LXXXIX. Jesucristo, Dios y hombre
1050. –¿Se puede probar la racionalidad, o su no oposición a la razón humana, del misterio de la Encarnación?
–Después de exponer, en el capítulo 28 del libro IV de la Suma contra los gentiles, el misterio de la Encarnación según lo revela la Sagrada Escritura, Santo Tomás prueba su racionalidad de una manera indirecta, con la refutación de las herejías contrarias. La primera de la que se ocupa es la de los llamados fotinianos, que, como ya se ha dicho, en la exposición del misterio trinitario: «solo admitieron en Cristo la naturaleza humana, imaginando que en Él está la divinidad, no por naturaleza, sino por cierta excelente participación de la gloria divina que mereció por sus obras, según se dijo (IV, c. 4)».
Además de lo ya expuesto al refutar esta herejía, que afecta al misterio trinitario, se pueden rebatir otros argumentos en cuanto que también «ella destruye el misterio de la Encarnación». El primero es el siguiente: «Según esta posición, Dios no hubiese asumido la carne para hacerse hombre, sino que más bien el hombre carnal se hubiese hecho Dios. Y así no sería verdad lo que dice San Juan: «El verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), sino lo contrario, «la carne se hizo Verbo» ».
En una segunda refutación se advierte que: «Igualmente, no convendrían al Hijo de Dios la anonadación o el descenso, sino que más bien convendría al hombre la glorificación y la ascensión, y así no sería verdadero lo dicho por San Pablo: «Quien existiendo en la forma de Dios, se anonadó, tomando la forma de siervo» (Flp 2, 6-7), sino solamente la exaltación del hombre a la gloria divina, de la que dice después: «Por lo cual Dios le exaltó» (Flp 2, 9)».
En tercer lugar, con la tesis de Fotino: «tampoco sería verdad lo que dice el Señor: «He bajado del cielo», sino sólo aquello: «Subo a mi Padre», siendo así que la Sagrada Escritura une ambas cosas. Porque dice el Señor: «Nadie sube al cielo sino quien bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo» (Jn 3, 13); y San Pablo:«El mismo que bajo es el que subió sobre todos los cielos» (Ef 4, 10)».
Por último, según esta herejía: «así tampoco convendría al Hijo el ser enviado por el Padre ni haber salido del Padre para venir al mundo, sino sólo el ir al Padre y, sin embargo, Él mismo une ambas cosas diciendo: «Mas ahora voy al que me ha enviado» (Jn 16, 5), y también «Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16, 28), con lo cual se comprueba a la vez la humanidad y la divinidad»[1].
1051. –A continuación indica el Aquinate que: «Hubo también algunos que, negando la verdad de la Encarnación, enseñaron cierta imitación ficticia de la misma. Pues dijeron los maniqueos que el hijo de Dios había asumido un cuerpo, no verdadero, sino aparente. Por lo cual no pudo ser verdadero hombre, sino sólo aparente; ni tampoco fue verdadero, sino sólo ficticio, lo que hizo en cuanto hombre, como nacer, comer, beber, andar, padecer y ser sepultado. Por donde vemos que reducen totalmente el misterio de la Encarnación a cierta ficción». ¿Cómo la refuta?
–Nota Santo Tomás, en primer lugar, que esta herejía: «anula la autoridad de la Escritura, porque, como quiera que la apariencia de carne no es carne ni la apariencia de andar es andar, etc., miente la Escritura al decir: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), si fue solamente en realidad carne ficticia. Y miente también al decir que Jesucristo anduvo, comió, murió, y fue sepultado, si todo esto ocurrió solamente en apariencia imaginaria. Mas, por poco que se derogue la autoridad de la Santa Escritura, perece toda la firmeza de nuestra fe, que se funda en las Sagradas Escrituras, según aquello: «Y estas cosas fueron escritas para que creáis» (Jn 20, 31)».
1052. –Podría replicarse que: «no carece de verdad la Sagrada Escritura cuando narra lo ficticio como real, porque las semejanzas de las cosas se nombran equívoca y figuradamente con los nombres de las mismas cosas, como, por ejemplo, un hombre pintado es llamado equívocamente hombre; y la _Sagrada Escritura suele usar ese modo de hablar cuando dice. «la roca era Cristo» (1 Cor 10, 4). Y vemos también que en ella se atribuyen a Dios muchas cosas corporales sólo en razón de alguna semejanza, cuando se le llama cordero, león, o algo parecido». En este sentido se le atribuiría a Cristo el cuerpo y todo lo que tienen que ver con la condición corporal. ¿Qué responde el Aquinate?
–Reconoce Santo Tomás que a veces: «las semejanzas de las cosas toman equívocamente los nombres de las mismas», sin embargo, «no es propio de la Sagrada Escritura el proponer bajo tal equívoco toda la narración de un hecho, de suerte que no pueda verse claramente la verdad por otros lugares de la Escritura».
