XVIII. El orden de las manifestaciones de la Natividad

Ordenación de las revelaciones[1]

Después de haber tratado la manifestación del nacimiento de Cristo, en la misma cuestión del tratado de la Vida de Cristo de la tercera parte de la Suma teológica, Santo Tomás, estudia el orden en que se realizaron las manifestaciones. Considera que: «el tiempo en que se reveló el nacimiento de Cristo fue dispuesto en el orden conveniente»[2].

Queda probado porque: «El nacimiento de Cristo fue revelado primeramente a los pastores, el mismo día en que tuvo lugar. Como se dice en San Lucas: «Había unos pastores en la misma región que velaban y observaban las vigilias de la noche sobre sus rebaños (…) Y cuando los ángeles se apartaron de ellos yéndose al cielo, se decían unos a otros: vayamos a Belén (…). Y fueron presurosos»( Lc 2,8.15.16).

Después, en segundo lugar: «llegaron a Cristo los Magos, el día trece de su nacimiento, día en que se celebra la fiesta de la Epifanía. Si hubieran venido pasados uno o dos años, no le hubieran encontrado en Belén, puesto que en se dice también en San Lucas, que: «una vez que cumplieron todo conforme a la ley del Señor, esto es, ofreciendo al Niño Jesús en el templo, volvieron a Galilea, a su ciudad, es decir, a Nazaret». (Lc 2, 39)».

Por último, en tercer lugar: «fue revelado a los justos en el templo, a los cuarenta días de haberse producido su nacimiento, como se lee en Lc 2,22».

Este orden de manifestaciones se explica, porque: «por los pastores están significados los apóstoles y otros creyentes del pueblo judío, a quienes primero fue dada a conocer la fe de Cristo, y entre los cuales no «hubo muchos poderosos ni muchos nobles», (Cor 1, 26). En segundo lugar, la fe de Cristo llegó a la plenitud de las naciones, prefigurada por los Magos. Y en tercer lugar llegó a la plenitud de los judíos, prefigurada por los justos. Por eso se les manifestó Cristo en el templo de los judíos»[3].

Las primicias de los judíos y de los gentiles

Podría parecer que este orden no es el adecuado, porque: «el nacimiento de Cristo debió ser manifestado en primero a los más allegados a Cristo, y que más le anhelaban, pues de la sabiduría se dice que: «se adelante a los que la desean, y se muestre a ellos primero» (Sab 6, 14). Y los justos eran los más allegados a Cristo por la fe, y eran los que más deseaban su venida, como se dice de Simeón que era «un varón justo y temeroso de Dios, que esperaba la redención de Israel» (Lc 2, 25), Luego el nacimiento de Cristo hubiera debido ser manifestado a Simeón antes que a los pastores y a los Magos»[4].

Además, en primer lugar, tampoco tenían que ser los pastores los primeros en recibir la revelación del nacimiento de Cristo sino los Magos, porque: «fueron las primicias de la gentilidad que había de creer en Cristo. Y primeramente «debía venir la plenitud de los gentiles» a la fe, y después «todo Israel sería salvo» (Rm 9, 25-26). Luego el nacimiento de Cristo debió ser manifestado antes a los Magos que a los pastores»[5].

En segundo lugar, parece que: «los Magos llegaron a Cristo dos años después de su nacimiento», porque «se dice en Escritura que: «Herodes mató a todos los niños que había en Belén y en sus contornos, de dos años para abajo, según el tiempo que había averiguado de los Magos» (Mt 2,16)». Se podría, por tanto, decirse que: «no estuvo bien que, después de tanto tiempo, se hubiera anunciado a los gentiles el nacimiento de Cristo»[6].

Sobre ello explica Santo Tomás que la revelación de la natividad debía ser antes a los Magos que a los justos judíos, porque: «declara San Pablo que: «Israel, siguiendo la ley de la justicia, no llegó a la ley de la justicia» (Rm 9, 30-31); pero los gentiles, «que no buscaban la ley de la justicia», se adelantaron a los judíos por la justicia de la fe». Los gentiles no tenían una ley para esperar ser justificados por ella y, en cambio, se justificaron por la fe en Cristo.

Por ello: «en figura de esto, Simeón, que «esperaba la consolación de Israel, conoció en último lugar a Cristo recién nacido; y le precedieron los Magos y los pastores, que no esperaban con tanto ansiedad el nacimiento de Cristo»[7].

La ley y la gracia

En el versículo siguiente a los últimos citados de la Epístola a los Romanos en esta respuesta de Santo Tomás, se pregunta San Pablo el porqué Israel fue reprobada y responde: «Porque no quería justicia nacida de la fe, sino como si fuera fruto de las obras»[8].

