LVIII. El limbo de los niños
La fe en la propiciación de Cristo
En el séptimo artículo de esta cuestión de la bajada de Cristo a los infiernos, se pregunta Santo Tomás si los niños que habían muerto con el pecado original, que se encontraban en el correspondiente infierno o limbo de los niños, fueron liberados con su descenso. Su respuesta es negativa.
Por una parte, porque: «está lo que dice el Apóstol: «Dios ofreció a Cristo como propiciación mediante la fe en su sangre» (Rom 3, 25). Pero los niños que habían muerto con sólo el pecado original, en ningún modo habían participado de la fe de Cristo. Luego tampoco recibieron el fruto de la propiciación de Cristo, de modo que fueran librados por Él del infierno»[1].
Sin la fe en Jesucristo no podían recibir la justicia de Dios, que gracias a la expiación por la sangre de Cristo de todos los pecados del hombre, su propiciación o sacrificio por nosotros, que hizo que Dios convirtiera en justo al pecador. Al comentar este versículo de San Pablo, clara y extensamente lo explica Santo Tomás del modo siguiente: «Cristo en tanto que satisfaciendo nos redimió de la pena del pecado, hizo a Dios propicio por nuestros pecados lo que pedía el salmo diciendo: «Sé propicio por nuestros pecados» (Salm. 109, 10), y por eso se le dice a Él propiciación. «Él mismo es la propiciación por nuestros pecados» (Jn 2, 2)».
San Pablo, añade Santo Tomás, indica: «por qué medios nos llega el efecto de la redención diciendo «mediante la fe en su sangre», o sea, la fe en su sangre por nosotros derramada. Pues para que se satisficiera por nosotros convenía que por nosotros sufriera la muerte, en la cual había incurrido el hombre por su pecado. según se dice en la Escritura: «porque el día que comiereis de él etc.» (Gen 2, 17); de aquí que también diga San Pedro: «Cristo murió una vez por nuestros pecados» (1 Pdr 3, 18). Esta muerte de Cristo se nos aplica por medio de la fe, por la cual creemos que con su muerte redimió al mundo».
De manera que: «esto se hizo para que nos justifiquemos mediante la redención de Cristo y por la fe en su sangre». En efecto: «en el hecho de haber perdonado Dios los delitos pasados, que la ley no podría perdonar ni los hombres precaverse de ellos por su poder, muestra cuán necesaria sea para los hombres la justicia por la que son justificados por Dios. Porque solamente por la sangre de Cristo pudieron ser perdonados los pecados no únicamente los presentes sino los pretéritos. Porque la virtud de la sangre de Cristo opera por la fe del hombre, fe que ciertamente tuvieron los que precedieron a la pasión de Cristo como también nosotros tenemos»[2].
Precisa Santo Tomás que enseña San Pablo: «que tal justificación es sin la ley. o sea, que no es por las obras de la ley». Dice el Apóstol en el versículo anterior al comentado, que somos «justificados gratuitamente por su gracia»[3]. Y añade Santo Tomás: «esto es sin mérito de obras precedentes. Así se lee en la Escritura: «De balde fuisteis vendidos y sin dinero seréis rescatados» (Is 52, 3). Y esto por su gracia, o sea, de Dios, a quien por esto se le debe la gloria. «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15, 10).
Advierte finalmente Santo Tomás que San Pablo también enseña, por tanto, que la causa de la justificación es la redención, pues, además: «como dice San Juan: «todo el que comete pecado es esclavo del pecado» (Jn 8, 34). De la cual servidumbre es redimido el hombre si satisface por el pecado. Como si alguien por un delito cometido fuese obligado por el rey a pagar una multa, se diría que lo redime de la pena quien por él pagare la multa. Este castigo a todo el género humano le correspondía por estar infectado por el pecado del primer padre. De aquí que ningún otro pudiera satisfacer por el pecado de todo el género humano sino sólo Cristo, que de todo pecado estaba inmune»[4].
Por ello, San Pablo agrega en este versículo sobre la causa de la redención: «que es por Cristo Jesús»[5]. Y aclara Santo Tomás que: «es como si dijera de ningún otro podía depender nuestra redención. «Fuisteis redimidos no con cosas corruptibles plata u oro sino con la preciosa sangre de Cristo» (1 Pdr 1, 18)»[6].
