LXXI. El mérito de las buenas obras
806. –Según lo explicado, la gracia que nos hace gratos a Dios, o gracia santificante, causa tres efectos principales y fundamentales: recibir la participación de la naturaleza divina y la vida sobrenatural, que implica ser hijos adoptivos de Dios y estar justificados; ser verdaderos herederos de Dios; y ser hermanos y coherederos con Cristo. La gracia causa también tres efectos operativos: la caridad –que nos hace amigos de Dios y que inhabite en el alma–; la fe; y la esperanza. ¿Produce más efectos la gracia en el alma de quien la recibe?
–De los múltiples beneficios de la gracia, además de los examinados, podría destacarse la de proporcionar el poder merecer sobrenaturalmente. Sin la gracia santificante ninguna obra buena tiene mérito, que sirva para alcanzar la vida eterna. Santo Tomás, en la los capítulos finales del tercer libro de la Suma contra gentiles, dedicados a la gracia, se ocupa de la cuestión del mérito, pero únicamente para probar que el hombre no puede por sí mismo merecer la gracia de Dios (III, c. 149). Lo había tratado más ampliamente en el Comentario de las Sentencias[i], y después, en la Suma Teológica, toda una cuestión.En esta última obra, explica que tiene mérito lo que es digno, por una acción, que se le deba por justicia una recompensa; y, de modo opuesto, está en situación de demérito lo que merece un castigo por lo que ha hecho. De manera que, por una parte: «el mérito y el demérito se definen por relación a la recompensa que se hace según justicia»[1]. Por otra: «un acto humano es meritorio o no (…) por su relación a otra persona, sea al individuo, sea a la comunidad».
De ello, se sigue que: «de ambos modos nuestros actos morales implican también mérito o demérito delante de Dios». En cuanto a la primera relación: «por razón del mismo Dios, fin último, porque es un deber referir todos nuestros actos al fin último. Por eso el que comete un acto malo, que no puede ser referido a Dios, no observa a Dios el honor a Dios, que se le debe como fin último».
Respecto a la segunda: «por razón de toda la comunidad del universo, ya que, en toda comunidad, aquel que la gobierna tiene el cuidado principal del bien común y a él le corresponde recompensar todo lo que se hace, bueno o malo, en la comunidad. Y Dios es el que gobierna y dirige todo el universo, especialmente las criaturas racionales».
Puede así afirmarse que: «todos nuestros actos implican noción de mérito o demérito delante de Dios, de lo contrario, seguiríase que Dios no se preocuparía de los actos humanos»[2]. Además hay que precisar que ello afecta a todos los actos realizados intelectiva y volitivamente. «Todo lo que hay en el hombre, lo que puede y lo que posee, debe ordenarse a Dios; de ahí que todos sus actos, buenos o malos, por su misma naturaleza, tengan mérito o demérito delante de Dios»[3].
El mérito de las buenas obras, que puede realizar el hombre por si mismo, con la previa moción natural divina, es únicamente natural y, por ello, estas buenas obras no permiten merecer delante de Dios la recompensa del fin último sobrenatural. Una obra buena, si no es realizada con el auxilio o gracia de Dios no tiene ningún mérito sobrenatural, ni, por ello el premio de la bienaventuranza eterna del goce de Dios.
807. –¿Dios premia las acciones buenas, que, con su mera naturaleza, puede hacer el hombre, con otros bienes, como los bienes temporales?
–Los bienes temporales puede recibirlos el hombre de Dios como premio en cuanto conducen a su salvación, porque: «si los bienes temporales se consideran en cuanto útiles para las obras virtuosas, por las cuales nos encaminamos a la vida eterna, entonces caen directa y absolutamente bajo mérito, como el aumento de la gracia y todas aquellas cosas de las que el hombre se sirve para llegar a la vida eterna después de la gracia inicial, pues Dios da a los justos tantos bienes y males temporales cuanto les convengan para llegar a la vida eterna ».
En cambio: «si se consideran estos bienes temporales en sí mismos», entonces «no caen absolutamente bajo méritos». Sólo lo son relativamente o: «en algún sentido, es decir, en cuanto los hombres son movidos por Dios para hacer algunas cosas por algún tiempo, en los cuales consiguen su propósito ayudándoles Dios». De manera que: «los bienes temporales, considerados en sí mismos, tienen razón de recompensa»[4].
Con los bienes temporales, Dios premia a las buenas obras realizadas por actos meramente naturales, pero debe tenerse en cuenta que sólo les premia con tales bienes. En cambio, a las acciones realizadas con la gracia, Dios les premia con la vida eterna y puede que también con bienes temporales. De manera que: «es propio de la divina justicia conceder a los virtuosos bienes espirituales y bienes temporales». Estos últimos contribuyen a la adquisición de los espirituales de los hombres justos o en gracia. «En cambio, para los demás esa misma concesión de bienes materiales es perjuicio del bien espiritual».
