LXX. Necesidad de la resurrección de Cristo
Nacimiento y resurrección de Cristo[1]
El profesor Louis Claude Fillion, en su Vida de Nuestro Señor Jesucristo, nota que: «Además de los milagros obrados en número tan grande por Nuestro Señor Jesucristo, el Evangelio contiene tres de un orden superior, que podemos considerar como esenciales: el de su nacimiento, el de su persona y el de su resurrección». Advierte asimismo que: «Están indisolublemente unidos entre sí, y que se explican y completan mutuamente»[2].
También en la actualidad se ha escrito: «En sus cristologías, los teólogos medievales tendían a centrarse en la encarnación, presentando una atención mínima a la resurrección». En cambio, Santo Tomás: «integró la resurrección de Jesús en su reflexión sobre la persona y la obra salvadora de Jesús, como puede verse en la tercera parte de la Suma teológica»[3]. Lo confirma el hecho de que a los misterios insondables de la encarnación en sí misma y la resurrección les dedica el mismo número de cuestiones.
Al igual que la encarnación, la resurrección de Cristo está relacionado con nuestros dos grandes males: el pecado y de la muerte. Como había escrito Santo Tomás en la Suma contra los gentiles, y explicado en las anteriores cuestiones de la Suma teológica: «fuimos liberados por Cristo de cuanto incurrimos por el pecado del primer hombre, y, cuando éste pecó, nos transmitió no sólo el pecado, sino también la muerte, que es su castigo, según el dicho de San Pablo: «Por un hombre entré el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte» (Rm 5, 12)».
Por esta liberación de Cristo, nuestro verdadero libertador: «es necesario que por Cristo seamos librados de ambas cosas, es decir, del pecado y de la muerte. Por eso dice San Pablo en el mismo lugar: «Si por la transgresión de uno, esto es, por obra de uno solo, reino la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo» (Rm 5, 17)».
De manera que: «para mostrarnos en sí mismo ambas cosas, no sólo quiso morir, sino también resucitar. Quiso morir para purificarnos del pecado, según dice San Pablo: «Por cuanto a los hombres les está establecido morir una vez, así también Cristo se ofreció una vez para cargar con los pecados de todos» (Hb 9, 27). Y quiso resucitar para librarnos de la muerte, según dice San Pablo: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que mueren. Porque, como por un hombre, vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos» (1 Cor 15, 20)».
Si por la pasión de Cristo fuimos liberados del pecado y de la pena del pecado, parece que no era preciso que Cristo resucitase de entre los muertos. No es así. «El efecto de la resurrección de Cristo en cuanto a la liberación de la muerte lo conseguimos al final de los siglos, cuando todos resucitemos por virtud de Cristo». Al igual que hemos quedado liberados de la culpa, debida al pecado, por la muerte de Cristo, seremos liberados también de la muerte, última pena del mismo, por la resurrección de Cristo.
Esta es la razón por la que: «dice San Pablo: «Pues si de Cristo se predica que ha resucitado de los muertos, ¿cómo entre vosotros dicen algunos que no hay resurrección de los muertos? Si la resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana vuestra fe» (1 Cor 15, 12-14). Por consiguiente, es de necesidad de fe el creer en la futura resurrección de los muertos».[4]
La resurrección y la vida nueva
Sobre este pasaje de San Pablo, citado por Santo Tomás, escribe Joseph Ratzinger: «San Pablo resalta con estas palabras de manera tajante la importancia que tiene la fe en la resurrección de Jesucristo para el mensaje cristiano en su conjunto: es su fundamento. La fe cristiana se mantiene o cae con la verdad del testimonio de que Cristo ha resucitado de entre los muertos».
De manera que: «Si se prescinde de esto, aún se pueden tomar sin duda de la tradición cristiana ciertas ideas interesante sobre Dios c vy el hombre, sobre su ser hombre y su deber ser –una especie de concepción religiosa del mundo–, pero la fe cristiana queda muerta»[5].
Con la resurrección se completa la comunicación de Dios al hombre pecador iniciada en la encarnación. «Sólo si Jesús ha resucitado ha sucedido algo verdaderamente nuevo que cambia el mundo y la situación del hombre. Entonces Él, Jesús, se convierte en el criterio del que podemos fiarnos. Pues, ahora, Dios se ha manifestado verdaderamente»[6].
