CXXI. El juicio particular
1501. ––¿Inmediatamente después de la muerte es juzgado el hombre?
––La existencia del juicio particular no está definida explícitamente por la Iglesia, aunque se encuentra afirmada en la mayoría de los santos padres y hay fundamentos en la Sagrada Escritura. Observa Garrigou-Lagrange que: «aun cuando no haya sido dada, sobre este punto, ninguna definición solemne, tenemos, no obstante, declaraciones de la Iglesia evidentemente en este sentido».
Explica que: «El Concilio Vaticano I se proponía promulgar esta definición dogmática: «Después de la muerte, que es el término de nuestra peregrinación, es necesario que todos, inmediatamente, nos manifestemos ante el tribunal de Cristo, para referir allí cada uno de los actos de nuestra vida terrena, buenos o malos; y no hay después de esta vida mortal lugar alguno para hacer penitencia que sirva para la justificación»[1].
Además ha sido siempre enseñada en la catequesis ordinaria de la Iglesia. Al comentar el Catecismo de Trento, el séptimo artículo del credo –«Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos»–, se pregunta: «¿Cuántas veces deberá todo hombre sufrir la sentencia de Cristo Juez delante de Él?». La respuesta es que para explicar este artículo hay que: «notar dos tiempos, en los cuales a todos es preciso presentarse delante del Señor, y dar cuenta de cada uno de los pensamientos, de las acciones y también de todas las palabras, y, por último, sufrir a presencia del Juez su sentencia».
Se indica que: «el primero es, cuando cada uno de nosotros sale de esta vida; pues inmediatamente comparece ante el tribunal de Dios, y allí se hace examen justísimo de todo cuanto en cualquier tiempo haya hecho, dicho o pensado, y este juicio es particular».
En cuanto al segundo se dice: «el otro es cuando en un solo día y en un sólo lugar comparecerán al mismo tiempo todos los hombres ante el tribunal del Juez supremo, para que, viéndolo y oyéndolo los hombres todos de todos los siglos, sepa cada uno lo que se ha decretado y juzgado de ellos mismos, y la publicación de esta sentencia será para los hombres impíos y malvados una parte, no la menor de sus penas y tormentos; más, al contrario, los piadosos y justos recibirán, con motivo de ella, grande premio y fruto, habiendo de verse claro cuál fue cada cual en esta vida; y este juicio se llama general»[2].
También en el Catecismo de la Iglesia Católica sobre juicio particular se lee: «La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5, 8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros»[3].
Sobre el magisterio ordinario y universal de la Iglesia sobre el juicio particular se dice seguidamente: «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS 1304; Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991; Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS 1305), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858; Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306). «A la tarde te examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias, 57)»[4].
1502. ––¿El Aquinate da una razón teológica de la conveniencia de la existencia del juicio particular?
––En el penúltimo capítulo, el noventa y seis, de la Suma contra los gentiles, escribe Santo Tomás que , según lo dicho en los capítulos anteriores: «se ve que hay una doble retribución por lo que el hombre hizo en la vida: una, según el alma, la cual recibe uno inmediatamente que el alma se hubiere separado del cuerpo; la otra retribución tendrá lugar en la reasunción de los cuerpos, ya que unos se unirán a cuerpos gloriosos e impasibles y otros a pasibles y viles. Mas la primera retribución se hace, en efecto, a cada uno separadamente, ya que separadamente muere cada cual; pero la segunda se hará a todos a la vez, pues todos resucitarán a la vez».
Añade que debe también tenerse en cuenta que: «toda retribución por la que se dan diversas cosas en atención a la diversidad de méritos, requiere un juicio». Por consiguiente: «es necesario que haya un doble juicio: uno por el que a cada uno se da separadamente el premio o castigo al alma y otro universal, según el cual se dará a todos juntamente lo que merecieron respecto al alma y al cuerpo»[5].
En la Suma teológica, sobre la existencia del juicio particular argumenta: «Todo hombre es una persona singular y a la vez una parte del género humano. Luego le corresponde un doble juicio. Uno particular, que se hará tras la muerte cuando «reciba según lo que hizo estando en el propio cuerpo» (2 Cor 5, 10), aunque no totalmente, pues sólo es en cuanto al alma y no en cuanto al cuerpo»
El otro universal, «considerando al hombre como parte que es del género humano; al igual que, según la justicia humana, se dice que uno es juzgado cuando lo ha sido la comunidad de que forma parte. De aquí que entonces, cuando se realice el juicio universal de toda la humanidad por la universal separación de buenos y malos, cada cual será en consecuencia juzgado también.».
El doble juicio que sufrirá todo hombre no supone que se le juzgue dos veces por lo mismo. «No juzga Dios una misma cosa dos veces, pues no impondrá dos castigos por un solo pecado; lo que hará es que la pena que no impuso completamente antes del juicio final, en éste se completará siendo atormentados los réprobos en cuerpo y alma simultáneamente»[6].
1503. ––¿Entre el juicio particular y el juicio universal no puede haber cambiado una persona por hacer otras obras buenas u otras malas?