No obstante, pertenece igualmente a Dios por el mismo motivo, a los justificados: «concederles males cuando sea suficiente para excitar la virtud, como enseña Dionisio: «Es propio de la divina justicia no convertir en muelle la fortaleza de los mejores mediante sobreabundantes dones materiales» (Pseudo-Dionisio, Nombr. Divinos, 8)»[5]. Por el contrario: «Los males temporales se infligen a los impíos como pena, en cuanto que por ellos no son ayudados a la consecución de la vida eterna. Mas para los justos, que por estos mismos males son ayudados no son penas, sino más bien medicina»[6]. Así se explica que: «los pecadores prosperen y que los inocentes padezcan penas»[7].
808. –Si los actos buenos son posibles por Dios, de quien el hombre lo ha recibido todo, no se ve, por tanto, que tengan derecho a un premio. Parece evidente que: «nadie merece una recompensa por dar a otro lo que le debe». Al hacer el bien, que, por otra parte, nos está mandado, no se agradece suficientemente a Dios todo lo que se le debe. Además: «obrando bien, aprovecha para sí o para otro hombre, pero no para Dios»[8], y «nada parece merecer de aquel a quien nada aprovecha. El hombre, obrando bien, aprovecha para sí o para otro hombre, pero no para Dios»[9].
También parece innegable que Dios no puede tener una obligación para con el hombre. «Cualquiera que merece algo ante otra persona, la constituye en deudor suyo, pues el débito es que uno pague a quien merece. Pero Dios de nadie es deudor, por lo cual dice el Apóstol: «¿Quién le dio a Él primero para tener derecho a retribución? (Rm 11, 35)». Podría así concluirse que «nadie parece merecer ante Dios»[10].
Ante estas objeciones, basadas en las obras buenas que puede hacer el hombre, no parece que tenga derecho a ser premiado por Dios, ni que tenga Dios obligación de premiar, ¿cómo se explica que el hombre puede merecer algo de Dios?
–Para resolver estas objeciones a la existencia del mérito de las buenas obras advierte Santo Tomás, en primer lugar, que: «el hombre merece cuando hace voluntariamente lo que debe» y, por tanto libremente, con la posibilidad de cumplir o no con su deber; «de lo contrario no sería el acto de justicia por el que se restituye lo que se adeuda»[11], ni tendría mérito.
En segundo lugar, que esta justicia no es igual como la que se da entre los hombres, porque: «Dios no busca en nuestra obra su utilidad, sino su gloria, es decir, la manifestación de su bondad, que tal es lo que persigue también en sus obras. No es él quien se beneficia con el culto que le tributamos, sino nosotros. Por eso, cuando merecemos algo de Dios no es porque nuestras obras le procuren algún beneficio, sino porque trabajamos por su gloria»[12].
Por último, en tercer lugar, que: «nuestras obras se hacen meritorias en virtud de una ordenación divina previamente establecida»[13]. Las obras buenas no pueden ser meritorias ante Dios por sí mismas, porque: «es evidente que entre Dios y el hombre se da la máxima desigualdad, pues distan el infinito, y todo el bien que hay en el hombre viene de Dios. Por eso no puede haber justicia del hombre a Dios, según una igualdad absoluta, sino según cierta proporción, es decir, en cuanto que cada uno obra conforme a su manera de ser».
Esta justicia imperfecta se explica porque: «El modo y medida del poder humano lo da al hombre Dios, y por ello el mérito del hombre ante Dios no puede existir sino conforme al orden divino previamente establecido, de tal manera que el hombre consigue de Dios por su operación, como una recompensa, aquello para lo cual Dios le dio capacidad de obrar». Dios ha ordenado que los actos buenos, que realizan obras buenas, tengan mérito y puedan así recibir recompensa.
Esta ordenación no se da en las otras acciones. Es cierto que: «también las cosas naturales consiguen por sus propios movimientos y operaciones el objeto para el cual están ordenadas por Dios; pero de diferente manera, porque la criatura racional se mueve a sí misma a obrar mediante su libertad; de donde tiene razón de mérito su obrar, lo cual no se da en otras criaturas»[14]. Sin embargo, el derecho a esperar el premio no está en su libertad, sino en la ordenación que Dios ha dado a los actos libres y buenos.
Además, debe tenerse en cuenta que Dios de nadie es deudor, pero si a sí mismo.
Por ello: «como nuestra acción no tiene razón de mérito, sino presupuesta la ordenación divina, «no se sigue de ahí que Dios se haga absolutamente deudor para con nosotros, sino para consigo mismo, por el hecho de que su ordenación debe cumplirse»[15].
En este sentido deben entenderse, según Santo Tomás, las palabras de San Pablo: «¿Quién le dio primero para que le sea recompensado?»[16]. La pregunta, explica, se refiere a si hay un «primer dador» a Dios, y «nadie» es la respuesta implícita, «porque no puede el hombre darle a Dios sino lo que de Él reciba. Se lee en la Escritura: «Tuyo es todo las cosas, y te hemos dado aquello que de tu mano hemos recibido» (Cro 29, 14); y «Si obras bien, ¿qué le darás, o qué recibirá de tu mano? (Job 35, 7)»[17].
