LXI. La sepultura de Cristo
Conveniencia de la sepultura de Cristo[1]
Los cuatro evangelistas hablan de la sepultura de Cristo y Santo Tomás le dedica toda la cuestión siguiente. Contiene cuatro artículos. Los dos primeros se ocupan del mismo hecho de la sepultura. Primero su conveniencia y después al modo como fue sepultado.
En cuanto si fue conveniente que Cristo fuese sepultado, su respuesta es afirmativa. La justifica con tres razones. La primera: «para demostrar la verdad de su muerte, pues a uno no se deposita en el sepulcro sino cuando ya consta la verdad de su muerte. Por esto se lee en el evangelio de San Marcos (Mc 15, 44-45) que Pilato, antes de permitir que Cristo fuese sepultado, averiguó, tras diligente investigación, si ya había muerto»[2].
Como escribió el profesor Fillion: «Era costumbre de los romanos que los cuerpos del crucificados permaneciesen largas horas pendientes de la cruz; a veces hasta que entraban en putrefacción o las fieras y las aves de rapiña los devoraban. Rarísima vez se entregaban a la familia. Por el contrario, la ley mosaica prohibía expresamente que los cadáveres de los ajusticiados pasasen la noche en el patíbulo. Dejarlos en él era, según los judíos, profanar toda la Tierra Santa y atraer sobre ella la maldición divina. Por lo cual, antes que Jesús expirase, los príncipes de los sacerdotes y sus colegas del Sanedrín pidieron a Pilato que, según la costumbre romana, mandase rematar a los ajusticiados»[3].
Seguidamente: «interviene José de Arimatea, yendo a visitar al procurador para rogarle que tuviese a bien dar su consentimiento para que les fuese entregado el cuerpo sagrado de Jesús. Después de lo pasado no carecía de riesgo el acto de José, como lo indica San Marcos, pues era declararse amigo de aquel a quien Pilato había condenado al suplicio de la cruz y exponerse al odio de los enemigos del Salvador que, sin duda, hubieran visto con buenos ojos que su víctima quedase privada de honrosa sepultura. Pero José (…) había llegado a ser discípulo oculto hasta aquel día, «por temor a los judíos» (Jn 19, 38), como lo dice expresamente San Juan. En esto se parecía a Nicodemo, y cierto que aquel respeto humano no redundaba en gloria suya. Pero la muerte de Jesús desvaneció todos sus temores y entrambos se unieron valerosamente para procurar al cuerpo sagrado del Maestro los honores que le eran debidos»[4].
Nota también Fillion que, no obstante: «el mismo paganismo dio aquel día testimonio irrecusable del Salvador. El centurión romano, que había presidido las tres crucifixiones y los soldados que las habían ejecutado, habían contemplado y oído todas las cosas extraordinarias que habían acaecido en los últimos momentos y después de la muerte de Jesús. Experimentaron vivísimos sentimientos de terror religioso. Al ver las muestras del sobrenatural poder de Aquel a quien habían crucificado, les asaltó el temor de que iban a incurrir en los rigores de su venganza. Especialmente el centurión (…) resumió su opinión en la exclamación siguiente: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39)»[5].
Además: «otros testigos de las escena del Calvario manifestaron también su compunción: eran muchos judíos, que descendían golpeándose el pecho para expresar el dolor que experimentaban por la muerte de Jesús (cf. Lc 23, 48)».
Por último: «una tercera clase de personas, cuya pena era mucho mayor, porque amaban más a Jesús: las santas amigas del Salvador, particularmente las galileas, que tantas veces le habían acompañado en sus excursiones de misionero y socorrido en sus necesidades (cf. Lc 8, 1-3)».
También además de las santas mujeres que estaban en el calvario, según San Lucas «conocidos de Jesús» (Lc 23, 49), expresión que se refiere a: «algunos de los amigos y discípulos más adictos del Salvador, quizá Lázaro de Betania y sus parientes, que, como San Juan, habían acudido al Calvario para mostrarle en aquella hora suprema su afecto. ¿Cuáles eran ahora sus sentimientos? Su fe, cierto, era vacilante y se habían oscurecido sus enseñanzas, pero, cuando menos, permanecía firme su amor. Por lo que hace a la madre Cristo, si experimentaba acerbísimo dolor, estaba segura de que su divino Hijo resucitaría como lo había anunciado, y daba a todos ejemplo de valor y firmeza»[6].
