LXV. La permanencia de Cristo en los infiernos

Permanencia total[1]

En esta cuestión dedicada al descenso de Cristo a los infiernos, Santo Tomás se ocupa también de determinar, en los artículos siguientes de los dos ya comentados, el modo que estuvo Cristo en ellos y el tiempo que estuvo en los mismos. Su conclusión es que, a pesar de la separación de su alma de su cuerpo permaneció todo en los infiernos.

Obtiene esta tesis del siguiente argumento: «Como es manifiesto por lo dicho en la Primera Parte(q.31, a.2 ad 4), el género masculino se refiere a la hipóstasis o persona; el género neutro, en cambio, corresponde a la naturaleza»[2].

Esta es la primera premisa de la que parte. En el lugar citado había escrito: «El género neutro es informe, y, en cambio, el masculino, y lo mismo el femenino, es formado y distinto, Con el género neutro se expresa, pues, con propiedad la esencia común y con el masculino y femenino cualquier supuesto (substancia concreta individual) determinado en la común naturaleza. Así sucede también en las cosas humanas, pues si se pregunta: «¿Quién es éste?», se responde «Sócrates», que es nombre de supuesto. Más si se pregunta: «¿Qué es éste?». Se responde: «Un animal racional y mortal»[3]. Lo que denomina Santo Tomás género neutro es el término que significa la esencia concreta común; y los términos de géneros masculino y femenino expresan la esencia concreta e individual, la que posee todo supuesto o substancial individual, tanto el no racional como el racional o persona.

La segunda premisa del argumento es la siguiente: «aunque en la muerte de Cristo, aunque el alma se separó del cuerpo, pero ni uno ni otra estuvieron separados de la persona del Hijo de Dios, como ya se ha dicho más arriba( véase q.50, a.2 y a.3)».

La conclusión es que: «en aquellos tres días de la muerte de Cristo, es preciso decir que Cristo, todo Él estuvo en el sepulcro, porque toda su persona permaneció allí por medio del cuerpo que le estaba unido; y del mismo modo estuvo todo El en el infierno, porque allí estuvo toda la persona de Cristo por razón del alma que le estaba unida; y además Cristo todo Él estaba en todas partes por razón de su naturaleza divina»[4].

Dificultades de la tesis del Cristo entero

Frente a la tesis de que Cristo entero descendió a los infiernos se puede objetar: «El cuerpo de Cristo es una parte de Él. Pero el cuerpo de Cristo no estuvo en el infierno». Se desprende de ello que: «Cristo no estuvo todo Él en el infierno»[5].

Sin embargo, no se sigue esta negación, porque como nota Santo Tomás: «El cuerpo que estaba entonces en el sepulcro, no era parte de lapersona increada, sino de la naturaleza asumida.Y así, por el hecho deque el cuerpo de Cristo no estuviera en elinfierno, no se excluye que Cristo todo no lo estuviera; sólo se muestra que noestaba allí todo lo que integra a la naturaleza humana»[6].

No obstante, todavía se puede argumentar, contra la afirmación de que Cristo estuvo todo en el infierno, que, por una parte: «nada se puede decir todo cuyas partes estén separadas». Por otra: «el alma y el cuerpo son partes de la naturaleza humana, separadas después de la muerte». Como, se ha dicho: «Cristo descendió a los infiernos estando muerto». Por consiguiente: «no estuvo todo en el infierno»[7].

La deducción no es válida, porque como replica Santo Tomás: «La totalidad de la naturaleza humana está constituida por el alma y por el cuerpo, pero no la totalidad de la persona divina». La persona humana incluye la naturaleza, porque cada persona es un todo, constituido por una naturaleza concreta singular y un ser propio distinto realmente de ella.

