XCIII. El saber y el sentir de Cristo

1104. –Además del conocimiento o ciencia beatífica ¿la naturaleza humana de Cristo goza de más conocimientos o ciencias?

–Cristo, además de la ciencia divina, que poseía como Verbo de Dios, y de la ciencia beatífica, que gozaba en cuanto hombre, tenía otra ciencia o conocimiento. Su entendimiento humano había recibido una ciencia infusa, distinta de la beatífica. Santo Tomás lo demuestra desde la tesis ya probada de la total perfección de su naturaleza humana.

Argumenta que la naturaleza humana de Cristo, como se ha dicho, era perfecta, pero: «lo que está en potencia es imperfecto mientras no se actualice». Así: «el entendimiento posible del hombre está en potencia para todo lo inteligible, y se actualiza por las especies inteligibles, que son como formas que le perfeccionan, como se desprende de la doctrina de Aristóteles (El alma, III, c. 8, n. 1)». Por consiguiente: «es preciso poner en Cristo una ciencia infusa», y no adquirida de la manera descrita.

Seguidamente Santo Tomás describe esta ciencia infusa del siguiente modo: «consiste en que el alma de Cristo recibe del Verbo de Dios, al que está unido personalmente, las especies inteligibles de todo aquello respecto de lo cual se encuentra en potencia el entendimiento posible». Todo lo inteligible, o las especies inteligibles, que el entendimiento humano de Cristo obtendría por la acción del entendimiento agente, es infundido directamente por Dios para actualizar su entendimiento posible, que lo retiene como si fuera un hábito intelectual, según su capacidad o potencia.

Lo infundido por el Verbo al entendimiento humano de Cristo es «lo mismo que también el Verbo de Dios infundió, en la inteligencia angélica, las especies inteligibles desde el momento de la creación del mundo». De la misma manera: «es necesario atribuir a Cristo (…) una ciencia infusa, por la que conozca las cosas en su propia naturaleza mediante especies inteligibles proporcionadas a la inteligencia humana»[1].

Podría parecer que esta nueva ciencia no era compatible con la que proporciona a la visión beatífica, porque no se «puede recibir a la vez una doble ciencia de una más perfecta y la otra menos»[2]. Está última, por ello, no sería necesaria.

Sin embargo, la ciencia infusa no es innecesaria, en Cristo, porque: «el conocimiento beatífico no se obtiene por una especie que sea imagen de la divina esencia o de las cosas conocidas en ella (…) sino que es un conocimiento inmediato de la misma esencia divina, porque la misma esencia divina se une al espíritu bienaventurado como lo inteligible a la inteligencia». Por consiguiente, como «tal esencia divina es una forma desproporcionada para la criatura, nada impide que el alma racional reciba al mismo tiempo las especies inteligibles proporcionadas a su naturaleza»[3], que pueda poseer, por tanto, ciencia infusa.

1105. –¿Cuál es el contenido de la ciencia infusa de Cristo?

–Recuerda Santo Tomás que: «se dice en las Escrituras: «Reposará sobre Él el espíritu del Señor, de sabiduría y de entendimiento, de ciencia y de consejo» (Is 11, 2-3)». Observa seguidamente que: «todo objeto de conocimiento está comprendido bajo alguno de estos dones. A la sabiduría le compete el conocimiento de lo divino; a la inteligencia, el conocimiento de lo inmaterial; a la ciencia, el conocimiento de las conclusiones; al consejo, finalmente, el conocimiento de las cosas prácticas». Se sigue de ello que: «parece que Cristo tuvo conocimiento de todas las cosas mediante esta ciencia infusa, donada por el Espíritu Santo»[4].

Cristo conoció, por tanto, los misterios sobrenaturales, aunque sin penetrar en su naturaleza, que conocía por visión beatífica, porque por ser finita, «el alma de Cristo no poseyó en modo alguno la comprensión de la esencia divina»[5]. Conoció igualmente todos los conocimientos naturales, que el hombre racionalmente puede conocer.

Se puede demostrar que conoció todo ello por ciencia infusa, porque: «convenía, para que el alma de Cristo fuera en todo perfecta, que toda su potencialidad fuese actualizada. Pero en el alma humana, como en toda criatura, puede apreciarse una doble potencia pasiva: una, con respecto al agente natural; la otra, con relación al agente primero que puede elevar a cualquier criatura a una perfección a la que no puede elevarle el agente natural. A esta última suele llamarse en la criatura «potencia obediencial». En Cristo, ambas potencias de su alma fueron actualizadas por esta ciencia divinamente infusa».

De manera que, en primer lugar: «el alma de Cristo conoció cuanto puede ser conocido mediante la luz del entendimiento agente, como es todo objeto de las ciencias humanas» desde las ciencias teóricas, hasta las prácticas y en el límite máximo que le es posible alcanzar al hombre». En segundo lugar: «todo lo que el hombre conoce por revelación divina, bien mediante el don de sabiduría, bien mediante el de profecía o mediante cualquier otro don del Espíritu Santo».

Además, advierte Santo Tomás que: «todas estas cosas las conoció Cristo de una manera más rica y más plena que cualquier otro hombre. Con todo, la esencia de Dios no la conoció por esta ciencia, sino por la ciencia primera»[6], la ciencia de los bienaventurados que se tiene por visión beatífica.

1106. –¿Cómo se encontraba la ciencia infusa en el alma de Cristo?

