XIV. La vida de Dios

138. ––Después de la exposición del atributo divino del amor, declara el Aquinate: «Es claro, por todo lo dicho, que ninguna de nuestras afecciones puedan existir en Dios, a excepción del gozo y del amor». Sin embargo, en la Sagrada Escritura se atribuyen a Dios pasiones como la misericordia, la tristeza, la ira y otras muchas. ¿Cómo resuelve esta dificultad?

–– La respuesta del Aquinate es la siguiente: «si la divina Escritura atribuye a Dios los otros afectos que repugnan por su misma especie a la perfección divina, no lo hace en un sentido propio, como ya se ha probado (c. 89, c. 30), sino metafóricamente, por la semejanza de efectos o de algún afecto precedente». La predicación de estas pasiones es de manera metafórica o con la denominada analogía de proporcionalidad impropia, porque la semejanza, que permite la atribución, no está en la esencia o naturaleza, sino en un efecto semejante en los analogados o en unas operaciones analogadas, producidas ambas por las respectivas esencias no semejantes intrínsecamente.

Respecto a los efectos, explica Santo Tomás que: «La voluntad dirigida sabiamente, tiende a producir un efecto a que otro está inclinado por su pasión defectuosa. Así, por ejemplo, el juez inflige un castigo por justicia, y un airado hace lo mismo por ira. Se dice, pues, que Dios está airado en cuanto sabiamente quiere castigar a alguien». Por esta semejanza en el efecto de la virtud justicia y de la pasión de la ira, se llama a la primera ira. Se comprende así que: «En este sentido, dicese en el Salmo: “Pues se inflama de pronto su ira” (Sal 2, 13)».

Otro ejemplo es el de la otra gran virtud divina de la misericordia. A Dios: «se le llama misericordioso por cuanto, por su benevolencia, quita las miserias de los hombres, como nosotros hacemos lo mismo por la pasión de la misericordia. Así se dice en el Salmo: “El Señor es piadoso y benigno, paciente y misericordiosísimo (Sal 102, 8)». A Dios se le puede atribuir la misericordia en su grado máximo, porque el efecto de remediar las miserias es semejante a la miseria pasional, por la que se experimenta la tristeza del prójimo como si fuera propia.

También en la Escritura, por ejemplo: «Se le llama también algunas veces arrepentido, en cuanto, según el eterno e inmutable orden de su providencia, restablece lo que antes había destruido o destruye lo que antes hizo; lo mismo que hacen, según vemos, los movidos a penitencia. En este sentido se dice en el Génesis “Me arrepiento de haber hecho al hombre”. Y que esto no se afirme con un sentido propio es claro por las palabras del libro de los Reyes “El esplendor de Israel no se doblegará, no se arrepentirá” (I Reg 15, 29)».

En cuanto a la atribución analógica metafórica o a la semejanza en las operaciones, en este caso es por las pasiones. La Escritura se habla de alegría, tristeza, y otras. «Atribuye a Dios estas pasiones por semejanza de una afección precedente. Pues el amor y el gozo, que están en Dios en su sentido propio, son los principios de todas las afecciones: el amor, a modo de motor, y el gozo a modo de fin».

El amor y el gozo que, como se ha dicho, se predican de Dios en sentido propio, porque se hace con analogía de proporcionalidad propia o de semejanzas esenciales o intrínsecas, son siempre la causa de todas las demás pasiones en las criaturas. «Por esto, los que castigan airados se gozan en ello como en un fin conseguido». Con este parecido en las criaturas: «Si se afirma, pues, que Dios se entristece, es en cuanto suceden algunos casos contrarios a lo que Él ama y aprueba; como nosotros nos entristecemos de lo que nos sucede contra nuestro gusto. Tenemos una prueba de esto en las palabras de Isaías: “Vio el Señor y apareció el mal ante sus ojos, porque no hay juicio. Y vio que no hay varón; y quedó en apuro, porque no hay quien se ponga de por medio” (Is 59, 15-16)»[1].

