LXXIV. El cuerpo de Cristo resucitado

El cuerpo resucitado[1]

Al tratar Santo Tomás, en la siguiente cuestión, las cualidades de Cristo resucitado, plantea, en primer lugar, si Cristo tuvo verdadero cuerpo después de la resurrección. Comienza presentando tres argumentos, que parecen concluir que no tuvo un auténtico cuerpo al resucitar.

En el primero se dice que: «El verdadero cuerpo no puede estar junto con otro cuerpo en el mismo lugar. Pero el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, estuvo junto con otro cuerpo en el mismo lugar, pues entró donde los discípulos, estando las puertas cerradas, como se dice en San Juan (Jn 20, 26). Luego parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo después de su resurrección»[2].

En la correspondiente respuesta explica Santo Tomás que el cuerpo glorioso de Cristo: «no por la naturaleza del cuerpo, sino por el poder de la divinidad que le está unida, entró aquel cuerpo verdadero donde los discípulos, cerradas las puertas. Por lo que San Agustín dice, en un Sermón de Pascua, que algunos disputaban de este modo: «Si era cuerpo, si resucitó del sepulcro el cuerpo que pendió en la cruz ¿cómo pudo entrar a través de unas puertas cerradas?». A lo que responde: «Si comprendieras el modo, no sería milagro. Donde la razón no alcanza, allí hay edificación de la fe» (San Agustín, Aparición a los discípulos, Serm. 247)».

Asimismo: «en el Comentario a San Juan, dice San Agustín: «Las puertas cerradas no se opusieron a la masa del cuerpo en que se hallaba la divinidad, pues por ellas pudo pasar aquel que, al nacer, conservó intacta la virginidad de su madre» (Com Evang. S.Juan, sobre 29, 18)»[3].

De manera que: «El cuerpo de Cristo no gozó, por la dote de la sutileza, poder estar a la vez con otro cuerpo, en el mismo lugar; sucedió esto después de la resurrección, por poder divino, como en su nacimiento. Por eso, San Gregorio, dice en una de sus Homilías: «aquel mismo cuerpo, que, al nacer, salió del seno cerrado de la Virgen, entró donde estaban los discípulos hallándose cerradas las puertas» (Cuarenta Hom. Evang, hom. 26, n. 1). Luego no es menester que, por razón de la sutileza, eso convenga a los cuerpos gloriosos»[4]. Si Cristo al nacer, sin el don de la sutileza, atravesó el seno virginal de la Santísima Virgen, lo mismo hizo después de la resurrección, no por causa de este don que poseía.

Sostiene Santo Tomás, siguiendo la tradición, que las cualidades o dones de los cuerpos resucitados son la impasibilidad, la claridad, la agilidad, y la sutileza. Estas cuatro cualidades, llamadas dotes en teología, son las que San Pablo atribuye al cuerpo glorioso, con los términos «incorrupción», «gloria», «fortaleza» y «espiritual» [5].

San Pablo, al explicarlos, en cuarto lugar, «se refiere al dote de sutileza, porque dice «se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 44)». Nota seguidamente Santo Tomás al comentar estos versículos paulinos que: «algunos lo entendieron mal, diciendo que en la resurrección del cuerpo se vuelve espíritu y que será semejante al aire o al viento, que se dice que es espíritu».

Sin embargo, ello: «se excluye principalmente por lo que les dijo Cristo a los apóstoles. «Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24, 39). Por lo cual tampoco aquí dice el apóstol que el cuerpo resucite espíritu, sino cuerpo espiritual. Así es que en la resurrección el cuerpo será espiritual, no espíritu, así como ahora es animal animado, no es alma animal». El hombre tiene un cuerpo, que puede denominarse animal, porque posee un principio o forma, el alma espiritual, que le confiere las funciones propias de la naturaleza animal. Es, por tanto, un cuerpo animal, no un animal.

Sutileza

Para comprende mejor lo que es el «cuerpo espiritual», añade Santo Tomás: «se debe considerar que en nosotros una cosa y lo mismo es lo que se llama tanto alma como espíritu». Únicamente en los hombres, porque su alma es espiritual. En realidad, es un espíritu, una substancia inmaterial intelectual e inteligible, que, para realizar estas funciones intelectivas hace de forma o alma a un cuerpo.