809. –Si «el hombre conforme a su naturaleza, está ordenado a la felicidad, como a su fin, y por esto apetece naturalmente ser feliz»[18], parece que puede alcanzar la felicidad, que es la vida eterna por sus medios naturales, como las buenas obras. ¿Puede merecer, por tanto, sin la gracia, el premio de la vida eterna?
–Si el hombre hubiera sido creado en un estado de naturaleza pura, estaría ordenado a un fin natural, que consistiría en una vida eterna con un conocimiento y un amor puramente natural de Dios, como creador y providente. Ni desde su naturaleza, ni por ella, hubiera podido contemplar a Dios tal como es en sí mismo, que es la perfecta y plena felicidad.
Dios por su infinita y generosa bondad creó al hombre con su naturaleza elevada al fin sobrenatural de la contemplación de Dios con los auxilios necesarios de la gracia santificante, con las virtudes infusas, teologales y morales, y con los dones del Espíritu Santo, para merecerla. Además, la perfeccionó con unos dones preternaturales –integridad, perfecto dominio, inmortalidad e impasibilidad–, para que fuera un mejor soporte a la gracia. En este estado de inocencia, o de justicia original, fue destinado el hombre al fin sobrenatural.
Afirma, por ello, Santo Tomás que: «Dios ordenó la naturaleza humana a conseguir el fin de la vida eterna, no por su propio poder, sino mediante el auxilio de la gracia. Y es así como sus actos pueden merecer la vida eterna»[19].
Para justificar esta afirmación advierte que: «podemos considerar un doble estado del hombre que no posee la gracia: uno, el de la naturaleza íntegra (o pura, perocon todas sus fuerzas), que tuvo Adán antes del pecado (aunque además con la gracia); otro, el de la naturaleza caída, como se da en nosotros antes de la reparación de la gracia».
Los actos humanos, sin la gracia, son naturales y la vida eterna es sobrenatural. Por ello, si se considera al hombre, en el primer estado: «no puede merecer sin la gracia, por sus fuerzas naturales, la vida eterna, porque el mérito del hombre depende de la divina ordenación y el acto de cualquier cosa no recibe una ordenación divina por algo que exceda la proporción de supoder, que es el principio del acto, pues determinó la divina Providencia que nadie obre por encima de su poder».
. Además: «la vida eterna es un bien que excede la proporción de la naturaleza creada, pues excede su conocimiento y deseo, pues «como está escrito (Is 64, 3), «lo que el ojo no vio, ni oído oyó, ni a corazón de hombre se antojó, tal preparó Dios a los que le aman» (1 Cor 2, 9)»[20].
En el segundo estado, el de la naturaleza caída, tampoco puede merecer por esta misma razón y por otra, porque: «siendo el pecado una ofensa a Dios que excluye la vida eterna, nadie puede merecerla en pecado, si no se reconcilia antes con Dios, obteniendo el perdón, lo cual se obra por la gracia, pues al pecador no se le debe la vida, sino la muerte, según lo que dice San Pablo: «El estipendio del pecado es la muerte» (Rm 6, 23)»[21]. Reconciliado con Dios, el hombre se encuentra en el estado de naturaleza reparada, por la redención de Cristo, que le devolvió la gracia y puede así alcanzar la vida eterna.
Sin la gracia de Dios, ninguna acción del hombre merece la gloria que es «plenitud de la gracia»[22], gracias que son todas totalmente gratuitas. De manera que: «Merecemos la gloria por medio de un acto de gracia, pero no la gracia por medio de un acto natural»[23].
810. –El hombre que está en gracia y hace obras de mérito sobrenatural, ¿merece la vida eterna por justicia?
–No parece que, por la gracia, el hombre puede merecer por justicia, o de condigno, ya que no hay proporción entre el mérito que adquieren las obras del hombre en gracia y la vida eterna, ni tampoco a este mérito está ordenado al premio de la vida eterna. Lo confirmarían estas palabras de San Pablo: «No son condignos los padecimientos de esta vida para con la gloria futura, que se manifestará en nosotros»[24].
A esta cuestión responde Santo Tomás que, como la obra meritoria procede de la gracia y del libre albedrío, aunque regenerado por ella, puede considerarse de un doble modo. Por un lado: «En cuanto a la substancia de la obra y en cuanto procede del libre albedrío no puede ser condigna, porque entraña la máxima desigualdad» con el merecimiento de la vida eterna.
