XXXIV. Los milagros de Cristo
Significado de milagro[1]
Además de enseñar, Cristo realizó numerosos milagros. «Decían de Él sus adversarios: «¿Qué hacemos, que este hombre hace muchos milagros?» (Jn 11, 47)»[2]. A ellos, dedica Santo Tomás la cuestión siguiente.
El término milagro, del latín «miraculi», significa lo que produce admiración, y en este caso, por un hecho que no sigue el orden natural. Por tomarse de admiración, indica también que el hecho producido tiene que mostrarse sensiblemente, porque: «la admiración se refiere a cosas patentes a los sentidos»[3]. Así se explica que, por no cumplir esta primera condición, no sean milagros en sentido estricto, aunque sean insólitos, por ejemplo, la eucaristía, o la conversión del pecador por la gracia, hechos más extraordinarios que cualquier milagro.
En la definición de milagro de San Agustín, se da una segunda condición, porque escribe: «Llamo milagro a lo que, siendo arduo e insólito, parece rebasar las esperanzas posibles y la capacidad del que lo contempla»[4]. Para que algo sea un milagro debe ser arduo o difícil, insólito, y, por tanto, fuera del poder de la naturaleza.
Al comentarla, advierte Santo Tomás que: «el milagro se dice que es una obra ardua, no precisamente por la condición del sujeto o materia en que se realiza, sino porque excede el poder de la naturaleza». Es, en este sentido, un hecho extraño. «Asimismo se dice insólito, no precisamente porque acontezca raras veces, sino porque acontece fuera del orden naturalmente acostumbrado». Sale así del curso ordinario de las cosas. Por último: «respecto a exceder el poder de la naturaleza, se ha de entender esto no sólo en cuanto a la substancia de lo hecho, sino también en cuanto al orden con que se hace»[5].
La tercera y última condición es que el hecho supere a las leyes de la naturaleza de modo absoluto. «Como una misma causa es a veces conocida por unos e ignorada por otros, de ahí resulta que, entre quienes ven un efecto simultáneamente, unos se admiren y otros no. Por ejemplo, el astrólogo no se admira viendo un eclipse de sol, porque conoce la causa; sin embargo, quien desconoce esta ciencia ignorando la causa, ha de admirarse necesariamente. Así, pues, hay algo admirable para éste y no para aquél. Luego será admirable en absoluto lo que tenga una causa absolutamente oculta»[6].
No puede argüirse, por ello, que algo se considere milagroso por desconocerse, en aquel momento histórico, leyes de la naturaleza, que podrán descubrirse más adelante. La tercera condición implica que no es necesario conocer todo el poder de la naturaleza. Basta advertir que aquello extraordinario, calificado de milagroso, no puede hacerlo la naturaleza, porque desde ella no se podrá descubrir su causa, porque la sobrepasa.
Clases de milagros
También enla Suma teológica, Santo Tomás clasifica los milagros. Lo hace según excedan el poder de la naturaleza al cual sobrepasa. La comparación, que implica el milagro, es siempre con respecto a la naturaleza, porque: «nada puede llamarse milagro por comparación al poder divino, porque cualquier hecho comparado al poder de Dios es insignificante».
De ahí que: «según que se excede más el poder de la naturaleza, se dice que hay mayor milagro». Lo que permite clasificarlos y «de tres modos», porque, según ellos, «puede un hecho exceder el poder de la naturaleza».
De un primer modo: «en cuanto a la substancia de lo hecho; por ejemplo, que dos cuerpos existan simultáneamente en un mismo lugar, o que el sol retroceda, o que el cuerpo humano sea glorificado; lo cual de ningún modo puede hacerse por la naturaleza. Y estos son los mayores entre todos los milagros»[7].
El mayor de todos es «la Encarnación del Verbo, el milagro de los milagros, como dicen los santos, porque es el mayor de todos los milagros, y porque a este milagro se ordenan todos los otros milagros; y por este motivo no sólo conduce a otros a creer, sino que también otros milagros conducen a que se crea en el mismo»[8].
De un segundo modo, se clasifican los milagros por: «exceder el poder de la naturaleza, no por lo que es hecho, sino por el sujeto en que se hace; por ejemplo, la resurrección de los muertos, el recobrar la vista los ciegos, y otros hechos parecidos. Puede, en efecto, la naturaleza producir la vida, pero no en un cuerpo muerto; puede asimismo dar la vista, pero no a un ciego».