En los vegetales y animales, su alma, que les da la vida y con ella las funciones propias de su naturaleza, es también inmaterial, como toda forma, pero no es una substancia. Es una mera forma, parte de una substancia, y, por tanto, no es espiritual, únicamente alma, que informa al cuerpo, la otra parte de esta substancia, y que no puede existir sin él. Como alma le proporciona la vida con funciones vitales vegetativas y sensitivas, propias de los animales.

De manera que, en el hombre, a su forma: «se le llama alma en cuanto se le debe la realización y acabado del cuerpo», que es así cuerpo animal, «y espíritu propiamente en cuanto es la mente según la cual nos asimilamos a las sustancias espirituales», que únicamente son mente o meros espíritus, y así sólo tienen la facultad intelectiva y la volitiva. Por ello se dice en la Escritura; «Renovaos en el espíritu de vuestra mente» (Ef 4, 23)».

También debe advertirse que, en el hombre: «es triple la diferencia de las potencias en el alma». En primer lugar: «unas potencias son aquellas cuyas operaciones están dirigidas al bien del cuerpo, como la generativa, la nutritiva y la de crecimiento», comunes a las plantas, animales y hombres. Sus operaciones vegetativas están unidas intrínsecamente a su órgano corporal. Sin embargo, la operación no es puramente material, como la de los seres inertes, porque su origen está sólo en el alma, que es una forma inmaterial.

Las operaciones vegetativas –nutrición, crecimiento y reproducción– están unidas intrínsecamente a la materia, al órgano corporal. Sin embargo, la operación no es puramente material, como la de los seres inertes, cuyo origen está en la materia y la forma, porque, en este primer grado de vida, su origen está sólo en el alma, que es una forma inmaterial

En segundo lugar: «hay otras que realmente utilizan asimismo órganos corporales, como todas las potencias de la parte sensitiva; pero sus actos no se dirigen directamente al cuerpo, sino a la perfección del alma», del alma sensitiva, del alma en cuanto conoce y apetece sensiblemente. Las facultades sensibles necesitan como constitutivo los órganos corporales, pero no se reducen a ellos.

No son espirituales o totalmente independientes de la materia, pero tampoco puramente materiales o corporales, porque su origen, como las funciones vegetativas, está en su alma sensitiva, que como todas es inmaterial. Sus facultades de conocimiento y apetición son también del cuerpo y del alma, pero están orientadas de manera directa e inmediata al bien o perfección de la misma alma y a través de ella al bien del cuerpo.

En tercer lugar: «hay algunas potencias que no se ordenan directamente al bien del cuerpo, sino al del alma, pero no usan de los órganos corporales, y estas son las que pertenecen a la parte intelectual», propia del espíritu. Son potencias que se realizan plenamente sin órgano corporal.

Sin embargo, para poder realizar la operación de entender, que es totalmente inmaterial, y así no interviene nada córporeo el alma humana, la ínfima de las substancias espirituales, necesita unirse al cuerpo para utilizar instrumentalmente sus sentidos. El alma humana necesita, como un instrumento imprescindible, de los sentidos para poder entender y, con ello, amar. Para que su entendimiento pueda recibir lo inteligible, aquello que puede entender, le hace falta el cuerpo humano con sus sentidos, pero conoce intelectualmente sin ellos.

Por consiguiente: «las primeras potencias pertenecen al alma en cuanto anima al cuerpo», le dan la vida vegetativa. Las segundas: «en una posición central entre las primeras y las terceras; pero como la apreciación de cualquier potencia más bien se debe tomar del objeto y del fin que del instrumento por eso las segundas potencias más bien se ligan con las terceras que con las primeras», porque están al servicio de ellas, que las necesita para realizar sus funciones espirituales. Las terceras, por tanto, «pertenecen al alma en cuanto es espíritu», cuyas operaciones en cuanto tales son totalmente independientes de la materia, son inorgánicas. Los órganos corporales son sólo la condición para su ejercicio.

También, por último, hay que tener en cuenta que: «como cada cosa se explica por su operación propia, el cuerpo se perfecciona por el alma al estar sujeto a las operaciones de ésta. Actualmente, en el presente estado, nuestro cuerpo está sujeto a operaciones que pertenecen al alma en cuanto es alma, según es engendrado y engendra se nutre crece y decrece», así como conoce y apetece sensiblemente. «En cuanto a las operaciones espirituales del alma, el cuerpo, aun cuando de cierta manera está a sus órdenes , sin embargo le presenta muchos estorbos , porque el «cuerpo, que es corruptible, hace pesada el alma» (Sab 9, 15.