Aunque no hay proporción entre el mérito del acto libre y el premio de la vida eterna y, por tanto, éste no se merece por justicia o de condigno: «sin embargo, se da una razón de congruencia por cierta igualdad proporcional, pues parece razonable que al hombre que obra según sus virtud, Dios le recompense según la excelencia de su poder»[25]. Al hombre que tiene la virtud o el poder, aunque recuperada por la gracia de Dios, de realizar buenas obras, tendrá un mérito de congruo, o de conveniencia, fundado no en el derecho de justicia, sino en el derecho de la amistad.
Es cierto que: «Dios conduce a la vida eterna no por nuestros méritos, sino por su misericordia»[26], no obstante, deben entenderse estas palabras: «referidas a la primera causa, que conduce a la vida eterna, que es la misericordia de Dios», porque: «el mérito nuestro es causa subsiguiente»[27].
Por otro lado: «Si hablamos de la obra meritoria en cuanto que procede de la gracia del Espíritu Santo, entonces merece de condigno la vida eterna», ya que hay una igualdad proporcional, porque la gracia con la que se realiza el acto meritorio es una participación real de la naturaleza divina, que nos hace hijos adoptivos. Aunque esta condignidad no es de estricta justicia, porque no se da rigurosa igualdad. La estricta sólo la tienen las obras de Cristo, Dios y hombre.
Por tanto: «en este caso el valor del mérito se determina en función de la virtud del Espíritu Santo, que nos mueve hacia la vida eterna, tal como se dice en la Escritura: «se hará en él una fuente de agua que saltará hasta la vida eterna» (Jn 4, 14). El valor de la obra ha de ser apreciado también atendiendo a la dignidad de la gracia, que, al hacernos partícipes de la naturaleza divina, nos hace hijos de Dios por adopción, y en consecuencia, herederos por el mismo derecho de adopción. Según aquello de; «Si hijos, también herederos» (Rom 8, 17)»[28].
Respecto a las palabras de San Pablo del versículo siguiente, ya citadas, de la carencia de proporción de las penalidades que se sufren en la vida mortal (Rom 8, 18: «No son condignos los padecimientos de esta vida para con la gloria futura, que se manifestará en nosotros), al comentarlas»), Santo Tomás, en otro lugar, nota que el Apóstol: «ahora indica la causa del aplazamiento de la vida inmortal, la cual es la herencia de los hijos de Dios, por ser necesario que padezcamos juntamente con Cristo para que alcancemos la sociedad de su gloria. Y porque pudiera alguien decir que tal herencia resulta costosa, por no poderse alcanzar sino por la aceptación de los sufrimientos, por eso aquí muestra la excelencia de la futura gloria respecto de los padecimientos del tiempo presente»[29].
811. –Podría parecer que ni con la gracia el hombre pueda realizar obras buenas para merecer la vida eterna de modo condigno o de justicia, porque: «el mérito de condigno es el que se iguala a la retribución». Sin embargo: «ningún acto de la vida presente está a la altura de la vida eterna, que trasciende nuestro conocimiento y deseo, y supera incluso la caridad y el amor de aquí abajo, como también supera la naturaleza»[30]. ¿Cómo responde el Aquinate a esta objeción?
–Santo Tomás precisa su doctrina del mérito, al responder: «La gracia del Espíritu Santo que al presente tenemos, aunque no sea actualmente igual a la gloria, lo es, sin embargo, en su poder, como la semilla de los árboles, en la cual está en potencia todo el árbol. De modo semejante, por la gracia habita en el hombre el Espíritu Santo, que es causa suficiente para conducir a la vida eterna, por lo cual dice San Pablo, que es «prenda de nuestra herencia» (2 Cor 1, 22)»[31].
Al comentar estas palabras citadas de San Pablo, explica que: «en la prenda débense considerar dos cosas: lo que produce la esperanza de poseer la realidad, y que vale tanto cuanto vale la realidad, o más, y estas dos cosas están en el Espíritu Santo, porque si consideramos lo que en sí es el Espíritu Santo, tanto vale el Espíritu Santo cuanto la vida eterna, la cual es el mismo Dios, porque viene siendo cuanto son todas las tres personas. Y si se considera el modo de tenerla, así produce la esperanza, y no la posesión de la vida eterna, porque todavía no lo tenemos a Él perfectamente en esta vida. Y por eso no somos perfectamente bienaventurados sino cuando perfectamente lo tengamos en la patria»[32].
812. –Sin la gracia no se puede merecer la vida eterna. Sin embargo, podría parecer que se merece la primera gracia porque como: «Dios no da la gracia sino a los dignos» y «nadie se hace digno de un don sino aquel que lo mereció de condigno»[33] o por justicia. ¿Se requieren méritos previos para recibir la primera gracia?
–Responde Santo Tomás que: «Dios no da la gracia sino a los dignos; más no porque antes fueran dignos, sino porque los hace dignos por la gracia, Él «que es el único que puede hacer puro al que de inmunda simiente fue concebido» (Job 14, 4)»[34].
