XXXIII. El problema de la vida
350. ––La felicidad suprema o bienaventuranza consiste en la contemplación amorosa. No, en la mera contemplación intelectual, con el deleite, que le acompaña como acto intelectivo, tal como se sostiene en el sistema intelectualista.La contemplación amorosa que da la felicidad supone el amor de amistad, porque la bienaventuranza como contemplación amorosa, descansa en el amor, que da Dios y que pide correspondencia; y, por tanto, en el amor mutuo de benevolencia entre dos personas, o amor de amistad, que en el orden sobrenatural se denomina caridad, entre Dios y el hombre. Sin embargo, ¿Es posible que la felicidad humana consista en placeres sensibles, como el de la comida y el marital?
––No es posible, aunque los placeres sensibles parezcan proporcionar la felicidad última. Es imposible que en el placer sensible esté en la felicidad última y suprema. Afirma Santo Tomás: «Lo dicho (en los capítulos anteriores) manifiesta la imposibilidad de que la felicidad humana consista en los deleites carnales, de los cuales son los principales la comida y el placer marital».
Da varias razones. La primera es que son medios que facilitan las acciones biológicas dirigidas al bien del propio individuo y de su especie. De manera que: «Las operaciones a que siguen dichas delectaciones no son el ultimo fin, porque están ordenadas a otros fines manifiestos; por ejemplo, la comida a la conservación del individuo, y el acto marital a la generación de la prole. Luego dichas delectaciones no pueden ser el último fin ni algo concomitante. Por lo tanto, no se ha de poner en ellas la felicidad». Los placeres sensibles siguen a unas operaciones, como la acción de comer y el acto marital, que no son el último fin, ya que están ordenadas a otros fines manifiestos, como.la conservación propia y la generación de otros.
La segunda razón es porque: «La felicidad es cierto bien propio del hombre; porque a los brutos no podemos llamarlos felices con propiedad, sino abusivamente. Si dichas delectaciones son comunes a los hombres y a los animales, no habrá de ponerse en ellos la felicidad»[1]. La felicidad, como escribirá Santo Tomás en la Suma teológica: «indica el bien perfecto de la naturaleza intelectual»[2].
Una tercera razón, basada también en la constitutivo animal del hombre se encuentra en el siguiente argumento: «El último fin es lo más excelente de cuanto pertenece a una cosa, porque tiene razón de óptimo. Pero estas delectaciones no le convienen al hombre en atención a lo que hay de más noble en él, que es el entendimiento, sino en atención al sentido. Luego no puede ponerse en tales delectaciones la felicidad». La plena felicidad no puede encontrarse en algún bien, que pertenezca a su animalidad, parte inferior del compuesto humano.
351. ––Además de estos tres argumentos, basados en que los placeres sensuales son propios del cuerpo animal, ¿da el Aquinate otras razones para mostrar que no es posible poner como fin último el placer sensual?
––En este mismo capítulo dedicado a examinar si la suprema felicidad del hombre está en los bienes sensuales, expone el siguiente argumento para mostrar su imposibilidad: «Lo que sólo es bueno cuando está moderado, no es bueno de por sí, puesto que recibe la bondad de quien lo modera. El uso de tales delectaciones sólo es bueno para el hombre cuando está moderado, de no ser así, unas a otras se estorbarían. No son, pues, de por sí un bien para el hombre».
La moderación por la razón es lo que hace buenos para el hombre estos bienes corporales internos. Sobre este aspecto de no ser por sí, Santo Tomás también argumenta: «En todos los que se dicen por sí, a lo más sigue lo más, si a lo simple sigue lo simple; por ejemplo, si lo cálido calienta, lo más calido calienta más, y lo sumamente cálido calentará en sumo grado. Si, pues, dichas delectaciones fueran buenas de por sí, sería preciso que el mayor uso de las mismas fuera lo mejor. Y esto es evidentemente falso, pues el uso excesivo de ellas se considera como vicio, y es incluso nocivo al cuerpo, y amortigua su propio deleite. Por lo tanto, no son de por sí un bien del hombre. Luego en ellas no consiste la felicidad».