139. ––Seguidamente el Aquinate afirma que en Dios hay virtudes o capacidades para hacer el bien. La virtud es un hábito, disposición firme y constante. Sin embargo: «el hábito es un acto imperfecto, un cierto medio entre la potencia y el acto; de donde viene el comparar los que tienen hábitos a los que duermen. En Dios hay el acto perfectísimo. Luego, en Él no se da el acto del hábito, como la ciencia» ¿Cómo explica que puedan haber virtudes en Dios?

––Debe sostenerse, por una parte, que efectivamente: «Es preciso que, como su ser es absolutamente perfecto, al abarcar en sí en cierto modo las perfecciones de todas las cosas, así también su bondad abarque en sí de alguna manera la bondad de todos ellos. Más la virtud es una cierta bondad para el virtuoso, pues “por ella se le dice bueno a él y a su obra” (Aristóteles, Ética II, 5). Luego es preciso que la bondad divina encierre a su modo todas las virtudes».

Sin embargo, por otra parte: «Ninguna de ellas se encuentra en Dios como hábito, cual ocurre en nosotros. Pues Dios no es bueno por algo añadido, sino por su esencia, debido a que es absolutamente simple. Y tampoco obra por algo añadido a su esencia, por ser su acción, como se ha probado (cc. 45, 73). Luego su virtud no es hábito alguno, sino su esencia».

Por consiguiente: «no se puede atribuir a Dios virtud alguna como hábito, sino sólo esencialmente». Tampoco se pueden atribuir esencialmente a Dios: «las virtudes que pertenecen a la vida activa, en cuanto la perfeccionan». Nota Santo Tomás que: «Algunas de estas virtudes que miran a la vida activa nos regulan las pasiones» y como en Dios no hay pasiones, con más motivo no se pueden dar en Dios.

Observa además que: «Algunas de las pasiones sobre las que versan las virtudes resultan de la inclinación del apetito a un bien corporal, deleitable al sentido, como el alimento, la bebida y a lo venéreo, sobre cuyas concupiscencias (deseos) versan la sobriedad, la castidad y, en general, la templanza y la continencia. De aquí que, no habiendo en Dios en modo alguno delectaciones corporales, dichas virtudes no convienen propiamente a Dios, pues miran a las pasiones».

No se pueden atribuir a Dios al igual que las virtudes, que regulan las otras pasiones, en sentido propio o con analogía de proporcionalidad, pero las de esta especie ni con analogía de proporcionalidad impropia o metafórica. Por ello: «Ni tampoco se atribuyen a Dios metafóricamente en las Escrituras, pues ni atendiendo a la semejanza de algún efecto se puede encontrar semejanza alguna de ellas en Dios».

Se dan también: «pasiones que resultan de la inclinación del apetito a un bien espiritual, como es el honor, el dominio, el triunfo, la venganza, etc., sobre cuyos apetitos de esperanza, audacia, y otros semejantes, versan la fortaleza, la magnanimidad, la mansedumbre y otras virtudes parecidas».

No se cumple exactamente la misma regla de atribución a Dios en esta especie de virtudes sobre los deseos de bienes no materiales, porque: «Estas virtudes no pueden darse en Dios en sentido propio, por versar sobre las pasiones; mas la Escritura las atribuye a Dios metafóricamente, por la semejanza de los efectos, como ocurre en el libro de los Reyes: “No hay otro tan fuerte como el Dios nuestro” (1 Reg 2, 2); y en Miqueas: “Buscad al manso, buscad al bueno” (Miq 6, So 2, 3)»[2].

140. ––Las virtudes, fuerzas o potencias, tienen por materia no sólo las pasiones, sino también todas las operaciones, porque las virtudes pueden estar en todas las facultades o potencias. Sostiene Santo Tomás que: «Hay, además, algunas virtudes que dirigen la vida activa del hombre, las cuales versan, no sobre las pasiones, sino sobre las acciones, como la verdad, la justicia, la generosidad, la magnificencia, la prudencia y el arte».

Estas seis virtudes se pueden atribuir a Dios, porque: «como la virtud se específica por el objeto o la materia, y las acciones que son materias u objetos de estas virtudes no se oponen a la perfección divina, tampoco tales virtudes, en razón de su propia especie, tienen algo por lo que se las excluya de la perfección divina».

