LXIX. El descenso de Cristo al purgatorio
Visita de Cristo al purgatorio[1]
En el último artículo de la cuestión de la Suma teológica dedicada al descenso de Cristo a los infiernos, se pregunta sí con ello libró a las almas del purgatorio. Para responder, Santo Tomás recuerda que, como ya ha dicho varias veces: «la bajada de Cristo a los infiernos fue poderosa de liberar de ellos en virtud de su pasión». Precisa, además, que «el poder de su pasión no es temporal y transitorio sino sempiterno, como dice el Apóstol: «Cristo con una sola oblación perfeccionó para siempre a los santificados» (Heb 10, 14). Por este motivo: «es claro que la pasión deCristo no tuvo entonces mayor eficacia de la que tiene ahora».
Por consiguiente, aunque Cristo visito a las almas que se encontraban en el purgatorio, no las sacó del mismo, puesto que: «los que se hallaban en la condición en la que ahora están retenidas las almas del purgatorio no fueron libradas del mismo por el descenso de Cristo a los infiernos».
No obstante, debe pensarse que: «si entonces se encontraban allí algunas en unas condiciones semejantes a las que tienen las que ahora son libradas del purgatorio por el poder de la pasión de Cristo, no hay inconveniente en decir que por la bajada de Cristo a los infiernos hayan sido libradas del purgatorio»[2]. De manera que algunas, las que estaban ya purificadas totalmente salieron entonces del mismo. Las demás permanecieron en él mismo, esperando estarlo suficientemente y con el consuelo por la visita de Cristo.
Existencia del purgatorio
La existencia del purgatorio es de fe. Por una parte, está afirmada en la Sagrada Escritura. Escribe Santo Tomás: «se dice en el segundo Libro de los Macabeos: «Santa y saludable es la costumbre de orar por los difuntos, para que les sean perdonados los pecados» (2 Mac 12, 46). Por tanto: «no hay que orar por los difuntos que están en el paraíso, ya que no lo necesitan: luego tampoco por aquellos que están en el infierno, pues no les pueden ser perdonados sus pecados. Sin embargo, hay quienes, no estando totalmente libres de sus pecados después de esta vida, necesitan serlo. Y ésos viven en caridad, sin la cual no puede haber remisión de los pecados, porque «la caridad cubre todos los delitos» (Prov. 10, 12). Por donde se sigue que no irán a la muerte eterna, pues «el que vive y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 26). Tampoco irán a la gloria sin estar purificados, ya que nada puede entrar en ella que sea inmundo, como se lee en el Apocalipsis (21, 27; 22, 15). Luego alguna expiación queda para después de la vida»[3].
Por otra, fue proclamada la existencia del purgatorio como dogma en el II Concilio de Lyón de1274, frente a los ortodoxos, y en el Concilio de Trento contra la negación protestante, Se definió en este último: «Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal manera se le perdona la culpa y se le borra el reato de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda reato alguno de pena temporal que haya de pagarse o en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos, sea anatema»[4].
Debe tenerse en cuenta que: «al cielo, donde van los que mueren en gracia y sin nada que pagar y purgar; al infierno, donde van los que mueren en pecado mortal personal; y al limbo, donde van los que mueren con el pecado original sólo, hay que añadir el lugar donde van las almas de loa que mueren con gracia, pero algún impedimento temporal que obstaculiza su entrada al cielo. Es el purgatorio».
Este cuarto lugar está destinado a penar y purgar –por eso se le llama «purgatorio»–, los pecados veniales con los que se murió y lo que queda por pagar lo que queda de los pecados mortales y veniales ya perdonados o el resto de su reato de pena. De manera que: «el impedimento puede ser doble: uno penal, debido a los pecados perdonados ya, pero que al morir aún no se habían pagado. Y otro moral, los pecados veniales que posiblemente tiene el alma cuando muere»[5].
Santo Tomás da la siguiente razón para mostrar «la existencia del purgatorio después de esta vida. Pues si borrada la culpa por la contrición, no se quita del todo el reato de pena, como tampoco, siempre que se nos perdonan los pecados mortales, se nos condonan los veniales, y la justicia de Dios exige que el pecado se repare con la debida pena, es menester que quien muere tras la contrición y absolución de él, antes de la conveniente satisfacción, sea castigado después de esta vida»[6].