Advierte a continuación que: «Si la resurrección de Jesús no hubiera sido más que el milagro de un muerto redivivo, no tendría para nosotros en última instancia interés alguno. No tendría más importancia que la reanimación, por la pericia de los médicos, de alguien clínicamente muerto. Para el mundo en su conjunto y para nuestra existencia, nada hubiera cambiado. El milagro de un cadáver reanimado significaría que la resurrección de Jesús fue igual que la resurrección del joven Naín (cf. Lc 7, 11-17) de la hija de Jairo (cf. Mc 5, 22-24, 35-43 o de Lazaro (cf. Jn 11, 1-44). De hecho, éstos volvieron a la vida anterior durante cierto tiempo, para llegado un momento, antes o después, morir definitivamente»[7].
Además: «los testimonios del Nuevo Testamento no dejan duda alguna de que en la «resurrección del «hijo del hombre» ha ocurrido algo completamente diferente. La resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte, sino que está más allá de eso, una vida que ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre».
Por estrenar un nuevo modo de ser de la vida humana: «la resurrección de Jesús no es un acontecimiento aislado que podríamos pasar por alto y que pertenecería únicamente al pasado, sino que es una especie de «mutación decisiva» (por usar analógicamente esta palabra, aunque sea equívoca), un salto cualitativo. En la resurrección de Jesús se ha alcanzado una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad»[8].
Por este motivo: «San Pablo con razón ha vinculado inseparablemente la resurrección de los cristianos con la resurrección de Jesús: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó (…) ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero (o primicia) de todos» (1 Co 15, 16.20)»[9].
Sobre el primer versículo considera el biblista José María Bover que: «la conexión que existe entre la resurrección de Cristo y la nuestra se debe a la unidad del cuerpo místico de Cristo, cuya cabeza es el mismo Salvador, cuyos miembros son todos los fieles; y sería algo monstruoso una cabeza viva de un cuerpo muerto. En virtud de esta conexión la muerte ya no es muerte, sino sueño o reposo pasajero»[10].
En cuanto al segundo, explica que: «bajo la imagen de primicias y recolección presenta San Pablo la resurrección de Cristo como primicias, y la de todos los fieles como la recolección al fin de los siglos. Pero, además de esta sucesión cronológica, muestra una conexión más íntima entre las primicias y las restantes mieses. Esta conexión la declara, apelando a su contraste favorito entre Adán y Cristo. La fase más externa de este contraste está en que, como Adán fue instrumento de muerte, así Cristo es instrumento de vida («Pues ya que por un hombre vino la muerte, por un hombre también la resurrección de los muertos», 1 Co 15, 21). La razón íntima de este doble hecho es la misteriosa solidaridad de todos los hombres: primero en Adán para la muerte, luego en Cristo para la vida («Porque como en Adán mueren todos, así también en Cristo serán todos vivificados» 1 Co 15, 21)»[11].
Por ello, la consideración de estos versículos permite a Ratzinger escribir que: «La resurrección de Cristo es un acontecimiento universal o no es nada, viene a decir San Pablo. Y solo si la entendemos como un acontecimiento universal, como inauguración de una nueva dimensión de la existencia humana, estamos en el camino justo para interpretar el testimonio de la resurrección en el Nuevo Testamento».
De este modo: «puede entenderse la peculiaridad del testimonio neotestamentario. Jesús no ha vuelto a una vida normal de este mundo, como Lázaro y los otros muertos que Jesús resucitó. Él ha entrado en una vida distinta, nueva; en la inmensidad de Dios y, desde allí, se manifiesta a los suyos»[12].
Los discípulos advirtieron que: «El era completamente diferente, no un cadáver reanimado, sino alguien que vivía desde Dios de un modo nuevo y para siempre; y al mismo tiempo precisamente Él, aún sin pertenecer ya a nuestro mundo, estaba presente de manera real, en su plena identidad»[13].