La verdad, la justicia, la generosidad, la magnanimidad o magnificencia, la prudencia y el arte o manera de hacerse algo, deben atribuirse a Dios, porque: «estas virtudes son ciertas perfecciones de la voluntad y del entendimiento, puesto que son principios de operación sin pasión. Pero en Dios están el entendimiento y la voluntad, que no carecen de ninguna perfección. Luego ellas no pueden faltar en Dios». ¿Cómo se demuestra que cada un de estas virtudes se dan en Dios?

––La veracidad es la virtud por la que se dice la verdad con la finalidad de manifestar lo que se piensa[3]. Es propia de Dios, por la siguiente razón: «Todo lo que recibe de Dios el ser es preciso que lleve su semejanza, en cuanto es, y es bueno, y tiene su razón propia en el entendimiento divino, según se probó ya (cc. 40, 54). Pero pertenece a la virtud de la veracidad, como dice Aristóteles en su Ética (II, c. 13), el mostrarse uno en sus hechos y dichos tal cual es. Luego en Dios está la virtud de la veracidad. De aquí que se diga en la carta a los Romanos: “Dios es veraz” (Rom 3, 4); y en el libro de los Salmos: “Todos tus caminos son verdad”»[4].

La virtud de la justicia, «el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho»[5], se encuentra también en Dios. Argumenta el Aquinate: «Se ha probado ya que el hecho de querer Dios algo quiere lo que para ello se precisa. Pero lo que precisa para la perfección de algo, le es debido. Por tanto, en Dios está la justicia, a la que pertenece distribuir a cada uno lo suyo. De donde se dice en el Salmo: “Justo es el Señor, y ha amado la justicia” (Sal 10, 8)»[6].

Dios es la «máxima generosidad (maxime liberalis[7]. Explica Santo Tomás en este artículo de la Suma contra gentiles: «Como quedó patentizado (c. 81) el fin último por el que Dios quiere todas las cosas, en modo alguno depende de lo que se ordena al fin, ni cuanto al ser ni cuanto a perfección alguna. Dios no quiere comunicar su bondad a alguien para el que le venga de aquí algún aumento, sino que el comunicarse le conviene como a fuente de bondad».

Dios es lagenerosidad misma o el desinterés pleno. Nunca busca su utilidad, sino que todo lo hace para comunicar libremente su bondad. «El dar, no por algún emolumento que se espera de la donación, sino por la misma bondad y conveniencia de esta es acto de generosidad, como consta por Aristóteles en su Ética (IV, c. 2). Dios, por tanto, es generoso en grado máximo, y como dice Avicena: “se puede decir que propiamente sólo Él es generoso” (Metafísica, t. 6, c. 5), porque todo agente distinto de Él adquiere por su acción algún bien, que es el fin intentado. Esta su generosidad la patentiza la Escritura cuando dice en el Salmo: “Abriendo Tú tu mano, todos se saciarán de bienes” (Sal 103, 28); y en la carta de Santiago: “Que da a todos copiosamente y no da improperios” (St 1, 5)»[8].

A su generosidad, por su grandeza, le acompaña la magnanimidad[9] y la magnificencia[10]. Dios no está encerrado en ninguna especie de egoísmo. Por el contrario, el amor de Dios implica la máxima generosidad. En sus relaciones con las criaturas, Dios no busca nada en ellas, que pueda perfeccionarle ni darle mayor bien o felicidad. Únicamente quiere difundir su propia perfección.

Igualmente hay que predicar de Dios la virtud de la prudencia, que indica lo que hay que hacer según la recta razón en el obrar a actuar, «recta ratio agibilium»[11]. La prueba es la siguiente: «La voluntad divina, en lo que es distinto de sí, se determina a una cosa por su conocimiento, según se ha probado (c. 82). Mas el conocimiento que ordena a la voluntad a obrar es la prudencia, porque, según Aristóteles: “la prudencia es la recta razón como norma de las acciones” (Ética, VI, c. 5). Luego en Dios está la prudencia. Esto es lo que se dice en Job: “En Él están la prudencia y la fortaleza” (Jb 12, 13)»[12].