El pecado original
Por otra parte, prueba su tesis negativa sobre la liberación de los niños con el pecado original, con este argumento teológico: «Se ha dicho más arriba que la bajada de Cristo a los infiernos sólo tuvo efecto en aquellos que, por la fe y la caridad, se unieron a la pasión de Cristo, por cuya virtud tenía poder liberador el descenso de Cristo a los infiernos. Pero los niños que murieron con el pecado original en modo alguno estuvieron unidos a la pasión de Cristo por la fe y por el amor».
Estos niños no se podían librar del pecado original por «por la fe propia pues carecían de libre albedrío», y no podían aceptar ni rechazar la gracia de la fe en el Redentor. Tampoco compartir «la fe de los padres»[7]. El niño, antes del uso de la razón, según el orden natural, se ordena a Dios por la inteligencia de sus padres, a cuya custodia está naturalmente sometido», y «en lo sobrenatural» igualmente se sigue «la disposición de los padres»[8]. Si los padres carecían de esta fe repercutía en estos niños.
Tampoco poseían «algún sacramento de fe». No habían recibido los propios del Antiguo Testamente, ni los del período de la mera ley natural, ni los de la ley escrita. Tampoco, los verdaderos sacramentos del Nuevo Testamento. No estaban, por tanto, por ninguno de estos tres medios «purificados del pecado original»[9].
En esta situación, los niños eran pecadores, aunque no por pecados personales suyos. Se declaró en el el Concilio de Trento que: «Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo, sino para toda la naturaleza humana; cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído»[10]. Igualmente se dice en el nuevo Catecismo: «todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, S. Pablo lo afirma: «Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores» (Rm 5, 19)»[11].
Todos los hombres estaban como en germen y como fusionados en el primer hombre, y así sus voluntades estaban como unificadas en la voluntad de Adán al pecar. No es una herencia injusta la de la culpa y la pena por el pecado, porque, como explica Santo Tomás: «Todos los hombres nacidos de Adán pueden ser considerados como un solo hombre, en cuanto todos convienen en la naturaleza, que reciben del primer hombre, lo mismo que todos los miembros de una comunidad civil son considerados como un solo cuerpo, y la comunidad como un solo hombre»[12]. Sin embargo, con la gracia de Cristo, se quita la culpa y la pena del pecado original de cada hombre.
Los niños del limbo no estaban limpios de culpa ni absueltos de toda la pena debida por la misma. por lo cual la bajada de Cristo a los infiernos no libró a estos niños del infierno. En cambio: «los Santos padres fueron liberados del infierno al ser admitidos a la gloria de la visión divina, la que nadie puede alcanzar si no es por la gracia, según las palabras de San Pablo a los Romanos: «La gracia de Dios es la vida eterna» (Rm 6, 23). Y como los niños muertos con el pecado original no han tenido la gracia, tampoco fueron liberados del infierno»[13]
El limbo
Estos niños se encuentran en el infierno llamado limbo. Es un tipo de infierno, porque sufren la pena o castigo del pecado original que es la pena de daño. Los que están en este limbo de los niños tienen todo el pecado original, carecen de la gracia y, por ello, están excluidos para siempre del cielo. Si hubieran recibido el bautismo se les habría borrado el pecado original, tanto en la culpa como en la pena, y recibido la gracia santificante. Si hubieran muerto entonces habrían entrado en el cielo. No van al infierno de los condenados, porque no han cometido pecado mortal.
Sin embargo, los niños que están en el limbo no podrán gozar nunca de la eterna contemplación divina en el cielo. Santo Tomás sostiene que: «la pena conveniente al pecado original es la carencia de la visión divina». Lo justifica con la siguiente argumentación: «parecen concurrir en la perfección de algo, dos cosas; de las cuales, la primera es que sea capaz de un gran bien, o lo tenga ya en acto, pero la segunda es que no tenga necesidad de auxilio exterior para nada o para muy poco».
Se advierte que: «La primera condición pesa más que la segunda: pues mucho mejor es lo que es capaz de un gran bien, aunque para obtenerlo tenga necesidad de muchos auxilios, que aquello que no es capaz sino de un bien pequeño, el cual, sin embargo, puede conseguirse sin necesidad de auxilio exterior, o con cierto auxilio; así como decimos que está mejor dispuesto el cuerpo de un hombre si puede conseguir una salud perfecta, aunque con muchos auxilios de la medicina, que si puede conseguir sólo una salud imperfecta sin auxilio de la medicina».
Puede así afirmarse que: «la creatura racional aventaja en esto a toda creatura, porque es capaz del sumo bien por la visión y el goce divinos, aunque para conseguir esto no basten los principios de la propia naturaleza, sino que para ello necesite del auxilio de la gracia divina».