Si no hubiera esta segunda explicación, en primer lugar, de la Escritura: «no se seguiría la instrucción, sino el engaño de los nombres, siendo así que dice San Pablo: «Todo cuanto está escrito, se escribió para nuestra enseñanza» (Rm 15, 4)». Además, en segundo lugar, en esta suposición: «toda la narración evangélica sería ficticia y fabulosa si contara como reales las semejanzas aparentes de las cosas»[2].
Al principio de la Suma Teológica, advierte Santo Tomás que: «el autor de la Sagrada Escritura es Dios, el cual puede no sólo acomodar las palabras a lo que quiere decir (que esto pueden hacerlo los hombres), sino también las cosas mismas». Explica seguidamente: «así como en todas las ciencias la palabra significa alguna cosa, lo propio de la Ciencia Sagrada es que las cosas significadas por las palabras signifiquen algo a su vez».
Así se explica que la Sagrada Escritura tenga dos sentidos. «La primera acepción en que se toma la palabra, que es la de significar alguna cosa, pertenece al primer sentido, llamado histórico o literal, y lo que, a su vez, significa la cosa expresada por la palabra llámase sentido espiritual», y que, según lo dicho, «se fundamenta en el literal y lo supone».
El sentido espiritual se puede dividir en tres: alegórico, moral y anagógico, porque: «La Antigua Ley, según dice San Pablo, es figura de la Nueva ley (Heb 7, 19). Además, en esta última, todo: «las cosas que se realizaron en la Cabeza son signo de lo que nosotros debemos hacer». También, en ella: «como dice Dionisio (Jerárq. Eclesiast, 5, 2) es figura de la gloria futura».
Se puede, por tanto, sostener que, además del sentido literal, las palabras de la Sagrada Escritura, pueden tener: «sentido alegórico, en cuanto el contenido de la Antigua Ley es figura de lo que contiene la Nueva». Asimismo, un «sentido moral», en cuanto que «lo cumplido en Cristo, o en lo que a Cristo representa, es signo de lo que nosotros debemos hacer». Por último, puede darse «el sentido anagógico, en cuanto significa lo que hay en la gloria».
Esta variedad de sentidos no presenta ninguna dificultad. Por una parte, porque: «como el sentido literal es el que se propone el autor; y el autor de la Sagrada Escritura es Dios, que todo lo entiende simultáneamente, no hay inconveniente en que, como dice San Agustín, un mismo texto de la Sagrada Escritura tenga varios sentidos (Cf. Conf. 12, 31, 42)»[3].
La multiplicidad de sentidos de un texto de la Sagrada Escritura no implica ambigüedad o dudas en su comprensión, porque debe tenerse en cuenta que, por una parte: «Nada de esto engendra confusión en la Sagrada Escritura, ya que todos los sentidos se apoyan en el literal». Por otra: «Nada de lo necesario para la fe hay en el sentido espiritual que no se consigue en alguna parte claramente en sentido literal»[4].
También admite que las Sagradas Escrituras a veces se refieren a cosas no existentes. Pero advierte que: «si la Escritura narra alguna vez algo que no tuvo existencia real, sino sólo aparente, por el mismo estilo de la narración lo da a entender».
A la inversa: «tampoco es causa de error el que en las Escrituras se diga algo de las cosas divinas por solas semejanzas, ya porque las semejanzas se toman de cosas tan viles, de modo que se ve que se dicen según semejanza y no según la existencia real, ya porque en las Escrituras hallamos otras cosas dichas propiamente por las que se manifiesta expresamente la verdad que en otros lugares se oculta bajo semejanzas»[5].
1053. –¿Existieron otras herejías sobre la Encarnación?
–Santo Tomás cita también la del gnóstico Valentín, del siglo II, que dijo que: «Cristo no tuvo cuerpo terreno, sino uno que bajo del cielo y que nada recibió de la Virgen Madre, sino que pasó por ella como por un acueducto»[6]. Se basaba en algunos textos de la Escritura, como el siguiente: «El primer hombre de tierra, es terreno; el segundo hombre del cielo, es celestial»[7].
Nota que esta afirmación de Valentín, así como la de los maniqueos: «proceden de un falso principio, a saber: de que todo lo terreno había sido creado por el diablo», e inferían por ello, que: «no convenía que tomara cuerpo de una criatura del diablo». Además, todas: «las razones en que se apoyan son claramente vanas. Porque Cristo no descendió del cielo según el cuerpo o el alma, sino según Dios».
Claramente se sigue: «de las mismas palabras del Señor. Porque después de decir: «Nadie sube al cielo sino quien bajó del cielo», añade: «El Hijo del hombre, que está en el cielo» (Jn 3, 13). Con lo cual dio a entender que de tal manera había bajado del cielo, que no dejaba de permanecer en él. Es propio de la divinidad el estar de tal manera en la tierra que llene también los cielos»[8].
También se ocupa Santo Tomás de una herejía del cristiano Apolinar de Laodicea, de la segunda mitad del siglo IV, parecida a las dos citadas, aunque advierte que: «más arbitrariamente que éstos erró Apolinar acerca del misterio de la Encarnación, coincidiendo, no obstante, con los anteriores en decir que el cuerpo de Cristo no fue asumido de la Virgen, sino más bien –lo cual es más impío– que parte del Verbo se convirtió en carne de Cristo. Y sirvióle de ocasión para errar aquello que se lee: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), que creyó debía entenderse como si el mismo Verbo se hubiera convertido en carne, a la manera como se entiende lo que leemos: «Y luego que el maestresala probó el agua convertida en vino» (Jn 2, 9), que se dice así porque el agua se convirtió en vino».