. ––Afirma Santo Tomás en el capítulo noventa y dos de la Suma contra los gentiles, que, según lo explicado en los anteriores: «las almas, inmediatamente después de separarse del cuerpo, se vuelven inmutables respecto a la voluntad, es decir, que a partir de entonces la voluntad del hombre, no puede cambiarse del bien al mal o del mal al bien».
Esta tesis la prueba con siete argumentos. En el primero se razona: «mientras el alma puede moverse del bien al mal o del mal al bien, se halla en estado de guerra y de lucha, y es preciso que resista con solicitud al mal, para no ser vencida por él, o que luche para librase del mismo. Pero inmediatamente después que el alma se separe del cuerpo no se encontrará en estado de guerra o de lucha, sino en el de recibir el premio o el castigo por lo que «combatió legítima o ilegítimamente» (2 Tim 2, 5), pues se ha demostrado que alcanza inmediatamente el premio o el castigo. Por lo tanto, el alma respecto a la voluntad, no puede en adelante cambiarse del bien al mal o del mal al bien».
En un segundo, se recuerdan estas dos tesis, ya probadas: «la bienaventuranza, que consiste en la visión de Dios, es perpetua» (III, c. 61), y, también de modo parecido: «el pecado mortal merece la pena eterna» (IV, c. 144). De ellas se deduce que: «el alma no puede ser bienaventurada si no tuvo rectitud de voluntad, la cual deja de ser recta cuando se aparta del fin». Por tanto: «no cabe que simultáneamente se aparta del fin y goce del mismo». Por consiguiente: «es necesario que la rectitud de voluntad sea perpetua en el alma bienaventurada, para que no pueda cambiarse del bien al mal».
En otro, el tercero, se argumenta desde este punto de partida: «La criatura racional desea naturalmente ser bienaventurada, y este deseo no puede desarraigarse». Añade que, en su vida terrena: «sin embargo, su voluntad puede apartarse de lo que constituye la verdadera bienaventuranza, pervirtiéndose dicha voluntad. Y esto sucede, efectivamente, porque no se toma como bienaventuranza lo que verdaderamente la constituye, sino otra cosa hacia la cual se dirige la voluntad desordenada como a un fin; por ejemplo, quien pone su fin en los deleites corporales los concibe como lo mejor, o sea, bajo la razón de bienaventuranza».
En la conclusión, nota que, en cambio: «quienes son bienaventurados desean aquello en que se encuentra la bienaventuranza como bienaventuranza y fin último; de lo contrario no se saciaría el apetito y no serían bienaventurados. Por lo tanto, quienes son bienaventurados no pueden apartar la voluntad de aquello que constituye la bienaventuranza verdadera. Luego no pueden tener voluntad perversa».
De manera parecida se razona en el cuarto argumento: «A quien le basta lo que tiene, no busca cosa alguna fuera de sí. A quien es bienaventurado le basta con aquello que constituye la verdadera bienaventuranza; de lo contrario, no se colmaría su deseo. Por consiguiente, quién es bienaventurado sólo busca lo perteneciente a aquello que constituye la bienaventuranza verdadera».
De ello, se sigue que: «la voluntad de cualquier bienaventurado no puede moverse hacia el mal». Tendría entonces una «voluntad perversa», porque «querría algo
contrario a lo que constituye la verdadera bienaventuranza».
1504. ––¿Los restantes argumentos se basan también en la voluntad del alma separada?
––La quinta prueba sobre la inmutabilidad de voluntad de los bienaventurados se basa en su entendimiento. Se dice en la misma que: «No hay pecado en la voluntad de no mediar alguna ignorancia del entendimiento, pues queremos únicamente el bien verdadero o el aparente. Por esto se lee en la Escritura: «Yerran los que obran el mal» (Prov 14, 22); y en Aristóteles: «todo malo es ignorante» (Ética, III, c. 2)».
Además: «el alma que es bienaventurada en modo alguno puede ser ignorante, puesto que ve en Dios todo lo que pertenece a su propia perfección». Por consiguiente: «de ninguna manera puede tener mala voluntad, máxime siendo siempre actual dicha visión de Dios, como ya se probó (III, c. 62)».
Del entendimiento erróneo parte la sexta prueba, que es la siguiente: «Nuestro entendimiento puede errar acerca de algunas conclusiones antes de reducirlas a los primeros principios en los que, una vez hecha la reducción, se tiene la ciencia de las conclusiones, que no puede ser falsa», porque se han deducido de ellos, cuya verdad es evidente. «Como se ha dicho (III, 79), tal como se encuentra el principio de demostración con relación a lo especulativo, así se encuentra también el fin con relación a lo apetitivo». Lo que son los primeros principios respecto a las conclusiones.
Así se explica que: «mientras no conseguimos el último fin, nuestra voluntad puede desviarse; pero no cuando ha llegado al gozo del último fin, que es por si mismo deseable, al modo que los primeros principios de las demostraciones son por sí mismos conocidos», porque son evidentes y, por tanto, indudables. Por ello, cuando se conoce directamente el último fin o bien supremo es imposible no quererlo.