–Para determinar en que estado estaba la ciencia comunicada en el entendimiento de Cristo, hay que tener en cuenta, por una parte, que: «la ciencia infusa en el alma de Cristo se ajusta a la naturaleza del sujeto que la recibe, pues todo lo que es recibido en un sujeto se acomoda al peculiar modo de ser de este sujeto». Por otra, que: «es propio del alma humana el entender unas veces en acto y otras en potencia». Además, como: «entre la pura potencia y el acto completo se encuentra el hábito», dada la naturaleza del alma humana, «le es connatural poseer la ciencia en forma de hábito». De manera que la ciencia adquirida no la entiende siempre en acto, sino que la tiene en el estado intermedio del hábito y que puede actualizarla cuando quiera. Por consiguiente, es preciso decir que «la ciencia infusa de Cristo era de carácter habitual, pues podía usarla a su arbitrio»[7].

En cambio, la ciencia, que también poseía el alma de Cristo, de los bienaventurados o de visión de Dios: «superior a la condición de la naturaleza humana, por el que veía la esencia de Dios, y en ella todas las cosas, no era un conocimiento habitual, sino siempre actual y, además absolutamente perfecto».

El otro conocimiento, acomodado a la condición humana, por el cual Cristo conocía las cosas materiales mediante especies inteligibles divinamente infusas no «era sumamente perfecto en todo orden, sino sólo dentro del orden del conocimiento humano, por lo que no precisaba estar siempre en acto»[8]. Se encontraba, como se ha dicho, en hábito, tal como están los conocimientos adquiridos por el hombre, cuando no piensa en ellos y quedan como almacenados en su memoria.

Este modo habitual de poseer la ciencia infusa no implica que no le fuese útil a Cristo para conocer todas las cosas, que puede saber el hombre y desde todas las perspectivas posibles, aunque no las tuviese todas y siempre en acto o pensando en ellas. La razón, que da Santo Tomás, es porque: «lo que actualiza al hábito es el imperio de la voluntad, pues «con el hábito obramos cuando queremos» (Averroes, El alma, 3, com. 18)».

Es cierto, añade, que: «la voluntad permanece indeterminada a infinitas cosas. Indeterminación que no es inútil por el hecho de que no tienda actualmente a todas ellas, con tal que tienda actualmente a lo que conviene según las circunstancias de lugar y tiempo. Por tanto, tampoco el hábito es inútil aunque no se actualice todo lo que comprende, siempre que se actualice lo que, según las circunstancias y el tiempo, ayuda a conseguir el fin propuesto por la voluntad»[9]. Cristo, por consiguiente, pensaba o actualizaba el conocimiento que necesitaba, y que obtenía de su saber infundido y almacenado en su alma en estado habitual.

1107. –¿Existió en Cristo una ciencia adquirida al igual que todos los hombres?

–Además de la ciencia beatífica y de la ciencia infusa, el alma de Cristo poseyó una ciencia natural o adquirida, porque, por una parte: «nada de lo que Dios puso en nuestra naturaleza faltó a la naturaleza humana asumida por el Verbo»; y, por otra: «en nuestra naturaleza, Dios ha puesto no sólo un entendimiento posible, sino también un entendimiento agente», es decir, una función del entendimiento que conoce y otra que realiza la abstracción en las imágenes sensibles. Se puede concluir así, en primer lugar, que: «en Cristo hay, además del entendimiento posible, un entendimiento agente».

También, en segundo lugar, que: «si es verdad que en los otros seres, como dice Aristóteles. «Dios y la naturaleza no hicieron nada en vano» (El cielo y el mundo, I, c. 4, n. 8), con mucha más razón se ha de afirmar esto mismo del alma de Cristo. Y es vana una realidad que no tiene operación propia, pues «toda realidad por naturaleza está ordenada a su operación» (Ibíd., I, c. 3, n. 1)».

Como: «la propia operación del entendimiento agente es hacer las especies inteligibles en acto, abstrayéndolas de las imágenes; por eso dice Aristóteles que propio del entendimiento agente es «hacer inteligibles todas las cosas» (El alma, III, c. 5, n. 1). Así pues, se ha de admitir que en Cristo se dieron algunas especies inteligibles recibidas en el entendimiento posible por la acción del entendimiento agente, y esto equivale a admitir en Cristo una ciencia adquirida, o, como algunos dicen, experimental».

Por tanto: «no se puede afirmar que Cristo no poseyera una ciencia adquirida. Una tal ciencia es proporcionada a la naturaleza humana no sólo por parte del sujeto que la recibe, sino también por parte de la causa que la produce; pues tal ciencia se atribuye a Cristo por razón de su entendimiento agente, el cual es connatural a la naturaleza humana». En cambio: «la ciencia infusa se atribuye al alma humana en virtud de una luz infundida de lo alto», y no es connatural, porque: «este modo de entender es proporcionado a los ángeles». Igualmente tampoco lo es «la ciencia beatífica por la que se ve la misma esencia de Dios», y que gozó el alma de Cristo por su unión con el Verbo, porque «es propia y connatural a solo a Dios»[10].

1108. –La posesión de la ciencia infusa le proporcionaba a Cristo los conocimientos que podía adquirir con la ciencia adquirida. No parece, por tanto, que, por no necesitarla, tuviese esta última. Además, es cierto que: «todo lo que convenía a Cristo lo poseyó en su plenitud, pero Cristo no poseyó en su plenitud la ciencia adquirida, pues no se dedicó al estudio de las letras, vía para adquirir en su plenitud la ciencia; se lee en la Escritura: «los judíos se maravillaban y decían: ¿Cómo conoce las Escrituras sin haberlas estudiado? (Jn 7, 15)»[11]. ¿Cómo podía, por ello, necesitar esta nueva ciencia?

–A esta cuestión responde Santo Tomás: «hay una doble manera de adquirir la ciencia: por descubrimiento personal y por enseñanza recibida. El modo de conocer obtenido por el descubrimiento personal es superior al adquirido por la enseñanza. Por eso se lee en Aristóteles: «es bueno quien es un dócil discípulo, pero es óptimo quien comprende por sí mismo» (Ética, I, c. 4, 7). Cristo, por tanto, debía tener la ciencia adquirida por propia invención más bien que por enseñanza, pues había sido puesto por Dios como maestro de todos, según dice Joel: «Alegraos en el Señor Dios vuestro, pues os dio un maestro de justicia» (Jl 2, 23)»[12].