Sin embargo, la naturaleza concreta singular humana de Cristo no era el constitutivo de la persona divina que Cristo era, y que esta persona sólo había tomado tal naturaleza en una unión hipostática o en la persona. El que en esta naturaleza humana se hubieran separado sus dos constitutivos no afectaba a la persona divina de Cristo, cuya naturaleza y ser, que se identificaban, eran los de Dios. «Por eso, rota la unión del alma y el cuerpo por la muerte, queda el Cristo todo, pero no queda la naturaleza humana en su totalidad»[8].

A pesar de esta explicación, se puede añadir para invalidarla que: «se dice que unoestá «todo» en un lugar, «cuando ninguna de sus partes está fuera de tal lugar». Con su muerte: «algo que era de Cristo estaba fuera del infierno, puesto que el cuerpo estaba en el sepulcro, y la divinidad en todas partes». Debe decirse, por tanto, que: «Cristo no estuvo todo Él en el infierno»[9].

Santo Tomás, en su replica, acepta que: «la persona de Cristo se halla toda ella en cualquier lugar», porque es una persona divina, es Dios, «pero no totalmente, porque no está circunscrita por ningún lugar»[10]. Dios «está en todas partes», pero por su inmensidad: «Dios no está ni circunscrito ni delimitado»[11]. De manera que: «no todos los lugares, tomados en conjunto, pueden contener su inmensidad. Antes bien, es Él quien, con esa inmensidad, abarca todas las cosas».

Puede así decirse, tal como se indica en la premisa mayor de la argumentación de esta tercera objeción, que: «es en las cosas que se hallan corporal y circunscriptivamente en un lugar, en las que se realiza eso de que hallándose todo en un lugar, nada puede estar fuera, Pero esto no tiene lugar en Dios. Por esto dice San Agustín, en el Sermón sobre el Símbolo de los Apóstoles: «Ni de los diversos tiempos y lugares decimos que Cristo se halle todo allí, y todo luego en otra parte y en otro tiempo, sino que esté todo en todo lugar y en todas partes» (Pseudo-San Agustín, Serm. 2, c. 7)»[12]. La conclusión de la objeción no es, por tanto, válida.

Mundo sensible y mundo espiritual

Puede ayudar a comprender adecuadamente estas conclusiones de Santo Tomás, así como las dos anteriores y las siguientes, que constituyen el contenido de la cuestión sobre la bajada de Cristo a los cuatro infiernos –el infierno de los condenados, el limbo de los niños, el purgatorio y el limbo de los justos–, las reflexiones del cardenal Newman sobre la existencia de dos mundos. Lo hace sobre estas palabras de San Pablo: «No ponemos la mirada en las cosas que se ven sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, mas las que no se ven eternas»[13].

Se sigue de ellas que existen dos mundos. «Tal como lo repetimos en el Credo, hay dos mundos «el visible y el invisible» –el mundo que vemos y el mundo que no vemos–, y el mundo que no vemos existe tan realmente como el mundo que vemos. Existe realmente por mucho que no lo veamos».

Percibimos la existencia de mundo material y sensible, porque lo conocemos por los sentidos y estamos ciertos de ella. También de la pluralidad de seres de todo tipo, desde los seres inertes hasta los hombres con sus obras, que constituyen nuestro mundo. E igualmente de su inmensidad. «Allí está, por todas partes, y no deja lugar a ningún otro mundo».

Sin embargo: «a pesar de este universo mundo que podemos ver, existe otro mundo, igualmente grande, igualmente cerca nuestro, y mucho más maravilloso; otro mundo alrededor nuestro, por esto, si no por otra cosa, que no lo vemos». De manera que: «a nuestro alrededor hay innumerables seres, idas y venidas, seres vigilantes, que trabajan o que esperan; pertenecen a aquel otro mundo, al que no alcanzan a ver nuestros ojos sino sólo la fe»[14].