Añade Santo Tomás que es un: «error inadmisible, pues se probó anteriormente que Dios es totalmente inmutable, y es evidente que todo lo que se convierte en otro se muda. En consecuencia, por ser el Verbo de Dios verdadero Dios, según se probó (IV, c. 3), es imposible que se haya convertido en carne».
Por consiguiente: «lo dicho por San Juan: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), no se ha de entender como si el Verbo se hubiera convertido en carne, sino que asumió la carne para convivir con los hombres y hacérseles visible. Por eso añade: «y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria». Tal como, en Baruc, se dice de Dios que «hizo que se dejara ver en la tierra y conversará con los hombres» (Ba 3, 38)»[9].
1054. –En este mismo lugar, afirma el Aquinate que también: «algunos no sólo pensaron equivocadamente acerca del cuerpo de Cristo, sino también acerca de su alma. ¿Quiénes fueron estos herejes?
–Santo Tomás cita, en primer lugar, al ya nombrado Arrio, al ocuparse del misterio trinitario, porque: «sostuvo que en Cristo no hubo alma, sino que (el Verbo) sólo asumió la carne, a la que sirvió de alma la divinidad».
Nota además que Arrio: «queriendo afirmar que el Hijo de Dios era criatura y menor que el Padre, tomó para probarlo aquellos testimonios de las Escrituras que muestran en Cristo la flaqueza humana. Y para que nadie rechazara su prueba, diciendo que los testimonios invocados por él no convenían a Cristo según la naturaleza divina, sino según la humana, maliciosamente le negó a Cristo el alma, a fin de que, no pudiendo atribuir ciertas cosas al cuerpo humano, como el que se admiró, temió, oró, fuese necesario deducir de ahí una conclusión en menoscabo del mismo Hijo de Dios. Y para fundar su opinión, adujo las ya citadas palabras: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), de las que quiso inferir que el Verbo había asumido solamente la carne, pero no el alma».
Sin embargo, ello es imposible, porque, por una parte, como ya se probó: «Dios no puede ser forma del cuerpo» (I, c. 27). Por otra, porque: «como el Verbo de Dios es Dios, según queda demostrado, es imposible que el Verbo de Dios sea forma del cuerpo, de modo que pueda hacer las veces del alma para el cuerpo».
A continuación, nota Santo Tomás que: «este argumento vale ciertamente contra Apolinar, quien confesaba que el Verbo de Dios era verdadero Dios y, a pesar de que Arrio lo negara, también vale contra él. Ni Dios, ni cualquiera de los espíritus supracelestes –ente los cuales, según Arrio, era el principal el Hijo de Dios– pueden ser forma del cuerpo».
Asimismo, advierte Santo Tomás que, por una parte: «suprimiendo lo esencial del hombre, no puede haber hombre verdadero. Y es evidente que el alma es lo principal de la esencia del hombre, ya que es su forma. En consecuencia, si Cristo no tuvo alma, no fue verdadero hombre, y, sin embargo, San Pablo le llama hombre, diciendo: «uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2, 5)».
Por otra: «no sólo lo esencial, sino también cada una de las partes del hombre dependen del alma; por eso, desparecida el alma, el ojo, la carne y los huesos del hombre muerto, se dicen tales equivocadamente, como «el ojo pintado de de piedra» (Aristóteles, Sobre el alma, II, 1)». La doctrina hilemórfica aplicada al hombre invalida igualmente la herejía de Arrio, porque: «si, pues, en Cristo no hubo alma, tampoco hubo verdadera carne, o cualquiera parte del hombre, y, sin embargo, el Señor demuestra tenerlas, diciendo: «El espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24, 39)».
Debe tenerse en cuenta también que: «lo que es engendrado de algún viviente no puede llamarse hijo suyo si no procede en la misma especie. Por ejemplo, el gusano no es hijo del animal del cual se genera». Puede así replicarse a la tesis herética que: «si Cristo no tuvo alma, no fue de la misma especie que los demás hombres, puesto que los que difieren según la forma no pueden ser de la misma especie». Por consiguiente: «no podría decirse que Cristo fuera Hijo de María Virgen o que ésta fuese madre suya, siendo así que tal cosa se afirma en la Escritura Evangélica».
Por último frente al arrianismo, se puede recordar que: «en el Evangelio se dice expresamente que Cristo tuvo alma. Por ejemplo: «Triste está mi alma hasta la muerte» (Mt 26, 38); y «Ahora mi alma se siente turbada» (Jn 12, 27)»[10].
1055. –Explica el Aquinate que: «convencido Apolinar por estos testimonios evangélicos, confesó que en Cristo había alma sensitiva, pero no mente y entendimiento, de tal suerte que el Verbo de Dios reemplazaba al entendimiento y a la mente». A la modificación de Apolinar a la doctrina de Arrio sobre el alma Cristo, ¿le afectan las críticas expuestas del Aquinate?