Podría replicarse que: «a lo que está completo no se le puede añadir nada. Pero la potencia del alma de Cristo fue llenada con las especies inteligibles divinamente infusas»[13]. No parece, por tanto, que puede adquirir una ciencia adquirida.

No es así, porque: «la inteligencia humana tiene una doble vertiente. La primera mira a las realidades superiores, y bajo este aspecto el alma de Cristo fue llenada por la ciencia infusa. La otra vertiente mira a las realidades inferiores, esto es, a las imágenes que dicen aptitud para mover a la inteligencia en virtud del entendimiento agente».

Por consiguiente: «fue conveniente que Cristo, también desde este punto de vista, estuviese lleno de ciencia, no porque no bastase la plenitud de la ciencia infusa por sí misma para llenar la inteligencia humana, sino porque convenía perfeccionarla también por relación a las imágenes»[14].

Por último, también podría decirse que: «puesto que Cristo, poseía el hábito de la ciencia infusa, parece que no pudo adquirir otra nueva ciencia por los conocimientos que recibía de los sentidos»[15].

Debe advertirse, sin embargo, que pueden coexistir a la vez la ciencia de infusión y la ciencia de adquisición, porque tanto su origen como su naturaleza son distintas. «Una es la naturaleza del hábito adquirido y otra la del hábito infuso. El hábito de la ciencia se adquiere por relación a las imágenes, y en este sentido no se puede adquirir otro hábito de la misma naturaleza por segunda vez. Pero el hábito de la ciencia infusa es de distinta naturaleza, porque no se forma por relación a las imágenes, sino que vienen de arriba, y, por tanto, ambos hábitos son de distinta naturaleza»[16].

1109. –En el Evangelio se dice: «Jesús crecía en sabiduría y en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres»[17]. ¿Significa que con sus ciencias iban aumentando todos sus conocimientos?

–Respecto a las tres ciencias del alma humana de Cristo puntualiza Santo Tomás que: «la ciencia beatífica no evolucionó», porque «la ciencia divina no puede aumentar», pues la ciencia de Dios es invariable. También: «su hábito de ciencia infusa no evolucionó; puesto que ya desde un principio le fue otorgada la ciencia infusa en toda su plenitud».

Respecto a la ciencia adquirida, debe tenerse en cuenta que: «el progreso de la ciencia es doble: el primero, en cuanto a la esencia, si es el mismo hábito científico lo que aumenta; el segundo, en cuanto al efecto, cuando, por ejemplo, exponemos a los demás, mediante el mismo hábito científico, primero lo más fácil, luego lo más difícil y sutil»[18] En cuanto a este último aspecto, como ya se ha dicho en otra cuestión[19]: «es patente que la ciencia, gracia y edad de Cristo sufrió desarrollo, pues a medida que crecía en edad, realizaba obras mayores, que revelaban una mayor sabiduría y gracia».

En cuanto al primero, si se negara la existencia de una ciencia adquirida en Cristo, se podría considerar que las palabras de la Escritura citadas se refieren al segundo aspecto del hábito de la ciencia infusa. Santo Tomás, en la Suma teológica, en cambio, afirma la existencia de esta tercera ciencia y que progresó, porque: «puesto que abstraer de las imágenes sensibles las especies inteligibles es una acción natural del hombre ejercida por el entendimiento agente, parece lógico colocarla también en el alma de Cristo, pues sería inaceptable que careciese de una acción natural de la inteligencia».

Se concluye de ello que: «hubo en Cristo algún hábito científico que, merced a esta abstracción, pudo evolucionar», porque: «el entendimiento agente, después de abstraer las primeras especies inteligibles de las imágenes podía abstraer otras»[20], ya que la abstracción es sucesiva, y, por tanto, progresiva. «Si la ciencia adquirida es debida al entendimiento agente, que no puede hacerlo todo de una sola vez, sino sucesivamente (…) Cristo no conoció todas las cosas desde un principio, sino paulatinamente y después de cierto tiempo, esto es, en la edad perfecta».

En cambio: «tanto la ciencia infusa como la beatífica fueron efecto de un agente de potencia infinita, que puede producirlo todo de una sola vez. Por ello, en ninguna de ellas progresó Cristo, sino que desde el principio las poseyó plenamente». Aunque, con la ciencia adquirida no podía tener siempre una ciencia natural perfecta, sin embargo: «la ciencia experimental de Cristo fue siempre perfecta en relación a su edad, aunque no lo fuera absoluta y esencialmente. Y por eso puedo hacer progresos»[21].

Su ciencia adquirida además fue superior a la de todos los demás hombres, porque: «de igual manera que, mediante la ciencia infusa, el alma de Cristo conoció todas aquellas cosas respecto de las cuales el entendimiento posible se halla de algún modo en potencia, así también mediante la ciencia adquirida conoció todo aquello que puede ser conocido por la acción del entendimiento agente»[22].

Contra esta afirmación del conocimiento completo de todas las cosas por su ciencia adquirida o experimental, podría objetarse que Cristo no pudo tener experiencia de todas. Sin embargo, advierte Santo Tomás que: «aunque Cristo no tuvo experiencia de todas las cosas, tuvo conocimiento de ellas a través de aquellas que experimentó»[23], y pudo hacerlo «gracias a la potencia extraordinaria de su razón»[24].

1110. –Además de las facultades superiores, ¿Cristo tuvo las pasiones de la apetición sensible?