Años más tarde, en la Suma contra los gentiles, confirmó la existencia del purgatorio con este argumento: «Se ha de tener en cuenta que, por parte de los buenos, puede haber algún impedimento para que sus almas reciban, una vez libradas del cuerpo, el último premio, consistente en la visión de Dios. Efectivamente, la criatura racional no puede ser elevada a dicha visión si no está totalmente purificada, pues tal visión excede toda la capacidad natural de la criatura. Por eso se dice de la sabiduría que: «nada manchado hay en ella» (Sb 7, 25), y en Isaías: «Nada impuro pasará por ella» (35, 8)».
A ello debe añadirse que: «el alma se mancha por el pecado, al unirse desordenadamente a las cosas inferiores. Pero de esta mancha se purifica en realidad en esta vida mediante el sacramento de la penitencia y los otros sacramentos. Pero a veces acontece que tal purificación no se realiza, permaneciendo el hombre deudor de la pena, ya por alguna negligencia u ocupación, o también porque es sorprendido por la muerte».
Al pecador le queda todavía, por tanto, un reato de pena, o débito por la culpa. «Mas no por esto merece ser excluido totalmente del premio, porque pueden darse tales cosas, sin pecado mortal, que es el único que quita la caridad, a la cual se debe el premio de la vida eterna. Luego, es preciso que sean purgadas después de esta vida antes de alcanzar el premio final».
Esta purificación, precisa seguidamente Santo Tomás: «se hace por medio de penas, tal como se hubiera realizado también en esta vida por las penas satisfactorias. De lo contrario estarían en mejor condición los negligentes que los solícitos, si no sufrieran en la otra vida la pena, que por los pecados, nocumplieron en esta. Por consiguiente, las almas de los buenos, que tienen algo que purificar en este mundo, son detenidas en la consecución del premio hasta que sufran las penas satisfactorias. Y esta es la razón por la cual afirmamos la existencia del purgatorio».
Queda revalidada, por una parte, porque es una «posición refrendada por el dicho del Apóstol: «Si la obra de alguno se quemase, se perderá; y él será salvo, como quien pasa por el fuego» (1 Cor 3, 15)»[7]. La mala obra se quemará y sufrirá «el daño el que tal obra hizo, más no a tal grado que llegue a condenarse», aunque antes haya que pasar por ls tribulación, «que soporto antes , o en esta vida, o al fin de ella»[8].
Por otra, porque: «a esto obedece también la costumbre de la Iglesia universal, que reza por los difuntos, cuya oración sería inútil si no se afirmará la existencia del purgatorio después de la muerte. La Iglesia no ruega por quienes están en el término del bien o del mal, sino por quienes no han llegado todavía»[9].
Lugar del purgatorio
Sobre donde está del purgatorio, indica Santo Tomás que: «no se encuentra en la Escritura nada expresamente determinado, ni pueden aducirse razones eficaces para ello»[10]. Podría pensarse que las almas del purgatorio no están contenidas o como encerradas en un lugar como los cuerpos, sino como los ángeles, que se dice que están en un lugar, porque ejercen en le mismo una actividad. En un lugar: «el ángel no está circunscriptivamente, puesto que sus dimensiones no se adaptan a las del lugar, sino que se delimita a él, puesto que está en un lugar de tal modo que no está en otro»[11]
Precisa Santo Tomás sobre el lugar del purgatorio que: «no obstante, probablemente, y lo más concorde con los dichos de los santos y con la revelación hecha a muchos, el lugar del purgatorio es (…) un lugar inferior, unido al infierno, de tal manera que el mismo fuego que en él atormenta a los condenados purifica a los justos en el purgatorio, aunque los condenados, por ser inferiores en el mérito, serán colocados en lugar más bajo».
También es probable que «exista otro lugar del purgatorio por dispensación. Y así, a veces se lee de algunos que fueron castigados en diversos lugares, o bien para enseñanza de los vivos, o bien para ayuda de los muertos, para que conociendo los vivos sus sufrimientos, les sean mitigados por los sufragios de la Iglesia»[12].