–Apolinar, ante estas pruebas evangélicas, tuvo que admitir que, en Cristo, su cuerpo humano tuvo un alma, pero, precisaba, con funciones meramente animales, en cambio, las superiores, propias de un alma humana, las realizaba el mismo Verbo en su lugar. Sin embargo, advierte Santo Tomás que: «tal concesión no evita los inconvenientes señalados».
En primer lugar, porque: «el hombre recibe la especie humana cuando tiene mente humana y razón. Si, pues, Cristo no las tuvo, no fue hombre verdadero ni de la misma especie que nosotros. Porque el alma carente de razón es de distinta especie que el alma racional».
Queda probado porque: «según Aristóteles (Metaf., VII, 3), en las definiciones y especies, cualquier diferencia esencial añadida o quitada cambia la especie, como en los números la unidad. «Racional» es una diferencia específica. Por lo tanto, si en Cristo hubo alma sensitiva carente de razón, no fue de la misma especie de nuestra alma racional. Y, en consecuencia tampoco Cristo fue de la misma especie que nosotros».
Además: «puesto que, según Apolinar, el Verbo de Dios es verdadero Dios, no puede convenirle (o el experimentar) la admiración, porque admiramos aquellas cosas cuyas causas ignoramos. De igual modo tampoco puede convenirle (o experimentar) la admiración al alma sensitiva, pues no es de su pertenencia el tender al conocimiento de las causas». Sin embargo: «en Cristo hubo admiración, según se prueba por los Evangelios, pues se dice que, oyendo Jesús las palabras del centurión, «se maravilló». Es necesario, pues, que además de la divinidad del Verbo y del alma sensitiva, pongamos en Cristo algo por lo que puede convenirle la admiración, a saber, la mente humana».
Debe así concluirse de todo ello que, por un lado: «en Cristo hubo verdadero cuerpo humano y verdadera alma humana». Por otro, que sobre: «lo que dice San Juan: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), no debe entenderse como si el Verbo se hubiera convertido en carne, ni como si el Verbo hubiera asumido solamente la carne, o con alma sensitiva, aunque sin mente».
Se explica, porque en estas palabras evangélicas: «según la costumbre de la Escritura, se pone la parte por el todo, y así se dice: «El Verbo se hizo carne», por decir: «El Verbo se hizo hombre, pues incluso a veces se pone la Escritura en lugar de hombre la palabra «alma». Lo mismo se hace en el lenguaje corriente, cuando se emplea la metonimia, o cambio de significados por la relación que guardan entre sí, como significar el todo por una de sus partes. Así, por ejemplo se dice que el aforo de un lugar es de de mil almas en lugar de mil personas.
Se sigue de esta conclusión que, en Cristo, por ser verdadero hombre, su alma fue creada para informar a su cuerpo. Por ello: «si Cristo tuvo carne y almas humanas, como se ha probado, evidentemente su alma no se dio antes de la concepción del cuerpo. Pues quedó probado ya que las almas humanas no son antes que sus propios cuerpos (II, c. 83).
Por último, nota Santo Tomás sobre lo que sostenía Orígenes, en la segunda mitad del siglo IIII, que con lo dicho: «se ve que es falsa la tesis de Orígenes, quien decía que el alma de Cristo fue creada en el principio con todas las demás criaturas espirituales, antes de las corporales, y asumida por el Verbo de Dios, y después, hacia el fin de los siglos, fue revestida de carne para la salvación de los hombres»[11].
1056. –La refutación de estas herejías patentiza que: «ni faltó a Cristo la naturaleza divina, como creyeron Ebión, Cerinto y Fotino; ni tampoco un verdadero cuerpo humano, según el error de Manés y de Valentín; ni tampoco el alma humana, según afirmaron Arrio y Apolinar». Por consiguiente: «conviniendo en Cristo estas tres substancias, a saber, la divinidad, el alma humana y su verdadero cuerpo humano, queda por averiguar qué se ha de pensar acerca de su unión». ¿Cómo trata el Aquinate esta cuestión en la «Suma contra los gentiles»?
–En primer lugar, indica que el obispo de Antioquia, Teodoro de Mopsuestia, de la mitad del siglo IV, y su seguidor Nestorio, de la primera mitad del siglo V, formularon una doctrina sobre la unión del cuerpo, el alma y la divinidad en Cristo. Afirmaron que: «el alma humana y el verdadero cuerpo humano convinieron en Cristo por una unión natural para constituir un hombre de la misma especie y naturaleza que los hombres, y que en tal hombre habitó Dios como en su templo, es decir, por la gracia, lo mismo que en los demás hombres santos».
Se basaban en varios pasajes de la Escritura, como los siguientes: «cuando Cristo dijo a los judíos: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19), a lo que añade el evangelista como comentando: «Pero Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 21); y lo que dice San Pablo: «Plugo al Padre que en Él habitase toda la plenitud» (Col 1, 19)».