Por consiguiente: «un auxilio divino es necesario comúnmente a toda creatura racional, a saber, el auxilio de la gracia, de la cual toda creatura racional tiene necesidad, a fin de que pueda alcanzar la perfecta bienaventuranza, según aquello de San Pablo: «La gracia de Dios es vida eterna» (Rm 6, 23)». Sin embargo: «este auxilio de la justicia original fue suprimido por el pecado original». Se perdieron así la gracia y los dones preternaturales
De este modo, el hombre no pudo ya entrar en el cielo, porque: «cuando alguien al pecar se aparta por sí de aquello por lo cual contaba con la disposición de adquirir un bien, merece ser privado de aquel bien para el cual poseía la disposición, y la privación misma de aquel bien es la pena conveniente para él; y, por esto, pena conveniente del pecado original es la privación de la gracia, y por consiguiente, de la visión divina, a la cual se ordena el hombre por medio de la gracia»[14].
La felicidad en el limbo
En el limbo, la privación del cielo la pena de daño no impide cierta felicidad, porque no se sufre pena alguna de sentido, o corporal, ni tampoco se siente tristeza por no disfrutar de la visión beatífica. El motivo de esto último es el siguiente: «si alguien posee recta razón, no se afligirá por el hecho de que carece de algo que excede a su capacidad, sino sólo porque carece de aquello para lo cual de algún modo estaba capacitado. Así, por ejemplo, ningún hombre sabio se aflige por el hecho de que no pueda volar como un ave, o porque no es rey o emperador, ya que no le es debido, pero se afligiría si fuese privado de aquello para lo cual tuvo aptitud de algún modo».
Como: «todo hombre que posee uso del libre albedrío tiene capacidad para conseguir la vida eterna», en cuanto que podía haber sido regenerado su libre albedrío por la gracia y así poderla aceptar para recibir la salvación. Si los hombres: «no la alcanzaran, tendrían un dolor inmenso, ya que perderían aquello que les fue posible tener»[15].
Esta posibilidad o capacidad no es natural al hombre, sino que es un don sobrenatural gratuito, concedido por la misma gracia, ya que: «el hecho mismo que obremos el bien y que nuestras obras merezcan la vida eterna, es por la gracia de Dios»[16]. «Dios es quien causa en nosotros el querer y el obrar, según su beneplácito»[17].
Por ello, en el limbo: «los niños nunca estuvieron capacitados para poseer la vida eterna, ya que ni les era debida por los principios de su naturaleza –ya que excede a toda facultad de la naturaleza– ni pudieron tener actos propios por lo que consiguieran un bien tan grande». Por esta razón: «de ningún modo se afligirán de la carencia de la visión divina; más aún, se gozarán porque participarán mucho de la bondad divina y de las perfecciones naturales».
Seguidamente nota Santo Tomás que podría decirse que estos niños fallecidos sin ningún sacramento: «tuvieron capacidad para conseguir la vida eterna, aunque no por su acción, sino por la acción de otros sobre ellos, por quienes pudieron ser bautizados», después de la venida de Cristo o recibir la fe en esta venida de sus padres. Así ocurrió en otros «muchos niños de su misma condición, que consiguieron la vida eterna», una vez recibida la gracia sacramental que poseían sus padres.
Sin embargo, no es posible inferir tal capacidad, porque, en estos niños fallecidos bautizados: «el ser premiado sin acciones propias es una gracia sobreañadida, que alguien sea premiado sin un acto propio» movido por la gracia de Dios. «Por eso, la falta de tal gracia no causa más tristeza en los niños que mueren sin bautismo que en los sabios el no recibieron las mercedes que les fueron hechas a otros sus iguales»[18].
De manera que, aunque: «las almas de tales niños no carecen de un conocimiento natural», el que les es debido según su naturaleza, sin embargo: «carecen de conocimiento sobrenatural, que se nos comunica aquí en la tierra por la fe, porque ni tuvieron aquí la fe en acto, ni recibieron el sacramento de la fe».
Sin embargo: «pertenece al conocimiento natural que el alma se sepa creada para la bienaventuranza y que la bienaventuranza consiste en la adquisición del bien perfecto». Sin embargo, que: «el bien perfecto para el que el hombre está hecho sea aquella gloria que los santos poseen, eso está por encima del conocimiento natural. Por lo cual dice San Pablo que: «Ni el ojo vio ni el oído oyó ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2, 9); y después añade: «A nosotros nos lo ha revelado por su Espíritu» (1 Cor 2, 10). Y esta revelación pertenece a la fe».