La segunda razón de la conveniencia de la sepultura de Cristo fue porque: «resucitando del sepulcro, da esperanza de resucitar, por Él mismo los que han sido sepultados, según lo que se lee en San Juan: «Todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren, vivirán» (Jn 5, 25-28)»,
Tercero: «para ejemplo de los que, por la muerte de Cristo, se hallan espiritualmente muertos al pecado, los cuales quedan así «ocultos a las intrigas de los hombres» (Sal 30,21). Por lo cual, dice el Apóstol a los Colosenses: «Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 3)» Al igual que Cristo resucitado está oculto a la visión de los hombres, la vida del bautizado está oculta en Dios, pero cuando Cristo se manifieste gloriosamente también se manifestará la de los que han muerto al pecado.
Entierro digno de Cristo
Se puede inferir de ello que: «también los bautizados, que por la muerte de Cristo mueren al pecado, son como consepultados con Cristo por medio de la inmersión, según aquellas palabras de San Pablo: «Hemos sido sepultados con Cristo para participar por el bautismo en su muerte» (Rm 6, 4)»[7]. La inmersión del bautismo remite a la idea de sepultura, que sigue a la de la muerte, y, como en Cristo, es el camino de inicio a la resurrección.
Por último, nota Santo Tomás que refuerza la conveniencia que Cristo fuera sepultado que «así como la muerte de Cristo fue causa suficiente de nuestra salvación, también lo fue su sepultura»[8].
Por ello, no fue «injurioso para Dios»[9], que es «excelso sobre los cielos, que fuera sepultado en la tierra, puesto que lo que es propio del cuerpo muerto de Cristo, se atribuye a Dios por razón de la unión»[10], de la unión de su naturaleza humana con la naturaleza divina en la persona del Verbo de Dios.
Debe tenerse presente que: «nada de cuanto conduce a la salvación de los hombres es injurioso para Dios»[11]. Se explica, por una parte, porque: «tan espléndida es la gracia de Dios y su amor a nosotros, que hizo Él más por nosotros de lo que podemos comprender». Por otra, que: «no hemos de pensar que Cristo sufriera la muerte de modo que muriera la divinidad; murió en Él la naturaleza humana. No murió en cuanto era Dio, sino en cuanto hombre»[12].
Además según las narraciones bíblicas, tal como indica el profesor Díez Merino: «La privación de la sepultura era considerada como una pena muy grave, por eso se privó de sepultura a Jezabel (2 Re 9, 10) y del mismo modo como signo negativo los huesos de los reyes, de los sacerdotes y de los profetas serían sacados de sus tumbas (Jer 8, 1-2). Los culpables han de morir y no tendrán ni lágrimas, ni sepultura y las bestias del campo les devorarán (Jer 16 4.6; 25, 33). El rey Joaquín será sepultado como se entierra un asno, que se tira fuera de las puertas de la ciudad, y los chacales, las hienas y otros animales le convierten en presa (Jer 22, 19)»[13].
A Cristo podía habérsele negado la sepultura, que se consideraba como un castigo. Sin embargo: «La sepultura de Jesús no se vio afectada por las reglas de los judíos, puesto que el suplicio había sido realizado por la autoridad romana, y la suerte del cadáver de Jesús no dependía de los judíos, sino de la autoridad de Pilato (Jn 19, 38)»[14].
Gracias a ello: «Jesús no fue enterrado en un sepulcro cualquiera, sino en un mausoleo familiar de un discípulo, llamado José Arimatea, cuya categoría social debía de ser bien conocida en su comunidad». Por consiguiente: «Jesús fue sepultado con dignidad, la que correspondía al Hijo de Dios y esto se fue destacando progresivamente en la tradición evangélica».
