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S. Antonio de Padua (1195-1231) es uno de los santos más venerados por todo el mundo. Tan bien cumplió el mandato del Señor en el Evangelio del Domingo de la Santísima Trinidad, en que les mandaba predicar por todo el mundo: “enseñándoles a guardar todo”(Mt. 28, 19), que fue canonizado en tiempo récord (352 días) y su lengua se encontró incorrupta tras su muerte.
Nació en Portugal, donde se hizo agustino y luego franciscano (inspirado por mártires franciscanos). Estuvo en África, pero enfermó y le enviaron de vuelta a Portugal. De camino, una tormenta hizo naufragar el barco en Italia, donde vivió como un simple fraile hasta que se descubrieron providencialmente sus cualidades como predicador. S. Francisco de Asís le dió permiso para predicar y enseñar mientras “no extinga el Espíritu de oración y devoción” con tales estudios, lo cual hizo a la maravilla.
Son muy conocidos sus milagros, pero ¿y sus sermones (excepto su predicación a los peces de Brenta)? Él mismo había dicho que: “El gran peligro del cristiano es predicar y no practicar, creer pero no vivir de acuerdo con lo que se cree… Un cristiano fiel, iluminado por los rayos de la gracia al igual que un cristal, deberá iluminar a los demás con sus palabras y acciones, con la luz del buen ejemplo".
No basta con tener al Niño Jesús en brazos (como se le suele representar), sino que es necesario llevarle y dejarle en las vidas de los demás. Estas son algunas “recetas médicas” del Doctor Evangélico para la salud del alma:
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