Santo Tomás, después de citar las palabras de San Pablo «la gracia y la gloria las da el Señor»[35], en su Comentario a la Epístola a los Romanos, escribe: «los justos tendrán vida eterna, la cual ciertamente no se puede obtener sino por la gracia, por eso el hecho mismo de que obremos el bien y de que nuestras obras merezcan la vida eterna, es por la gracia de Dios. Por eso también se dice en la Escritura: «El señor dará la gracia y la gloria» (Sal 83, 12). Y así nuestras obras si se consideran en su naturaleza y en cuanto que proceden del libre albedrío del hombre, no merecen de condigno la vida eterna, sino tan sólo en cuanto que proceden de la gracia del Espíritu Santo. De aquí que se dice también en la Escritura que el agua que Él da «se hace fuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14)»[36].
813. –«La graciaes el principio de toda obra buena»[37] y, por ello, también de los actos meritorios de los que proceden las obras buenas,y que se ejecutan por las distintas virtudes infusas o sobrenaturales, que se poseen con la gracia santificante. ¿Todas las virtudes son iguales en cuanto principio de actos meritorios?
–Afirma Santo Tomás que: «el mérito de la vida eterna pertenece primeramente a la caridad y secundariamente a las otras virtudes, en cuanto que los actos de éstas son imperados por la caridad».
Prueba esta proposición con el siguiente argumento: «Se ha de considerar que la vida eterna consiste en el gozo de Dios, y el movimiento de la mente humana para gozar del bien divino es el acto propio de la caridad, por el cual todos los actos de las demás virtudes se ordenan a este fin, en cuanto que las demás virtudes son imperadas por la caridad»[38].
San Pablo, después de hablar de varios carismas y ministerios, concluye: «si no tuviera caridad, todo lo dicho de nada me aprovecha»[39]. Comenta Santo Tomás: «si obras de tanto realce llegase yo a hacer, «si no tuviera caridad», o porque con dichas obras va junta la voluntad de mortalmente pecar, o porque la vanagloria es el motivo de hacerlas, «todo lo dicho de nada me aprovecha», esto es, de ningún mérito en cuanto a la vida eterna, que sólo a los que a Dios aman se promete, según el libro de Job: «Hace conocer a quien ama que la luz es su posesión y que puede subir hasta ella» (Jb 36, 33)».[40].Las virtudes restantes reciben su eficacia para merecer la vida eterna de la caridad en cuanto ella las informa.
814. –¿Esta doctrina de Santo Tomás sobre el mérito de las buenas obras es enseñada por la Iglesia?
–Escribía San Agustín que Dios: «a nadie debe su gracia, perdona a muchos que merecen castigo y otorga su gracia al que de ninguna manera la merece por sus buenas obras. ¿Qué debía al mismo Pablo cuando perseguía Saulo a la Iglesia? ¿No era el castigo? Si le postra en tierra a una voz venida del cielo, si le priva de la vista, si le atrae con fuerza a una fe que antes trataba de arrasar, con toda certeza le concede una gracia no merecida, y Pablo se encuentra sin pensarlo entre el resto de Israel, del que escribe: «Así, pues, subsiste en el tiempo presente un resto, elegido por gracia. Y si es por gracia, ya no lo es por las obras; de otra manera, la gracia ya no sería gracia» (Rm 11, 5-6)»[41].
Sobre estos dos versículos paulinos comenta Santo Tomás, que de modo parecido a como Dios le dijo a Elías: «reservado me he siete mil hombres, que no han doblado la rodilla ante Baal»[42]: también dice San Pablo, en primer lugar: »en el tiempo presente» en el que se ve desviarse a la multitud del pueblo «una reserva, un resto», o sea muchos que han escapado de esa ruina, «han sido salvos», conforme a la elección de la gracia de Dios, o sea, según la gratuita elección de Dios. «Vosotros no me elegisteis a Mi, sino que Yo os elegí a vosotros» (Jn 15, 16)».
En segundo lugar, San Pablo: «de esto infiere la conclusión, diciendo: «y si es por gracia» por lo que han sido salvos, «ya no lo es por las obras» de ellos. Dirá también por eso: «Él nos salvo no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia» (Tit 3, 5)».
Por último, en tercer lugar, en este texto: «muestra San Pablo que de las premisas se sigue la conclusión, diciendo: «de otra manera» o sea, si la gracia proviniese, de las obras, «la gracia ya no sería gracia», que así se llama por otorgarse gratuitamente. Se lee también en esta misma epístola: «justificados gratuitamente por su gracia (Rom 3, 24)»[43].
En el II Concilio de Orange, del año 529, se dio conformidad a este pasaje de San Agustín, al afirmarse en uno de sus cánones: «Se debe recompensa a las buenas obras, si se hacen, pero la gracia, que no se debe, precede para que se hagan»[44].