La séptima demostración se basa en la visión de Dios. La prueba se desarrolla así: «El bien, en cuanto tal, es amable. Por tanto, lo concebido como óptimo es amable sobremanera». De estas dos afirmaciones se sigue que: «la substancia racional bienaventurada, al ver a Dios, le concibe como óptimo y por eso le ama sobre todo». Como además: «lo esencial del amor es la conformidad de voluntades de quienes se aman», o su unión en el afecto, resulta de ello que: «las voluntades de los bienaventurados están en la máxima conformidad con Dios». Este acuerdo volitivo confiere al alma bienaventurada: «la rectitud de voluntad, ya que la voluntad divina es la regla suprema de todas la voluntades», y, en consecuencia: «las voluntades de quienes ven a Dios no pueden pervertirse», no pueden querer el mal.
Por último, en octavo lugar, se demuestra la necesidad de afirmar la existencia del juicio particular con un argumento que se apoya en la finalidad. Es innegable, se dice en el mismo, que «mientras una cosa se mueve naturalmente hacia otra, aún no posee el último fin». Se iría contra esta verdad, porque: «si el alma bienaventurada pudiese aún convertirse del bien al mal, todavía no poseería el último fin», no habría así conseguido la felicidad suprema, «lo cual es contra la bienaventuranza»[7].
1505. ––¿Las almas de los condenados, después de la muerte, también permanecen inmutables en su voluntad como en la de los bienaventurados?
––Sostiene Santo Tomás, en el capítulo siguiente, que: «De modo semejante, también las almas que inmediatamente después de la muerte se hacen miserables con el castigo, se vuelven inmutables respecto a la voluntad». Da a continuación cuatro argumentos para probar que no pueden dejar de querer el mal.
Se argumenta en el primero que: «Se demostró que el pecado mortal merece pena perpetua (III, c. 144)». Se sigue de ello que: «la voluntad del alma condenada no puede moverse hacia el bien». Ya que: «no se daría tal pena en las almas que son condenadas, si pudiesen cambiar su voluntad hacia lo mejor». Se daría entonces una injusticia: «porque sería inicuo que después de recobrar la buena voluntad fueran castigadas perpetuamente».
Un segunda razón se advierte en su voluntad fijada en su elección del mal, porque: «este desorden de la voluntad es una pena, y sobremanera aflictiva». Es un hecho patente que: «mientras alguien tiene desordenada la voluntad, le desagrada lo que se hace rectamente». De ahí que: «a los condenados les desagradará que la voluntad de Dios se cumpla en todos los que resistieron pecando». Con este desagrado: «por lo tanto, nunca perderán su voluntad desordenada».
La tercera prueba se basa en la tesis de la primacía absoluta de la gracia para la renovación interna del hombre, para la regeneración de su voluntad. De manera que: «sólo la gracia de Dios es causa de que la voluntad se mueva del pecado al bien»[8]. Ya había probado que: «el hombre no puede levantarse del pecado si no es por la gracia»[9]. No puede el hombre por sí mismo, con su propio esfuerzo de su voluntad, salir del pecado.
Además: «así como las almas de los buenos son admitidas a la participación perfecta de la divina bondad», porque no han rechazado la gracia que les ordena a su último fin, el bien supremo, «así también las almas de los malos serán excluidas totalmente de la gracia», porque sólo mediante ella pueden ordenarse a este bien último y se quedan en el pecado mortal que les excluye del mismo. Los condenados: «por lo tanto, no podrán cambiar su voluntad hacia lo mejor».
En la última prueba, se continúa la consideración de la elección última. Se dice en ella: «Así como los buenos que viven en este mundo ponen el fin de todas sus obras y deseos en Dios, así también los malos lo ponen en algún fin inadecuado que los aparta de Dios». Al morir: «las almas separadas de los buenos se unirán inmutablemente al fin que se prefijaron en esta vida, es decir, a Dios». De la misma manera: «las almas de los malos se unirán inmutablemente al fin que eligieron para sí». Debe inferirse, por tanto, que: «si la voluntad de los buenos no podrá hacerse mala, tampoco la voluntad de los malos podrá hacerse buena»[10].
1506. ––Como ya se explicado: «hay ciertas almas que no llegan a la bienaventuranza inmediatamente después de la separación ni tampoco son condenadas, como aquellas que llevan consigo algo que purgar». ¿Su voluntad es también inmutable?
––La respuesta de Santo Tomás es que: «ni aun estas almas pueden cambiarse, respecto a la voluntad, después que fueren separadas del cuerpo».
La razón por la que las almas del purgatorio tienen inmóvil la voluntad es, por una parte, porque: «las almas de los bienaventurados y de los condenados tienen inmóvil la voluntad a causa del fin a que se unieron», tal como se ha explicado. Por otra, porque: «las almas que llevan consigo algo que purgar, no se diferencian en cuanto al fin de las almas de los bienaventurados, ya que mueren con caridad, por la que nos unimos a Dios, como a fin».[11]
1507. ––¿Se sabe como será el juicio particular?