Por consiguiente: «las almas de los niños no saben que están privados de tal bien, y por esto no se duelen de ello, sino que lo que por naturaleza tienen lo poseen sin dolor»[19]. La pena de daño de las almas de estos niños no es como la de los hombres que están en el infierno, que saben que han perdido la visión beatífica por su culpa, ni la de los que se encuentran en el purgatorio, que saben que se les ha diferido. Los que están en el limbo ignoran la existencia de la visión sobrenatural de Dios. De manera que: «los niños que mueren con el pecado original están ciertamente separados de Dios perpetuamente en cuanto a la pérdida de la gloria que ignoran, pero no en cuanto a la participación en los bienes naturales que conocen»[20].
Dificultades sobre la existencia del limbo
Como es habitual, Santo Tomás presenta también e en este artículo objecionespor las que parece que los niños que habían muerto con el pecado original fueron liberados por el descendimiento de Cristo. La primera da la siguiente razón: «Estos niños no estaban en el infierno más que por causa del pecado original, lo mismo que los santos padres, pero éstos fueron librados del infierno por Cristo, como ya se ha dicho (a .l). Luego igualmente los niños fueron librados del infierno por Cristo»[21].
En su respuesta precisa Santo Tomás que: «Los santos Padres, aunque estaban ligados por el reato del pecado original (o deuda por el mal de pena o castigo) en cuanto mira a la naturaleza humana, estaban, no obstante, libres de toda mancha de pecado (personal) por medio de la fe en Cristo; y por tanto eran capaces de aquella liberación que les trajo la bajada de Cristo a los infiernos. Pero eso no puede decirse de los niños, como consta por lo que se acaba de decir al probar esta tesis»[22].
Todavía puede objetarse contra la misma que: «lo que el Apóstol dice «si por el delito de uno solo murieron muchos, mucho más la gracia de Dios y el don de uno solo, Jesucristo se difundirá copiosamente sobre muchos» (Rom 5,15).Y por el pecado del primer padre son retenidos en el infierno, los niños que muerencon sólo el pecado original. Luego mucho más por la gracia de Cristo seránlibrados del infierno»[23].
La objeción no es válida, porque nota Santo Tomàs que: «lo que el Apóstol dice de la gracia de Cristo, que «en muchos más» no se ha de entender comparativamente, como si por la gracia de Cristo hayan sido salvados muchos más de los que los que perecieron por el pecado de Adán. Se ha de entender en sentido absoluto, como si dijera que la gracia Cristo abundó en muchos como el pecado de Adán. Pero como el pecado de Adán no alcanzo sino a los que de él descienden corporalmente por vía seminal, así la gracia de Cristo sólo alcanzó a los que fueron hechos miembros suyos por una regeneración espiritual lo que no corresponde a los niños que mueren con el pecado original»[24], y, por tanto, sin la fe y la caridad que les hubiera unido a Cristo.
Por último, se puede objetar que: «como el bautismo obra en virtud de la pasión de Cristo, así obra también el descenso de Cristo a los infiernos, como se ha dicho más arriba. Pero los niños son librados por el bautismo del pecado original y del infierno. Luego igualmente fueron librados por el descenso de Cristo a los infiernos»[25].
Tampoco afecta a la doctrina del limbo, porque explica Santo Tomás que: «El bautismo se administra a los hombres en esta vida, en la que el hombre puede pasar de la culpa a la gracia. Pero el descenso de Cristo a los infiernos se dirigió a las almas después de esta vida, cuando no son capaces de estos cambios. Y, por este motivo, los niños son librados del pecado original y del infierno por medio del bautismo, pero no por el descenso de Cristo a los infiernos»[26].
En la actualidad se podría presentar como objeción que en un reciente documento de la Iglesia parece que se niega la doctrina teológica existencia del limbo, que la Iglesia nunca ha definido. La Comisión Teológica Internacional, que ayuda en cuestiones doctrinales al Dicasterio para la Doctrina de la Fe, en una publicación dedicada al limbo, concluyó que: «además de la teoría del limbo (que continúa siendo una opinión teológica posible), puede haber otros caminos que integren y salvaguarden los principios de fe fundados en la Escritura: la creación del ser humano en Cristo y su vocación a la comunión con Dios; la voluntad salvífica universal de Dios; la transmisión y las consecuencias del pecado original; la necesidad de la gracia para entrar en el Reino de Dios y alcanzar la visión de Dios; la unicidad y la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo; la necesidad del Bautismo para la salvación».
