Santa Mónica (332-387) bien podría apreciar las palabras del Señor en el Evangelio del XXI Domingo de Tiempo Ordinario: “nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede” (Jn. 6, 65). Ella no fue bautizada hasta que fue mayor y se pasó años en el matrimonio decidido por sus padres rogando a Dios por la conversión de su esposo Patricio (que llegó a convertirse poco antes de su muerte), además de por su hijo mayor, que llegaría a ser S. Agustín y por cuyas “Confesiones” se conocerían las virtudes de esta santa.
Esta fuerte mujer sabía defenderse bien. Su esposo nunca le pegaba porque cuando daba a conocer su temperamento enfadándose con ella, ésta no decía nada hasta que se calmaba, pero le corregía buscando prudentemente el mejor momento. Cuando su hijo adolescente Agustín empezó a decir herejías en su casa, ella le echó de casa pero no le abandonó, siguiéndole desde África hasta Roma, aunque su hijo le engañó y partió sin ella.
Tuvo el consuelo de oír en sueños que su hijo volvería a ella y además que le dijera el Obispo S. Ambrosio (que bautizaría a S. Agustín): “Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". Por fin se convirtió S. Agustín en 387.
Hablando con su hijo sobre el cielo le dijo: “¿Y a mí que más me amarra a la tierra? Ya he obtenido de Dios mi gran deseo, el verte cristiano.” Poco después moriría de una fiebre, pidiéndole a su hijo que no se preocupara de su cuerpo pero que no se olvidara de rezar por ella ante el altar del Señor. Por eso está enterrada en Roma, donde murió, aunque su hijo volvió al continente africano.
Las lágrimas de Sta. Mónica, que lograron conseguir ante el Señor la conversión de S. Agustín, han sido consuelo de muchas mujeres a lo largo de los siglos que también han llorado por la conversión de seres queridos, al igual que una modelo para las que con maternidad espiritual piden por los sacerdotes.
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Pero, también hay quienes desean demostrar al Señor el mismo fervor, pero no sueltan lágrimas con facilidad o momentos en que nos sentimos secos de lágrimas. Sta. Catalina de Siene describe en “El diálogo” 5 clases de lágrimas que le revela el Señor: las de pecadores por pérdidas mundanas, las de arrepentimiento y deseo de servir al Señor, las que se vierten en caridad por el prójimo, las que se unen al deseo de sufrir por el Señor y las que unen con dulzura al Señor. A los que no lloran físicamente con facilidad quizás les consuele estas palabras sobre “lágrimas de fuego” que Sta. Catalina pone en labios del Señor:
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