Al comentar Santo Tomás este pasaje paulino escribe: «¿Por qué causa mientras andaban tras la Ley, no llegaron a la Ley de la justicia? Es claro que porque no andaban por al camino debido. Y esto lo expresa así: porque no por la fe de Cristo, trataban de ser justificados, sino como por las obras de la ley. Porque andaban tras la figura y rechazaron la verdad. «Por obras de la Ley no será justificada delante de Él carne alguna» (Rm 3, 20)»[9].

En la misma obra al comentar este último versículo,que afirmaquepor las obras realizadas conforme de la Ley nadie será justificado, explica que «nadie es justo porque ninguna carne, esto es, ningún hombre se justifica ante sí mismo, o sea, según su juicio por las obras de la Ley, porque: «Si por la ley se obtiene la justicia, entonces Cristo murió en vano» (Ga 2, 21)». Si la salvación se debiera a las obras que se han realizado al cumplir la ley, no necesitaríamos un salvador: «El Apóstol también dice: «El nos salvó, no a causa de obras de justicia, que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia» (Tt, 3, 5)».

Ante este texto tan claro y tajante, Santo Tomás da una interpretación, que se había dado, basada en una distinción sobre la Ley, y que refiere así:«Es doble la obra de la Ley: la una es propia de la ley de Moisés, como la observancia de los preceptos ceremoniales; la otra es obra de la ley de la naturaleza, porque pertenece a la ley natural, como «no matarás», «no hurtarás», etc.».

A sostener San Pablo que la justificación no es por el cumplimiento de la obras de la ley, en esta interpretación: «se entiende que esto se dice de las primeras obras de la ley», la numerosas leyes ceremoniales del culto a Dios, ya que «las ceremonias no conferían la gracia por la que los hombres son justificados».

De manera que al afirmar San Pablo que las obras, que se siguen del cumplimiento de la ley, no justifican, vendría a referirse a las leyes ceremoniales o rituales. Sin embargo, esta negación no alcanzaría a la obras de la práctica de la ley natural, que quedó confirmada en el Decálogo. San Pablo, por tanto, no negaría la eficacia justificadora de las obras morales. Por ellas, el hombre se salvaría

Santo Tomás seguidamente rechaza abiertamente esta interpretación, que seguían muchos autores. y que con pequeñas variantes no es difícil encontrar hasta nuestros días. Sostiene que: «no es ésta la intención del Apóstol». Indica además que: «es evidente porque en seguida agrega San Pablo en el mismo versículo: «pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado» (Rm 3, 20)». Sobre esta razón, nota Santo Tomás: «Y es claro que los pecados se conocen por la prohibición de los preceptos morales». Por la ley sólo se consigue este conocimiento, que no evita que no se cumpla la ley.

De manera que: «el Apóstol quiere decir que por todas las obras de la Ley, aun las que están mandadas por los preceptos morales», que son los del Decálogo y los que se derivan del mismo, nadie se justifica. De modo que por las obras se opere en él la justicia, porque como se dice más adelante: «Y si es por gracia ya no es por obras» (Rm 11, 6)». Si la justificación o salvación es por la gracia de Dios, no lo es por el cumplimento de la ley. No nos salva nuestra mera voluntad de cumplir la ley, sino que. por la gracia de Dios, que regenera nuestra voluntad libre, se puede cumplir la ley conocida y evitar el pecado, y resultar de ello obras conformes a la ley.

Enseña San Pablo, por tanto, que la observancia de la ley no es eficaz para la justificación del hombre, únicamente para conocer lo que es pecado por no cumplirlo. Ni el cumplimiento de la ley de Moisés, o la ley natural expresada en ella, ni tampoco su mero conocimiento justifican al pecador. A los judíos, que estaban bajo la ley del Moisés, o a los gentiles, que lo estaban bajo la ley natural, la ley les servía para el conocimiento de sus pecados.

Explica Santo Tomás que, con ello, el Apóstol: «demuestra lo que dijera, o sea, que las obras de la ley no justifican. En efecto, la ley se da para que el hombre sepa qué debe hacer y qué evitar. «No ha hecho otro tanto con las demás naciones, ni les ha manifestado a ellas sus juicios» (Sal 147, 20). «El mandamiento es una antorcha, y la Ley es una luz y el camino de la vida» (Pr 6, 23)», que no se puede seguir, sin la gracia de Dios, conseguida por Cristo, y no rechazada por la intervención de la misma gracia, sanadora de la libertad de la voluntad humana.