–En Cristo, se dieron todas las pasiones humanas, las sensibles –pero las que no implicaban desorden moral– y las espirituales, propias de la voluntad. Explica Santo Tomás que: «las afecciones del apetito sensitivo (…) se dieron en Cristo, al igual que todos los demás elementos pertenecientes a la naturaleza humana».

Sin embargo, las pasiones sensibles: «no fueron idénticas a las nuestras. Existe entre unas y otras una triple diferencia. La primera, por relación al objeto de las mismas. En nosotros a menudo estas pasiones nos conducen a cosas ilícitas; no así en Cristo. La segunda, por relación a su principio; pues en nosotros muchas veces se anticipan al juicio de la razón. En cambio, en Cristo todos los movimientos del apetito sensitivo se sucedían de acuerdo bajo el imperio de la razón»[25].

Cita seguidamente San Agustín que sobre las pasiones humanas escribía: «Aun el mismo Señor, que se digno llevar vida humana en forma de siervo, pero sin tener pecado alguno, usó de ellas cuando lo juzgo oportuno. Porque no era falso el afecto humano de quien tenía verdadero cuerpo y verdadero espíritu de hombre. No es, pues, falso lo que se cuenta de Él en el Evangelio: que sintió tristeza e ira por la dureza de corazón de los judíos (Mc 3, 5), y añadió «Me alegro por vosotros para que tengáis fe» (Jn 11, 15). Y lo mismo que lloró cuando iba a resucitar a Lázaro (Jn 11, 35), que deseó comer la Pascua con sus discípulos (Lc 22, 15), que sintió tristeza en su alma al acercarse la Pasión (Mt 26, 38). El, por gracia y designio suyo, aceptó cuando quiso estos movimientos en su espíritu humano, como cuando quiso se hizo hombre»[26].

Finalmente y tercer lugar las pasiones de Cristo son distintas respecto a las nuestras: «en cuanto al efecto, porque, a veces, en nosotros estos movimientos no se quedan en el apetito sensitivo, sino que arrastran a la razón». En cambio: «Esto no sucedió en Cristo, porque los movimientos naturalmente concordes con el cuerpo humano de tal manera quedaban retenidos, por su propio imperio, en el apetito sensitivo, que de ningún modo impedían a la razón hacer lo que convenía»[27].

Precisa Santo Tomás que: «El alma de Cristo, sobre todo por la virtud divina, podía resistir a las pasiones e impedir que se produjesen. Pero, porque así lo quiso, se sometió a ellas, tanto a las del cuerpo como a las del alma»[28]. También advierte que las llamadas por San Pablo «pasiones de los pecados»[29], que «son movimientos del apetito sensitivo que propenden a cosas ilícitas», tales «pasiones, no se dieron en Cristo»[30].

1111. Después de probar la existencia y naturaleza de las pasiones en Cristo, el Aquinate, estudia en particular las siguientes: el dolor sensible, la tristeza, el temor, la admiración y la ira. ¿Por qué se ocupó de estas cinco pasiones?

–Hay que suponer que Santo Tomás examinó detenidamente las pasiones, que parecen presentar más dificultad para admitirlas en Cristo y, sin embargo, tuvieron gran importancia en su misión. En primer lugar, establece que Cristo sufrió y en grado sumo dolor sensible.

Tal como se indica en la Sagrada Escritura y en los Símbolos de la fe, Santo Tomás lo afirma y lo confirma de este modo: «para que haya verdadero dolor sensible se requiere una lesión del cuerpo y la sensación de esta lesión. El cuerpo de Cristo podía sufrir una lesión, pues, era pasible y mortal. Además, tampoco le faltó la sensación de la lesión, pues su alma poseía en estado perfecto todas las facultades naturales. No puede, pues, caber la menor duda de que Cristo experimentó realmente el dolor»[31].

Podría parecer que dado que «la carne de Cristo no fue concebida con pecado, sino por obra del Espíritu Santo en el seno virginal»[32], y, por tanto, sin pecado original, no tenía que sufrir una de sus consecuencias, el dolor. Observa Santo Tomás que: «la carne concebida en el pecado está sometida al dolor, no sólo porque así lo postulan sus principios naturales, sino también en razón de la culpabilidad del pecado».

El hombre antes del pecado original no experimentaba el dolor, por la posesión del don preternatural de la impasibilidad, que le preservaba de todos los dolores. Al perder este don por el pecado, sufrió los dolores propios de la naturaleza humana, que es pasible. Como: «en Cristo se dieron los principios naturales», aunque: «no la culpabilidad del pecado»[33], experimentó el dolor.

1112. –Se ha probado que: «el alma de Cristo gozaba sobre toda medida con la contemplación de Dios, cuya esencia veía»[34]. Esta ciencia beatífica le proporcionaba un gozo en sumo grado en su alma. ¿Cómo se explica que pudiera sufrir dolor alguno?

–Recuerda Santo Tomás que, como ya ha dicho al tratar de la doble voluntad de Cristo, que: «por una dispensación del poder divino de Cristo, la bienaventuranza de su alma era retenida en ella sin comunicarse a su cuerpo, por lo que la pasibilidad y la mortalidad de éste no fueron suprimidas». Nota seguidamente que: «por el mismo motivo, el gozo de la contemplación de tal manera quedaba limitado al espíritu que no descendida a las facultades sensibles, a fin de que no quedase excluido el dolor sensible»[35].

Escribe Santo Tomás más adelante que: «hubo en Él verdadero dolor: dolor sensible, causado por un agente corporal, y dolor interior, que proviene de la aprehensión de algo nocivo, y que se llama tristeza». Además: «uno y otro fue en Cristo el más grande entre los dolores de la presente vida».