––No hay enseñanza de la Revelación respecto a la naturaleza del juicio particular, pero el tomista Garrigou-Lagrange, según lo expuesto por Santo Tomás, explica que: «Este juicio se nos revela como análogo al de la justicia humana. Pero la analogía supone semejanzas y diferencias. El juicio de un tribunal humano exige tres cosas: el examen de la causa, la sentencia y su ejecución».
Respecto a lo primero, indica seguidamente que: «en el juicio divino el examen de la causa tiene lugar en un instante, porque no requiere ni testimonio en pro ni en contra, ni la menor discusión. Dios conoce el alma por una intuición inmediata, y el alma, en el instante en que está separada del cuerpo, se ve a sí misma inmediatamente y es iluminada de modo decisivo e inevitable en lo tocante a todos sus méritos y deméritos. Descubre, por tanto, su propio estado sin posibilidad de error; todo lo que ella ha pensado, dicho y hecho, bueno o malo, todo el bien omitido; su memoria y su conciencia le recuerdan su vida mortal y espiritual, hasta en los menores detalles. Sólo entonces veremos claramente todo lo que nos era exigido».[12].
En cuanto al segundo elemento del juicio, nota Garrigou que: «también la sentencia es pronunciada instantáneamente, no por una voz sensible, sino de un modo enteramente espiritual, por medio de una iluminación intelectual que aviva las ideas adquiridas y procura las infusas necesarias para abrazar todo el pasado con una sola mirada, y sublima el juicio preservándolo de todo error»[13].
Como consecuencia: «el alma ve entonces espiritualmente que es juzgada por Dios y, bajo la luz divina, su conciencia pronuncia el mismo juicio definitivo». El juicio de Dios y de su conciencia: «acontece inmediatamente, apenas el alma se separa del cuerpo, de modo que es lo mismo decir de una persona que está muerta como decir que está juzgada».
Sobre el último elemento advierte que: «La ejecución de la sentencia es también inmediata: nada, en efecto, puede demorarla. Por parte de Dios, la omnipotencia cumple en seguida las órdenes de la justicia divina, y por parte del alma, el mérito y el demérito son, al decir de Santo Tomás, como ligereza y el peso de los cuerpos».
De manera que: «Si no hay obstáculos, los cuerpos pesados caen, y los cuerpos más ligeros que el medio en que se encuentran, en seguida se elevan. Como los cuerpos tienden a su natural lugar, las almas separadas van sin demora alguna a la recompensa debida a sus méritos (a menos que no deban sufrir una pena temporal en el Purgatorio), o bien van a la pena debida a sus deméritos. En una palabra, van unas y otras hacia el fin de sus propias acciones. Los Padres de la Iglesia han comparado frecuentemente la caridad a una llama viva que sube siempre, mientras el odio siempre cae».
1508. ––¿Qué puede decirse sobre el momento que se realizará este juicio individual?
––Según lo explicado infiere Garrigou que: «el juicio particular tiene lugar en el instante de la separación del alma del cuerpo; en el primer instante en que se puede decir con verdad: el alma está separada»[14].
Por consiguiente: «de ese modo se ha terminado el tiempo del mérito y del demérito; de otro modo un alma en el Purgatorio podría aún perderse, y un alma reprobada podría aún salvarse. Las almas purgantes han llegado, pues, al término del mérito, sin haber llegado aún a la bienaventuranza eterna. Estas almas, en estado de gracia, siguen siendo libres; pero eso no basta para merecer, ya que una de las condiciones del mérito, según todos los teólogos, es la de ser peregrinos, es decir, en estado de vía».
Termina Garrigou su descripción del juicio particular con al siguiente reflexión práctica: «Felices las almas que hayan hecho una gran parte de su Purgatorio en esta tierra con la generosa aceptación de las contrariedades cotidianas. A través de estos múltiples sacrificios habrán llegado al amor puro y perfecto, y es sobre él sobre el que un día serán juzgadas».
Precisa seguidamente que: «Hay, ciertamente, grados de pureza en el amor, San Pedro, antes de la Pasión, pareció hacer un acto de puro amor cuando protestó ante Jesús de que estaba pronto a morir por Él. Pero en este acto se mezclaba presunción, y, para purificarlo, la Providencia permitió el triple perjurio, del que el Apóstol salió humilde, desconfiado de sí mismo, más confiado en Dios. E hizo más tarde un acto purísimo de amor cuando se dejó llevar al martirio y deseo, por humildad, ser crucificado con la cabeza hacía abajo».
Sin embargo, la cuestión está en: «¿Cómo llegar, antes de morir, a un acto de puro amor? No es, ciertamente, con elucubraciones intelectuales o endureciendo la voluntad como se logra fortificar el propio amor, sino realizando generosamente muchas sacrificios y aceptando con grandeza de corazón las pruebas enviadas por Dios. Entonces el Señor aumenta grandemente en nosotros la caridad infusa y nos vamos preparando así para el juicio particular, en el que Jesús nos será amigo más bien que juez»[15].