El Concilio de Trento trató igualmente esta cuestión, pero de un modo mucho más amplio. En el último capítulo del decreto sobre la justificación, se dice: «a los que obran bien hasta el fin y esperan en Dios, se les debe ofrecer la vida eterna, no sólo como gracia prometida misericordiosamente por Jesucristo a los hijos de Dios, sino también como recompensa que se ha de dar fielmente, según las promesas de Dios mismo, a sus buenas obras y merecimientos».
Las buenas obras meritorias se realizan, porque: «difundiendo el mismo Jesucristo constantemente su poder en las almas justificadas, como la cabeza en los miembros, cuyo poder siempre antecede, acompaña y sigue a las buenas obras, y sin el cual de ningún modo podrían éstas ser gratas ni meritorias ante Dios; no debe creerse falte nada más a las almas justificadas para que se considere que han cumplido perfectamente la ley divina con las obras que practicaron, según Dios, de conformidad con su estado en la presente vida, y que verdaderamente han merecido la vida eterna, que habrán de conseguir a su tiempo, si al fin murieren en gracia»
Se añade que: «Cristo, Salvador nuestro dice: «quien beba del agua que yo le daré, nunca jamás tendrá sed, pues el agua que yo le daré hará en él unafuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14). De modo que ni se establece nuestra propia justificación como propia de nosotros mismos, ni se desconoce o desecha la bondad de Dios, toda vez que se dice nuestra aquella justificación, en cuanto nos justificamos por ella aplicándose a nuestras almas; y esa misma se dice propia de Dios, en cuanto Dios nos la infunde por los méritos de Jesucristo».
Advierte, por último que: «Tampoco ha de omitirse que, si bien tanto se concede en las Sagradas Escrituras a las buenas obras, que Cristo promete que: «quien diere de beber a uno de estos pequeños tan sólo un vaso de agua fresca (…) no carecerá de recompensa» (Mt 10, 42)», y San Pablo atestigua que: «lo que aquí es para nosotros una tribulación momentánea y ligera, engendra en nosotros de un modo maravilloso un caudal eterno de gloria; sin embargo, lejos del hombre cristiano el confiarse o el «gloriarse» (1 Cor 1, 29) en sí mismo y no «en el Señor» (1 Cor 1, 31, y 2 Cor 10, 17), cuya bondad es tan grande para con todos los hombres, que quiere que sean méritos de éstos los que son dones suyos»[45].
815. –¿Se explica también como interviene la libertad en las buenas obras meritorias?
–También, en el decreto sobre la justificación del Concilio de Trento, se declara que «al tocar Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje absolutamente de obrar alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también desecharla, ni pueda, sin embargo, moverse sin la divina gracia hacia la justificación delante de Dios por sola su libre voluntad; por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: «Convertíos a mí y Yo me volveré a vosotros» (Zac 1, 3) se nos advierte nuestra libertad; y cuando respondemos: «Conviértenos, Señor, a Ti, y seremos convertidos» (Lm 5, 21), confesamos que estamos prevenidos (preparados) por la gracia de Dios»[46].
La gracia de Dios es anterior al acto de la libertad humana, sin embargo, por la misma libertad puede rechazarla y puede también aceptarla, pero, en este caso, porque la misma gracia, al regenerar la libertad, hace posible que no sea pasiva, sino que actúe libremente para admitirla. Dios nos pide, por ello, nuestra conversión, porque somos libres y más plenamente libres por su gracia y por eso le pedimos esta gracia preveniente, disponente o preparatoria.
Y todavía sobre este último caso de aceptación libre de la gracia divina, el Concilio hace la siguiente observación: «Y porque «todos tropezamos en muchas cosas» (Sant 3, 2), debe cada uno tener a la vista, no sólo la misericordia y la bondad, sino también la severidad y el juicio de Dios; y nadie debe juzgarse a sí mismo, aunque no le remuerda la conciencia de cosa alguna, porque toda vida humana no debe ser examinada ni juzgada según el juicio de los hombres, sino conforme al juicio de Dios (1 Cor 4, 3-4), «quien iluminará aún las cosas escondidas en las tinieblas y manifestará los designios de los corazones» (1 Cor 4, 5), y entonces cada uno recibirá su recompensa de Dios, quien, como está escrito: «dará a cada uno según obras (Mat 16, 27, y Rom 2, 6)»[47].
Respecto a este último pasaje citado, comenta Santo Tomás que: «en la vida presente no se retribuye según las obras, sino que a veces a los que se portan mal se les da la gracia con largueza, como al propio apóstol Pablo, que habiendo sido primero blasfemo y perseguidor se le concedió la misericordia, como dice él (1 Tim 12-13). Pero no será así en el día del juicio, cuando se llegue el momento de juzgar según justicia. Se lee en la Escritura: «Cuando llegare mi tiempo Yo juzgaré con justicia (Sal 74, 3). Y por eso también dice: «Dales a éstos el pago conforme a sus acciones (Sal 27, 4)»[48].