Sin embargo, como advierte Royo Marín: «las almas separadas no necesitan un lugar determinado ya que a diferencia de los cuerpos, no ocupan ningún lugar circunscriptivo. Y aunque es cierto que después de la resurrección de la carne los cuerpos resucitados ocuparán forzosamente algún lugar –con lo que parece que hay que atribuir al cielo y al infierno un lugar determinado –, esto no afecta para nada al purgatorio, ya que después del juicio final habrá dejado de existir. El dogma del purgatorio puede, pues, salvarse perfectamente admitiendo un estado purificador del alma ,sin referirlo a un determinado lugar»[13].
Naturaleza del purgatorio
El castigo o pena impuesta por la Justicia divina al pecador no es única, porque como «hay varias clases de pecados hay varias clases de penas: la eterna debida a los pecados mortales con que murió el condenado; la debida a los pecados veniales no perdonados, que si bien es temporal por ser de veniales, es eterna por tratarse de pecados que permanecen eternamente; la temporal debida a los mortales y veniales ya perdonados, pero de los que el condenado tenía que purgar aún y pecó gravemente y murió y se condenó antes de purgarlo»[14].
A la culpa del pecado mortal por la aversión a Dios eterno y por el amor también desordenado a las criaturas, que son limitadas, siguen consecuentemente dos reatos o débitos de pena: la pena eterna, por el primer desorden, el rechazo o separación o alejamiento de Dios; la pena temporal, por el segundo, el desordenado aprecio a las criaturas. Perdonada la culpa eterna por la gracia, no existe como consecuencia, el reato u obligación de pena eterna, pero «puede quedar algún reato u obligación de pena temporal»[15]. En cambio, los pecados veniales sólo causan reato o débito de pena temporal, ya que en ellos la conversión desordenada a las criaturas, propia de todo pecado, se da sin aversión a Dios[16].
Aunque la Iglesia nada ha definido sobre la pena temporal de los condenados al purgatorio, puede decirse que a semejanza del infierno, sufren: «una doble pena. Una de daño, a saber, en cuanto les retardará la visión divina; y otra de sentido, en cuanto serán castigados con fuego corpóreo».
A la pena de daño, que consiste en la dolorosa privación de la visión de Dios, por la que se siente atraído el condenado, porque ya no le seducen las criaturas, se añade la pena de sentido. Pena, que es un sufrimiento del alma por lo que queda por pagar de sus pecados mortales y veniales ya perdonados, y por los pecados veniales con los que ha muerto
Respecto al dolor la pena de daño, explica Santo Tomás que: como «cuanto más se desea una cosa tanto más penosa es su privación; y como el afecto con el que deseen las almas santas el sumo bien, después de esta vida, es intensísimo, porque no se entorpece con la pesadumbre del cuerpo y porque también el momento de disfrutar del sumo bien hubiera llegado, si algo no lo impidiese, por eso se duelen tanto de la dilación».
En cuanto a la pena de sentido, indica que: «como el dolor no es la lesión, sino la sensación de la lesión, tanto más se duele algo de lo lesivo cuanto es más sensible; por donde las lesiones que se hacen en los sitios más sensibles causan mayor dolor. Y porque toda la sensibilidad del cuerpo le viene del alma, si ésta es herida, por necesidad su aflicción ha de ser máxima».
Observa también sobre la pena de sentido del purgatorio que, aunque el fuego sea el mismo que el de las penas del infierno, hay una diferencia. Las penas del infierno tienen por fin «afligir». En cambio: «la pena del purgatorio es, principalmente para purificar las reliquias del pecado y, por lo tanto, sólo la pena de fuego se atribuye al purgatorio, porque el fuego purifica y consume»[17]. No tendrán, por tanto, las otras muchas penas corporales y espirituales que se sufren en el infierno,
Objeciones sobre la existencia y naturaleza del purgatorio
Acerca de los efectos del descenso de Cristo a los infiernos y, por tanto, sobre la naturaleza del purgatorio, se podría objetar: «A los que Cristo curó en esta vida, los curó totalmente: El Señor mismo dice: «Yo he curado totalmente a un hombre en sábado».(Jn 7, 23). Pero a los que estaban en el purgatorio los libró del reato de la pena de daño, que los excluía de la gloria. Luego también los libró del reato de la pena del purgatorio»[18].