Por último, en Dios debe colocarse la virtud intelectual de obrar bien o arte[13], porque: «Como se demostró anteriormente, no puede faltar en el entendimiento divino la razón propia de todas aquellas cosas que pasan a ser en virtud de Dios. Mas la razón del efecto es el arte, de donde dice el Filósofo que: “el arte es la razón como norma de lo factible” (Ética, VI, c. 4). Luego propiamente el arte está en Dios. Y así se dice en la Sabiduría: “Me adoctrinó la sabiduría, artífice de todo” (Sap 7, 21)»[14].

141. ––¿Hay otras virtudes morales que versen sobre las acciones que de manera parecida, se puedan atribuir a Dios?

––No todas las virtudes morales que regulan la acción están en Dios, porque: «La vida activa del hombre, consiste en el uso de los bienes corporales; de donde las virtudes por las que usamos rectamente de estos bienes rigen la vida activa. Más tales no pueden convenir a Dios. Luego tampoco dichas virtudes, en cuanto rigen esta vida».

Este tipo de virtudes: «perfeccionan las costumbres de los hombres en lo que se refieren al trato social; de donde parece que a los que no tienen trato con la sociedad, tales virtudes no les convengan del todo. Luego mucho menos le pueden convenir a Dios, cuyo trato y vida dista mucho de ser como la vida humana»[15].

Por parecida razón, como: «hay algunas virtudes que ordenan las acciones de los súbditos para con los superiores, tales no pueden convenir a Dios, como la obediencia, la latría y alguna otra que se deba al superior».

Incluso respecto a las seis virtudes examinadas: «No se pueden atribuir a Dios algunas de dichas virtudes siempre y en tanto que se trate de algún acto imperfecto de alguna de ellas. Así, la prudencia no compete a Dios en lo que se refiere al acto de aconsejar bien; pues como el consejo es cierta indagación, según se dice en la Ética (VI, c. 10), y el conocer divino no es inquisitivo, como se probó anteriormente, no puede convenirle el que se aconseje. De aquí que se diga en Job: “¿a quien has dado consejo? ¿A aquel, tal vez, que no tiene inteligencia?” (Jb 26, 3), y en Isaías: “¿con quien tomó consejo y le instruyó? (Is 40, 41)».

Tampoco, por ejemplo: «la justicia no puede competir a Dios en cuanto al acto de conmutación, siendo así que El de nadie recibe nada. De donde se dice en la Carta a los Romanos: “¿Quién le dio a Él primero, para que le sea recompensado?” (Rm 11, 35); y en Job: ¿Quién me dio a mí antes, para que yo le restituya? (Jb 41, 2). Con todo, decimos que se da algo a Dios en atención a la semejanza que hay en el hecho de que Dios acepta nuestros dones. Por consiguiente, no le compete la justicia conmutativa, sino sólo la distributiva».

Sobre estas seis virtudes morales dirigidas a la vida activa, advierte, sin embargo, Santo Tomás: «que las acciones sobre las que versan las mencionadas virtudes no dependen formalmente de las cosas humanas; pues juzgar del quehacer, dar o distribuir algo, no es privativo del hombre, sino de cualquier otro ente que tenga entendimiento».

En cuanto, en la vida humana, se refieren a cosas propias de ella: «en este sentido no pueden convenir a Dios, pero tomadas las acciones en general, pueden adaptarse también a las cosas divinas. Pues, así como el hombre es distribuidor de las cosas humanas, por ejemplo, del dinero o del honor, así también Dios lo es de todo lo que hay de bueno en el universo. Dichas virtudes se encuentran, por tanto, en Dios con una extensión más universal que en el hombre, porque, como la justicia del hombre se refiere a la ciudad o a la casa, así la justicia de Dios al universo entero».

Por ello, nota además que: «las virtudes divinas son ejemplares de las nuestras, porque los seres concretos y particulares son ciertas semejanzas de los absolutos, como la luz de una candela lo es de la luz del sol».

En cambio, respecto a las otras virtudes mencionadas, que: «no convienen propiamente a Dios, no tienen ejemplar en la naturaleza divina, sino sólo en la divina sabiduría, que comprende las propias razones (o ideas) de todos los entes, como ocurren con las demás cosas corporales»[16].