En cambio: «en el estado de resurrección cesarán las operaciones animales del cuerpo, porque no habrá generación, ni aumento, ni nutrición, sino que el cuerpo, sin ningún impedimento ni fatiga, incesantemente servirá al alma para sus operaciones espirituales, según dice la Escritura «Dichosos los que moran en tu casa Señor» (Sal 83, 5). Por lo tanto, así como ahora nuestro cuerpo es animal entonces será en verdad espiritual»[6]. Tendrá la cualidad o dote de la sutileza.

En el resucitado por la cualidad de la sutileza, su cuerpo pierde su pesadez y es apto para seguir a su espíritu. Por ello, como se indica en el Catecismo romano: «por la sutileza el cuerpo estará totalmente al imperio del alma, y le servirá y estará pronto a su arbitrio»[7].

No pudo deberse, por consiguiente, al dote de la sutileza que el cuerpo resucitado de Cristo atravesara paredes o puertas, sino que tuvo que ser un hecho milagroso por estar unido su cuerpo a la divinidad. Como igualmente lo fue su nacimiento, que como la luz atraviesa un cristal sin romperlo ni inmutarlo, nació del seno virginal de la Virgen María. San Gregorio en el lugar citado por Santo Tomás, pregunta: «Qué tiene, pues, de extraño el que después de la resurrección, ya eternamente triunfante, entrara estando cerradas las puertas el que, viniendo para morir, salió a luz sin abrir el seno de la Virgen?»[8].

Agilidad

El segundo argumento contra la corporeidad de Cristo resucitado es el siguiente:

«El verdadero cuerpo no desaparece de la vista de los que le miran, a menos que se corrompa. Pero el cuerpo de Cristo «se desvaneció de los ojos de los discípulos cuando le miraban» (Lc 24, 31). Luego parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo después de su resurrección»[9].

Replica Santo Tomás que: «Cristo resucitó a una vida inmortal y gloriosa. Y es disposición del cuerpo glorioso que sea «espiritual», es decir, el estar sujeto al espíritu, como dice el Apóstol (1 Cor 15, 44: «se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual»). Mas para que el cuerpo esté totalmente sujeto al espíritu, es necesario que todas las acciones del cuerpo se sometan a la voluntad del espíritu». Es una consecuencia del don de sutileza.

Debe tenerse en cuenta, además que: «para que el cuerpo sea visto, se precisa que el cuerpo objeto de la visión impresione la vista, como explica Aristóteles (II El alma, c. 7, n. 5). Y, por consiguiente, quien tiene un cuerpo glorificado, tiene el poder de ser visto cuando quiere, y de no serlo cuando no le place».

Tal dote o cualidad: «tuvo Cristo no sólo por la condición gloriosa de su cuerpo, sino también por el poder de la divinidad. Este último poder: «puede hacer que aun los cuerpos no gloriosos, por milagro, no sean vistos, como fue concedido a San Bartolomé, que «si quería, era visto, y no lo era si no quería» (cf. Sant. de Voragine, Leyenda Aurea, c. 123,18).

Así se explica que se diga que: «Cristo desapareció de la vista de los discípulos, no porque se corrompiese o se desintegrase en algunos elementos invisibles, sino porque por su propia voluntad dejó de ser visto por ellos, hallándose presente, o porque se retiró de allí por la dote de agilidad»[10].

El tercer término con el que San Pablo expresa los dotes de los resucitados, la «fortaleza»: «toca el dote de agilidad, diciendo «sembrado en debilidad» (1 Cor, 15, 43) esto es, en cuerpo animal, que antes de la muerte es débil y tardo y que no puede ser movido fácilmente por el alma. Según la Escritura: «el cuerpo corruptible es una carga para el alma» (Sab 9, 15). Pero «resucita en fortaleza» (1 Cor 15, 43), porque sucederá que con tan grande fortaleza podrá ser movido por el alma, que ninguna dificultad opondrá al movimiento que pertenece al dote de agilidad»[11].

Sobre la agilidad se dice en el Catecismo del Concilio de Trento: «En virtud de la cual el cuerpo se verá libre de la carga que ahora le oprime; y tan fácilmente podrá moverse adonde quisiere el alma, que no será posible hallarse nada más veloz que su movimiento»[12]. El hombre podrá moverse como si no tuviera cuerpo, porque éste obedecerá a la voluntad del alma, sin ninguna oposición. Podrá así moverse con una velocidad inconcebible.