La ley y las obras

Dada la situación actual del ser humano, pecador por el pecado original y por los propios pecados personales: «de que el hombre conozca el pecado el cual debe evitar por cuanto está prohibido, no se sigue formalmente que lo evite, lo cual pertenece al orden de la justicia, porque la concupiscencia subvierte el juicio de la razón en el obrar concreto». Los deseos desordenados por la herida de los pecados impiden la agudeza intelectual en el orden práctico. «Y por lo mismo la ley no basta para justificar, sino que se necesita otro remedio por el cual se reprima la concupiscencia»[10], o deseo desordenado en todas las tendencias humanas –a la unidad, a la verdad, y al bien. Necesita la gracia de Dios, que sanará todas las heridas o «llagas» del pecado –la ignorancia, la malicia, la flaqueza y la concupiscencia, o deseo desordenado a los bienes deleitables[11]–. y permitirá que se cumplan las obras que manda la ley.

Escribe San Pablo, en otros lugares, que: «por la gracia habéis sido salvados mediante la fe»[12], la gracia divina que causa la fe humana; y que «el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo (…) por cuanto que por las obras de la ley no será justificada carne alguna»[13]. Sin embargo, las buenas obras, las que resultan del cumplimiento de la ley, de los mandamientos de decálogo, se encuentran en los justificados o salvados, pero no deben considerarse como causantes de la justificación o salvación. Además, en la Epístola a los Romanos, se dice: «El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[14].

En su comentario a este versículo explica Santo Tomás que, tal como enseña claramente San Pablo debe afirmarse que: «todo «hombre» lo mismo judío que gentil, «es justificado por la fe» (Rm 3, 28)», y, por ello, es perdonado, renovado, santificado, y salvado. «Se dice también en la Escritura. «Ha purificado sus corazones por la fe» (Hch 15, 9), y esto sin las obras de la ley, no sólo sin las obras ceremoniales, que no conferían la gracia, pues sólo la significaban, sino que también sin las obras de los preceptos morales, según aquello de otra epístola: «El nos salvó, no a causa de obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia» (Tt 3, 5), de tal manera, sin embargo, que esto se entienda que sin obras precedentes a la justicia, más no sin obras consecuentes»[15].

Podría objetarse que el mismo San Pablo afirma: «creyó Abraham a Dios, y le fue imputado a justicia»[16], y que, por tanto, su acto de fe, precedió a su justificación. Esta fe era una obra buena, porque, por ella, el entendimiento del hombre da a Dios su asentimiento a lo creído sin evidencia. Debe considerarse una obra buena, porque es de justicia ofrecer el entendimiento a Dios

Sin embargo, Santo Tomás aclara que: «por simples obras nadie es justificado delante de Dios», ni, por tanto, por la mera virtud de la fe. El hombre no es justificado: «sino por el hábito de la fe, no ciertamente adquirido, sino infuso»[17]. La fe al ser una gracia de Dios, recibida pero no merecida, puede así considerare como una obra buena, justificante, porque sigue como consecuencia a la gracia.

Por la gracia de la fe, el hombre pasa de pecador a justo o regenerado y sin las obras de la ley. Ni de las ceremoniales, realizadas según las leyes rituales, que se encontraban sólo en la ley de Moisés; ni tampoco de las morales, la obras de la práctica de la ley natural, confirmada en el Decálogo. San Pablo, por tanto, con ello, no niega absolutamente la intervención de las obras morales en la justificación. Sólo niega la eficacia de las obras antecedentes, obras que precedan a la fe, a las que se refiere en todos los pasajes citados.

En cambio, las obras consecuentes son necesarias en cuanto presuponen la fe y la gracia, porque, como se dice en la Epístola de Santiago: «La fe sino tiene obras es muerta»[18]. Si a la fe no le siguen obras buenas, las obras morales o conforme a la ley moral divina, en realidad no hay fe, ni, por tanto, justificación. Sin estas obras consecuentes, fruto de la fe informada por la caridad, el amor a Dios y al prójimo por Él, y que requieren nuevas gracias de Dios, no habría justificación.

Gracias a la fe se puede así cumplir la ley moral, realizar las buenas obras que manda. Además, por este proceso, las obras morales adquieren un mérito sobrenatural. Por consiguiente, a fe no es pasiva, sino que actúa y fructifica en estas obras. Santiago escribe, por ello, en el mismo lugar: «te mostraré mi fe por las obras»[19] y «la fe sin las obras es estéril»[20].