Las cosas del mundo de los sentidos, en el que hemos nacido: «actúan sobre nosotros y lo sabemos; y nosotros actuamos sobre ellos a su vez, y eso conscientemente. Pero todo esto no interfiere con la existencia de ese otro mundo del que hablo, que actúa sobre nosotros, y que sin embargo no nos hace tomar conciencia de que así es. Bien puede estar tan presente como el visible y ejercer una influencia semejante al mundo que se nos revela. Y semejante mundo existe, nos lo dice la Escritura».

En cuanto su contenido: «tomadas como un todo las cosas invisibles y aquellas que vemos hay que decir, en definitiva. que las cosas que no vemos son más encumbradas que las que vemos».

La razón es porque: «antes que nada Él está allí. Aquel que está por encima de todas las cosas, que las ha creado todas, ante quién no son sino como nada, y con quien nada puede compararse. Bien sabemos que Dios Todopoderoso existe más real y absolutamente que cualquiera de nuestros compañeros, cuya existencia certifican nuestros sentidos; y, sin embargo, no lo vemos, no lo oímos, no lo sentidos, no lo encontramos».

Puede inferirse que el mundo invisible es el más excelente. «Aparentemente, pues, las cosas que se ven no son sino una parte, y una parte sólo secundaria, de los seres que nos rodean, cosa que podemos afirmar, aunque más no fuera desde que Dios Todopoderoso, el Ser entre los seres, no pertenece a su número, sino que está entre «las cosas que no se ven».

Sin embargo, como recuerda Newman: «una vez, y una sola vez, durante treinta y tres años, condescendió en convertirse en uno de los seres que se pueden ver, cuando Él, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, nació, por una indecible merced, de la Virgen María, para aparecer en el mundo visible. Y entonces fue visto, oído, tocado; comió, bebió, durmió, conversó, anduvo, actuó como los otros hombres; pero a excepción de aquel breve período, su presencia nunca fue perceptible; nunca. nos ha hecho conscientes de su existencia por medio de nuestros sentidos. Vino y se retiró detrás del velo: y a nosotros, individualmente, resulta como si nunca se nos hubiese mostrado; no contamos con ninguna experiencia sensible de su presencia. Y con todo «Él vive para siempre».

Las almas de los difuntos

Además, en un mundo invisible para nosotros, con el que nuestro mundo material coexiste. Añade Newman que: «en aquel otro mundo también están las almas de los muertos. Ellos también cuando parten de aquí, no dejan de existir, pero se retiran de la escena las cosas visibles de las cosas; o, en otras palabras, dejan de interactuar con nosotros a través de nuestros sentidos».

De modo que: «viven tanto como vivían antes; pero su marco exterior a través del cual les era posible tener trato con otros hombres, es, de algún modo, no sabemos cómo, está separado de ellos, y se seca como las hojas cuando se desprenden del árbol».

De manera que: «ellos permanecen, pero sin los medios habituales de acercarse y corresponder con nosotros. Como cuando un hombre pierde la voz o la mano aún existe como antes, pero ya no puede ya hablar, o escribir, o tener trato con nosotros; de tal modo que cuando pierde no sólo la voz o la mano sino su marco entero -se dice de él que murió –no hay nada para mostrar que se ha ido, pero nosotros hemos perdido los medios de aprehenderle».

Por último, según la Escritura: «los ángeles también habitan el mundo invisible, y a su respecto se nos dice mucho más que de las almas de los fieles difuntos, pues estos últimos «descansan de sus labores» (Ap 14, 13), pero los ángeles están activamente empleados entre nosotros en la Iglesia»[15].

Podría pensarse que el mundo invisible no solo está lejos del material en el espacio, si se puede hablar así y también del tiempo. Así: «por lo generalmente la gente habla del otro mundo como si no existiese actualmente, aunque conceda que existe después de la muerte. No es así: existe ahora, lo veamos o no. Está entre nosotros y a nuestro alrededor».

Debe afirmarse que: «estamos, por tanto, en un mundo de espíritus, tanto como en el mundo de los sentidos, y tenemos trato con ellos, y participamos de ese mundo invisible, aunque inconscientemente»[16].