Sobre la insuficiencia de los bienes sensuales Santo Tomás también presenta esta otra razón: «El fin último de todas las cosas es Dios, según consta por lo dicho. Así, pues, el último fin del hombre deberá establecerse en lo que más le aproxime a Dios. Estas delectaciones impiden al hombre su máxima aproximación a Dios, que se logra por la contemplación, que ellas estorban grandemente, puesto que principalmente sumergen al hombre en las cosas sensibles y, en consecuencia, le apartan de las inteligibles. Por lo tanto, la felicidad humana no puede establecerse en las delectaciones corporales»[3].
352. ––¿En otras obras, da el Aquinate más argumentos?
––En el artículo de la cuestión sobre en lo que consiste la bienaventuranza o felicidad suprema del hombre, de la Suma teológica, Santo Tomás comienza con la pregunta de si la bienaventuranza del hombre consiste el placer. Presenta tres objeciones, porque: «parece que la beatitud del hombre consiste en el placer»[4]. Sin embargo, indica que: «Por el contrario, dice Boecio: «Tristes resultados tienen los placeres, y cualquiera que recuerde sus propias liviandades lo entenderá. Si los deleites pudiesen hacer felices, no habría motivo para negar la beatitud a las bestias (La consolación de la filosofía, III, prosa 7).»[5].
––La correspondiente respuesta la comienza con esta cita: «Las delectaciones corporales, por ser las que conoce más gente, acaparan el nombre de placeres» (Aristóteles, Ética, VII, 13, 6)». Precisa seguidamente Santo Tomás: «aunque hay delectaciones mejores». Advierte a continuación: «pero tampoco en éstas consiste propiamente la bienaventuranza, porque, en todo ente, una cosa es lo que constituye su esencia y otra lo que es su accidente propio; así en el hombre el que sea animal racional es cosa distinta de que sea capaz de reír. Y, según esto, hay que tener presente que toda delectación es un accidente propio, consiguiente a la bienaventuranza o a alguna parte de ella. Por ello, se siente deleitación cuando se tiene un bien que es conveniente, ya sea en la realidad o en esperanza, o por lo menos en la memoria».
A la esencia de la bienaventuranza o felicidad le acompaña el accidente propio o propiedad del placer, y como toda propiedad, no es algo esencial, pero si necesario por derivarse de la misma esencia. La delectación o placer es siempre una propiedad de toda la bienaventuranza o felicidad, porque: «el bien conveniente, si es perfecto, constituye la misma bienaventuranza del hombre; si, en cambio, no es perfecto, constituye una bienaventuranza particpada, próxima o remota o por lo menos aparente, de la bienaventuranza. Es así manifiesto que ni la delectación, que sigue al bien perfecto, es la misma esencia de la bienaventuranza, sino una consecuencia de la misma o su accidente propio».
353. ––¿El placer sensual, aunque no constituya su esencia, es una consecuencia y, por tanto, una propiedad de la bienaventuranza o felicidad perfecta?
––Advierte Santo Tomás, a continuación, que: «el placer corporal no puede ser consecuencia, ni siquiera así, del bien perfecto, porque es resultado del bien que perciben los sentidos, que son potencias del alma que se sirve del cuerpo; pero el bien que pertenece al cuerpo y es percibido por los sentidos no puede ser un bien perfecto del hombre; pues como el alma racional excede los límites de la materia corporal, la porción de alma desligada de los órganos corporales posee cierta infinitud respecto del cuerpo y de las partes del alma vinculadas al cuerpo».
Sobre la infinitud de la parte del alma que supera al cuerpo, explica que: «lo mismo que los seres inmateriales son de algún modo infinitos respecto a los seres materiales, porque en éstos la forma queda contraída y limitada de algún modo por la materia, la forma desligada de la materia, en estos últimos, es en cierto modo ilimitada».
Así se explica que: «Los sentidos, que son fuerzas corporales, conozcan lo singular, que está determinado por la materia; mientras que el entendimiento, que es una fuerza desligada de la materia, conozca lo universal, lo que está abstraído de la materia y se extiende sobre infinitos singulares».
Debe admitirse, por consiguiente, que: «el bien conveniente al cuerpo, que causa una delectación corporal al ser percibido por los sentidos, no es el bien perfecto del hombre, sino un bien mínimo, comparado con el del alma». Además, puede así concluirse que: «el placer corporal ni se identifica con la bienaventuranza misma ni es un accidente propiamente de ella»[6].