A ello responde Santo Tomás: «Los defectos de los que Cristo libraba a los hombres en este mundo, eran personales, propios de cada uno. Por el contrario, la exclusión de la gloria de Dios era un defecto general que pertenecía a toda la naturaleza humana. Y, por tal motivo, no hay dificultad en que los condenados al purgatorio fuesen librados por Cristo de la exclusión de la gloria, pero no del reato de la pena del purgatorio, que es un defecto personal. Como, al revés, los santos Padres, antes de la venida de Cristo, fueron librados de los defectos propios, pero no de los comunes»[19].
En la actualidad, como ya advertía John Henry Newman, existe la «mentalidad común», de ignorar las penas temporales no satisfechas por los pecados, ya perdonados.
Respecto al pecado, muchos «concluyen que Dios ha perdonado absoluta y totalmente todo lo ocurrido, como si nunca se hubiera cometido»[20].
Se comprendes así que: «nunca contemplen con temor su vida pasada. Más bien, cuando hablan de ella, lo hacen a veces en un tono impregnado de cierta ternura y afecto hacia sus antiguas hechuras». De manera que todas estas personas: «poco o nada se inquietan pensando que sus pecados pasados, bien por sus consecuencias, bien porque Dios los tenga en cuenta, puedan suponer para ellos una rémora en el presente»[21].
Además, sobre cualquier pecado: «piensan que una vez cometido, ya no tendrá más consecuencia. Cuestiones como la culpa, la mancha del pecado, o el castigo que merece no se les alcanzan. Nada es más corriente entre los más distintos géneros de personas que pensar que Dios olvida nuestros pecados tan pronto como los olvidamos nosotros mismos».
Así personas, que no han caído en un pecado, lo consideran «como si fuera cosa indiferente, como si en caso de haber caído, no se hubiesen vuelto peores de lo que realmente eran. Hubieran «disfrutado el goce pasajero del pecado» (Hb 11, 25), pero, por decirlo así, han perdido una oportunidad. Está claro que quien tal piensa, no entiende que el pecado deja realmente un peso en el alma, y que tiene que quitárselo de encima»[22].
Ello obedece a la creencia muy extendida que el pecado: «se perdona en cuanto deja de ser cometido; o en otras palabras, que la enmienda ya constituye una expiación»[23]. Se olvida, por tanto, la necesidad de satisfacer y especialmente en el purgatorio.
En su respuesta, replica Newman que: «un hombre puede gozar del favor divino sin que sus pecados estén enteramente perdonados; que la fe puede devolverle, a él como persona, el favor divino, pero que una dilatada penitencia es el único remedio capaz de curarlo de sus pasados extravíos; que la felo lleva a recuperar el favor de Dios inmediatamente, de manera que pueda recibir la gracia de arrepentirse continuamente»[24].
Podría objetarse que «los méritos de Nuestro Señor Jesucristo son suficientes para limpiar cualquier pecado y que en verdad los limpian»[25]. Responde Newman que no hay duda de ello, pero: «la cuestión que se nos plantea consiste en saber si ha prometido aplicar sus méritos sobreabundantes de manera inmediata»[26].
Sobre esta cuestión de la afirmación: «Cristo Redentor ha satisfecho ya sobreabundantemente por todas nuestras culpas», explica el tomista Garrigou-Lagrange, que: «la Tradición ha respondido siempre: los méritos de Cristo son ciertamente suficientes para rescatar la humanidad entera; pero es, no obstante, necesario que nos sean aplicados para que resulten eficaces; y nos son aplicados en el Bautismo, y después de una recaída, por el sacramento de la Penitencia, del que forma parte la satisfacción. Del mismo modo que la Causa primera no hace inútiles las causas segundas, sino que les confiere dignidad y eficacia, los méritos de Cristo no hacen inútiles los nuestros, sino que los suscitan para hacernos trabajar por Él y con Él por la salvación de las almas y de la nuestra en especial»[27].
La existencia y naturaleza del purgatorio revelan, por consiguiente, tal como nota Garrigou-Lagrange, que: «frecuentemente hay que sufrir una pena temporal por los pecados ya remitidos; y a esto se añaden con la mayor frecuencia pecados veniales aún no perdonados; y hábitos defectuosos, reliquias de los pecados ya perdonados. Estos hábitos viciosos, adquiridos sobre la Tierra, desaparecen, con la muerte, en su elemento sensitivo, pero siguen subsistiendo como disposiciones desordenadas de la voluntad»[28].