Por consiguiente: «de ese modo, Dios dará a cada uno según sus obras y el juicio particular nos fijará en nuestra salvación» No obstante: «el Juicio Universal no es por eso menos necesario, porque el hombre debe ser, además juzgado, no solamente como persona individual, sino también como miembro de la sociedad humana, en la que él ha ejercido una influencia más o menos buena o mala, pasajera o duradera»[16].
1509. ––Sobre el juez del juicio particular se puede preguntar si el que actuará como tal es mismo Dios o Cristo. ¿Cuál es la respuesta de Santo Tomás?.
–Garrigou-Lagrange en su exposición sobre la naturaleza del juicio particular no trata directamente esta cuestión, se limita a decir que: «En el juicio particular el alma no ve a Dios intuitivamente, pues en tal caso resultaría beatificada. No ve ni siquiera la humanidad de Cristo, salvo por un favor excepcional; sino que, mediante una luz infusa, conoce a Dios como juez soberano y conoce al Redentor como juez de vivos y muertos»[17].
El tomista Royo Marín indica que: «La cuestión no es tan fácil de resolver como a primera vista parece, Por de pronto consta expresamente en el Evangelio que el Padre ha entregado a Jesucristo la plenitud del poder judicial (…) No envuelve dificultad alguna si se entiende del juicio universal. Cristo será, efectivamente, el juez de vivos y muertos en aquel día supremo».
Si, en cambio, si se aplica al juicio particular, porque: «es evidente que las almas de los que murieron antes de la venida de Cristo al mundo sufrieron su correspondiente juicio particular, y no pudieron ser juzgadas por Cristo, puesto que todavía no se había verificado la encarnación del Verbo»[18].
La solución la encuentra en esta afirmación de Santo Tomás: «el poder judicial es común a toda la Trinidad»[19]. Como explica Royo Marín, en el juicio particular: «el juez es el mismo Dios precisamente en cuanto uno, no como una persona determinada dentro de la Trinidad beatísima. La razón es porque el juicio de Dios es una operación «ad extra» (hacia fuera) y es sabido (…) que esas operaciones «ad extra» son siempre comunes a las tres divinas personas: o sea, que Dios actúa en ellas como uno, no como trino».
Además infiere que el lugar en donde tiene lugar el juicio particular es el de la muerte, porque añade: «Y ello explica muy bien el hecho de que el alma no tenga que emprender un viaje comparecer delante de Dios, ya que por su divina inmensidad está presente en todas parte por esencia, presencia y potencia, hasta el punto de que, como dice San Pablo, «en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28). Por eso, en el lugar donde se produce la muerte, allí mismo es juzgada el alma inmediatamente por Dios»[20].
En el ultimo texto citado de Santo Tomás, se precisa a continuación que el poder judicial: «se atribuye por cierta apropiación, al Hijo»[21]. De ahí que sean muchas las expresiones de la Sagrada Escritura que atribuyan sólo a Cristo el poder de juzgar a vivos y a muertos.
1510. ––¿Cómo es posible que Cristo sea el juez de las almas de los que murieron antes de su advenimiento y hubieran tenido ya su juicio particular?
––Debe advertirse que no presenta ningún problema que Cristo sea el juez en el juicio universal. En la Sagrada Escritura se dice explícitamente que Cristo actuará como juez. Se lee, por ejemplo: «El Padre no juzga a nadie; todo el poder de juzgar lo ha dado al Hijo»[22] y «Él (Cristo) es quien Dios ha puesto por juez de vivos y de muertos»[23]. También se profesa en el Credo
Sin embargo, estos textos de la Escritura pueden entenderse referidos implícitamente al juicio particular de todos los hombres, incluso al de los que murieron antes de su venida. Explica Santo Tomás que: «antes de la Encarnación ejercía Cristo estos juicios como Verbo de Dios, de cuyo poder vino a participar por la Encarnación el alma que le estaba personalmente unida»[24].
Como advierte Royo Marín: «en la presente economía de la gracia, nadie absolutamente puede salvarse sino por los méritos de Cristo, ya que, como dice San Pedro: «en ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Act 4, 12). De modo que todos los que se salvan por Jesucristo se salvan; y todos los que se condenan se pierden por no haberse incorporado –explícita o implícitamente– los méritos redentores de Cristo».
Infiere además el eminente tomista que: «según esto, puede decirse que Cristo Redentor actúa de algún modo en todos y cada uno de los juicios particulares, no sólo en cuanto Verbo de Dios, sino aun en cuanto hombre, ya sea con su presencia, prevista por Dios antes de verificarse el hecho de la Encarnación, o con su influencia actual después de realizada. En este sentido puede decirse que, siendo propiamente el mismo Dios quien actúa como juez en el juicio de las almas, corresponde también a Cristo incluso en cuanto hombre («le dio poder de juzgar, porque es Hijo del hombre», Jn 5, 27), ya que su influencia se deja sentir en cada uno de ellos »[25].