354. ––Se podría objetar, contra esta conclusión, tal como se hace en la tercera objeción, que presenta el Aquinate en este artículo, que: «Todos desean la delectación tanto los sabios como los necios, incluso los que carecen de razón»[7]. Esta universalidad revela que el placer es «aquello que todos desean» y que coincide con el bien, que se define con lo que todos apetecen. ¿El deseo del placer o de bien no prueba, por tanto, que es la felicidad del hombre?
––En la respuesta a la objeción reconoce Santo Tomás que: «Todos desean la delectación del mismo modo que desean el bien». Sin embargo, advierte que: «desean la delectación en razón del bien, y no al contrario»[8]. Ya había indicado, en la respuesta a una objeción anterior, que «la delectación es apetecible (…) por el bien, que es su objeto y en consecuencia su principio y quien le da forma, pues se apetece la delectación precisamente por ser el descanso en un bien deseado»[9].
Por consiguiente: «no es cierto que la delectación sea un máximo bien y por sí, sino que cada delectación nace de algún bien, y que el sumo bien, o bien por sí mismo, tendrá la suya propia y máxima delectación»[10].
También la universalidad del deseo del placer podría dar lugar a esta otra objeción sobre que no sea el fin último, porque: «Parece que lo que más mueve al deseo tiene razón de fin último. Esto ocurre con el placer, y la prueba está en que la delectación absorbe de tal modo la voluntad y la razón del hombre, que le hacen despreciar los otros bienes»[11].
. Esta nueva objeción no representa ninguna dificultad. Nota Santo Tomás que: «La vehemencia de la delectación sensible se debe a que las operaciones de los sentidos, por ser principios de nuestro conocimiento, son los más perceptibles. Por eso también son muchos más los que apetecen estos deleites sensibles»[12].
355. ––¿Podría inferirse que el placer, en definitiva, es un mal para el hombre? ––El placer en sí mismo, creado y querido por Dios, es bueno. Una convincente aclaración de esta afirmación puede encontrarse en el conocido compendio de Teología, de Adolphe Tanquerey, escrito en el primer tercio del siglo XX y que conserva su actualidad. Explica el sacerdote francés que: «El placer no es malo de suyo; Dios permite el placer ordenándole a un fin superior que es el bien honesto; junta el placer con ciertos actos buenos, para que se nos hagan más fáciles, y para atraernos así al cumplimiento de nuestros deberes. Gustar del placer con moderación y ordenándole a su fin propio, que es el bien moral y sobrenatural, no es un mal, sino un acto bueno; porque tiende a un fin bueno que, en último término, es el mismo Dios».
También el placer puede ser malo, porque, añade Tanquerey: «desear el placer independientemente del fin que le hace lícito; quererle, por lo tanto, como un fin en el cual descansa la voluntad, es un desorden, porque es ir contra el orden sapientísimo puesto por Dios. Y ese desorden trae otro consigo; porque, al obrar por solo el placer corremos peligro de amarle con exceso, ya que entonces no nos guía el fin que pone limites al deseo inmoderado del placer que existe en cada uno de nosotros«[13].
Añade el teólogo francés que, no obstante, se justifica la existencia del placer, porque: «quiso Dios en su sabiduría poner un gusto en los mantenimientos para que nos estimulara a reparar las fuerzas del cuerpo»[14]. Cita seguidamente a Bossuet, y más concretamente su Tratado de la concupiscencia. En esta obra, el destacado filósofo y teólogo del siglo XVII, había escrito: «Los hombres ingratos y carnales toman ocasión de este placer para atender al propio cuerpo más que a Dios, que lo ha hecho. El placer del alimento les cautiva; en lugar de comer para vivir, «parecen», como decía un autor antiguo y después San Agustín, «no vivir sino para comer»- Aún los mismos que saben regular sus deseos y son llevados a la comida por necesidad de la naturaleza, engañados por el placer e impulsados más de lo propio por sus atractivos, son llevados más allá de los justos límites; se dejan insensiblemente ganar por su apetito, y no creen nunca haber satisfecho enteramente la necesidad, mientras el beber y el comer halagan su gusto. Así, dice San Agustín, el deseo desordenado ignora donde termina la necesidad (Confesiones, X, 31)».
Estamos ante: «una enfermedad que el contagio de la carne produce en el espíritu: una enfermedad contra la cual no se debe en absoluto dejar de combatir, ni de buscar remedios por la sobriedad y la templanza, por la abstinencia y por el ayuno»[15].