Para los discípulos, que podían creer en la resurrección de los muertos al final de los tiempos: «se trataba de algo absolutamente singular, único, que iba más allá de los horizontes usuales de la experiencia y que, sin embargo, seguía siendo del todo incontestable para ellos. Así se explica la peculiaridad de los testimonios de la resurrección: hablan de algo paradójico algo que supera toda experiencia y que, sin embargo, está presente de manera absolutamente real»[14].
Necesidad de la resurrección de Cristo
En esta primera cuestión de la Suma Teológica, sobre la resurrección, después de recordar Santo Tomás que: «dice San Lucas: «era preciso que Cristo padeciese y resucitara de entre los muertos» (Lc 24, 46), da cinco razones por las que fue necesario que Cristo resucitara. La primera: «para manifestación de la divina justicia, a la que pertenece ensalzar a los que por Dios se humillan, según aquello de San Lucas: «Derribó a los poderosos de sus tronos y ensalzó a los humildes» (Lc 1, 52). Pues, como Cristo, por caridad y obediencia a Dios, se humilló hasta la muerte de cruz, era preciso que fuera exaltado hasta la resurrección gloriosa».
La segunda: «para la instrucción de nuestra fe, pues con la resurrección se confirma nuestra fe en la divinidad de Cristo, porque, según dice San Pablo a los Corintios «aunque fue crucificado en su debilidad, vive por el poder de Dios» (2 Cor 13, 4). Y así añade en otra parte: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1 Cor 15, 14)»[15].
Sobre el primer versículo citado de la Segunda epístola a los corintios, comentó Santo Tomás: «Poderosamente os libro del pecado, poderosamente os convirtió al bien. «El Señor es fuerte y poderosos» (Sal 23, 8). dDce el Libro de la sabiduría: «Con solo quererlo lo puedes todo» (Sab 12, 18). Y poco antes: «Ostentas tu fuerza con los que no creen en tu soberano poder» (Sab 12, 18). Y no solo en vosotros aparece el poder de Cristo, sino también en Él mismo, en cuanto que de la muerte de cruz, que sufrió por debilidad humana, la cual asumió debilitada en pobreza, resucitó, y «vive por el poder de Dios», poder que es el mismo Dios. Porque de tal manera fue aquella compenetración que Dios se hizo hombre, y el hombre se hizo Dios»[16].
Tercera: «para levantar nuestra esperanza, pues, viendo a Cristo resucitado, que es nuestra cabeza, esperamos que nosotros también resucitaremos, por lo cual dice el Apóstol: «Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos? (1 Cor 15, 12). Y Job dice: «Yo sé», es decir con certidumbre de fe, «que mi Redentor», esto es Cristo, «vive» resucitado de entre los muertos, y por eso, «en el último día resucitaré yo de la tierra En mi seno tengo depositada esta esperanza» (Jb 19, 25-27)»[17].
También San Pablo destaca la firmeza de la esperanza en el siguiente pasaje: «No es posible que Dios mienta, tengamos un poderosísimo consuelo los que consideramos nuestro refugio y ponemos la mira en alcanzar los bienes que nos propone la esperanza. La cual sirve a nuestra alma, como de un áncora segura y firme, y que penetra hasta el santuario, que está del velo adentro»[18], del Santa Santorum, no ya del templo, de Jerusalén separado del resto del tabernáculo por un velo, sino de la gloria.
Al comentar este último versículo de San Pablo, explica Santo Tomás que el Apóstol, para que se mantenga la esperanza: «se vale de una comparación: la del áncora, a la que compara la esperanza; porque, así como aquella deja a la nave inmóvil en el mar, así también la esperanza al alma déjala firme en Dios en este mundo, que es como un mar, «este mar grande y de espaciosas orillas» (Sal 103, 25)».
Nota seguidamente que para el navío: «el áncora debe ofrecer seguridad, esto es, que no se rompa; por eso está hecha de hierro. «Sé en quien he creído y estoy cierto» (2 Tim 1, 12). Asimismo, firmeza, de suerte que no se mueva fácilmente. De parecido modo ha de estar el hombre ligado a esta esperanza, como a la nave el ancla; aunque hay su diferencia, porque el ancla se fija en lo profundo, más la esperanza en lo más alto, en Dios; que en la presente vida nada hay sólido y firme en que se afirme y pueda el alma descansar»[19].