Por último, hay una tercera clase, porque puede un hecho milagro exceder a la naturaleza no sólo en cuanto a la substancia, o al hecho en sí mismo, y al sujeto, o en la materia donde se realiza el hecho, sino también: «puede rebasarse el poder de la naturaleza en cuanto al modo y el orden de obrar, por ejemplo, al curarse repentinamente la fiebre por virtud divina, sin el uso y proceso de los remedios naturales usados en tales casos, o al deshacerse súbitamente en lluvia la atmósfera por virtud divina sin causas naturales, como sucedió por las oraciones de Samuel y de Elías».
Precisa sobre los de esta última clase que: «estos milagros ocupan el ínfimo lugar entre los milagros». También que: «dentro de cada uno de estos tres géneros, hay diversos grados, según que en cada caso se excede más o menos el poder de la naturaleza»[9].
El poder de realizar milagros
Puede afirmarse de todo milagro que: «es, propiamente, un hecho realizado fuera del orden de la naturaleza. Pero no basta para que sea milagro que se haga algo fuera del orden de una naturaleza particular; porque, entonces, al lanzar una piedra hacia arriba, se haría un milagro, puesto que esto es fuera del orden de la naturaleza de la piedra. Se entiende por milagro aquello que se efectúa fuera del orden de toda la naturaleza creada. Esto no puede hacerlo más que Dios; porque cualquier cosa que haga el ángel, o cualquier otra criatura, con su propio poder, cae dentro del orden de la naturaleza creada, y, por tanto, no es milagro. Es, pues, evidente que sólo Dios puede hacer milagros»[10].
Si se dice que los santos o los ángeles hacen milagros: «es porque los hace Dios por su intercesión»[11]. Nunca los hacen por su poder. «Aunque los ángeles pueden hacer algo fuera del orden de la naturaleza corpórea, nada pueden hacer, sin embargo, fuera del orden de toda la naturaleza creada; lo cual se requiere para el concepto de milagro»[12].
Por ello, nota asimismo Santo Tomás que: «tomado el milagro en sentido estricto, no pueden hacerlos los demonios ni criatura alguna, sino sólo Dios; porque milagro propiamente es lo que se hace excediendo el orden de toda la naturaleza creada; y todo poder creado está contenido bajo este orden».
Sin embargo, otras veces: «se entiende también por milagro, en sentido lato, aquello que sobrepasa el poder y la admiración de los hombres. Y en tal sentido pueden los demonios hacer milagros, es decir, cosas que admiran los hombres porque exceden su propio poder y conocimiento; pues incluso un hombre, al hacer algo que sobrepasa el poder y conocimientos de otros, le causa admiración, hasta el punto de hacerle creer que lo hace milagrosamente».
No obstante, sorprenden al hombre, porque: «aunque tales obras de los demonios, que a nosotros nos parecen milagros, no llegan a la categoría de verdaderos milagros, son, no obstante, algunas veces cosas verdaderas y reales. Así, por ejemplo, los magos de Faraón hicieron por virtud de los demonios verdaderas serpientes y ranas (cf. Ex 7, 11; 8, 7); «y cuando cayó fuego del cielo y en un abrir y cerrar de ojos consumió la familia y los ganados de Job, y la tempestad destruyó su casa y mató a sus hijos. Cosas que fueron hechos de Satanás –como dice San Agustín–, no fueron meras alucinaciones» (San Agustín, La ciudad de Dios, XX, c. 19)»[13].
Los milagros exceden a la naturaleza, pero no la contradicen, porque: «aunque Dios realice algunas veces algo fuera del orden impuesto a las cosas, no obstante, nada hace contra la naturaleza»[14].
Se comprende, porque «Dios pudo haber establecido cualquier otro orden de las cosas». Por tanto, Dios «puede obrar fuera de este orden siempre que quiera». Puede hacerlo: «produciendo los efectos propios de las causas segundas sin necesidad de ellas», o «produciendo otros efectos a los que no alcanza el poder de las causas naturales». Por ello, dice San Agustín que: «Dios obra contra el curso ordinario de la naturales; pero de ningún modo contra la ley suprema, porque no puede obrar contra sí mismo» (Réplica a Fausto, el maniqueo, XXVI, 3)»[15].
La finalidad de los milagros
El poder de hacer milagros es concedido por Dios al hombre por dos motivos. El primero, y principal es el siguiente: «para confirmar la verdad que uno enseña, puesto que las cosas que exceden la capacidad humana, no pueden probarse con razones humanas, sino que es necesario probarlas con argumentos del poder divino, a fin de que, viendo que uno hace obras que solo puede hacer Dios, crean que viene de Dios lo que se enseña. Así, cuando uno ve una carta sellada con el sello del rey, se cree que el contenido de la misma procede del rey mismo».