142. ––Antes de tratar las virtudes que regulan las acciones y las pasiones, el Aquinate indica que: «Las virtudes del hombre son rectoras de la vida humana, y está doble, contemplativa y activa»[17]. Las virtudes contemplativas son las intelectuales que versan sobre el conocimiento de las causas últimas y supremas, como hace la sabiduría, y de las próximas y propias, que son objeto de la virtud de la ciencia, y de los objetos especulativos de manera inmediata, que se denomina entendimiento ¿En Dios se dan estas tres virtudes contemplativas?

––Declara Santo Tomás que: «No hay duda que las virtudes contemplativas convienen a Dios en sumo grado».

A Dios hay que atribuirla la sabiduría. «Puesto que “la sabiduría consiste en el conocimiento de las altísimas causas” según Aristóteles, en la Metafísica (I, c. 2), y Dios se conoce principalmente a sí mismo, y conociéndose a sí mismo es como lo demás, según se ha demostrado (c. 47 sig.), el cual es causa de todo, es manifiesto que se le debe atribuir la sabiduría de manera especial. De aquí que se diga en Job: “Es sabio de corazón” y en el Eclesiástico: “Toda sabiduría es del Señor Dios, y con Él estuvo siempre” (Eccl 1, 1). Aristóteles dice en la Metafísica que es “patrimonio divino, no humano” (I, c. 2)».

También, la segunda virtud contemplativa, «Puesto que la ciencia es “el conocimiento de la cosa por su propia causa” (Anal. Post., I, 2), y Él conoce el orden de todas las causas y efectos, y, en consecuencia, conoce las causas propias de cada uno, como ya se demostró, es manifiesto que en Él está propiamente la ciencia; aunque no la que es causada por raciocinio, como nuestra ciencia es causada por demostración. De donde se dice en el libro de los Reyes: “”El Señor es el Dios de las ciencias” (1 Reg 2, 3)».

Por último: «puesto que el entendimiento es conocimiento inmaterial y sin discurso de algunas cosas, y Dios tiene, como se ha demostrado, tal conocimiento de todas las cosas, en Él está, por tanto, el entendimiento. De donde se dice en Job: “El tiene el consejo y la inteligencia” (Jb 12, 13).

Estas tres virtudes, observa Santo Tomás, como todas las que versan sobre acciones, que convienen a Dios: «son también ejemplares de la nuestras, como lo perfecto de lo imperfecto»[18].

143. ––A continuación indica también el Aquinate: «De lo dicho se puede demostrar que Dios no puede querer el mal», y que, por ello: «se rechaza el error de los judíos. Que en el Talmud dicen que Dios peca alguna vez y se purifica del pecado; y el de los luciferinos, que dicen que Dios peco cuando arrojó a Lucifer»[19]. ¿Cómo se demuestra que Dios no quiere ni hace el mal?

––Santo Tomás aporta cuatro demostraciones. La primera es la siguiente: «La virtud de un sujeto es principio de bien obrar. Pero todo obrar de Dios es un obrar virtuoso, al ser su virtud su esencia, como se probó (c. 92). Luego no puede querer el mal».

La voluntad siempre quiere el bien, que es presentado por la razón, El objeto de la voluntad es un bien racional, un bien que está acorde con la razón. Sobre esta tesis se basa la segunda demostración, que se expone del siguiente modo: «La voluntad nunca tiende al mal, sino cuando hay algún error en la razón, al menos cuando se trata de una elección particular; pues como el objeto de la voluntad es el bien aprehendido, no puede inclinarse la voluntad al mal, sino en cuanto se le propone de algún modo como bien, cosa que no puede ocurrir sin error. Pero en el conocimiento divino no es posible el error, como se ha probado (c. 62). No puede, por tanto, su voluntad tender al mal»

La tercera parte de esta tesis: «Dios es el sumo bien, como se ha demostrado (c. 41)». Se sigue de ello que: «el sumo bien excluye todo consorcio con el mal, como el sumo calor la mezcla del frío. En consecuencia, la voluntad divina no puede inclinarse al mal».