Santo Tomás explica que es conveniente que Cristo tuviera el poder judicial en cuanto hombre con el siguiente argumento: «aun cuando a Dios competa la autoridad suprema de juzgar, todavía Dios confiere a los hombres el poder judicial respecto de aquellos que están sometidos a su jurisdicción. Por esto se dice en el Deuteronomio: «juzgad lo que es justo» (Deut 1, 16). Y luego se añade: «el juicio es de Dios» (Deut 1, 17), con cuya autoridad juzguéis vosotros»
Como ya ha dicho Santo Tomás repetidas veces: «Cristo, aun en la naturaleza humana, es cabeza de toda la Iglesia y que «Dios puso todas las cosas bajo sus pies» (Sal 8, 8). Por tanto, a Él pertenece, aun en cuanto hombre, tener poder judicial. De manera que la autoridad alegada del Evangelio parece debe entenderse de esta manera: «Le dio potestad de juzgar, porque es Hijo del hombre», no por la condición de la naturaleza humana, porque en ese caso, semejante autoridad la poseerían todos los hombres como objeto, (….) sino por la gracia capital que Cristo recibió en la naturaleza humana».
De manera que: «compete a Cristo en cuanto hombre de este modo el poder judicial». Otra de las razones es la siguiente: «por su parentesco de afinidad con los hombres». Explica Santo Tomás que: «como Dios obra por las causas segundas, como más próximas a los efectos, así juzga a los hombres por Cristo hombre para que el juicio sea llevadero a los hombres. Por esto dice San Pablo: «Nuestro Pontífice no es tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, habiendo sufrido toda clases de pruebas, a semejanza nuestra, pero sin caer en pecado. Acerquémonos pues, confiados al trono de la gracia» (Hb 4, 15-16)»[26].
1511. ––¿Hay más razones para inferir, como indica Royo Marín, en su último texto citado, que el alma es juzgada por Dios en el lugar de su muerte?
––Otro motivo para sostener que el juicio particular del alma, que se realiza inmediatamente después de morir, es en donde está su cuerpo, podría ser la que se encuentra en una explicación de Newman sobre la realidad espiritual, que se encuentra en una de sus grandes homilías. La inicia con la afirmación de su existencia de este modo: «Existen dos mundos, «el visible y el invisible», como habla el Credo –el mundo que vemos y el mundo que no vemos–, y el mundo que no vemos existe tan realmente como el mundo que vemos. Existe realmente, aunque no lo veamos».
Percibimos la existencia de mundo material y sensible porque lo conocemos por los sentidos y estamos ciertos de ella, y, con ello, incluso de la pluralidad de seres que constituyen nuestro mundo e igualmente de su inmensidad. Sin embargo: «además de este mundo universal, que vemos, existe otro mundo, igualmente extenso, igualmente próximo a nosotros, y más maravilloso; otro mundo que nos rodea por todas partes, aunque no lo vemos, y esta razón de no verlo y no otra, lo hace más maravilloso que el mundo que vemos».
Por ello, tal como precisa a continuación: «A nuestro alrededor hay innumerables seres, que van y vienen, que velan, que trabajan o esperan, y que no vemos. Tal es este otro mundo, que los ojos no alcanzan, sino únicamente la fe»[27].
Los seres del mundo de los sentidos, en el que hemos nacido: «ellos actúan sobre nosotros y lo sabemos; y nosotros actuamos sobre ellos a su vez, y sabemos que lo hacemos. Pero todo esto no interfiere con la existencia de ese otro mundo (…) que está actuando sobre nosotros, pero no impresionándonos con la conciencia de que lo hace. Puede estar tan realmente y ejercer influencia sobre nosotros como aquél que se nos revela. Y que semejante mundo existe, nos lo dice la Escritura».
En cuanto al contenido, tal como también nos dice la Sagrada Escritura: «primero de todo Él está allí, por encima de todos los seres, el que ha creado todo, ante quién todos ellos son como nada, y con quien nada puede ser comparado. Lo sabemos, Dios Todopoderoso existe más real y absolutamente que ninguno de nuestros semejantes, cuya existencia percibimos mediante los sentidos; y, sin embargo, no lo vemos, no lo oímos, no hacemos más que «buscarlo a tientas», sin encontrarlo».
Parece, por consiguiente, que: «las cosas visibles no son más que una parte, y una parte secundaria, de los seres que nos rodean, desde que Dios Todopoderoso, el Ser entre los seres, no está entre ellas, sino entre «las cosas que no se ven» (2 Cor 4, 18)». Aunque, precisa Newman: «una sola vez, y sola una, por treinta y tres años, Él condescendió llegar a ser uno de los seres que se ven, cuando Él, la Segunda Persona de la Trinidad eternamente bendita, por una inexplicable misericordia, nació de la Virgen María, en este mundo visible. Y luego fue visto, oído, palpado; comió, bebió, durmió, conversó, se manejó y actuó como otros hombres. Pero exceptuando este breve período, su presencia no ha sido perceptible nunca. Nunca nos ha hecho conocer Su existencia a través de los sentidos. Vino y se retiró detrás del velo: y para cada uno de nosotros, es como si nunca se nos hubiese mostrado; tan poca es la experiencia sensible que tenemos de su presencia. Y sin embargo «vive eternamente».