El segundo motivo por el que Dios otorga el poder realizar milagros es, añade seguidamente Santo Tomás: «para mostrar la presencia de Dios en el hombre por la gracia del Espíritu Santo, para que viendo que el hombre al realizar obras de Dios, se crea que el propio Dios habita en él por la gracia. Por esto dice San Pablo: «El que os da el Espíritu y obra milagros entre vosotros» (Gal 3, 5)».
Esta doble finalidad explica que Jesucristo realizará milagros. pues: «ambas cosas debían manifestarse de Cristo a los hombres, a saber: que Dios estaba en El por la gracia, no de adopción sino de unión, y que su doctrina sobrenatural provenía de Dios. Y por estos motivos fue convenientísimo que hiciera milagros. Por lo cual dice Él mismo: «Si no queréis creerme a mí, creed a mis obras» (Jn 10, 38). Y también: «Las obras que el Padre me ha concedido hacer, ellas dan testimonio de mí” (Jn 5, 26)»[16].
A estos dos razonamientos que concluyen en la conveniencia y hasta la necesidad de que Cristo hiciese milagros se puede objetar que: «las obras de Cristo debieron estar acordes con sus palabras. Pero él mismo dijo: «Esta generación malvada y adúltera pide una señal, y no se le dará otra que la señal del profeta Jonás» (Mt 16,4). Luego no debió hacer milagros»[17].
El resultado de esta argumentación no es concluyente, porque: «las palabras: del Señor «No se le dará otra que la señal del profeta Jonás» (Mt 16,4), deben entenderse, como dice San Juan Crisóstomo, en el sentido de que: «entonces recibieron el signo que deseaban», a saber, «señales del cielo», pero no que antes no les hubiera dado señal alguna». O también que «hacia señales, no por causa de ellos, que sabía que tenían corazones de piedra, sino para otros, para convertirlos» (Com. Evang. S. Mt. hom. 43). De maneras que las señales prodigiosas no se daban a esos que las pedían, sino a otros»[18].
También se podría negar la conveniencia de los milagros de Cristo con esta objeción: «Cristo vendrá en su segunda venida «con gran poder y majestad» (Mt 24, 30), mas en su primera vino con flaqueza, según las palabras de Isaías: «Varón de dolores y que sabe de enfermedades» (Is 53, 3). Ahora bien, la realización de milagros pertenece más al poder que a la flaqueza. Luego no fue conveniente que hiciera milagros en su primera venida»[19].
No es así, responde Santo Tomás, porque: «aunque Cristo vino en «flaqueza», como se deja ver en sus padecimientos, vino, sin embargo, «con el poder de Dios» (2 Cor 13, 4), y éste tenía que manifestarse con los milagros»[20].
Por último se presenta en este artículo la siguiente dificultad, más profunda que las anteriores: «Cristo vino a salvar a los hombres por la fe, según este pasaje de San Pablo: «Mirando el autor de la fe y consumador de la misma, Jesús» (Heb 12, 2)». Es el autor y consumador de la fe y porque la enseña con su palabra, que imprime en nuestro interior. «Pero los milagros disminuyen el mérito de la fe, por lo que, dice el Señor: «Si no veis señales y prodigios, no creéis» (Jn 4, 48), Luego da la impresión de que Cristo no debió hacer milagros»[21].
En la correspondiente respuesta de Santo Tomás, aún más profunda, se replica: «Los milagros disminuyen el mérito de la fe en tanto en cuanto que por ellos se pone de manifiesto la dureza de quienes rehúsan a creer lo que en las divinas Escrituras se contiene si no es a fuerza de milagros. Y, sin embargo, les es mejor que siquiera por los milagros se conviertan a la fe y no permanezcan en la infidelidad. Dice San Pablo a los Corintios: «Las señales se dan a los infieles para que se conviertan a la fe» (1 Cor 14, 22) »[22]. Así Cristo es «consumador» de la fe por confirmarla con milagros[23].
El poder de hacer milagros de Cristo
Los milagros que realizó Cristo no fueron porque se le había otorgado este poder, sino por su propio poder como Dios. Por tanto, «hizo los milagros con poder divino». Se explica, porque, como se ha dicho: «los verdaderos milagros no pueden hacerse más que con el poder divino, porque sólo Dios puede mudar el orden natural, en que consiste el milagro».
