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16.09.24

LXIV. El Infierno de los condenados y Cristo

Naturaleza del infierno[1]

Como se indica en el nuevo Catecismo: «La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno» (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del pueblo de Dios, 12)». El infierno y las penas son eternos.

Se precisa seguidamente que: «La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira»[2]. Esta pena, que se denomina pena de daño, priva de la visión de Dios, por estar separado de Él, y de todos los bienes que proceden de esta condena.

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2.09.24

LXIII. Descenso de Cristo a los infiernos

Cristo en los infiernos[1]

Al empezar las ocho cuestiones, que Santo Tomás dedica a la pasión de Cristo, en sentido amplio, en su tratado de la vida de Cristo de la Suma teológica, indica que tratará respecto: «a la salida de Cristo de este mundo: primero de su pasión misma; segundo de la muerte; de la sepultura; y cuarta de su bajada a los infiernos»[2].

Como a las anteriores le da gran importancia, porque como escribió el dominico escriturista Alberto Colunga: «Santo Tomás tenía especial devoción por la pasión de Jesucristo y el Señor le había concedido una inteligencia grande de sus misterios, que el gustaba de explicar, sea al pueblo en sus sermones, sea a los doctos en sus comentarios al Nuevo Testamento. Las cuestiones de la Suma que tratan de este misterio fueron escritas el último año de la vida del Santo, y parece que fue sobre ellas y no sobre la Eucaristía sobre las que recibió de la imagen del crucifijo aquella aprobación «Bien has escrito de mí Tomás»[3].

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16.08.24

LXII. Incorrupción del cuerpo sepultado de Cristo

Ausencia de descomposición[1]

Después de ocuparse del entierro de Cristo, en la cuestión dedicada a su sepultura, Santo Tomás se pregunta, en el penúltimo articulo, si «el cuerpo de Cristo se convirtió en ceniza en el sepulcro».

Es necesario plantearse este interrogante, porque, por una parte: «Se dice en el Salterio: «No permitirás que tu Santo experimente la corrupción» (Sal 15, 10); lo que San Juan Damasceno expone de la corrupción, es decir, la descomposición en los elementos (La fe ortod., c. 28)»[2], del cuerpo de Cristo, que es el Santo.

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1.08.24

LXI. La sepultura de Cristo

Conveniencia de la sepultura de Cristo[1]

Los cuatro evangelistas hablan de la sepultura de Cristo y Santo Tomás le dedica toda la cuestión siguiente. Contiene cuatro artículos. Los dos primeros se ocupan del mismo hecho de la sepultura. Primero su conveniencia y después al modo como fue sepultado.

En cuanto si fue conveniente que Cristo fuese sepultado, su respuesta es afirmativa. La justifica con tres razones. La primera: «para demostrar la verdad de su muerte, pues a uno no se deposita en el sepulcro sino cuando ya consta la verdad de su muerte. Por esto se lee en el evangelio de San Marcos (Mc 15, 44-45) que Pilato, antes de permitir que Cristo fuese sepultado, averiguó, tras diligente investigación, si ya había muerto»[2].

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15.07.24

LX. El cuerpo muerto de Cristo

La muerte de Cristo y la unión de su cuerpo y alma[1]

Después de afirmar que la divinidad no se separó del cuerpo ni del alma de Cristo, Santo Tomas, en los siguientes artículos con los que finaliza la cuestión sobre la muerte de Cristo, los dedica al cuerpo de Cristo en su estado mortal. En primer lugar, se pregunta si, durante los tres días que estuvo muerto Cristo fue hombre.

Trata este tema teológico, porque podría parecer que Cristo continuó siendo hombre durante los tres días de su muerte y la verdad es que ya no fue hombre. Sin embargo, se puede argumentar que el cuerpo muerto de Cristo era hombre con el siguiente argumento: «Dice San Agustín», refiriéndose a la unión hipostática, a la unión de la persona o ser divino entre la naturaleza humana y divina, que: «Tal era aquella unión que a Dios hacía hombre y al hombre hacía Dios» (Trinid., I, c. 12).Pero esaunión no cesó con la muerte. Luego, pareceque con la muerte no dejó de ser hombre»[2], y, por tanto, puede decirse que, por conservar la naturaleza divina, su cuerpo era hombre al igual que su alma separada por la muerte.

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