Además, añade Newman: «En ese otro mundo se encuentran también las almas de los muertos. Ellos también cuando parten de aquí, no dejan de existir, sino que se retiran de la escena visible de las cosas; o, en otras palabras, dejan de actuar sobre nosotros y ante nosotros a través de nuestros sentidos. Viven como vivieron antes, pero el marco externo a través del cual podían mantener contacto con otros hombres, de alguna manera, y no sabemos cómo, está separado de ellos, y se seca como las hojas cuando se desprenden del árbol».
De manera que: «Ellos permanecen, pero sin los medios habituales de aproximación y correspondencia con nosotros. Así como cuando un hombre pierde su voz o su mano existe aún como antes, pero no puede ya hablar, ni escribir, o mantener relación con nosotros, así también cuando pierde no solamente la voz la mano sino toda su figura, o se dice que está muerto, no hay nada que muestre que se ha ido, sino que hemos perdido los medios de para poder aprehenderle»[28].
1512. ––¿La trascendencia del mundo espiritual respecto al material supone también su lejanía?
––Por una parte, no es lejano en el tiempo. «Se habla generalmente del otro mundo como si no existiese ahora, sino sólo después de la muerte. No, existe ahora, aunque no lo veamos». Por otra, también en el espacio. «Esta entre nosotros y a nuestro alrededor. Es el que le fue mostrado a Jacob en sueños. Los Ángeles le rodeaban, aunque él no lo sabía».
Además: «lo que Jacob vio en su sueño, el sirviente de Elíseo lo vio con sus propios ojos»[29]. Se narra en la Sagrada Escritura que el profeta le dijo a su criado, que temía el asedio del rey de Siria a la ciudad en donde se encontraban: »No tengas miedo, pues los que están con nosotros son más que los que están con ellos». Y después de orar pidió Elíseo al Señor en oración: «Señor, abre los ojos de éste para que vea». Dios abrió los ojos del criado y «vio que el monte estaba lleno de caballos y de carros de fuego alrededor de Eliseo»[30]. Puedo así ver la realidad sobrenatural angélica presente en donde estaban, y en donde residía su fuerza de la que ellos carecían,
También nota Newman sobre la presencia en nuestro mundo del otro mundo de la realidad sobrenatural que: «los pastores en la noche de Navidad no solamente lo vieron, sino que lo oyeron. Oyeron las voces de los espíritus bienaventurados que alaban a Dios «día y noche», y que en nuestro estado inferior estamos autorizados a imitar y ayudar».[31]
Indica asimismo que: «cuando los Ángeles se aparecieron a los pastores lo hicieron de forma súbita. «De repente se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial» (Lc 2, 13)». Además que: «la noche hasta ese momento parecía como cualquier otra, como la tarde en que Jacob contempló la visión parecía como cualquier otra tarde (Gn 28, 11). Ellos estaban cuidando las ovejas, miraban la noche que pasaba. Las estrellas seguían su camino. Era media noche. No tenían idea de una cosa semejante, cuando el ángel apareció. Este es el poder y la virtud oculta en las cosas que se ven y que por la voluntad de Dios se manifiestan. Fueron manifestadas por un momento a Jacob, por un momento al sirviente de Elíseo, por un momento a los pastores»[32].
Debe afirmarse que: «estamos, por tanto, en un mundo de espíritus, lo mismo que en un mundo sensible, y estamos en comunión con él y de él participamos, aunque no tengamos conciencia de hacerlo». Por consiguiente: «el mundo de los espíritus, aunque invisible, está, sin embargo, presente; presente, ni futuro, ni distante». De manera que: «No se encuentra encima del cielo, no está más allá de la tumba. Está aquí y ahora».
Lo confirman estas palabras de San Pablo: «No ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas»[33] . Newman al comentarlas señala que el Apóstol: «considera esto como una verdad práctica, que tiene influencia en nuestra conducta. No sólo habla del mundo invisible, sino del deber de «mirar» hacia él. No sólo contrasta las cosas del tiempo con él, sino que dice que su pertenencia al tiempo es una razón no para mirarlas, sino para no mirarlas. La eternidad no está distante porque llegue hasta el futuro, ni el estado invisible deja de influenciarnos porque sea impalpable»[34].
En la tierra que vemos, por tanto: «sabemos que en ella existen muchas cosas que no vemos. Un mundo de santos y de ángeles, un mundo glorioso, el palacio de Dios, la montaña del Señor de los Ejércitos, la Jerusalén celestial, el trono de Dios y de Cristo, todas estas maravillas eternas, hermosas, misteriosas e incomprensibles, se ocultan detrás de lo visible. Lo que alcanza nuestra vista es sólo la corteza exterior de un reino eterno y sobre este reino clavamos los ojos de nuestra fe»[35].
Es cierto, por ello, que: «lo que vemos es como una pantalla que nos oculta a Dios y a Cristo, a Sus Ángeles y Santos». Lo que se salvarán podrán: «alcanzar a contemplar aquello que el ojo mortal todavía no ve y en lo que sólo la fe se alegra». Las «cosas hermosas», que contemplará, «son ahora como serán después. Son inmortales y eternas, y las almas que serán hechas conscientes de ellas, las verán en calma y majestad donde siempre han estado».