Como consecuencia, inferían que: «nació cierta unión afectiva entre aquel hombre y Dios, en cuanto que aquel hombre se adhirió con su buena voluntad a Dios y Él lo aceptó, según se dice en la Escritura: «él que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8, 29). Para que se entienda que tal es la unión de aquel hombre con Dios cual es la unión de que habla San Pablo: «El que se une al Señor se hace un espíritu con Él» (Cor 6, 17)».
De manera que: «como en aquel hombre hubo mayor plenitud de gracia que en los demás hombres santos, fue templo de Dios con preferencia a los demás y estuvo más estrechamente unido a Dios por el afecto, y participo por privilegio singular de los nombres divinos. Y en razón de esta excelencia de gracia fue constituido en la participación de la divina dignidad y honor, de suerte que sea coadorado con Dios».
Ello implica, en primer lugar, que: «una sea la persona del Verbo de Dios y otra la persona de aquel hombre que es coadorado con Dios». Cuando se habla de Cristo como sola persona es debido a: «la unión de afectos y así se dice de aquel hombre y del Verbo de Dios una persona como se dice del varón y de la mujer, que: ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 6)».
Al igual que, a pesar de la unión matrimonial, lo que es propio del esposo no puede decirse de su esposa, por ser varón y mujer, tampoco: «lo que es propio del hombre, perteneciente a la naturaleza humana, puede decirse convenientemente del Verbo de Dios o de Dios». De manera que, sostienen los nestorianos: «de aquel hombre le conviene haber nacido de virgen, haber padecido, haber muerto, haber sido sepultado. Todo lo cual no debe decirse de Dios o del Verbo de Dios».
1057. –¿De la afirmación de la dualidad de personas en Cristo los nestorianos hacían alguna inferencia?
–De su explicación de la unión de Dios y el hombre en Cristo, entendida como la de dos personas, una humana y otra divina, sostenían consecuentemente los nestorianos que: «la bienaventurada Virgen no debe ser llamada Madre de Dios o del Verbo de Dios, sino Madre de Cristo»[12], de Cristo hombre.
Conclusión que se opone también a la verdad del Evangelio. Se lee en el pasaje sobre la Encarnación: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Y por eso también lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios»[13]. Sobre la primera frase de estas palabras del ángel explicaba San Bernardo: «lo que quiere decir: porque has de concebir, no de hombre, sino del Espíritu Santo, y has de concebir al que es virtud del Altísimo».
En cuanto a la segunda frase, glosaba: «esto es, no sólo el que viniendo del seno del Padre a tu seno te cubrirá con su sombra, sino también lo que de tu substancia unirá a sí, desde aquel punto ya se llamará Hijo de Dios; así como el que es engendrado por el Padre antes de todos los siglos se reputará desde ahora Hijo tuyo. Más de tal suerte lo que nació del mismo Padre será tuyo y lo que nacerá de ti será suyo, que con todo eso no serán dos hijos, sino uno solo. Y aunque ciertamente una cosa sea de ti y otra cosa sea de Él, sin embargo, ya no será de cada uno el suyo, sino que un solo Hijo será de ambos»[14].
Por esta maternidad de la Virgen María se pregunta San Bernardo: «¿Al juicio de la verdad, no será digna de ser ensalzada sobre todos los coros de los ángeles la que tuvo a Dios por hijo suyo? ¿No es María la que confiadamente llama al Dios y Señor de los ángeles hijo suyo, diciéndole: «Hijo, ¡cómo has hecho esto con nosotros¡» (Lc 3, 48) ¿Quén de los ángeles se atrevería a esto? (…) Pero María, reconociéndose madre de aquella Majestad a quien ellos sirven con reverencia, le llama confiadamente hijo suyo». Nota que además: «Ni se desdeña Dios de ser llamado lo que se digno ser; pues poco después añade el evangelista: «Y estaba sujeto a ellos» (Lc 1, 51). ¿Quién?, ¿a quiénes? Dios a los hombres. Dios, repito, a quienes están sujetos los ángeles, a quien los principados y potestades obedecen, estaba obediente a María, ni sólo a María, sino a José por María».
Concluye el Doctor claravalense con esta exhortación: «Maravíllate de estas dos cosas, y mira cuál es de mayor admiración, si la benignísima dignación del Hijo o la excelentísima dignidad de tal Madre. De ambas partes está el pasmo, de ambas el prodigio; que Dios obedezca a una mujer, humildad es sin ejemplo, y que una mujer tenga autoridad para mandar a Dios, es excelencia sin igual»[15].
1058. –¿Cuál es el comentario y la crítica del Aquinate de la herejía de Nestorio?
–Después del examen de la exposición del nestorianismo, nota Santo Tomás que: «considerándola atentamente se ve que dicha tesis niega la verdad de la Encarnación. Según Nestorio, como se ha dicho: «el Verbo de Dios estuvo unido a aquel hombre solamente en cuanto a la inhabitación por la gracia, de la que resulta la unión de voluntades».