Nota asimismo Díez Merino que: «en la tradición exegética se pone énfasis en que el sepulcro era nuevo, es decir, que José colocó a Jesús en un sepulcro donde no había ningún difunto, y conservó el cuerpo de Jesús para la resurrección especial, como argüía Orígenes (Los escritores cristianos griegos, Ed. De E. Klostermann, XI, 296), y con ello se obtenían tres resultados positivos: a) se descartaba la sospecha de que pudiera haber resucitado una persona distinta de la de Jesús; b) con ello se reconocía la dignidad singular de Jesús, nacido de la Virgen María; c) se le sepultaba en una sepultura honrosa, no en un hoyo como un plebeyo, es decir, Jesús, pobre, descansa en un sepulcro rico, incluso suntuosos»[15].
Conveniencia del modo como fue sepultado de Cristo
En el siguiente artículo, Santo Tomás muestra la conveniencia del modo como se sepultó a Cristo. Para ello, expone tres motivos. El primero: «en habernos confirmado la fe en la muerte y la resurrección»[16], porque, como nota Ratzinger: «el ser de los cristianos significa esencialmente la fe en el Resucitado»[17].
El segundo: «para a hacer más estimable la piedad a quienes le dieron sepultura. Por esto dice San Agustín: «Laudablemente se recuerda en los evangelios a los que, bajando con diligencia su cuerpo de la cruz, se cuidaron de envolverlo y enterrarlo con cuidado y honoríficamente» (Ciud. de Dios, I, c. 13).
En el descendimiento de la cruz participó José de Arimatea. En el Evangelio de San Juan se dice que, después de pedir a Pilato el poder quitar el cuerpo de Jesús de la Cruz, que accedió a ello, así lo hizo (cf. Jn 19, 38). «Se constata así el hecho, pero no el modo cómo se desarrolló; para el evangelista está claro que la intervención de José de Arimatea fue decisiva y directa; además se garantiza su presencia tanto ante Pilato como ante la cruz de Jesús».
La explicación de San Juan (cf. Jn 19, 31-37) «supone que Jesús es sepultado por unos judíos que, siendo fieles a la ley judía, no quisieron que un crucificado quedase colgado en la cruz durante el sábado, pues en el libro del Deuteronomio (cf. Dt 21, 23) se establece que los ajusticiados no deben quedar colgados del árbol por la noche, sino que deben ser sepultos el día de su ejecución»[18]
Otro personaje que intervino es Nicodemo, que: «que nos presenta el evangelio de San Juan como fariseo, judío notable, «doctor de Israel, probablemente del miembro del Sanedrín, para San Juan es un hombre recto, fiel, pero un tanto cerrado ante Jesús (cf, Jn 3, 1, 4, 9; 7, 50); es un personaje de perfil enigmático, y algunos han pensado que su presencia, siendo el único fariseo perteneciente al Sanedrín favorable a Jesús, habría garantizado la correcta ejecución del rito de enterramiento de Jesús»[19].
Un tercer personaje, el más importante, es María, Madre de Cristo: «de ella, como de Juan, se nos dice que estaban junto a la cruz de Jesús (cf. Jn 19, 25-27); si estaba junto a la Cruz, sin duda que tuvo que asistir al descendimiento, aún cuando las fuentes canónicas nada digan»[20].
El tercer motivo es «por el misterio que se realiza en aquellos que con «Cristo son sepultados para tener parte en su muerte» (Rm 6, 4). Al comentar estas palabras del pasaje citado de San Pablo, explica Santo Tomás que: «mediante el bautismo los hombres son sepultados en Cristo, o sea, se conforman a su sepultura. Porque así como el que es sepultado es puesto debajo de tierra, así también el que es bautizado es sumergido bajo el agua».
Seguidamente observa también Santo Tomás que: «corporalmente primero se muere uno y luego es sepultado; pero espiritualmente la sepultura del bautismo causa la muerte del pecado, porque los sacramentos de la nueva ley realizan lo que significan. Por lo cual, como la sepultura, que se efectúa mediante el bautismo, es el signo de la muerte del pecado, realiza la muerte en el bautizado. Y por esto se dice que somos sepultados en la muerte; para que por el hecho mismo de que recibimos en nosotros el signo de la sepultura de Cristo, aceptemos al muerte al pecado»[21].
