LXXV. El cuerpo glorioso de Cristo
Gloria y claridad[1]
San Pablo, en el texto de la enumeración de los cuatro dotes o cualidades de los cuerpos resucitados, nombra, en segundo lugar a la «gloria»[2], en el sentido de claridad, tal como se ha interpretado siempre . Explica Santo Tomás que «habla del dote de claridad diciendo «sembrado en ignominia» (1 Cor 14, 43) esto es un cuerpo que antes de la muerte y en la muerte está sujeto a muchas fealdades y miserias «el hombre nacido de mujer, viviendo breve tiempo, está cercado de muchas miserias» (Job, 14, 1) pero «resucitará en gloria» (1 Cor 14, 41) la cual significa claridad como dice San Agustín que los cuerpos de los santos serán claros y luminosos, como se dice en la Escritura: «los justos resplandecerán como el sol» (Mateo 13, 43)»[3].
En el Catecismo de Trento, siguiendo esta interpretación, se dice: «por el dote de la caridad brillarán como el sol los cuerpos de los Santos; pues esto afirma nuestro Salvador, según San Mateo; «los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su padre» (Mt 13, 43; Sab 3, 7; Dan 12, 3); y para que nadie de ello dudase, lo aclaró con el ejemplo de su transfiguración (cf. Mt 17, 2-4).
Se indica seguidamente que: «a esta dote llámale el Apóstol unas veces gloria y otras claridad. Dice: «Transformará el cuerpo de nuestra vileza conforme al cuerpo de su claridad» (Fil 3, 2); y en otra parte: «nace en estado de bajeza; resucitará con gloria» (1 Cor 15, 43). El pueblo de Israel vio también alguna imagen de esta gloria en el desierto, cuando el rostro de Moisés, por el coloquio y la presencia de Dios (cf. Ex 34, 20), resplandecía de tal modo que los hijos de Israel no podían fijar en él su vista (cf. II Cor, 3, 7).
Por tanto: «Es esta claridad cierto resplandor que, procedente de la suma felicidad del alma, se comunica al cuerpo de tal manera, que es como una comunicación de la felicidad que el alma goza; al modo que también el alma resulta feliz, porque se comunica a ella una parte de la felicidad de Dios».
Se precisa, además, que: «no debe creerse que de este don participan todos en la misma proporción (cf. Jn 14, 2), porque ciertamente todos los cuerpos de los santos serán igualmente impasibles pero no tendrán el mismo resplandor; pues como dice el Apóstol: «una es la claridad del Sol otra claridad la de la Luna y otra la de las estrellas: y aun hay diferencia en la claridad entre estrella y estrella; así será en la resurrección de los muertos» (1Cor 15, 41, 42)»[4].
Sobres este último pasaje de San Pablo, comenta Santo Tomás que: «se puede entender por el sol a Cristo. Dice la Escritura: «Pero para vosotros los que teméis mi nombre saldrá el sol de Justicia» (Malaq. 4, 2). Por la Luna, la Santísima Virgen María, de la cual dice el Cantar de los Cantares (6, 10): «Bella como la luna.». Por las estrellas, entre sí ordenadas, los demás santos. «Desde donde el cielo lucharon las estrellas con su orden y curso» (Jc 5, 20)».
Por consiguiente, cuando en el último versículo, San Pablo: «dice: «así será la resurrección de los muertos», aplica los predichos ejemplos a la resurrección de los muertos. Pero en cuanto a la exposición literal, no se debe entender que el apóstol diga esto para señalar en los que resuciten diversidad de género, por lo que antes dijera sobre la diferencia de las estrellas (…) sino para hacer ver que así como en las cosas se encuentran diversos modos de ser de los cuerpos, así será diverso el modo de ser de los resucitados»[5].
El cuerpo glorioso de Cristo en su resurrección
El cuerpo de Cristo resucitó glorioso, o con esta cualidad de la claridad. Santo Tomás prueba esta afirmación, en el artículo segundo, de la cuestión dedicada a la cualidades de Cristo resucitado. Lo hace con tres argumentos.
Primero, porque: «la resurrección de Cristo fue el ejemplar y causa de nuestra resurrección, como se lee en la Primera Epístola de Sn Pablo a los Corintios (15,12ss). Y los santos, en su resurrección, tendrán cuerpos gloriosos, como se dice en la misma epístola: «Se siembra en vileza y se levantará en gloria» (1 Cor 15, 43). Por tanto, siendo más poderosa la causa que lo causado, por ser la causa superior a lo causa do y el ejemplar que lo ejemplado, mucho más glorioso hubo de ser el cuerpo de Cristo resucitado».