Añade Santo Tomás, para precisar esta nueva tesis sobre los milagros de Cristo, que, por ello: «decía el papa San León, que, habiendo en Cristo dos naturalezas, «una de ellas –la divina–, es la que resplandece con los milagros; la otra, –la humana–, es la que sucumbe al peso de las injurias» (Epist. 28, A Flaviano, c. 4); y, sin embargo, cada una de ellas obra en comunicación con la otra, por cuanto que la naturaleza humana es instrumento de la acción divina, y la acción humana recibe el poder de la naturaleza divina»[24].
Por su doble naturaleza, divina y humana, a Cristo le corresponden operaciones divinas y otras humanas, porque, por ser la naturaleza principio de operación, cada naturaleza tiene operaciones propias. Además de estas dos clases de operaciones en Cristo, las propiamente divinas y las propiamente humanas, que se dan sin confusión pero sin separación, hay también otras operaciones, que no son de una nueva clase sino de la concurrencia de ambas naturaleza en su realización. Puede decirse que toda operación divino-humana de Cristo es doble, y que la divina actúa como causa principal y la humana como causa instrumental.
Sobre ella había explicado Santo Tomás que: «la acción de un agente que es movido por otro es doble: una que resulta de su propia forma y otra que recibe del agente que le mueve. Así, por ejemplo, la acción que el hacha posee por su propia forma es la de cortar: pero, en cuanto que es manejada por un artesano, su acción es, por ejemplo, el hacer una silla».
Se advierte que: «:hacer una silla no es una operación del hacha, distinta de la del artesano», pero «únicamente como instrumento es como el hacha participa en la acción del artesano», no se identifica así con ella como motor o causa principal,
De manera que: «siempre que el motor y el móvil posean formas o potencias operativas diversas, la operación propia del agente motor es distinta de la operación propia del móvil, por más que el móvil participe de la acción del motor y éste utilice la operación del móvil, de suerte que uno y otro obren en común».
Por consiguiente, en Cristo: «su naturaleza humana tiene una operación propia distinta de la operación divina y viceversa; y, sin embargo, la naturaleza divina utiliza la operación de la naturaleza humana a la manera que el agente principal utiliza la operación de su instrumento y, a su vez, la naturaleza humana participa en la operación de la naturaleza divina. Igual que el instrumento participa en la acción del agente principal»[25]. Por ello, Cristo: «realizaba humanamente las cosas divinas, como cuando con el contacto de su mano sanó a un leproso»[26].
Sin embargo, las dos operaciones de Cristo, las naturales humanas, propias del hombre, y las naturales divinas, propias de Dios, y las operaciones que resultan de la combinación de ambas, propias del Dios-hombre, todas ellas deben atribuirse y predicarse a un sujeto único, su persona, que es la persona divina del Verbo. No obstante, se puede distinguir en cuanto a su procedencia inmediata entre operaciones humanas, si su principio es la naturaleza humana, como el andar, y operaciones divinas, si lo tienen en la naturaleza divina, como su ciencia divina. Se puede hablar también en Cristo de operaciones humano-divinas, si proceden principalmente de la naturaleza divina e instrumentalmente de la humana, y tal es la de obrar milagros.
Eudaldo Forment
[1] Gbhard Fugel, Cristo sana a los enfermos (1920).
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 43, a. 1, sed c.
[3] ÍDEM, I, q. 105, a. 7, ad 3.
[4] SAN AGUSTÍN, De la utilidad de creer, c. 16, n. 34.
[5] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 105, a. 7, in c.
[6] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 101.
[7] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 105, a. 8, in c.
[8] ÍDEM, Cuestión disputada sobre la Potencia de Dios, q. 6, a. 2, ad 9.
[9] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 105, a. 8, in c.
[10] Ibíd., I, q. 110, a. 4, in c.
[11] Ibíd., I, q. 110, a. 4, ad 1.
[12] Ibíd., I, q. 110, a. 4, ad 4.
[13] Ibíd., I, q. 114, a. 4, in c.
[14] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 100.
[15] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 105, a. 6, in c.
[16] Ibíd., III, q. 43, a. 1, in c..
[17] Ibíd., III, q. 43, a. 1, ob. 1
[19] Ibíd., III, q. 43, a. 1, ob. 2.
[20] Ibíd., III, q. 43, a. 1, ad 2.
[21] Ibíd., III, q. 43, a. 1, ob. 3.
[22] Ibíd., III, q. 43, a. 1, ob. 3.
[22] Ibíd., III, q. 43, a. 1, ad 3.
[23] Cf. ÍDEM, Comentario a la epístola a los hebreos, c. 12, lec. 1.
[24] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 43, a. 2, in c.
[25] Íbíd., III, q. 19, a. 1, in c.
[26] Ibíd., III, q. 19, a. 1, ad 1.
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