356. ––Además de los actos propios del vicio de la gula, que Bossuet incluye en la concupiscencia, en el amor o deseo del placer sensible, ¿Hay otros vicios que sean propios de la concupiscencia de los bienes del cuerpo o de la carne?
––Después de los pecados de gula, Bossuet se refiere seguidamente a los de lujuria. Pregunta: «¿Pero quien se atrevería a pensar en otros excesos que se declaran de una manera mucho más peligrosa en otro placer de los sentidos? ¿Quién, digo, se atrevería hablar de eso, o se atrevería a pensar en eso, puesto que no se habla de eso sin pudor, ni que se piensa en eso sin peligro, hasta para reprobarlo? Oh Dios, todavía más,¿Quién osaría hablar de este profundo y hondo placer de la naturaleza, de esta concupiscencia que liga el alma al cuerpo por ataduras, tiernas pero violentas, que tanto cuesta descolgarse de ellas, y que causa también en el género humano espantosos desórdenes?»[16] .
Al comentar el capítulo siguiente de este tratado de Bossuet, observa Tanqueray que: «Esta clase de placer sensual es tanto más peligroso cuanto que está repartido por todo el cuerpo. Tocado de él está el sentido de la vista, porque por los ojos comienza a entrar en el alma la ponzoña del amor sensual. Tocado el del oído, cuando con peligrosas pláticas y cánticos llenos de molicie, se enciende o mantiene la llama del amor impuro y aquella secreta propensión que sentimos hacia los goces sensuales»[17].
Exclama finalmente Bossuet:«¡Ay de la tierra! ¡Ay de la tierra!, todavía más, ¡Ay la tierra!, de donde sale continuamente humo tan espeso, unos vapores negros que se elevan de estas pasiones tenebrosas, y que nos esconden el cielo y la luz; ¡a donde van también relámpagos y rayos de la justicia divina contra la corrupción del género humano!»[18].
357. ––¿Hay otros males que se sigan de la concupiscencia de la carne?
–– El tomista Torras y Bages indicaba que, en la vida humana, sin la posesión de la verdad, la sensualidad se apodera fácilmente de los hombres y le engañan «llevándonos por caminos falsos». Como consecuencia: «la sensualidad ahoga el espíritu». Sus actos: «relajan al hombre. Le aflojan, le dejan menos hombre, menos apto para las grandes empresas»[19].
La sabiduría humana no puede hacer frente a la procacidad mundana, porque: «la fermentación de las pasiones desenfrenadas, la fuerza brutal de los vicios, la efervescencia de la imaginación encendida por todas las concupiscencias, no sólo seducen a los hombres, sino que se les imponen, y su inteligencia queda disminuida y su voluntad flaca».
Mas grave todavía es la postración del hombre ante ellas. «Lo mismo el mundo antiguo que el mundo moderno se arrodilla delante de sus pasiones, transformadas en simbólicos ídolos, rindiéndolos el tributo de toda su vida, ofreciéndoles el incienso de sus sentimientos, de sus simpatías, de su corazón».
El motivo de esta sumisión y reconocimiento es porque: «la pasión, el vicio, la concupiscencia, tanto de la carne como del espíritu, es más fuerte que el hombre y le vence; por esto el hombre se arrodilla a sus pies y la proclama su Dios».
En la Escritura, se describe la idolatría y se explica su génesis, pero: «como en el mundo no hay nada nuevo y la humanidad en el curso de los siglos va repitiéndose a sí misma, aquella germinación espontánea de la idolatría la vemos hoy reproducida en poetas, en artistas, en filósofos y hasta en la práctica de la vida social».
Al igual que en la antigüedad: «los imponentes espectáculos de la naturaleza, el gran estrépito interno de las grandes pasiones, la fuerza volcánica de las concupiscencias, las parciales revelaciones de la Belleza, la luz relampagueante entre tinieblas del entendimiento del hombre pervertido, ahora vemos también como engendran, disminuida la fe en nuestro gran Legislador Jesús, una literatura, un arte, una vida práctica, rigiéndose no según la eterna Ley divina, sino por la ley del pecado, que ha llegado a ser la ley de una gran parte de los hombres»[20].
358. ––Si el placer desordenado se ha convertido en un ídolo, en una religión del placer, ¿ello no constituye un muy grave problema para el hombre?