Segundo, porque: Cristo: «con el abatimiento de la pasión mereció la gloria de la resurrección. Y así se dice en San Juan: «Ahora mi alma está turbada» (Jn 12, 27). Esto se refiere a la pasión. Luego añade: «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12, 28). En esto pide la gloria de la resurrección».
Tercero, porque: «como se ha dicho más arriba (III, q.34, a.4), el alma de Cristo desde el principio de su concepción fue gloriosa por la fruición perfecta de la divinidad. Pero, por dispensación divina, como también más arriba se ha expuesto (III, q.14, a.l , ad 2; III, q.45, a.2), la gloria no redundaba del alma en el cuerpo, a fin de que con su pasión realizase el misterio de nuestra redención. Y, por eso, cumplido el misterio de la pasión y la muerte de Cristo, su alma, luego que volvió a unirse al cuerpo, le comunicó su gloria al cuerpo, y así se volvió glorioso aquel cuerpo»[6].
Sobre la redundancia de la gloria del alma en el mismo, se explica también en la Suma teológica, que: «los cuerpos de los santos serán claros después de la resurrección (…) y la causa de esta claridad la atribuyen algunos a la quintaesencia que enseñoreaba el cuerpo humano». Se debería así a un nuevo elemento, además de los cuatro básicos tierra, agua, aire y fuego-, el quinto, que se consideraba superior y más sutil, y que se creía que constituía el universo.
Sin embargo, sostiene Santo Tomás que: «esto es absurdo, como repetidas veces han dicho algunos, por eso es mejor decir que esa claridad será causa por la redundancia de la gloria del alma en el cuerpo. Y como lo que se recibe, no se recibe al modo del que lo infunde, sino al modo del recipiente, así la claridad que está en el alma como espiritual, se recibe en el cuerpo como corporal».
La claridad del alma en el cuerpo resucitado se manifiesta porque le traspasa. «De aquí que el alma que tenga mayor claridad conforme a mayor mérito, mayor diferencia de claridad tendrá en el cuerpo, como se ve por San Pablo (1 Cor 15, 41-42). Y, así, se echará de ver, por el cuerpo glorioso, la gloria del alma, como en el cristal se ve el color del cuerpo, contenido en el vaso, como dice San Gregorio de las palabras de Job: «No se le igualará el oro ni el cristal» (Jb 28, 17)»[7].
Por consiguiente, el cuerpo dejará pasar la luz del alma, pero éste no será totalmente transparente, porque: «la gloria del cuerpo no le privará de su naturaleza, sino se la perfeccionará. De aquí que el color que exige el cuerpo por la naturaleza de sus partes permanecerá en él con la añadidura de la claridad de la gloria del alma, lo mismo que vemos que los cuerpos con color suyo relumbran al reverbero del sol, o por otra causa extrínseca o intrínseca»[8].
El resplandor del cuerpo de Cristo
Contra la probada afirmación de la gloria o claridad de Cristo resucitado, Santo Tomás presenta tres objeciones a la misma. En la primera, que puede parecer algo ambigua, porque está hecha, al igual que en las explicaciones anteriores, desde la concepción de la física de esta época, que separaba la luz del color, es interesante por la respuesta de Santo Tomás.
Se argumenta: «Los cuerpos gloriosos son resplandecientes, según lo que se lee en San Mateo: «Resplandecerán los justos como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13, 43). Pero los cuerpos se dejan ver por la luz no por el color. Por consiguiente, habiendo sido visto el cuerpo de Cristo con el mismo color que antes, parece que no resucitó glorioso»[9].
Para resolver esta dificultad, Santo Tomás recuerda que: «Lo que se recibe en un sujeto, se recibe en conformidad con el modo de ser de quien lo recibe. Pues, como la gloria del cuerpo se deriva del alma, según dice San Agustín, en la Epístola a Dióscoro (Epist. 118 c.32), el resplandor o la claridad del cuerpo glorioso será conforme al color propio del cuerpo humano, como vemos que los vidrios de color reciben la luz del sol según los colores del vidrio».