Una de las causas es porque: «puede considerarse la grandeza del dolor por la capacidad sensitiva del paciente», y «Cristo estaba dotado de un cuerpo perfectísimamente complexionado, puesto que había sido formado milagrosamente por obra del Espíritu Santo, y las cosas hechas por milagro son más perfectas que las demás, según dice San Juan Crisóstomo del vino en que Cristo convirtió el agua en las bodas (Cf. Com. S. Juan, 22). Por esto poseyó una sensibilidad exquisita en el tacto, de cuya percepción se sigue el dolor». E igualmente: «también su alma, con sus facultades interiores, percibió eficacísimamente todas las causas de tristeza».

Se advierte también la magnitud de los dolores de Cristo: «por la misma causa de los dolores.». Primero, por el dolor sensible, especialmente por «el género del sufrimiento, porque la muerte de los crucificados es acerbísima, ya que son clavados en puntos saturados de nervios y sumamente sensibles, esto es, en las manos y en los pies; y el mismo peso de su cuerpo colgado aumenta continuamente el dolor; y justo con esto está la larga duración del dolor, porque no mueren inmediatamente como sucede con los que son muertos a espada».

Segundo, por el dolor interior, que tuvo: «por los pecados del género humano, por cuya satisfacción padecía (…) en particular, consideraba la ruina de los judíos y de otros que en su muerte tomaban parte, principalmente de los discípulos, que sufrían el escándalo en la pasión de Cristo». También por: «la pérdida de la vida corporal, que naturalmente es horrible para la naturaleza humana naturaleza»[36].

Notaba Newman que: «Sería bueno que abriéramos nuestra mente a lo que significa que el hijo de Dios haya muerto en la Cruz por nosotros»[37]. Sobre el misterio de la muerte de Cristo, para ello: «hay que entender que el Todopoderosos Hijo de Dios que había estado en el seno del Padre desde la eternidad, se hizo hombre, se hizo hombre de una forma tan verdadera y real como desde siempre había sido Dios. Era Dios de Dios, como dice el Credo; es decir, por ser el Hijo del Padre, tenía, procedentes del Padre, todas esas infinitas perfecciones que poseía el Padre, y era Dios porque el Padre era Dios. Era Dios verdadero y pasó a ser también hombre con el mismo grado de verdad».

De este modo: «Pasó a ser hombre, pero sin dejar de ser, de ninguna manera, lo que era antes. Añadió a sí mismo una nueva naturaleza pero de una forma tan íntima como si hubiera abandonado su anterior ser, cosa que no hizo. «El Verbo se hizo carne»; solo esto ya sería un misterio y una maravilla suficiente, pero no es todo. No solo se hizo hombre, sino que, como sigue diciendo el Credo, «fue crucificado por nosotros bajo el poder de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado»[38].

Cristo «padeció» verdaderamente, porque: «así como el alma obra a través del cuerpo como instrumento, así de una manera más perfecta pero igualmente íntima, el Verbo Eterno de Dios actuaba a través de la humanidad que había asumido. Cuando Él hablaba era, literalmente, Dios quien hablaba, cuando sufría, era Dios quien sufría. No es que la naturaleza divina pueda sufrir, como tampoco puede nuestra alma ver u oír. Pero así como el alma ve u oye a través de los órganos del cuerpo, así Dios Hijo sufrió en esta naturaleza humana que tomó sobre sí y que hizo suya. Y en esa naturaleza sí que sufrió realmente. Tan realmente como formó el mundo con su poder omnipotente, así de realmente sufrió Dios con su naturaleza humana, porque al venir a la tierra, su humanidad pasó a ser tan real y personalmente suya como había sido suyo, y desde toda la eternidad, su poder todopoderoso»[39].

La redención por su pasión y muerte nos era necesaria, porque: «por naturaleza éramos unos proscritos (…) aquella no deja de ser nuestra condición natural; en ese estado nacemos; en ese estado se encuentra todo niño cuando llega a la pila del Bautismo. A pesar de todo el amor de quienes le llevan hasta allí, a pesar de la inocencia de su aspecto, hasta que no recibe el Bautismo hay en su corazón un espíritu maligno, un espíritu maligno escondido ahí que Dios ve, que el hombre no ve –escondido está como la serpiente tras los árboles del Paraíso– un espíritu maligno que desde el principio odia a Dios y que al final será su perdición eterna. Ese espíritu maligno solo se puede expulsar mediante el santo Bautismo y sin este privilegio nacer no sería más que una desgracia». Esta virtud del Bautismo: «procede la muerte del Hijo de Dios encarnado»[40].

1113. –¿Hay más motivos del supremo dolor de Cristo?

–Otra causa del supremo dolor de Cristo fue: «por la universalidad del sufrimiento»[41], porque: «Cristo padeció todos los sufrimientos humanos». De una manera: «por parte de los hombres, de quienes padeció, pues padeció de los gentiles y de los judíos, de los hombres y de las mujeres, como se ve en las sirvientas que acusaron a San Pedro. Padeció también de los príncipes, y de sus ministros y de la plebe (…) Padeció también de los familiares y conocidos, pues padeció de Judas, que le traicionó, y de Pedro, que le negó».

De otro forma, Cristo: «padeció en cuanto el hombre puede padecer. Pues Cristo padeció de los amigos, que le abandonaron; padeció en la fama por las blasfemias proferidas contra Él; padeció en el honor y en la honra, por las irrisiones y burlas que le infirieron; en los bienes, pues fue despojado hasta de los vestidos; en el alma, por la tristeza, el tedio y el temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes»,

De un último modo: «podemos considerar los miembros de su cuerpo, y Cristo padeció en la cabeza, por la corona de punzantes espinas; en las manos y pies, por los clavos que le atravesaron; en el rostro, por las bofetadas y esputos; y en todo el cuerpo, por los azotes. Padeció también en todos los sentidos del cuerpo; en el tacto, por los azotes y la crucifixión; en el gusto, por la hiel y vinagre; en el olfato, por la fetidez de los cadáveres existentes en aquel lugar, llamado calvario, en que Él fue colgado, en el oído, por las voces de los que le blasfemaban y escarnecían; en la vista, viendo como lloraban la Madre y el discípulo amado»[42].