No obstante, se advertía sobre la consideración de estas posibilidades: «No se llega a estos otros caminos modificando los principios de la fe o elaborando teorías hipotéticas; más bien buscan una integración y una reconciliación coherente de los principios de la fe bajo la guía del Magisterio de la Iglesia, atribuyendo un peso mayor a la voluntad salvífica universal de Dios y a la solidaridad en Cristo (cf. Gaudium et spes 22), para motivar la esperanza de que los niños que mueren sin el Bautismo pueden gozar de la vida eterna en la visión beatífica»[27].
Eudaldo Forment
[1] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 52, a.7, sed c.
[2] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 3, lec. 3.
[3] 1 Rom. 3, 24
[4] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 3, lec. 3.
[5] 1 Rom. 3, 24
[6] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 3, lec. 3.
[7] Ibíd., Suma teológica, III, q. 52, a.7, in c-.
[8] Ibíd., III, q. 68, a. 10, ad 3.
[9] Ibíd., Suma teológica, III, q. 52, a.7, in c.
[10] Concilio de Trento, Decreto del pecado original, II.
[11] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 402.
[12] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 81, a. 1, in c.
[13] Ibíd., III, q. 52, a. 7, in c.
[14] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 5, a. 1, in c.
[15] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II Sent., d. 33, q. 2, a. 2, in c.
[16] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VI, lec. 4.
[17] Fil 2, 13.
[18] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II Sent., d. 33, q. 2, a. 2, in c.
[19] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 5, a. 3, in c.
[20] Ibíd. q. 5, a. 3, ad 4.
[21] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 52, a. 7, ob. 1.
[22] Ibíd., III,q. 52, a. 7, ad 1.
[23] Ibíd., III, q. 52, a. 7, ob. 2.
[24] Ibíd., q. 52, a. 7, ad 2.
[25] Ibíd., q. 52, a. 7, ob. 3.
[26] Ibíd., q. 52, a. 7, ad 3.
[27] Comisión teológica Internacional, La esperanza de salvación para los niños que mueren sin bautismo (2007), 1, 41.
2 comentarios
"En cuanto a los niños que no tiene uso de razón, es seguro que el martirio lava su mancha y les hace herederos del reino de los cielos. El sentir de la Iglesia es aquí la mejor de las pruebas, y el testimonio irrecusable de esta creencia es la fiesta tan antigua y tan popular de los Inocentes, que confesaron a Cristo no con sus palabras sino con su muerte. La liturgia resume en este punto la Tradición.
Fuera del martirio, el bautismo de agua es absolutamente indispensable.
Cayetano enseñó que, si acaso, la fe, los deseos, las oraciones de los padres podrían ser suficientes para la salvación de los niños; otros autores estiman que el remedio de naturaleza sigue subsistiendo en los países donde el Evangelio no se ha promulgado ... algunos se han mostrado demasiado favorables a este sentir, que creen más conforme a la misericordia divina.
Hemos buscado, vanamente, en estos escritores los fundamentos teológicos de su opinión.
Se nos dice que la Iglesia no la ha condenado nunca. Nosotros observamos, primero de todo, que San Pío V hizo suprimir de los "Comentarios de Cayetano" el pasaje que expone esta singular doctrina. ...
Nadie tiene derecho a introducir excepciones y dispensas cuando el lenguaje de los Padres y de los concilios es lo más universal y lo más absoluto. San Agustín ¿supone alguna excepción cuando afirma, con tanto vigor, la necesidad del bautismo para los niños? No ignoraba, sin embargo, que existían vastas regiones donde el Evangelio no había penetrado.
El concilio de Mileve (can. 2, denz 102), el concilio de Florencia (decretum pro jacobitis, denz 712), el concilio de Trento (ses. I, can. 4), no olvidan que hay todavía lugares idólatras, y proclaman sin embargo, sin ninguna distinción, la necesidad absoluta del sacramento. Los Padres de Trento no reconocen sino este doble medio de salvación, el bautismo o el voto del bautismo (ses. VI, can. 4); ahora bien, los niños no son capaces de este deseo.
Pero es sobre todo el concilio de Florencia el que excluye toda excepción: hay que tener urgencia por bautizar a los niños, porque no hay otro remedio para ellos salvo el sacramento del bautismo. El concilio, hablando así a los jacobitas, sabía, tanto como ellos, que pueblos enteros viven fuera del Evangelio, y sin embargo eligió términos que no admiten ninguna restricción. ¿Es prudente, está permitido añadir atenuantes cuando la regla se enuncia de manera tan rigurosa?"
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