––Afirma Torras y Bages que toda la cuestión humana estriba en el «problema de la vida», que consiste: «en determinar el sistema de vida que los hombres han de seguir aquí en la tierra. Quién es el loco y quien es el sabio; si el hombre que pone su corazón en el mundo y en su substancia material y en el placer de la satisfacción de las pasiones del cuerpo y del alma, o el que lo pone en la contemplación de la Verdad, fuente de vida y de salvación».
Tiene más éxito la primera opción, porque: «lo presente, lo temporal, lo que halaga los sentidos y divierte a la imaginación, es lo que seduce a la mayor parte de los hombres, sin preocuparse de la verdad o de la mentira de tales cosas. La gente actual se preocupa poco de la verdad; su ídolo es el gozo; es escéptica, y como Pilatos, al hablarle Jesús de la verdad, pregunta a hilo de mofa: ¿Y qué es la verdad?».
Sin embargo, el problema no queda resuelto, sino empeorado. «Para el hombre reflexivo y hasta para el ligero, cuando la contrariedad de la vida lo hace entrar en reflexión, lo mudable y transitorio, lo sensible, lo que entretiene la imaginación, no tiene bastante substancia para su consuelo, conoce su variabilidad, inconsistencia y falta de substancia; conoce que es cosa del momento, alegría que pasa, y busca lo que no pasa, lo permanente e indestructible, que dura más que la vida; aquello consuela solamente en ciertas circunstancias, a unos consuela y a otras no consuela, es relativo, y el hombre busca lo absoluto y sempiterno, lo que no está expuesto a contingencias, lo que sirve para todos, para todas las épocas, para todas las condiciones y clases sociales, para todas las civilizaciones, para todos los tiempos, y para toda la eternidad»[21]. Los placeres sensibles por su caducidad, por terminar con la muerte del cuerpo y por no excluir males –sino que, por el contrario, muchas veces los causan–, no pueden satisfacer el ansia de felicidad humana.
359. ––¿Cuál sería la solución al llamado «problema de la vida»?
––Torras y Bages no se limita a esta exposición de carácter negativo, pero muy realista, porque propone que: «en esta situación tenemos que poner nuestra alma, elevarla sobre lo contingente y variable, para que no sea variable, ponerla sobre todo lo temporal y creado, hacerla señora del mundo».
Es preciso, añade: «hacer al hombre soberano, poseedor de derechos absolutos e imprescindibles. La virtud es signo infalible de soberanía; virtud y servilismo son dos conceptos contradictorios; el virtuoso es señor, el vicioso es esclavo; el virtuoso se impone, domina, gobierna, es un conquistador que hace suyas las cosas a título de victoria; por si mismo se gana la soberanía, por esto la tiene completa; y el antiguo Profeta, viendo esta noble situación de los hombres, les dijo: «Vosotros sois dioses» (Sal 81, 6)».
Estas palabras las dice el salmista: «porque la soberanía de la virtud es una soberanía que viene de Dios; en aquellas invisibles batallas con que se gana, nosotros solos y aislados somos impotentes, necesitamos un refuerzo, un auxilio para dominar desde los internos conflictos de las pasiones, hasta los conflictos externos y mundanos»
Sobre estos últimos, advierte que: «el hombre vence al mundo cuando de veras se ha vencido a sí mismo, y cuando un hombre queda vencido en las luchas y conflictos mundanos, cuando cae vencido moralmente en las luchas externas, es porque antes había sido vencido en el campo de batalla de los espíritus»[22].
Además concluye que: «Un espíritu invencible hace un hombre invencible». Confiesa, por ello, que: «Por eso todo mi objetivo (…) es fortificar el espíritu (de los hombres) (…) y es en esto un eco humilde y torpe de Nuestro Señor Jesucristo, que en toda su vida, pasión y muerte, se propuso elevar el espíritu de los hombres por medio de la predicación y de la práctica de la Cruz, el fruto de lo cual dijo Él que era elevar a los hombres. En efecto, aquellas sus sacratísimas palabras: «Cuando habré sido alzado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí» (Jn 12), son la ley de la historia de los espíritus, son la regla de la vida humana, son el precepto de la dignidad humana, la enseñanza del sacrificio por Jesucristo, semillas de toda la virtud, santidad y moral fecundidad de nuestra divina religión»[23].
360. ––¿Se pretende así que el sufrimiento es la solución al problema de la vida?