Advierte también que, «como ya se ha dicho, en el artículo anterior (III, q. 54, a. l, ad 2), el hombre glorificado tiene poder para ser visto o para no serlo; de la misma manera lo tiene para que se vea su claridad o para que se deje de ver. En suma, que el hombre glorificado puede ser visto en su color natural sin claridad alguna, y de este modo Cristo se apareció a sus discípulos después de la resurrección»[10].
La segunda objeción se basa en la premisa: «el cuerpo glorioso es incorruptible». Y se añade: «el cuerpo de Cristo no parece incorruptible, puesto que fue palpable, como Él mismo dice: «Palpad y ved» (Lc 24,39). Además, dice San Gregorio que: «necesariamente se corrompe lo que se palpa, y no puede palparse lo que no se corrompe» (Homil. Evang., l. 2, hom. 26). Luego el cuerpo de Cristo no resucitó glorioso.»[11].
A ella, Santo Tomás responde Santo en primer lugar: «se dice que un cuerpo es palpable, no sólo por razón de la resistencia que ofrece, sino también por razón de su densidad. A lo denso o poco denso se sigue la gravedad o la ligereza, el calor o el frío, y otras cualidades contrarias, que son los principios de la corrupción de los cuerpos elementales. De aquí nace que el cuerpo palpable al tacto humano sea naturalmente corruptible. Pero si un cuerpo resistente al tacto no posee las cualidades dichas, que son los objetos propios del sentido del tacto humano (…) no puede llamarse palpable».
En segundo lugar: «el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, estaba compuesto de los elementos y poseía las cualidades tangibles, exigidas por la naturaleza del cuerpo humano y, por eso era naturalmente palpable, y fuera corruptible si no poseyera algo que excediera la naturaleza humana del cuerpo».
En tercer lugar, Cristo: «tuvo alguna otra cosa que lo volvía incorruptible: (…) la gloria que redunda del alma bienaventurada, pues, como dice San Agustín a Dióscoro: «Dios hizo el alma de una naturaleza tan poderosa, que de su bienaventuranza plenísima redundara sobre el cuerpo la plenitud de la salud, es decir, la fuerza de la incorrupción» (Epist. 118, c. 3). Por eso, dice San Gregorio que: «después de la resurrección, se maniifesta el cuerpo de Cristo de la misma naturaleza, pero de distinta gloria» (Homil. Evang., l. 2, hom. 26)[12].
En la tercera y última objeción se dice: «el cuerpo glorioso no es un cuerpo animal, sino espiritual, según dice San Pablo (1 Cor 15, 35). Pero el cuerpo de Cristo, parece haber sido animal después de la resurrección, pues comió y bebió con los discípulos, como se lee en San Lucas (Lc 24, 41 s y Jn 21, 9ss). Luego parece que el cuerpo de Cristo no fue glorioso»[13].
Santo Tomás responde también con el siguiente texto de San Agustín: «Nuestro Salvador, después de la resurrección, y ya en una carne espiritual, pero verdadera, comió y bebió con sus discípulos, no porque tuviera necesidad de alimentos, sino por el poder que para ello tenía» (Ciud. de Dios l. 13, c. 22). Y San Beda el Venerable dice: «de una manera absorbe el agua la tierra sedienta, y de otra distinta el rayo ardiente del sol; aquélla, por necesidad; éste, por su poder» (Exp. Evang. S. Lucas, en Lc 24, 41, l. 6). Comió, pues, después de la resurrección, «no porque necesitara de la comida, sino para demostrar la naturaleza del cuerpo resucitado» (Ibid.).). Y por eso no se sigue que su cuerpo fuese animal, que es el que necesita de comida»[14].
La visibilidad de la claridad gloriosa
Sobre la claridad de los cuerpos gloriosos, como el de Cristo y como tendrán después los de los resucitados que hayan sido salvados, en otro artículo, Santo Tomás afirma que: «la claridad del cuerpo glorioso puede verse naturalmente por ojos no gloriosos».
La razón es porque: ««la luz, de suyo, está destinada a impresionar la vista, y ésta, de por sí, a recibir la luz, lo mismo que la verdad dice relación al entendimiento, y el bien a la voluntad». Como consecuencia: «si hubiese vista que no pudiese percibir de algún modo la luz, ésta o la vista se dirían equívocamente». No habría propiamente visión, ni la luz natural sería visible
Sin embargo, se podría objetar: «Es menester que haya proporción entre lo visible y la vista. Es así que el ojo no glorificado no guarda proporción con la claridad de la gloria que ve, pues es de otro género que la claridad de la naturaleza. Luego, la claridad del cuerpo glorioso no será vista por ojos no gloriosos»[15], como no podían verla de Cristo los discípulos en sus apariciones.