En el Catecismo de Trento se explica, por ello, sobre la gracia que nos comunica Cristo, que: «esta gracia indudablemente precede, acompaña y sigue siempre a nuestras buenas obras, y sin ella de modo ninguno podemos merecer ni satisfacer ante Dios. De donde resulta que parece no faltarles nada a los justos, puesto que con las obras que hacen con el divino auxilio, pueden por una parte cumplir la ley de Dios conforme a su condición humana y mortal, y por otra merecer la vida eterna, que ciertamente la conseguirán, si muriesen adornados de la gracia de Dios»[49].
816. –Afirma el Aquinate que: «el reino de Dios consiste principalmente en los actos interiores, pero también, y como consecuencia, en todo aquello sin lo cual no pueden existir dichos actos»[50]. ¿El reino de Dios es el reino de la gracia?
–El reino de Dios puede significar el reino de la gracia. Al pedir el reino de Dios en el Padrenuestro, pedimos que no reine el pecado «y así sucede cuando el hombre está decidido a obedecerle y cumplir todos sus mandamientos»[51], lo que se hace por la gracia.
San Juan Enrique Newman, al explicar las palabras de Cristo: «El Reino de Dios no viene con signos externos, yno dirán: ‘está aquí’ o ‘está allí’, porque el Reino de Dios estádentro de vosotros»[52], comenta que:«el hombre no es suficiente para su propia felicidad, que no es él mismo, ni está bien consigo mismo, sin la presencia dentro suyo de la gracia de Aquel que, sabiendo eso, ha ofrecido esa gracia a todos libremente. Cuando él fue creado su Hacedor le insufló la vida sobrenatural del Espíritu Santo, que es su verdadera felicidad. Cuando cayó perdió el don divino, y con él también su felicidad. Desde entonces ha sido infeliz, y ha sentido un vacío en su corazón que no sabe cómo satisfacer».
El hombre con la naturaleza caída: «escasamente comprende su propia necesidad, y sólo el natural e involuntario movimiento de su mente y su corazón muestra que la siente, pues o está lánguido, desanimado o apático, con este hambre, o bien febril e inquieto, buscando primero en una cosa, y después en otra, esa bendición que ha perdido. Por un tiempo, quizá hasta que llega la vejez, continúa haciéndose algún ídolo del cual pueda alimentarse y tener cierto tipo de existencia, igual que las hierbas del campo o la tierra reseca puede aliviar el dolor de la hambruna». Los hombres: «no pueden vivir sin un objeto en la vida, aunque sea un objeto indigno de un espíritu inmortal»[53].
Con la gracia, recibida en su interior, el hombre vuelve a recuperarla felicidad pérdida y buscada, consciente o inconscientemente. Completada su interioridad, el hombre vuelve ser él mismo. De ahí que el reino de la gracia o el: «Reino de Dios se difunde externamente sobre la tierra, porque tiene un sostén interno en nosotros, porque, en palabras del texto, «está dentro nuestro», en los corazones de sus miembros individuales»[54].
Se explicaasí porque: «la Iglesia es una colección de almas, reunidas por la gracia secreta de Dios, aunque esa gracia les viene a través de instrumentos visibles, y las une a una jerarquía visible. Lo que se ve no es la totalidad de la Iglesia sino su parte visible».
Por desconocerlo algunos entienden mal el amor de los católicos pos su Iglesia.«Se imaginan que cuando usamos grandes palabras sobre la Iglesia, revistiéndola de privilegios celestiales y aplicándole las promesas evangélicas, hablamos meramente de una estructura externa y política. Piensan que dedicamos nuestra devoción por razones humanas, y que trabajamos por ambición humana».
Además, también: «cuando decimos que Cristo ama a su Iglesia queremos decir que no ama nada de naturaleza terrena sino el fruto de su propia gracia, los variados frutos de su gracia en innumerables corazones, juntos en la unidad de la fe, el amor y la obediencia, de los sacramentos, de la doctrina, del orden y del culto. El objeto que El contempla, el que El ama en la Iglesia, no es simplemente la humana naturaleza, sino la humana naturaleza iluminada y renovada por su propio poder sobrenatural»[55].
En el reino de Dios, el reino de la gracia o el reino de la Iglesia, el Espíritu Santo hace, como decía San Bernardo que: «lo que por naturaleza es imposible para ti, se haga, por su gracia, no sólo posible, sino fácil»[56].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 21, a. 3, in c.
[2] Ibíd., I-II, q. 21, a. 4, in c.
[3] Ibíd., I-II, q. 21, a. 4, ad 3.
[4] Ibíd., I-II, q. 114, a. 10, in c.
[5] Ibíd., I-II, q. 87, a. 7, ad 2.
[6] Ibíd., I-II, q. 114, a. 10, ad 3.
[7] Ibíd., I-II, q. 87, a. 7, ob. 2.
[8] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ob. 1.
[9] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ob. 2.
[10] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ob. 3.
[11] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ad 1.
[12] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ad 2.