Sobe este dolor de María, decía San Bernardo en uno de sus sermones: «El martirio de la Virgen (…) está expresado así en la profecía de Simeón como en la historia de la pasión del Señor. «Está puesto éste» dice Simeón del párvulo Jesús, «como blanco, al que contradecirán, y a tu misma alma (decía a María) traspasará la espada» (Lc 2, 34-35). Verdaderamente, ¡oh madre bienaventurada!, traspasó tu alma la espada. Ni pudiera ella penetrar el cuerpo de tu hijo sin traspasarla. Y, ciertamente, después que expiró aquel tu Jesús (de todos, sin duda, pero especialmente tuyo) no tocó su alma la lanza cruel que abrió (no perdonándole aun muerto, a quien ya no podía dañar) su costado, pero traspasó seguramente la tuya, ciertamente, no se podía de allí arrancar. Tu alma, pues, traspasó la fuerza del dolor, para que no sin razón te prediquemos más que mártir, habiendo sido en ti mayor el afecto de compasión que pudiera ser el sentido de la pasión corporal»[43].

También la Virgen María fue «más que mártir», porque le dice asimismo San Bernardo: «¿acaso no fue para ti más que espada aquella palabra que traspasaba en la realidad el alma y que llegaba hasta la división del alma y del espíritu: «Mujer, mira tu hijo» (Jn 19, 26)? ¡Oh trueque! Te entregan a Juan en lugar de Jesús, el siervo en lugar del Señor, el discípulo en lugar del Maestro, el hijo del Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, un hombre puro en lugar del Dios verdadero. ¿Cómo no traspasaría tu afectuosísima alma el oír esto, cuando quiebra nuestros pechos, aunque de piedra, aunque de hierro, sola la memoria de ello? No os admiréis, hermano, de que sea llamada María mártir en el alma. Admírese el que no se acuerde haber oído a Pablo contar entre los mayores crímenes de los gentiles el haber vivido sin tener afecto. Lejos estuvo esto de las entrañas de María, lejos esté también de sus humildes siervos»[44].

1114. –San Bernardo destacó, por estar la Virgen María, Madre de Dios, al pie de la Cruz, su asociación a la redención de Cristo, lo que se denomina corredención, por ser subordinada y secundaria a la suficiente y principal del Redentor. ¿Se puede destacar también a San Bernardo, el restaurador de la Orden del Cister, por indicar otros privilegios marianos?

–San Bernardo se refirió a la mediación universal de María con esta conocida afirmación: «Nada ha querido Dios que tengamos que no pase por las manos de María»[45]. Su confianza en su patrocinio queda reflejado en este emotivo, bello y práctico comentario al versículo: «El nombre de la virgen era María»[46],

Explica San Bernardo que «este nombre significa estrella de la mar, y se adapta a la Virgen Madre con la mayor proporción. Se compara María oportunísimamente a la estrella, porque, así como la estrella despide el rayo de su luz sin corrupción de sí misma, así, sin lesión suya, dio a luz la Virgen a su Hijo. Ni el rayo disminuye a la estrella su claridad, ni el Hijo a la Virgen su integridad. Ella, pues, es aquella noble estrella nacida de Jacob, cuyos rayos iluminan todo el orbe, cuyo esplendor brilla en las alturas y penetra los abismos; y, alumbrando también a la tierra y calentando más bien los corazones que los cuerpos, fomenta las virtudes y consume los vicios».

Advierte seguidamente a los navegantes en el mar de la vida del mundo que: «cualquiera que seas el que en la impetuosa corriente de este siglo te miras, mas antes fluctuar entre borrascas y tempestades, que andar por la tierra, no apartes los ojos del resplandor de esta estrella, si no quieres no ser oprimido de las borrascas. Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, llama a María. Si eres agitado de las ondas de la soberbia, si de la detracción, si de la ambición, si de la emulación, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, o la avaricia, o el deleite carnal impilen violentamente la navecilla de tu alma, mira a María. Si, turbado a la memoria de la enormidad de tus crímenes, confuso a vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado a la idea del horror del juicio, comienzas a ser sumido en la sima sin suelo de la tristeza, en el abismo de la desesperación, piensa en María».

En definitiva, exhorta San Bernardo que: «en los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María». De tal modo que: «no se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir los sufragios de su intercesión, no te desvíes de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en ella piensas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás, si es tu guía»[47].

1115.¿Cristo sufrió la tristeza?

–Santo Tomás afirma que Cristo experimentó la tristeza, porque: «dice el Señor en San Mateo: «Triste está mi alma hasta la muerte» (Mt 26, 38)»[48], e indica también que: «dice San Jerónimo que: «nuestro Señor para demostrar que era verdadero hombre, experimento realmente la tristeza, Más, como esta pasión no le dominó el espíritu, dice el Evangelio sólo que comenzó a entristecerse, dando así a entender que se trataba de una pro-pasión» (Com. Evang. S. Mt, IV, Mt 26, 37). Comenta Santo Tomás seguidamente que: «Según esto, pasión perfecta es la que se apodera del alma, esto es, de la razón, mientras que «pro-pasión» es la que, incoada en el apetito sensitivo, no le sobrepasa»[49]. Las pasiones de Cristo, por no afectar nunca a su razón, tal como ocurre en nosotros, que se apoderan de ella, eran, en este sentido, pro-pasiones.

De manera que: «la tristeza, como pasión perfecta, no fue experimentada por Cristo. Pero se dio en Él una incoación de la misma, una pro-pasión. Por ello, precisamente, se dice: «Comenzó a entristecerse y a angustiarse» (Mt 26, 37)»[50].