Pueden parecer unas afirmaciones raras, pero: «innegablemente también participamos de un tercer mundo por cierto que visible, pero del que no sabemos mucho más que acerca de las legiones de ángeles: el mundo animal de las bestias de la tierra».

Además, hay que sostener que: «el mundo de los espíritus, por muy invisible que sea, está presente, no en el futuro, no lejos. No está encima del cielo, ni más allá de la tumba. Está aquí y ahora», o lo que es lo mismo «el Reino de Dios está entre nosotros».

A esto se refieren las palabras citadas de San Pablo –«No ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Cor 4, 8)–. Hay que advertir asimismo que: «el Apóstol la tenía por verdad práctica, una verdad para guiar nuestra conducta. No sólo refiere al mundo invisible, sino al deber de «contemplarlo» hacia él. No sólo lo opone a las cosas temporales, sino que agrega que hay allí razón de más para no mirar las de acá, sino para poner la mirada más allá. Por más que la eternidad se proyecta hacia el futuro, no por esos se encuentra lejos; no porque resulte intangible, lo invisible carece de influencia»[17].

Concluye Newman que: «Así es el reino escondido de Dios; y así como ahora está oculto, a su debido tiempo será manifestado». Por ello, en el Padrenuestro: «decimos día tras día «adveniat regnum tuum», que significa: Oh Señor, muéstrate; manifiéstate, aunque tu trono esté entre los querubines, muéstrate; manifiesta tu poder y ven a ayudarnos».

Por las Escrituras: «sabemos que hay mucho más… mucho más escondido en aquello que vemos. Un mundo de santos y de ángeles, un mundo glorioso, el palacio de Dios, la montaña del Señor de los Ejércitos, la Jerusalén celestial, el trono de Dios y de Cristo, todas estas maravillas eternas, sin precio, misteriosas e incomprensibles, yacen escondidas en lo que vemos».

Por tanto: «Lo que vemos es el caparazón exterior de un reino eterno; y en ese reino eterno fijamos los ojos de la fe»[18]. En conclusión, hay que reconocer que: «lo que vemos es como una pantalla que no nos deja ver a Dios y a Cristo, a sus Ángeles y Santos»[19], y entre ellos los que estuvieron con nosotros en el mundo visible.

La duración de la permanencia de Cristo en los infiernos

En el artículo siguiente, responde Santo Tomás a la pregunta sobre el tiempo en que estuvo Cristo en el infierno. Contesta que: «Así como Cristo, por haber tomado nuestras penas, quiso que su cuerpo fuera depositado en el sepulcro, quiso que ,así quiso también que su alma descendiese al infierno», al que iban todos los hombres, antes de su venida, a los distintos lugares del mismo.

Añade seguidamente que si: «su cuerpo permaneció en el sepulcro un día entero y dos noches para que se comprobase la verdad de su muerte, también debe creerse que otro tanto estuvo su alma en el infierno, a fin de que salieran a la vez ella del infierno y su cuerpo del sepulcro»[20].

No obstante, podría suponerse que Cristo: «no se detuvo en el infierno», porque: «descendió al infierno para librar a los hombres de él. Pero esto lo realizó al instante con su propio descenso»[21]. Sobre ello, precisa Santo Tomás que: «Cristo, en el instante que bajó al infierno, libró a los santos que allí estaban, no sacándolos de aquel lugar, sino iluminándolos con la claridad de la gloria en el mismo infierno. Y, no obstante, fue conveniente que su alma permaneciese en el infierno todo el tiempo que su cuerpo estuvo en el sepulcro»[22].

Otra razón que se puede aducir está en lo que: «dice San Agustín en el sermón Sobre la pasión «sin tardanza alguna, al imperio del Señor y Salvador, se rompieron todos los cerrojos de hierro» (Serm. sup. 160)». Parece, por tanto, que si: «a esto bajó Cristo al infierno a romper sus cerrojos (…) no se detuvo ningún espacio de tiempo en el infierno»[23].