––Declara Torras y Bages que el problema de la vida queda resuelto con la Cruz, porque: «La virtud de saberse sacrificar a sí mismo en beneficio de otros hombres es hija legítima de Jesucristo, que Él enseñó con su palabra celestial y práctica, y nos dio ejemplo a todos, cuando voluntariamente quiso morir clavado en la Cruz por amor nuestro. Allí en el calvario, desde arriba de la Cruz, abrió cátedra para enseñar el sacrificio, y desde entonces, constantemente, hasta en las épocas de más perdición, el mundo ha proporcionado a Jesucristo discípulos admirables en la práctica del sacrificio»[24].
La Cruz, en este sentido, desde entonces, se convirtió en la «ciencia del sacrificio». No sólo en el lenguaje religioso, sino que también en el corriente: «la «cruz de la vida» significa el sacrificio, la mortificación necesaria, el soportar la tribulación que forma como un patrimonio de sufrimientos útiles»[25].
361. ––La Cruz es la solución, según Torras y Bages, porque considera que: «la Cruz es el todo de la religión cristiana, sin ella no hay redención ni virtud, ni paz del corazón, ni fe, ni esperanza, ni caridad. La luz cristiana se apaga sin la Cruz»[26]. Sin embargo, ¿es posible que sea aceptada en el mundo moderno?
––Observa Torras y Bages que, por una parte: «Los hombres reflexivos consideran la Cruz como una necesidad dolorosa, pero conveniente». Por otra, en cambio: «los mundanos son enemigos de la Cruz de Cristo, no la pueden ver; enervados, con gran desfallecimiento de voluntad, oprimidos por las propias concupiscencias, la elevación de la Cruz les desespera, no pueden llegar a ella y por eso la soberbia les subleva y les ciega»[27].
Sin embargo, los adversarios de la Cruz: «Sienten la necesidad de la redención y rechazan la Cruz redentora; se encuentran esclavos y aborrecen a lo único que les puede romper las cadenas. La concupiscencia saca fuera de sí al hombre; cuando se apodera de él le deja alienado, no es de sí mismo, no está en posesión de sí mismo, es de la soberbia, es de la lujuria, es de la avaricia…se trastornan sus facultades mentales, todos sus dioses son los placeres, las grandezas, las riquezas; fuera de la satisfacción de sus pasiones, para él no hay nada más en el mundo. La Verdad ya no es la reina de aquel espíritu, escarnece a la Verdad, la trata de estúpida»[28].
Desde esta mentalidad: «el mundo es un teatro en el cual el drama de la vida no tiene otro objeto que obtener el predominio sobre los demás y la satisfacción de los otros apetitos». Sin embargo: «es cierto que de esto no tiene bastante, que su corazón tiene aspiraciones que no quedan satisfechas en el mundo».
Para solucionar este problema vital, que le surge inevitablemente: «se hace un cielo a su manera, se crea una religión, un olimpo en alturas brumosas, una religión en la cual él mismo no cree porque se la hecho él, pero que le sirve de entretenimiento, de cataplasma para calmar el prurito insaciable del espíritu humano que busca al infinito, a Dios».
Se ha desembocado con ello en una situación extraña, porque como comenta Torras y Bages: «He aquí al mundano enteramente fuera de la realidad. Fuera de la realidad dando un valor absoluto a lo presente y visible, a la satisfacción de las pasiones, de los sentidos, de los apetitos que nunca podrán llegar a satisfacerle, a darle la paz del corazón y el consuelo del alma».
Igualmente está: «fuera de la realidad, en la región idolátrica donde se refugia cuando el mundo de los sentidos se le rebela, en la vida cultural, en el arte, en la literatura, en la ciencia, en la filosofía, que han expulsado de si al Dios vivo. Y quedan como simulacros sin alma, en aquella situación en que pintaba el salmista (Sal 113b 7) a los antiguos pueblos de su tiempo, que adoraban dioses fabricados por sus manos, que tienen ojos y no ven, orejas y no oyen, pies y no caminan, manos y no palpan. Y quedaban, como consecuencia, inútiles las plegarias que les dirigían, los himnos que les cantaban, todo el culto que les dedicaban. Culto reproducido en el mundo moderno, que tiene la pretensión que su forma de vida civilizada es la flor de la civilización, la quintaesencia de la vida humana y su suma dignidad».