Detalles del entierro
En las respuestas a las objeciones, que presenta Santo Tomás sobre la conveniencia del modo en que se sepultó a Cristo, indica varias particularidades del entierro. Se basa en los relatos evangélicos, que refieren algunos, aunque no el modo en que tuvieron lugar o se realizaron
En la primera objeción se argumenta: «La sepultura de Cristo debe responder a su muerte; pero la muerte padecida por Cristo fue abyectísima, conforme a aquellas palabras de la Escritura: «Condenémosle a muerte vilísima» (Sab 2, 20). Luego parece no haber sido conveniente que se diese a Cristo tan honrosa sepultura, y que fuese enterrado por dos magnates como José de Arimatea, que era «noble sanedrita» ,como se dice en el Evangelio de San Marcos (cf. Mc 15, 43, y por Nicodemo, que era «príncipe de los judíos», como se lee en el Evangelio de San Juan (cf. Jn 3, 1)»[22].
Arguye Santo Tomás que no es comparable la muerte de Cristo con su sepultura, porque la primera fue «afrentosa» por sus enemigos, pero: «en la honorífica sepultura se considera la virtud del que muere, el cual contra la intención de los que le mataron fue honrosamente sepultado, prefigurando con esto la devoción de los fieles que habían de servir a Cristo muerto»[23].
Asimismo se añade, en otra objeción sobre esta conveniencia, que: «no debió hacerse con Cristo nada que fuese un ejemplo de superfluidad, pero tal parece haber sido lo que hizo «Nicodemo, que trajo una mezcla de mirra y áloe, como de unas cien libras», (Jn 19, 30)»[24], más de 30 Kg., para enterrar a Cristo.
En su respuesta, recuerda Santo Tomás que: «se dice en el Evangelio de San Juan sobre su sepultura que: «le sepultaron según la costumbre entre los judíos de sepultar sus muertos» (Jn 19, 40)»[25].
En la siguiente objeción, se observa que: «que no parece conveniente lo que contiene disonancias»; y que las hay en el relato del modo se sepultar a Cristo en los Evangelios. Por una parte: «como nota San Jerónimo, (cf. S. Jerónimo, Com. Evang. S. Mat., 27, 59), hubo una sepultura sencilla de Cristo, puesto que José «envolvió su cuerpo en una sábana limpia» (Mt 27, 59)», y que: «no fue «con oro, piedras preciosas y seda» con el». Por otra: «parece haber sido muy suntuosa, puesto que lo sepultaron con aromas». Se puede de ello inferir que: «no parece que se guardara el conveniente modo en la sepultura de Cristo»[26].
En la correspondiente respuesta nota Santo Tomás que: «la envoltura del cuerpo se ordenaba sólo a un cierto decoro de la honestidad. Y esto nos enseña que, debemos contentarnos con cosas sencillas» también en el vestir.
Indica además que «La mirra y el áloe se aplicaron al cuerpo de Cristo para preservarlo de la corrupción, cosa que, de algún modo, parecía necesaria». Comenta seguidamente que: «con esto nos enseña que lícitamente podemos usar de algunos preciosos remedios en orden a la conservación de nuestro cuerpo»[27].
Por último, se replica en la cuarta objeción que: «en los Evangelios se narran algunas cosas sobre la sepultura», como que fue sepultado «en un huerto», »en un sepulcro ajeno», «nuevo», y «excavado en la roca». Sin embargo: «todo cuanto está escrito» sobre todo de Cristo «lo está para instrucción nuestra» (Rm 15, 4)», y ninguna de estas cosas «nada parecen conducir a nuestra enseñanza». Por consiguiente: «no estuvo bien el modo de la sepultura de Cristo»[28].
Explica Santo Tomás, en su contestación, que: «Cristo fue sepultado en un huertopara significar que, por su muerte y sepultura, somos librados de la muerte, en que incurrimos por el pecado de Adán, cometido en el huerto del paraíso».