La razón que da Santo Tomás de la existencia de la tristeza, en este sentido, es la siguiente, por una parte: «la tristeza, al igual que el dolor sensible, reside en el apetito sensitivo, pero difieren entre sí por razón del motivo y del objeto. Respecto al dolor, el objeto y el motivo es la lesión percibida por el sentido del tacto, como acontece en el caso de una herida. En cambio, el objeto y el motivo de la tristeza es lo nocivo o el mal interiormente aprehendido, bien por la razón, bien por la imaginación, por ejemplo, cuando uno se entristece por la pérdida de una gracia o de una suma de dinero».

Por otra parte, como se ha dicho, en Cristo: «el gozo de la contemplación de Dios era mantenido en virtud de una dispensación del poder divino, dentro del ámbito del alma, sin redundancia en las facultades sensibles, para que de este modo no quedasen inmunes al dolor sensible».

Por consiguiente: «el alma de Cristo pudo aprehender interiormente una cosa como nociva, bien para sí mismo, como lo fue su pasión y su muerte, bien para los demás, como los pecados de sus discípulos y de los judíos que le condenaron a muerte». De ello se sigue que: «así como pudo darse en Él verdadero dolor, pudo darse también verdadera tristeza, bien que ésta difería de la nuestra por las tres razones expuestas más arriba al tratar de las pasibilidad de Cristo en general»[51].

Podría objetarse que, como la tristeza emana por algo que se ha producido contra nuestra voluntad, y «Cristo no sufrió nada contra su voluntad»[52], parece que no pudo experimentar la tristeza.

Esta dificultad queda resuelta, si se tiene en cuenta que: «nada impide que una cosa que de por sí es contraria a la voluntad sea querida en razón del fin al que se ordena. Así una medicina amarga no se quiere por sí misma, sino sólo en cuanto se ordena a la salud. Y en este sentido, la muerte y la pasión de Cristo, consideradas en sí mismas, fueron involuntarias y, por ello, motivo de tristeza». Sin embargo: «fueron voluntarias por razón de su fin, la salvación del género humano».

También al igual que el dolor, la tristeza de Cristo, que procedía de todos los dolores que sufrió, fue la más grande de esta vida. «Cristo, con el fin de satisfacer por los pecados de todos los hombres, asumió la máxima tristeza en cantidad absoluta, aunque sin exceder la norma de la razón»[53].

1116. –¿Experimento también Cristo el temor?

–Tal como se lee en el Evangelio: «Comenzó Jesús a sentir temor y angustia»[54]. Sobre este temor explica Santo Tomás: «Así como la causa de la tristeza es la aprehensión de un mal presente, la del temor es la aprehensión de un mal futuro». Este mal futuro puede ser una amenaza conocida con certeza o un mal desconocido e incierto.

Por consiguiente, el temor puede tener una doble significación: «la primera, en cuanto que el apetito sensitivo por su naturaleza rehuye la lesión del cuerpo, por la tristeza si la lesión es presente, y por el temor si es futura. Así considerado, el temor igual que la tristeza, fue experimentado por Cristo»[55]. Sin embargo, hay que precisar que: «cuando el temor supone una pasión perfecta que aparta al hombre del bien racional (…) no conoció Cristo el temor, sino sólo como pro-pasión»[56].                                                       

En cambio, Cristo no experimento el temor en la segunda significación o: «en cuanto a la incertidumbre del suceso futuro: como cuando por la noche un ruido desacostumbrado, provoca en nosotros el temor, porque no conocemos su origen. Y así entendido, no hubo temor alguno en Cristo, como enseña el Damasceno (Sobre la fe ort., c. 23)»[57].

1117. –¿Cristo experimento la admiración?

–Como: «la admiración tiene por objeto una cosa nueva e insólita» y, además: «para la ciencia divina de Cristo nada podía haber nuevo e insólito, ni tampoco para la ciencia humana con que conocía las cosas en el Verbo, ni para la ciencia humana con que conocía las cosas mediante especies infusas».

Ni por la ciencia divina, ni por la ciencia infusa, Cristo podía conocer algo nuevo, ni incluso el futuro, que lo tenía ya como presente, y, por ello, no podía sufrir sorpresas. Sin embargo: «pudo darse algo nuevo e insólito respecto de su ciencia experimental pues todos los días podía ocurrirle algo nuevo. Por tanto, respecto de su ciencia divina o bienaventurada, o incluso infusa, no padeció sorpresa alguna. Pero respecto de la ciencia experimental si pudo maravillarse»[58].

Con la ciencia adquirida o experimental, podían sucederle cosas nuevas y así admirarse. Así ocurrió con el modo de la petición del centurión de Cafarnaún para la sanación de su siervo, «pues «cuando Jesús oyó esto (su gran fe) se maravilló» (Mt 8, 10)»[59]. De manera que: «Cristo, en verdad, nada ignoraba. Pero podía algún nuevo acontecimiento ser objeto de su ciencia experimental, y así causarle admiración»[60]. Y, además: «esto para instrucción nuestra, para que admirásemos lo que Él también admiraba»[61].

1118. –¿Cristo tuvo ira?

–Podría también parecer que en Cristo no se dio la pasión de la ira, sin embargo en la Escritura se dice que la experimentó, como en la expulsión de los mercaderes del templo. Se explica porque: «cuando se causa tristeza a alguno, se origina en su parte sensitiva, el deseo de devolver la injuria inferida a sí o a otros. La ira, pues, es una pasión compuesta de tristeza y deseo de venganza».