Una cuarta razón hizo necesaria la resurrección de Cristo: «la instrucción de la vida de los fieles, según las palabras de San Pablo: «como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 4). Y más adelante dice: «Cristo resucitado de entre los muertos, ya no muere (…) así, pues, pensad que vosotros también estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios» (Rm 6, 9-11)». Su resurrección nos enseña que estamos muertos al pecado y resucitamos con Cristo a la vida de la gracia, anticipo de la vida nueva.
La quinta razón fue, por último: «para complemento de nuestra salvación. Porque, así como por este motivo soportó tantos males muriendo y se humilló hasta la muerte para librarnos de ellos, así también fue glorificado resucitando para llevarnos los bienes, según aquel pasaje: «se entregó por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación» (Rm 4, 25)»[20]. Al resucitar Cristo se completó nuestra redención, porque Cristo nos liberó del mal con su pasión y con su resurrección nos proporcionó los bienes, que se siguen del de la justificación.
De manera que: «la pasión de Cristo, hablando propiamente obró nuestra salvación por la remoción de los males; pero la resurrección, por la incoación de los bienes, de que es ejemplar»[21]-
Al tratarse la necesidad de la resurrección de Cristo, como indica Ratzinger: «se habla de algo que no figura en el mundo en nuestra experiencia. Se habla de algo nuevo, de algo único hasta ese momento; se habla de una dimensión nueva de la realidad que se manifiesta entonces. No se niega la realidad existente. Se nos dice más bien que hay otra dimensión más de las que conocemos hasta ahora»[22].
Pregunta seguidamente, la resurrección y su necesidad: «¿Está quizás en contraste con la ciencia. ¿Puede darse solo a aquello que siempre ha existido? ¿No puede darse algo inesperado inimaginable algo nuevo?».
Es más, hay que preguntarse: «Si Dios existe ¿no puede acaso crear también una nueva dimensión de la realidad humana, de la realidad en general? La creación, en el fondo, ¿no está en espera de esta última y suprema «mutación·, de este salto cualitativo definitivo? ¿Acaso no espera la unificación de lo finito con lo infinito, la unificación entre el hombre y Dios, la superación de la muerte?»[23].
Eudaldo Forment
[1] La Resurrección (1525 – 1531). Tapiz del taller de Pieter van Aelst.
[2] LOUIS CLAUDE FILLION, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Madrid, Rialp, 2000, ·3vols., III, p. 233.
[3] ROBIN RYAN, voz , en LUIS DÍEZ MERINO, ROBIN RYAN, ADOLFO LIPPI, (Ed.) Pasìón de Cristo, Diccionarios San Pablo, Madrid, Ed. San Pablo, 2015, pp. 1044b-1058b p. 1053b.
[4] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c.79.
[5] Josep Ratzinger–Benedicto XVI, Jesús de Nazaret ,Barcelona, Ediciones Encuentro, 2021 p. 281.
[6] Ibíd., p. 282.
[7] Ibíd., pp. 283-284.
[8] Ibíd., p. 284.
[9] Ibíd., pp. 284-285.
[10] J.M. Bover, S.I, Las epístolas de San Pablo Barcelona, Editorial Balmes, 1959, 4ª ed., p. 173.
[11] Ibid., pp.1 73-174.
[12] Josep Ratzinger–Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, op. cit.,p. 285,
[13] Ibid., p. 286.
[14] Ibíd., pp. 286-287.
[15] ÍDEM, Suma teológico, III, q. 53, a. 1, in c.
[16] ÍDEM, Comentario a la Segunda Epístola a los Corintios, c. 13, lec 1.
[17] Ibíd., III, q. 53, a. 1, in c.
[18] Heb 6, 18-19.
[19] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los hebreos, c. 6, lec. 4.
[20] ÍDEM, Suma teológica II, q. 53, a. 1, in c. .
[21] Ibíd., III, q. 53, a, 1, ad 3.
[22] Josep Ratzinger–Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, op. cit.,pp. 287-288.
[23] Ibíd, p. 288.
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