Ello no es admisible, porque, en primer lugar: «inhabitar el Verbo de Dios en el hombre no es encarnarse el Verbo de Dios. El Verbo de Dios y Dios mismo habitó en todos los santos desde la constitución del mundo, según lo dicho por San Pablo: «Vosotros sois templo de Dios vivo, según dijo Dios: Yo habitaré en ellos» (2 Cor 6, 16), pero tal inhabitación no puede llamarse Encarnación; de lo contrario, Dios se hubiera encarnado frecuentemente desde el principio del mundo».
En segundo lugar, porque: «tampoco es suficiente para que haya Encarnación que el Verbo de Dios, o Dios, habite en un hombre con gracia más abundante, porque lo más y lo menos no cambian la especie de unión. Por tanto, como quiera que la religión cristiana se fundamenta en la fe de la Encarnación es evidente, que tal tesis destruye su propio fundamento».
La falsedad de la tesis nestoriana se manifiesta también en «el mismo modo de hablar de la Escritura», porque: «acostumbra a significar la inhabitación del Verbo de Dios en los hombres santos, por estos modos: «Habló el Señor a Moisés» (Ex 6, 2); «Dijo el Señor a Moisés» (Ex 4, 19): «Llegó la palabra del Señor a Jeremías» (Jer 29, 30), o a cualquiera de los profetas; «Fue la palabra del Señor por mano de Ageo, profeta» (Ag 1, 3). Pero nunca leemos: «El Verbo de Dios se hizo» Moisés, o Jeremías, o alguno de los otros profetas. Y, sin embargo, el Evangelio designa de este modo singular la unión del Verbo de Dios con la carne de Cristo diciendo: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), según se expuso (IV, c. 33). Es evidente, pues, según las enseñanzas de las Escrituras, que el Verbo de Dios no estuvo en el hombre Cristo solamente a modo de inhabitación»[16].
1059. –¿Aporta el Aquinate más objeciones a la tesis de la mera inhabitación de Dios en Cristo, basadas en la Sagrada Escritura?
–En este mismo lugar, Santo Tomás cita también estas palabras de San Pablo sobre Jesucristo: «el cual existiendo en forma de Dios, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho a la semejanza de hombre, y hallado en la condición de hombre»[17]. Comenta Santo Tomás que tales palabras también invalidan la doctrina de Nestorio, porque si se concibe que Cristo es el Hijo adoptivo de Dios no se pueden comprender.
El hombre del que habla Nestorio: «si fue puro hombre, no fue antes en la forma de Dios, de suerte que se hiciera después semejante a los hombres», sino que, por el contrario, si fuera cierto, «siendo hombre hubiera tenido que ser hecho participe de la divinidad y esto no es anonadarse, sino ser exaltado» Es necesario entender, por tanto, estos versículos paulinos referidos al Verbo de Dios, «el cual existiendo desde la eternidad en la forma de Dios, esto es, en la naturaleza de Dios, se anonadó después a sí mismo, hecho semejante a los hombres».
Advierte que, como consecuencia: «esta anonadación no puede entenderse por sólo la inhabitación del Verbo de Dios en el hombre Cristo Jesús. Puesto que el Verbo de Dios habitó mediante la gracia en todos los santos desde el principio del mundo, y, sin embargo, no se dice que se anonadara; porque Dios comunica de tal forma su bondad a las criaturas, que nada pierde, antes bien se engrandece en cierto sentido, en cuanto que su sublimidad se hace patente por la bondad de las criaturas y tanto más cuanto mejores fueron éstas».
1060. –¿Podría replicarse con la argumentación nestoriana, para mantener la sola inhabitación del Verbo en Cristo, de la precisión que sería la mayor de todas?
–Tampoco es posible porque, si, como pretenden los nestorianos: «el Verbo de Dios habitó en el hombre Cristo más plenamente que en los demás santos», entonces «también la anonadación del Verbo compete a éste menos que a los demás». Por consiguiente: «es evidente que no se debe entender la unión del Verbo a la naturaleza humana solamente por la inhabitación del Verbo de Dios en aquel hombre, como decía Nestorio, sino en cuanto que el Verbo de Dios se hizo verdaderamente hombre. Pues solamente así tendrá lugar el «anonadamiento», de modo que el Verbo de Dios se diga anonadado, no por pérdida de su propia grandeza, sino por asunción de la pequeñez humana»[18].
Explicaba también San John Henry Newman que: «cuando el Unigénito de Dios se rebajó a tomar nuestra naturaleza, no tuvo contacto alguno con el pecado. Era imposible que lo tuviera. Así pues, como nuestra naturaleza estaba corrompida desde la caída de Adán, Él no vino a la manera de la naturaleza, no se vistió con esa carne corrupta que heredamos los nacidos de Adán. Vino milagrosamente, para tomar sobre sí nuestras imperfecciones sin tener ningún contacto con nuestra condición pecadora. No nació como nacen los demás hombres porque «lo nacido de la carne, carne es» (Jn 3, 6)»[19], en el sentido de la «carne corrupta»[20], o con concupiscencias o deseos desordenados,
Además, como: «todos los hijos de Adán son hijos de la ira, así que nuestro Señor vino como el Hijo del Hombre pero no como el hijo del pecador Adán. No tuvo padre en la tierra; hubiera sido aborrecible tenerlo. Es impensable que fuera hijo de la culpa, la vergüenza y la muerte. Vino de una manera nueva y llena de vida. Por supuesto, no formándose del barro de la tierra, como lo fue Adán al comienzo, sino queriendo participar en la naturaleza humana al escoger para sí, de entre lo ya existente, un tabernáculo puro».