En conclusión: no intervienen en la justificación las obras realizadas por el pecador sin la fe, porque es la fe la que engendra obras meritorias, que son así un signo de la posesión de una fe viva y fructificante. Las buenas obras salvadoras son las que revelan la existencia de una fe informada por la caridad, que es así justificante, y, por ello, también patentizan la gracia de Dios conferida

El orden de la aparición a los pastores y a los Magos

Sobre la primacía de los gentiles respecto a los judíos en la revelación de la natividad, precisa Santo Tomás: «Aunque la plenitud de los gentiles entró primero a la fe que la plenitud de los judíos, sin embargo, las primicias de los judíos se anticiparon en la fe a las primicias de los gentiles. Y por eso el nacimiento de Cristo fue revelado a los pastores antes que a los Magos»[21].

En cuanto a la objeción basada en el largo al tiempo después de la natividad, en que se sitúa la venida de los Magos, para invalidar el orden de su manifestación tal como se señala en la Escritura, nota, por último, Santo Tomás que: «Sobre la aparición de la estrella que apareció a los Magos hay dos opiniones. San Juan Crisóstomo (Com. S. Mateo Mt.3, 8), y San Agustín, (Serm. Epifanía. s. 131), dicen que la estrella se apareció a los Magos dos años antes del nacimiento de Cristo; y los Magos después de meditar primero y prepararse para el viaje, llegaron a Cristo, desde las remotísimas tierras del Oriente, el día trece después de su nacimiento. Por lo que Herodes, inmediatamente después de la partida de los Magos, viéndose burlado por ellos, mandó matar a los niños de dos años para abajo, suponiendo que Cristo hubiera nacido cuando apareció la estrella, según lo que había escuchado de los Magos».

Otros no sostienen esta opinión, porque creen que: «la estrella se apareció al nacer Cristo y que los Magos, vista la estrella, emprendieron inmediatamente el camino, haciendo el larguísimo camino en trece días, en parte llevados por la virtud divina, y en parte ayudados por la velocidad de sus dromedarios. Esto en el supuesto caso de que viniesen de las partes remotas del oriente, porque algunos opinan que fue de la región cercana de donde era originario Balaam, de cuya doctrina eran herederos»[22]. Conocían por tanto, la profecía del mago pagano Balaam: «Una estrella nacerá de Jacob y un cetro se levantara en Israel»[23]. Profecía, que, además en la Escritura se conservaba por tradición oral en aquellos lugares[24],

De acuerdo con esto: «Herodes ordenó la matanza de los niños, no inmediatamente después de la partida de los Magos, sino pasados dos años. O porque, según se dice, en este intervalo partió para Roma para defenderse de acusaciones presentadas contra él; o porque, agitado por los temores de otros peligros, desistió entre tanto de su preocupación por matar a los niños».

Todavía, según lo dicho, pudo iniciar la matanza de los niños inmediatamente, porque: «pudo creer que los Magos, «engañados por una falsa visión de la estrella, después de no encontrar al niño, que buscaban, sintieron vergüenza de volver a darle cuenta», como dice Agustín en su libro De la concordia de los evangelistas (II, c. 11). El matar no sólo a los de dos años, sino también a los de menos, fue, dice San Agustín en un Sermón sobre los Inocentes, porque: «temía que el niño a quien sirven las estrellas transformara su aspecto un poco por encima o por debajo de su edad» (Glosa ord. Sobre Mt 2, 16).

 

Eudaldo Forment

 



[1] Rembrandt, Simeón en el Templo (1631).

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, q. 36, a. 6, sed c.

[3] Ibíd, q. 36, a. 6, in c.

[4] Ibíd, q. 36, a. 6, ob. 1.

[5] Ibíd., q. 36, a. 6,  ob. 2.

[6] Ibíd. q. 36, a. 6,  ob. 3.

[7] Ibíd., q. 36, a. 6,  ad 1.

[8] Rm 9, 32.

[9] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 9, lec. 5.

[10] Ibíd., c. 3, lec. 2.

[11] Cf. ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 85. a 3, in c.

[12] Ef 2, 8.

[13] Ga 2, 16.

[14] Rm 3, 28.

[15] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 3, lec. 4.

[16] Gal 3, 6.

[17] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 3, lec. 4

[18] St 2, 17.

[19] St 2, 18.

[20] St 2, 20.

[21] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 36, a. 6, ad 2.

[22] Ibíd., III, q. 36, a. 6, ad 3.

[23] Nm 24, 17.

[24] Cf. Joseph Ratzinger- Benedicto XVI, La infancia de Jesús, 2012, p. 97.

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