Todo ello lo confirma Newman con varios pasajes de la Escritura. Sobre uno de ellos comenta; «cuando David, por ejemplo, dijo a Natán: “He pecado contra el Señor», este acto de arrepentimiento le fue extremadamente provechoso. «Natán le respondió: ‘El Señor ya ha perdonado tu pecado. No morirás’». Lo principal de la deuda le había sido remitido, no sin que el profeta siguiera diciendo: «Pero, por haber ofendido al Señor con esta acción, el hijo que te ha nacido morirá» (2 S 12, 13-14). David se encontró con que su pecado iba a ser castigado después de que este hubiese sido perdonado». Había sido perdonada su culpa, pero tenía que sufrir un castigo, una pena.
Lo que hizo entonces David fue: «suplicar a Dios, realizó actos de penitencia, de manera que la vida de fe y oración que en él había sido restaurada pudiera constituirse en pararrayos de la ira divina». Aunque, sin embargo, a los siete días murió el niño. Por tanto, a David: «no se le ocurrió tomar esa restauración como una prueba de que Dios no fuera a castigar».
De la misma manera: «tampoco tenemos nosotros ningún derecho a pensar que, porque Dios se digna obrar en nosotros el bien, nuestro pasado nunca más se levantará ante nosotros para juzgarnos». No tenemos seguridad ninguna, porque «puede que lo haga, o puede que no. Confiamos, sin que podamos suponerlo con demasiada alegría, en que si vamos a confesarnos, nos arrepentimos, suplicamos el perdón, y nos encomendamos no lo hará. Pero no hay razón para pensar que, de no actuar así nosotros, dejará el pecado de manifestarse»[29].
Como pecador, nadie sabe si: «le queda un remanente de la deuda contraída por sus pecados pasados, y si estos siguen operando en contra suya». No queda más que pedir a Dios que: «no nos abandone en nuestro miserable estado (…) que obre en nosotros todo arrepentimiento y justicia, puesto que no podemos hacer nada por nosotros mismos, y nos haga capaces de odiar verdaderamente al pecado, confesarlo honestamente, aplacar constantemente su ira, corregir diligentemente sus efectos, y soportar sus juicios alegre y virilmente»[30].
Eudaldo Forment
[1] Antonio María Esquivel, «Animas del Purgatorio» (1850).
[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 52, a. 8, in c.
[3] Ibíd., Supl., Apend. I, a. 1, sed c. 1.
[4] Concilio de Trento, Decreto de la justificación, canon 30.
[5] EMILIO SAURAS, Introducción al Apéndice 1, Suma teológica, Suplemento, en Suma teológica Bilingüe, tomo XVI, Madrid, BAC, 1960, p. 636.
[6] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, Supl., Apend. I, a. 1, in c.
[7] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 91.
[8] IDEM, Comentario a la primera Epístola a los Corintios, c. III, lec 2.
[9] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 91.
[10] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., Apénd. I, a. 2, in c.
[11] Ibíd., I, q. 52, a. 2, in c.
[12] Ibíd., Supl., Apénd. I, a. 2, in c.
[13] ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, Madrid, BAC, 1956, p. 415,
[14] EMILIO SAURAS, O.P., El cuerpo místico de Cristo, Madrid, BAC, 1952, p. 723.
[15] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 86, a. 4, in c.
[16] Cf. ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 91.
[17] Ibíd., Supl., Apénd. I, a. 2, ad 2.
[18] Ibíd., III, q. 52, a. 8, ob. 3.
[19] Ibíd., III, q. 52, a. 8, ad 3.
[20] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, 8 vv., v .4 , 7, «Castigo en medio de la clemencia», pp. 135 -54, pp. 138-139.
[21] Ibíd., p. 136.
[22] Ibíd., p. 137.
[23] Ibíd., p. 138.
[24] Ibíd., p. 141.
[25] Ibíd, p, 138.
[26] Ibíd., pp. 138-139.
[27] R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Rialp, 1952, 2 º ed. pp. 198-199
[28] Ibíd., p. 203.
[29] John Henry Newman, Sermones parroquiales, «Castigo en medio de la clemencia», op. cit., p. 142-143.
[30] Ibíd., pp. 153-154.
Comentario a la espera de moderación
Esta publicación tiene 4 comentarios esperando moderación...
Dejar un comentario