Con su habitual perspicacia nota finalmente que: «como al principio la mujer fue formada a partir del varón por el poder Todopoderoso, así, ahora, por un misterio semejante, pero en orden inverso, el nuevo Adán fue formado partiendo de una mujer. Como se había predicho, Él fue la «semilla inmaculada de la mujer» que obtiene su humanidad de la substancia de la Virgen María. Como se dice en los Artículos del Credo, «concebido por el Espíritu Santo, nacido de María Virgen».
Puede de este modo concluir que: «el Hijo de Dios pasó a ser el Hijo del Hombre pero no pecador, heredero de nuestras flaquezas, no de nuestras culpas; fruto de la vieja raza, pero no pecador, heredero de nuestras flaquezas, no de nuestras culpas; fruto de la vieja raza, pero «comienzo de la nueva creación de Dios»[21].
1061. –¿El Aquinate aporta más argumentos contra Nestorio?
–Santo Tomás presenta en este mismo capítulo, uno de los más extensos de la Suma contra los gentiles, varias impugnaciones a la consideración de Cristo como portador de Dios y que, por ello, habita en el hombre Cristo de manera parecida a como está o inhabita en los hombres en gracia de Dios. Esta tesis de Nestorio implica que de la misma manera que hay dos naturalezas en Cristo, la humana y la divina, hay también dos personas, la del hombre y la de Verbo de Dios, y, por tanto, con una unión meramente accidental.
En una de las refutaciones, argumenta Santo Tomás: «Es imposible que de dos que difieran en persona, hipóstasis o supuesto, el uno se predique del otro». En una predicación esencial, como «el hombre es animal», se quiere decir que el mismo sujeto «hombre» es «animal», o que es una parte de su esencia. También en una accidental, como «el hombre es blanco», se significa que el mismo «hombre» es «blanco», aunque no sea una parte de su esencia. El sujeto en ambos casos es siempre uno. «Y así en modo alguno puede decirse que Sócrates sea Platón, o cualquier otro singular de la misma o de distinta especie». Por consiguiente: «si el «verbo se hizo carne», esto es «hombre», como atestigua el evangelista (Jn 1, 14), es imposible que el Verbo de Dios y aquel hombre sean dos personas o supuestos». Tiene que tratarse de un único sujeto o persona.
En otra, advierte que: «Los pronombres demostrativos se refieren a la persona, o hipóstasis, o supuesto, pues nadie dirá «yo corro», si es otro el que corre»[22]. El pronombre demostrativo «éste», o cualquiera de los demás, remiten a la persona, o a la substancia primera o hipóstasis, que existe por sí y en sí, o que es subsistente y, por tanto, con un ser propio. Se le llama también «supuesto», porque, explica Santo Tomás: «el supuesto, es el singular, en el género de la substancia, que se denomina hipóstasis o substancia primera»[23]. Recibe el nombre de supuesto, porque se designa con el mismo: el sujeto de todo lo que se puede afirmar del mismo[24].
Por consiguiente, cuando: «aquel hombre llamado Jesús dice de sí mismo: «Antes de que Abrahán naciese, era yo» (Jn 8, 58); y «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10, 30), e incluso otras muchas afirmaciones, que evidentemente pertenecen a la divinidad del Verbo de Dios». Todo ello manifiesta que «la persona e hipóstasis de aquel hombre que habla es la misma persona del hijo de Dios»[25]. La persona, la substancia individual subsistente, que se puede llamar hipóstasis, en cuanto que la substancia en este sentido concreto es «sujeto de los accidentes»[26], es la persona divina del Verbo.
Aunque en Cristo son idénticas la persona y la hipóstasis, en estos textos citados, y en otros, se dice persona e hipóstasis. porque explica Santo Tomás, en la Suma teológica, que: «la persona no añade nada nuevo a la hipóstasis, a no ser el pertenecer a una naturaleza determinada, la racional». Puede decirse, por ello, que la persona es una hipóstasis racional. «Y, por tanto es lo mismo atribuir a la naturaleza humana de Cristo persona propia que hipóstasis propia, pues se identifican». No obstante, como: «algunos definen la persona como «hipóstasis cuyo carácter distintivo es cierta dignidad» (San Buenaventura, Comentarios a las Sentencias, I, d. 23, a. 1, q. 1)», para que no se creyera que la persona es meramente una «dignidad», se le añade el término «hipóstasis»[27].
En la siguiente refutación, replica Santo Tomás que, conforme a lo dicho: «ni el cuerpo de Cristo bajó del cielo, según el error de Valentín (IV, c. 30), ni tampoco su alma, según el error de Orígenes (IV, c. 33), resulta que pertenece al Verbo de Dios el haber descendido, no por un movimiento local, sino en razón de su unión a la naturaleza inferior, como también se dijo (IV, c. 30)». No obstante: «aquel hombre, hablando de su persona, dice que había descendido del cielo: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo» (Jn 6, 51). Por consiguiente, debe admitirse que: «la persona e hipóstasis de aquel hombre sea la persona del Verbo de Dios».