Ya se ha dicho que Cristo pudo experimentar la tristeza. «Respecto del deseo de venganza algunas veces implica pecado, a saber, cuando alguien trata de vengarse no respetando el orden de la razón»[62]. Esta ira, que es pecado no puede darse en Cristo, que era «manso y humilde de corazón»[63]. La ira se opone a la mansedumbre, pero sólo, «la ira que desborda el orden de la razón se opone a la mansedumbre, no así la ira moderada mantenida por la razón de un justo medio, pues este medio es precisamente el objeto de la mansedumbre»[64].

Oras veces: «el deseo de venganza está libre de pecado, siendo incluso laudable, por ejemplo, cuando alguien desea la venganza conforme al orden de la justicia. Y tal deseo es lo que se llama ira por causa del celo (…) Esta fue la ira que tuvo Cristo»[65]. Esta irá de Cristo se mantuvo siempre sujeta a la recta razón.

En cambio: «en nosotros, según el orden natural, las facultades del alma se entorpecen mutuamente, de suerte que, cuando la operación de una potencia es intensa, se debilita la de otra. De ahí viene que el movimiento de la ira, aun cuando es moderado por la razón, impide la visión del alma».

No ocurría así en Cristo, porque: «en virtud de la moderación introducida por el poder divino cada potencia podía realizar su operación propia, de modo que una no impedía la otra. Por tanto, así como el gozo del alma en la contemplación no anulaba la tristeza y el dolor de las facultades inferiores, así tampoco, por su parte, las pasiones de las facultades inferiores entorpecían la actividad de la razón»[66].

Eudaldo Forment

 



[1] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 9, a. 3, in c.

[2] Ibíd., III, q. 9, a. 3, ob. 3.

[3] Ibíd., III, q. 9, a. 3, ad 3.

[4] Ibíd., III, q. 11, a. 1, sed c.

[5] Ibíd., III, q.10, a. 1, in c.

[6] Ibíd., III, q. 11, a. 1.

[7] Ibíd., III, q. 11, a. 5, in c.

[8] Iibíd., III, q. 11, a. 5, ad 1.

[9] Ibíd., III, q. 11, a. 5, ad 2.

[10] III, q. 9, a. 4, in c.

[11] III, q. 9, a. 4, ob 1.

[12] III, q. 9, a. 4, ad 1.

[13] III, q. 9, a. 4, ob. 2.

[14] III, q. 9, a. 4, ad 2.

[15] III, q. 9, a. 4, ob. 3.

[16] III, q. 9, a. 4. ad 3

[17] Lc 2, 52.

[18] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 12, a. 2, in c.

[19] Véase supra, n. 1097.

[20] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 12, a. 2, in c.

[21] Ibíd., III, q. 12, a. 2, ad 1.

[22] Ibíd., III, q. 12, a. 1, in c.

[23] Ibíd., III, q. 12, a. 1. ad 1.

[24] Ibíd., III, q. 12, a. 1, ad 2.

[25] Ibíd.,  III, q. 15, a. 4, in c.

[26] San Agustín, La ciudad de Dios, XIV, c. 9, 3.

[27] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 15, a. 4, in c.

[28] Ibíd., III, q. 15, a. 4, ad 1.

[29] Rom 7, 5.

[30] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 15, a. 4, ad 2.

[31] Ibíd., III, q. 15, a. 5, in c.

[32] Ibíd., III, q.15, a. 5, ob. 2.

[33] Ibíd., III, q. 15, a. 5, ad 2.

[34] Ibíd., III, q. 15, a. 5, ob. 3.

[35] Ibíd., III, q. 15, a. 5, ad 3.

[36] Ibíd., III, q. 46, a. 6, in c.

[37] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Ediciones Encuentro, 2013, vol. 6, «El Hijo encarnado sufrió y fue víctima expiatoria», pp. 85-95, p. 86.

[38] Ibíd., p. 87.

[39] Ibíd., pp. 87-88.

[40] Ibíd., pp. 90-91.

[41] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 46, a. 6, in c.

[42] Ibíd., III, q. 46, a. 5, in c.

[43] San Bernardo, Sermones de tiempo, «En el domingo dentro de la octava de la Asunción de la bienaventurada Virgen María», 14.

[44] Ibíd., 15.

[45] IDEM, Sermones de tiempo, “En la vigilia de la natividad del Señor”, Serm 3. 10. También dice en otro sermón: «Ésta es la voluntad de aquel Señor que quiso que todo lo recibiéramos por  María”». (Sermones de santos, “En la natividad de la bienaventurada Virgen María”, 7).

[46] Lc 1, 27.

[47] San Bernardo. Sermones de tiempo, Homilías sobre las excelencias de la Virgen Madre, Hom. 2, 17.

[48] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 15, a.6, sed c.

[49] Ibíd., III, q. 15, a. 4, in c.

[50] Ibíd., III, q. 15, a. 6, ad 1.

[51] Ibíd., III, q. 15, a. 6, in c. Véase supra, n. 1110.

[52] Ibíd., III, q. 15, a. 6, ob. 4

[53] Ibíd., III, q. 46, a. 6, ad 2.

[54] Mc 14, 33.

[55] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 15, a. 7, in c.

[56] Ibíd., III, q. 15, a. 7, ad 1

[57] Ibíd., III, q. 15, a. 7, in c.

[58] Ibíd., III, q. 15, a. 8, in c.

[59] Ibíd., III, q. 15, a. 8, sed c.

[60] Ibíd., III, q. 15, a. 8, ad 1.

[61] Ibíd., III, q. 15, a. 8, in c.

[62] Ibíd., III, q. 15, a. 9, in c.

[63] Mt 11, 29.

[64] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 15, a. 9, ad 2.

[65] Ibíd., III, q. 15, a. 9, in c.

[66] Ibíd., III, q. 15, a. 9, ad 3.

1 comentario

  
Juan35
Extraordinario, soberbio artículo, como todos,magistral.Gracias profesor.
09/12/20 3:40 AM

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