En cuanto al sepulcro: «podemos ver la gran pobreza que por nosotros había tomado, pues en la vida no había tenido casa, después de muerto es depositado en ajeno sepulcro, y estando desnudo, necesita ser cubierto por José»´. El sepulcro era nuevo, porque, como dice San Jerónimo: «para que después de la resurrección, quedando los demás cuerpos en el sepulcro, no se supusiese que era otro el que había resucitado» (Com. Evang. S. Mateo, 27, 64, l. 4). La sepultura era tallada en la roca, porque: «escribe San Agustín que: «si en la tierra hubiera sido sepultado, podrían decir: cavaron la tierra y le robaron» (S. Tomás, Cadena aurea, Mt 27, 64, 11)»[29]
En definitiva, la sepultura de Jesús fue honrosa porque, como escribe Díez Merino: «habiendo recibido la muerte de cruz, la más afrentosa de entonces, no le cayó la maldición por haber prendido de la cruz, como mantenían los judíos», ya que: «según la legislación judía los muertos en la cruz no tenían derecho a una sepultura honrosa».
Debe tenerse en cuenta que: «Al haber sido condenado por causa política (ser rey según los romanos, crimen «lesae maiestatis) y por causa religiosa (por blasfemia según los judíos), le habría correspondido una sepultura ignominiosa, pero sucedió todo lo contrario, su cadáver fue donado a amigos y familiares, quienes le tributaron un sepelio real: sepulcro nuevo excavado en la roca, embalsamiento con perfumes abundantes y costosos, servido por la aristocracia judía (José de Arimatea, Nicodemo), y con todos los permisos en regla (habiendo intervenido la máxima autoridad romana)» Asimismo: «fue envuelto en lienzos nuevos, no arrastrado a una fosa común (así sucedió con los ladrones que fueron crucificados con Jesús)» [30]. Debe reconocerse, por tanto, que según el Evangelio: «Jesús tuvo un enterramiento de personaje distinguido»[31].
Eudaldo Forment
[1] Maitre Chaource o Maestro de las Figuras Tristes, Enterramiento (1515-1520).
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 51, a. 1, in c.
[3] LOUIS CLAUDE FILLION., Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Madrid, Ediciones Rialp, 2000, 3 vv., v. III, Pasión, muerte y resurrección, p. 227.
[4] Ibíd, pp. 228-229.
[5] Ibíd., p. 225.
[6] Ibíd. p. 226.
[7] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 51, a. 1, in c.
[8] Ibíd., III, q. 51, a. 1, ad 2.
[9] Ibíd., III, q. 51, a. 1, ad 3.
[10] Ibíd., III, q. 51, a. 1, ob. 3.
[11] Ibíd., III, q. 51, a. 1, ad 3.
[12] ÍDEM, Exposición del símbolo de los Apóstoles, art. 4.
[13] Luis Díez Merino, voz Sepultura de Jesús, , en ÍDEM (Ed.) Pasión de Cristo, Diccionarios San Pablo, Madrid, Ed. San Pablo, 2015, pp. 1194b-1201b, p. 1195a.
[14] Ibíd., pp. 1195b-1196ª.
[15] Ibíd., p. 1196b.
[16] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 51, a. 2, , in c.
[17] Josep Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Segunda parte, Madrid, La esfera de los Libros, 2011, p. 303.
[18] Luis Díez Merino, voz Descendimiento de la cruz, en ÍDEM (Ed.) Pasìón de Cristo, op. cit., pp. 325a-330b, p. 326a.
[19] Ibíd., p. 327a.
[20] Ibíd., p. 327a-327b.
[21] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los romanos, c. VI, lec. 1.
[22] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 51, a. 2, ob. 1.
[23] Ibíd., q. 51, a. 2, ad 1.
[24] Ibíd., q. 51, a. 2, ob. 2.
[25] Ibíd., q. 51, a. 2, ad 2.
[26] Ibíd., q. 51, a. 2., ob. 3.
[27] Ibíd., q. 51, a. 2, ad 3.
[28] Ibíd., q. 51, a. 2, ob. 4.
[29] Ibíd., q. 51, a. 2, ad 4.
[30] Luis Díez Merino, voz Descendimiento de la cruz, op. cit., p. 328a.
[31] Ibíd., pp. 328a-328b.
2 comentarios
el cáliz desta pasión,
que Vos le bebéis de sangre,
y yo de pena y dolor.
¿De qué me sirvió guardaros
de aquel Rey que os persiguió,
si al fin os quitan la vida
vuestros enemigos hoy?»
Esto diciendo la Virgen
Cristo el espíritu dio;
alma, si no eres de piedra
llora, pues la culpa soy.
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