En otra impugnación parecida, indica Santo Tomás que, por una parte es patente que: «el ascender al Cielo pertenece a Cristo hombre, quien «viéndole los apóstoles, se elevó», como se lee en la Sagrada Escritura (Hch 1, 9). Por otra: «descender del cielo conviene al Verbo de Dios. San Pablo dice: «El que descendió es el mismo que también subió» (Ef 4, 10)». Por consiguiente, debe concluirse que: «la persona e hipóstasis de aquel hombre el la misma persona e hipóstasis del Verbo de Dios».
1062. –¿Estos argumentos, basados en la Escritura, que refutan la dualidad de personas en Cristo, manifiestan que la persona de Cristo es la del Verbo, Hijo de Dios?
–En la Sagrada Escritura, se afirma claramente que Cristo, que tiene naturaleza humana y naturaleza divina, es una única persona, la del Verbo de Dios. En otro argumento contra la doctrina nestoriana de la consideración de Cristo como una persona humana, observa Santo Tomás que: «a quien tiene el origen en el mundo y no fue antes que el mundo fuera, no le compete venir al mundo». Por tanto, si: «el hombre Cristo tiene según la carne un origen mundano, puesto que tuvo verdadero cuerpo humano y terreno, según se probó (IV, c. 29); y en cuanto al alma, no fue antes de ser en el mundo, pues tuvo verdadera alma humana, de cuya naturaleza es propio no ser antes de unirse al cuerpo», debe reconocerse que: «a aquel hombre no le compete, por su humanidad, venir al mundo».
Por el contrario, tal como se dice en la Sagrada Escritura: «Él mismo dice de sí que ha venido al mundo, al declarar: «Salí del Padre y vine al mundo» (Jn 16, 28). Es evidente, pues, que lo que le conviene al Verbo de Dios se dice con verdad de aquel hombre, puesto que el evangelista San Juan muestra claramente que conviene al Verbo de Dios el haber venido al mundo cuando dice: «Estaba en el mundo y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no le conoció. Vino a los suyos» (Jn 1, 10-11)». Por consiguiente, es preciso afirmar que el supuesto, o el sujeto: «la persona e hipóstasis de aquel hombre, que así habla, sea la persona e hipóstasis del Verbo de Dios».
Lo reafirma la misma Escritura, porque, en una de sus epístolas, al referirse al Redentor: «dice San Pablo: «al entrar en el mundo, dice: «no quisiste ni sacrificio ni ofrenda, pero me has dado cuerpo propio» (Heb 10, 5)». Comenta Santo Tomás: «Y sabemos que quien entra en el mundo es el Verbo de Dios. Luego es al mismo Verbo de Dios a quien se prepara un cuerpo, de suerte que sea su propio cuerpo». Esta inferencia de lo que está implícito en el versículo citado no podría hacerse: «si la hipóstasis del Verbo de Dios no fuera idéntica a la de aquel hombre. Es, pues, necesario que la hipóstasis del Verbo de Dios y la de aquel hombre sea la misma»[28].
Conclusión, que sintetiza la doctrina que siempre se ha profesado en el magisterio de la Iglesia. Así, en el nuevo Catecismo se indica que: «Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el Bautismo y la Transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado» (Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (cf. Jn 10, 36). Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios» (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título Hijo de Dios»[29].
Eudaldo Forment
[1] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 28.
[2] Ibíd., IV, c. 29.
[3] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 1, a. 10, in c.
[4] Ibíd., I, q. 1, a. 10, ad 1.
[5] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 29.
[6] Ibíd., IV, c. 30.
[7] 1 Cor 15, 47.
[8] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 30.
[9] Ibíd., IV, c. 31.
[10] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 32.
[11] Ibíd., IV, c. 33.
[12] Ibíd., IV, c. 34.
[13] Lc 1, 35.
[14] San Bernardo, Homilías sobre las excelencia de la Virgen Madre, 3, 4.
[15] Ibíd., 1, 7.
[16] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 34.
[17] Filp 2, 6-7.
[18] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 34.
[19] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, vol. 2, «La Encarnación», pp.46-57, p. 50.
[20] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 54, a. 3, ad 1.
[21] John Henry Newman, Sermones parroquiales, op. cit., p. 50.
[22] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 34.
[23] ÍDEM, Cuestiones quodlibetales, quod. II, q. 2, a. 2, in c.
[24] Cf. Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire, 2004. “Para la metafísica de la persona: substancia, acción, relación”, pp. 332-333.
[25] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 34.
[26] IDEM, Suma teológica, I, q. 29, a. 2, in c. Véase: Ibíd., I, q. 29, a. 2, ad 2.
[27] Ibíd., III, q. 2, a. 3, in c.
[28] ÍDEm, Suma contra los gentiles, IV, c. 34.
[29] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 444.
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