Santo Tomás replica que es cierto que «la claridad de la gloria será de otro género que la claridad natural en cuanto a su causa, más no en cuanto a la especie». La claridad que tiene el alma del cuerpo glorioso no es natural, como la luz que existe en el mundo, sino de la gloria del alma producida por la visión o contemplación de Dios. Sin embargo, la luz del cuerpo glorioso es de la misme especie que la luz natural, pero no pertenecen al mismo género de luz, porque la luz de la gloria y la luz natural pertenecen a dos géneros distintos de luz, porque sus causas son una sobrenatural y otra natural.
Como la diferente luz gloriosa del alma redunda o rebosa en el cuerpo, éste es lúcido o luminoso, pero la luz que desprende ya no es de la misma naturaleza de la del alma, sino de la propia que desprenden los cuerpos naturales. Por ello, la claridad gloriosa del cuerpo natural es de la misma especie que las otras claridades naturales, Puede, por tanto decirse que: «así como la claridad, por razón de su especie, está proporcionada a la vista, del mismo modo la claridad gloriosa»[16], que se manifiesta a través del cuerpo y al modo del mismo.
Todavía se podría objetar que la claridad del cuerpo resucitado no puede ser visible por los hombres en esta vida, porque los discípulos de Emaús, por ejemplo: «que vieron el cuerpo del Señor, después de la resurrección, no la vieron»[17].
Precisa Santo Tomás, al resolver la dificultad, que, a pesar de su visibilidad, el cuerpo glorioso a diferencia de los otros cuerpos no tiene que ser visto necesariamente por los demás. Debe tenerse en cuenta que: «la claridad del cuerpo glorioso proviene del mérito de la voluntad, y por eso está bajo su control, de suerte que a su arbitrio sea o no sea visto; y en poder del cuerpo glorioso estará mostrar u ocultar su claridad»[18]. La luz gloriosa, que rebosa el alma y que recibe el cuerpo, y que solo poseen los bienaventurados, con su voluntad podrán controlarla libremente.
También, por ello: «el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, no era visto por necesidad. Por el contrario, desapareció de los ojos de los discípulos de Emaús (Lc 24, 31)». De ahí que: «tampoco ningún cuerpo glorioso será visto por necesidad». porque: «nuestro cuerpo será glorificado en conformidad con el de Cristo después de la resurrección»[19]. Además, en la gloria: «habrá suma sujeción del cuerpo al alma. Por consiguiente, podrá verse o no según la voluntad del alma»[20].
Eudaldo Forment
[1] Noel Coypel, La resurrección de Cristo (1700).
[2] 1 Cor 15, 42-44
[3] SANTO TOMAS DE AQUINO, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, XV, lec. 6.
[4] Catecismo Romano de San Pío V, p. I, c. 12, 13.
[5] SANTO TOMAS DE AQUINO, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, XV, lec. 6.
[6] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 54, a. 2, in c.
[7] Ibíd, Supl., q. 85, a. 1. in c.
[8] Ibíd., Supl., q. 85, a. 1, ad 3.
[9] Ibíd., III, q. 54, a. 2, ob. 1
[10] Ibíd., III, q. 54, a. 2, ad 1.
[11] Ibíd., III, q. 54, a. 2, ob. 2.
[12] Ibíd., III, q. 54, a. 2, ad. 2
[13] Ibíd., III, q. 54, a. 2, ob. 3.
[14] Ibíd., III, q. 54, a. 2, ad 3.
[15] Ibíd., Supl, q. 85, a. 2, ob. 1.
[16] Ibíd, Supl, q. 85, a. 2, ad 1.
[17] Ibíd., Supl., q. 85, a. 2. ob. 3.
[18] Ibíd., Supl. q. 85, a. 2, ad 3.
[19] Ibíd, Supl, q. 85, a. 3, sed c. 1.
[20] Ibíd, Supl, q. 85, a. 3, sed c. 2.
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Gracias de todo corazón un abrazo y sigo orando por usted
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