la fe. ‘Ellos ya son mártires, decían, porque Cristo ha recibido su confesión y la ha sellado como con su anillo. Nosotros sólo somos pobres y humildes confesores’.”
Esto dice Cristo Resucitado de sí mismo a los apóstoles en el evangelio del III Domingo de Pascua: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos...” (Lc. 24, 47) Los “confesores” entre los primeros cristianos imitaron al Señor en sus sufrimientos para así cumplir con el mandato de predicar la conversión y el perdón de los pecados. Hay una fuerte relación entre esos “confesores” y no sólo la conversión de los que admiraban su fe, sino también el perdón de los pecados de los apóstatas.
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