Realidad del cuerpo resucitado de Cristo

La tercera y última objeción sobre la permanencia del cuerpo verdadero de Cristo al resucita es la siguiente: «Cada cuerpo verdadero tiene una figura determinada. Pero el cuerpo de Cristo se manifestó a los discípulos «en otra figura» (Mc 16, 12). Luego parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo humano después de la resurrección»[13].

Responde Santo Tomás que: «Como explica Pedro Crisólogo, en un sermón de Pascua: «Nadie piense que Cristo cambió la figura de su rostro con la resurrección» (Serm. 82). Lo cual debe entenderse en cuanto a los rasgos de su rostro, porque, en el cuerpo de Cristo, concebido del Espíritu Santo, no hubo nada desordenado y deforme, que debiera ser corregido en la resurrección. Recibió en la resurrección la gloria de la claridad».

La nueva cualidad o dote de la claridad de su cuerpo se explica por la de su alma, que se manifiesta en él porque le traspasa y lo hace al modo de luz, la realidad menos corpórea entre los cuerpos. San Pablo

Asimismo, nota Santo Tomás que por este motivo: «añade luego el mismo autor: «Pero se cambia la figura de Cristo cuando se vuelve de mortal, inmortal, de modo que al adquirir la gloria del rostro, no perdió los rasgos del mismo» (ibid.)».

Precisa finalmente Santo Tomás que tampoco: «hemos de pensar que se apareció a los discípulos en forma gloriosa, sino que, como estaba en su mano el que su cuerpo fuese visto o no lo fuese, así estaba en su poder el imprimir en los ojos de quienes lo miraban se formase una forma gloriosa, u otra que no lo fuese, u otra intermedia o lo que Él quisiera». Además: «Notemos, sin embargo, que se requiere poco para que uno aparezca en figura extraña»[14]. Una pequeña diferencia basta para dar la impresión de ser otro.

La claridad es la redundancia de la gloria del alma en el cuerpo. Es efecto de la la claridad de la gloria, pues lo que se recibe, no se recibe al modo del que lo infunde, sino al modo del recipiente. Por ello, a claridad que está en el alma como espiritual, se recibe en el cuerpo como corporal[15].

Sin embargo, sostiene Santo Tomás, en definitiva, que con todos estos dones el cuerpo de Cristo resucitado es un verdadero cuerpo real. «Así dice San Juan Damasceno que «resucita lo que ha caído.» (Fe ortod., IV, c. 27 ). El cuerpo de Cristo cayó por causa de la muerte, en cuanto de él se separó el alma, que es su perfección formal. De donde se sigue que, para que la resurrección de Cristo fuese verdadera, fue preciso que el mismo cuerpo de Cristo se uniese otra vez a la misma alma» o forma espiritual, que tenemos todos los hombres.

Además: «como la verdadera naturaleza del cuerpo proviene de la forma, síguese que el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, era cuerpo verdadero cuerpo y de la misma naturaleza que antes había tenido. En cambio, si su cuerpo hubiera sido fantástico, su resurrección no hubiese sido verdadera sino aparente»[16].

Queda confirmado por la Escritura. «Se lee en San Lucas que cuando Cristo se apareció a los discípulos, éstos «turbados y aterrados, creían ver un espíritu» (Lc 24, 37) es decir, que no tenía cuerpo verdadero sino fantástico. Para corregir este error, el mismo Cristo añadió luego: «Palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo los tengo» (Lc 24, 39). Por consiguiente, no tuvo un cuerpo fantástico sino verdadero» [17], pero con estas nueva cualidades o dotes.

 

Eudaldo Forment

 



[1] Gustavo Doré, La resurrección, 1866

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 54, a. 1, ob. 1,

[3] Ibíd., III, q. 54, a. 1, ad 1.

[4] Ibíd., Supl., q. 83, a. 2, ad 1.

[5] Véase: 1 Cor  15, 42-44.

[6] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, c. XV, lec. 6.

[7] Catecismo del concilio de Trento, I, c. 12, 13.

[8] San Gregorio Magno, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, Hom.26, n. 1.

[9] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 54, a. 1, ob. 2,

[10] Ibíd., III, q. 54, a 1, ad 2.

[11] ÍDEM, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, c. X, lec. 6.

[12] Catecismo del concilio de Trento, I, c. 12, n. 13.

[13] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 54, a. 1, ob. 3,

[14] Ibíd., III, q. 54, a. 1, ad 3.

[15] Véase: ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 86.

[16] ÍDEM, Suma teológica, ,III, q. 54, a. 1, in c.

[17] Ibíd., III, q. 54, a 1, sed c.

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