Concluye Newman con estas palabras esperanzadas: «regalados con frescos poderes, vigorizados con la semilla de la vida eterna dentro nuestro, capaces de amar a Dios como deseamos, conscientes de que todo problema, sufrimiento, dolor, ansiedad, desgracia, están superados para siempre, bendecidos en el afecto pleno de aquellos amigos terrestres a quienes amamos tan pobremente y pudimos proteger tan débilmente mientras estaban con nosotros en la carne, y por encima de todo, visitados por la inmediata, inefable y visible Presencia del Dios Altísimo, con su Unigénito Hijo Nuestro Señor Jesucristo y Su igual y Coeterno Espíritu, esa gran visión en la cual será la plenitud de gozo y placer para siempre, ¡qué profundidades se conmoverán dentro nuestro¡ ¡qué secretas armonías despertadas, de las cuales la naturaleza humana parecía incapaz! Las palabras de la tierra son ciertamente incapaces de servir a tan altas aspiraciones. Permitidnos cerrar nuestros ojos y hacer silencio»[36].
Eudaldo Forment
[1] R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Rialp, 1951, pp. 80-81.
[2] Catecismo Romano. P. I, c. 8, n. 3.
[3] Catecismo de la iglesia Católica, n. 1021.
[4] Ibíd., n. 1022.
[5] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 96.
[6] ÍDEM, Suma teológica, Supl., q. 88, a. 1, ad 1.
[7] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 92.
[8] Ibíd., IV, c. 93.
[9] Ibíd., IIII, c. 157.
[10] Ibíd., IV, c. 93.
[11] Ibíd., IV, c. 94.
[12] R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Rialp, 1952, 2ª ed., p. 93.
[13] Ibíd., pp. 93-94.
[14] Ibíd., p. 94.
[15] Ibíd., pp. 95-96.
[16] Ibíd., p. 96.
[17] Ibíd., p. 95.
[18] Antonio Royo Marín, Teología de la salvación, Madrid, 19956, p. 289.
[19] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, 59, a. 1, ad 1.
[20] Antonio Royo Marín, Teología de la salvación, op. cit., p. 289.
[21] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 59, a. 1, ad 1.
[22] Jn 5, 22.
[23] Hch 10, 42.
[24] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 59, a. 4, ad 3.
[25] Antonio Royo Marín, Teología de la salvación, op. cit., p. 290.
[26] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 59, a. 2, in c.
[27] John Henry Newman, Sermones parroquiales, “El mundo invisible” (Trad. P. Fernando M. Cavaller), en Newmaniana (Buenos Aires), 12 (1994), pp. 12- 17, p. 12.
[28] Ibíd., p. 13.
[29] Ibíd., p. 14.
[30] 2 Re 6, 17.
[31] John Henry Newman, Sermones parroquiales, “El mundo invisible” , op. cit., p. 14.
[32] Ibíd., p. 16.
[33] 2 Cor 4, 18.
[34] John Henry Newman, Sermones parroquiales, “El mundo invisible”, op. cit., p. 15.
[35] Ibíd., p. 16
[36] Ibíd., p. 17,
5 comentarios
He oído que no se sabe si serán pocas o muchas. He oído que de nadie se puede saber seguro que está en el infierno. La cuestión es si habrá personas humanas en el infierno o no.
Hasta dónde yo sé (poco) las habrá, aunque no sepamos cuántas ni quienes.
Pero he oído de algunos en general más informados que yo que no se sabe si finalmente habrá gente en el infierno y que cabe la posibilidad de que "esté vacío" (de gente). Yo les digo que la Iglesia siempre ha enseñado que sí hay o habrá humanos en el infierno, pero cuando me piden que les muestre dónde no sé qué decirles.
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E.F.:
"Catecismo de la Iglesia Católica", nº 1034: «Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga" (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que "enviará a sus ángeles [...] que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:" ¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!" (Mt 25, 41)»
C
1) Si no me equivoco en el cielo ya se puede tener más mérito. ¿Es cierto?
2) ¿En el infierno se puede seguir pecando y por tanto incrementar la pena?
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E. F.:
Santo Tomás de Aquino, "Suma contra los gentiles" (IV, 95): «el alma se encuentra en estado mudable mientras está unida al cuerpo, pero no después que se separa de él. La razón es porque la disposición del alma se mueve accidentalmente por algún movimiento del cuerpo; ya que como el cuerpo está al servicio de las propias operaciones del alma, se le dio naturalmente tal cuerpo para que, existiendo ella en él, se perfeccione como movida a la perfección. Por lo tanto, cuando el alma está separada del cuerpo, no se encontrará en estado de tender al fin sino de descansar en el fin conseguido. Su voluntad, pues, será inmóvil en cuanto al deseo del último fin».
No deje en este año 2022 de seguir enseñándonos y descubriendo los tesoros de la fe con santo Tomás. Seguro que en esa otra vida le recibirá un día con inmensa alegría.
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