Explica Santo Tomás al responder a la misma que: «se llaman «cerrojos del infierno» a los obstáculos que a los santos padres impedían salir del infierno, el reato de la pena del primer padre». Al recibir los sacramentos del Antiguo Testamento, con el necesario acompañamiento de la fe en el futuro Cristo, estaban ya sin mal de pena, y, por tanto, sin el reato o deuda por la misma. El obstáculo que había para su liberación era la culpa del pecado original de su naturaleza, cuyo reato: «Cristo lo quebrantó con el poder de su pasión y muerte, luego que bajó a los infiernos (cf. Is 45,2), pero quiso permanecer algún tiempo en el infierno»[24], para, como se ha dicho, salir a la vez con su cuerpo, que estaba en el sepulcro.

Por último, se presentaría la siguiente difícil objeción contra la afirmación de la permanencia de Cristo en el infierno: «Se dice en San Lucas: en que Cristo, pendiente de la cruz, dijo al ladrón:«Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43); por lo que resulta evidente que el mismo día estuvo Cristo en el paraíso el mismo día. No lo estuvo con el cuerpo que estaba en el sepulcro. Luego estuvo con el alma, que había bajado al infierno. Y, de este modo, parece que no se detuvo espacio alguno de tiempo en el infierno»[25].

Queda resuelta la dificultad con esta solución de Santo Tomás, porque precisa en ella que: «esas palabras del Señor se han de entender, no del paraíso terrenal corpóreo, sino del paraíso espiritual, en el que se hallan los que gozan de la gloria divina». Debe decirse, por tanto, que: «el ladrón descendió con Cristo al lugar del infierno, para que estando con Cristo, se cumpliese la palabra: «Conmigo estarás en el paraíso», aunque no lo estaba en el lugar, «por razón del premio, estaba en el paraíso porque allí gozaba de la divinidad, como los demás santos»[26], que también habían sido liberados del mal de culpa y anteriormente del de pena.

 

Eudaldo Forment

 



[1] Sebastiano del Biombo, Bajada de Cristo al Limbo (1516).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 52, a. 3, in c.

[3] Ibíd., I, q. 21, a. 2, ad 4.

[4] Ibíd., III, q. 52, a. 3, in c.

[5] Ibíd., III, q. 52, a. 3, ob. 1.

[6] Ibíd., III, q. 52, a. 3, ad 1.

[7] Ibíd., III, q. 52, a. 3, ob. 2.

[8] Ibíd., III, q. 52, a. 3, ad 2.

[9] Ibíd., III, q. 52, a. 3, ob. 3.

[10] Ibíd., III, q. 52, a. 3, ad. 3.                        

[11] Ibíd.,  I, q. 52, a. 2, in c.

[12] Ibíd., III, q. 52, a. 3, ad. 3.

[13] II Cor. 4, 18.

[14] John Henry Newman, Sermones parroquiales, “El mundo invisible”  (Trad. P. Fernando M. Cavaller), en Newmaniana (Buenos Aires), 12 (1994), pp. 12- 17, p. 12.

[15] Ibíd, p. 13.

[16] Ibíd., p. 14.

[17] Ibíd.  p. 15.

[18] Ibíd., p. 16.

[19] Ibíd., p. 17,

[20] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 52, a. 4, in c.

[21] Ibíd., III, q. 52, a. 4, ob. 1.

[22] Ibíd., III, q. 52, a. 4, ad 1.

[23] Ibíd., III, q. 52, a. 4, ob. 2.

[24] Ibíd., III, q. 52, a. 4, ad. 2.

[25] Ibíd., III, q. 52, a. 4, ob. 3.

[26] Ibíd., III, q. 52, a. 4, ad 3.

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