Si se es consciente de esta dirección es la que ha emprendido el moderno espíritu mundano se advertirá que lo dicho, no es una fantasía, sino algo muy real, que: «el culto del espíritu, el tributo del corazón, del entendimiento y de los sentimientos humanos no se dirige a Dios, sino hacia una región ideal que no tiene substancia, ni realidad, porque no existe fuera del Ser adorable de quien derivan todas las cosas, Padre de nuestro divino Redentor Jesús»[29].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 27.
[2] IDEM, Suma teológica, I, q. 26, a. 2, in c.
[3] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 27.
[4] IDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 6.
[5] Ibíd, I-II, q. 2, a. 6, sed c.
[6] Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 6, in c.
[7] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ob. 3.
[8] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ad 3.
[9] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ad 1.
[10] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ad 3.
[11] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ob. 2.
[12] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ad 2.
[13] Adolphe Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística, Madrid, Ediciones Palabra, 2000, p. 117, n. 193.
[14] Ibíd, p. 117, n. 194.
[15] Jacques-Benigne Bossuet, Traité de la concupiscense, enIDEM,Oeuvres complètes de Bossuet, Paris, Librairie de Louis Vivès Editeur, 1862, vol. VII, Traité de la concupiscense, pp. 412-484, c. IV, p. 418.
[16] Ibíd., c. VII, p. 419.
[17] Adolphe Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística, op. cit., pp. 117-18, n. 195.
[18] Jacques-Benigne Bossuet, Traité de la concupiscense, op. cit., c. VII, p. 419.
[19] JOSEP TORRAS I BAGES, La potencia de la creu, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. I, pp. 183-204, p. 186.
[20] Ibíd., p. 188.
[21] JOSEP TORRAS I BAGES, Influencia de la Devoción al Sagrado Corazón de Jesús en los tiempos modernos, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. I, pp. 183-204, p. 189.
[22] Ibíd., p. 190.
[23] Ibíd., p. 190-191.
[24] Ibíd., p. 191. Enseñanza que queda expuesta, por ejemplo, en la siguiente oración final de uno de sus discípulos, la princesa Elisabeth de Francia, hermana de Luis XVI, que rezó, en la Prisión del Temple, antes de ser guillotinada, recién cumplidos los treinta años, el 10 de mayo de 1794: «¿Qué me ha de ocurrir hoy? ¡Oh, Dios mio! Lo ignoro. Todo lo que sé es que no me ocurrirá nada que no hayáis previsto desde toda la eternidad. Esto me basta, Señor, para estar en paz. Adoro vuestras decisiones eternas. Me someto a ellas de todo corazón. Lo quiero todo. Lo acepto todo. Ofrezco en sacrificio todo ello y uno ese sacrificio al de vuestro querido Hijo, mi Salvador. Os pido, por su Sagrado Corazón y sus méritos infinitos, la paciencia en mis sufrimientos, y el perfecto sometimiento, que os debo para todo lo que queráis y permitáis».
[25] Ibíd., p. 191.
[26] Ibíd., p. 193. Por esto, añade: «los pueblos han puesto el signo de la Cruz arriba de las más altas montañas, para que se viera de lejos como una luz que sirviera de guía a los que navegan por el mar tempestuoso de este mundo; y por eso también el mundo, enemigo de Jesucristo, trabaja para abatir la Cruz y hasta querría abolirla» (Ibíd.).
[27] Ibíd., p. 191.
[28] Ibíd., p. 191-192.
[29] Ibíd., p. 192.
3 comentarios
---
Por cierto, el ateísmo y el agnosticismo son seudo religiones con sus dogmas capitales: Dios no existe o no se lo puede conocer. He dicho.
Establecido y creído a pie juntillas lo cual, se sigue que estamos a la deriva abandonados en el universo, sin plan ni futuro. Urge pues inventarnos nuestra propia biblia, ya que la otra fue imaginación o embuste de pícaros. ¡Venga Darwin!
A falta de Mandamientos, inventemos los "valores" y los "derechos humanos".
A falta de Apocalipsis y Novísimos, inventemos una versión optimista, el Progreso Indefinido. Que mientras siga saliendo petróleo y podamos hacer más máquinas, todo funcionará y habrá quien se lo crea.
Y a falta de Dios, que es obvio que no existe, ¿para qué estamos nosotros mismos, el "Hombre"?. Adorémosle (adorémonos), pues.
Dejar un comentario