[13] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ad 3.
[14] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, in c.
[15] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ad 3.
[16] Rm 11, 13.
[17] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, XI, lec. 5.
[18] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 114, a. 2, ob. 1.
[19] Ibíd., I-II, q. 114, a. 2, ad 1.
[20] Ibíd., I-II, q. 114, a. 2, in c
[21] Ibíd., I-II, q. 114, a. 2, in c
[22] Ibíd., I, q. 95, a. 1, ob. 6.
[23] Ibíd., I, q. 95, a. 1, ad 6.
[24] Rom 8, 18.
[25] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 114, a. 3, in c.
[26] Ibíd., I-II, q. 114, a. 3, ob. 2.
[27] Ibíd., I-II, q. 114, a. 3, ad 2.
[28] Ibíd., I-II, q. 114, a. 3, in c.
[29] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 8, lec. 4.
[30] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 114, a. 3, ob. 3.
[31] Ibíd., I-II, q. 114, a. 3, ad 3.
[32] ÍDEM, Comentario a la Segunda epístola a los Corintios, c. 1, lec. 5.
[33] ÍDEM,, Suma teológica, I-II, q. 114, a. 5, ob. 2.
[34] Ibíd., I-II, q. 114, a. 5, ad. 2.
[35] Rm 6, 23.
[36] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los romanos, c. VI, lec. 4.
[37] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 114, a. 5, in c.
[38] Íbíd., I-II, q. 114, a. 4, in c.
[39] 1 Cor, 13, 3
[40] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Primera Epístola a los corintios, c. XIII, lec. 1.
[41] San Agustín, Réplica a Juliano, obra inacabada, I, 133.
[42] Rm 11, 4. Cf. Re 19, 18.
[43] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 11, lec. 1.
[44] II Concilio de Orange, can. 18 (Denz. 191).
[45] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. XVI.
[46] Ibíd., c.V.
[47] Ibíd., c. XVI.
[48] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 2, lec. 2.
[49] Catecismo del Concilio de Trento, II, c. 5. n. 74.
[50] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 108, a, 1, ad 1.
[51] ÍDEM, Consideraciones sobre el Padrenuestro, II, 41.
[52] Lc 17, 20-21
[53] John Henry Newman, «El poder secreto de la gracia divina». Serm. 9, 28º domingo después de Pentecostés, 1856. en Newmaniana (Buenos Aires), XXII/59 (2012), pp. 11-16, p. 13.
[54] Ibíd., p. 14.
[55] Ibíd., p. 16.
[56] San Bernardo, Sermones de Tiempo, En la fiesta de Pentecostés (2), 6.
3 comentarios
"Como ya dijimos , la gracia puede entenderse de dos maneras. O es un auxilio divino que nos mueve a querer y obrar el bien, o es un don habitual que Dios infunde en nosotros. Y en ambos sentidos la gracia puede ser dividida en operante y cooperante. La operación, en efecto, no debe ser atribuida al móvil, sino al motor. Por consiguiente, cuando se trata de un efecto en orden al cual nuestra mente no mueve, sino sólo es movida, la operación se atribuye a Dios, que es el único motor, y así tenemos la «gracia operante». Si, en cambio, se trata de un efecto respecto del cual la mente mueve y es movida, la operación se atribuye no sólo a Dios, sino también al alma. Y en este caso tenemos la «gracia cooperante».
Ahora bien, en nosotros hay un doble acto. El primero es el interior de la voluntad. En él la voluntad es movida y Dios es quien mueve, sobre todo cuando la voluntad comienza a querer el bien después de haber querido el mal. Y puesto que Dios es quien mueve la mente humana para impulsarla a este acto, la gracia se llama en este caso operante. El otro acto es el exterior. Como éste se debe al imperio de la voluntad, según expusimos arriba , es claro que en este caso la operación debe atribuirse a la voluntad. Pero, como aun aquí Dios nos ayuda, ya interiormente, confirmando la voluntad para que pase al acto, ya exteriormente, asegurando su poder de ejecución, la gracia en cuestión se llama cooperante. Por eso San Agustín, tras sus palabras arriba citadas, añade: "Obra para que queramos; y cuando ya queremos, coopera para que acabemos la obra." Por consiguiente, si se toma la gracia como una moción gratuita de Dios, por la que nos impulsa a realizar un bien meritorio, con razón se la divide en operante y cooperante."
Saludos cordiales.
Usted se presenta como filosofo, pero en mi opinion usted seria un
muy buen teologo.
Quiero felicitarle por tan buen analisis de las obras y la gracia. Reconocer,
como usted bien lo hace que: TODAS LAS BUENAS OBRAS EXISTEN
POR LA GRACIA DE DIOS, INCLUSIVE HASTA LA MISERICORDIA
DE DIOS ES PURA GRACIA, NO OBLIGACION, Y ALGO MAS, LA BONDAD DE DIOS ES INVENCIBLE.
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