En la cuarta y última demostración, se dice: «Como el bien tiene razón de fin, el mal no puede caer bajo la voluntad sino por aversión del fin. Pero la voluntad divina no puede apartarse del fin, puesto que nada puede querer sino queriéndose a sí mismo. No puede, pues, querer el mal».

Estas demostraciones sobre el querer de Dios permiten advertir que: «el libre albedrío en Él se encuentra naturalmente afianzado en el bien»[20]. Dios no elige como en nosotros entre el bien y el mal, sino siempre entre bienes. Removida la potencialidad, Dios elige en aquellos actos que no guardan relación con respecto a su propio fin último, como la creación y la providencia divina.

144. ––Añade el Aquinate que:«Con esto se evidencia que no puede convenir a Dios el odio hacía cosa alguna». ¿Cómo lo explica?

––Explica el Aquinate seguidamente que: «Lo que el amor es al bien, el odio es al mal; porque para quienes amamos queremos el bien, y para quienes odiamos, el mal. Luego si, como se ha probado, la voluntad de Dios no se puede inclinar al mal, es imposible que El tenga odio hacia alguna cosa».

Otra razón más profunda es que: «La voluntad de Dios, como se ha demostrado (c. 75), se inclina a lo que es distinto de sí, en cuanto que, queriendo y amando su ser y su bondad, quiere difundirla, en cuanto es posible, por comunicación de semejanza. Lo que Dios quiere, pues, en las cosas distintas de sí es que haya en ellas la semejanza de su bondad. El bien de cada cosa consiste en participar la semejanza divina, puesto que cualquier otra bondad no es más que cierta semejanza de la bondad primera. Por tanto, Dios quiere el bien de cada cosa. Luego nada odia».

Por consiguiente: «Dios no odia cosa alguna, al ser Él causa de todo. Esto es lo que se dice en la Sabiduría: “Amas todas las cosas que son y ninguna aborreces de aquellas que hiciste” (Sb 11, 25)».

145. ––En la Escritura, sin embargo, se lee, como recuerda el mismo Aquinate: «Aborreces a todos los que obran iniquidad, perderás a todos los que hablan mentira; abominará el Señor al varón sanguinario y fraudulento» (Sal 5, 7). ¿Cómo se explica este odio divino?

––A esta cuestión responde Santo Tomás que se explican estos y otros pasajes paralelos, porque se puede decir que: «Dios odia algunas cosas en razón de la semejanza», y además en dos sentidos.

En un primer sentido, se indica que: «Dios, al amar las cosas y querer que exista su bien, quiere que no exista el mal contrario. De donde se dice que tiene odio a los males, pues nosotros decimos que aquellas cosas que no queremos las odiamos; conforme a aquello de Zacarías: “No piense ninguno de vosotros mal de su amigo en vuestros corazones y no améis el juramento falso, porque todas estas son cosas que aborrezco, dice el Señor” (Zach 8, 17).

Hay un segundo: «modo de decir que Dios odia, siendo así que más bien ama, se funda en la privación de un bien menor, que va implicada en el hecho de querer un bien mayor. Así, pues, en cuanto quiere el bien que es la justicia o el orden del universo, que no pueden darse, sin el castigo o la corrupción de algunas cosas, se dice que odia aquellas cosas que quiere se castiguen o corrompan, según aquello de Malaquías: “Aborrecí a Esaú” (Mal 1, 3)»[21].

146. ––De todos los atributos operativos examinados infiere el Aquinate que Dios es viviente, al afirmar que: «Consecuencia necesaria de lo expuesto es que Dios es viviente». ¿Qué significa vivir? ¿Por qué se puede decir que Dios vive?

––Explica, en este lugar, que: «Vivir es atribuido a algunos entes en cuanto que se le ve moverse por sí mismos». La vida es así automovimiento. Se confirma, porque: «las cosas que parecen moverse por sí mismas, cuyos motores no percibe el vulgo, decimos por analogía que viven; como llamamos agua viva a la que mana de una fuente, no a la detenida en cisterna o estanque, y plata viva a la que parece tener cierto movimiento. Más propiamente, sólo se mueven por sí las cosas que se mueven a sí mismas, compuestas de parte motora y parte movida, como las animadas. De donde decimos que sólo éstas viven propiamente, y todas las demás se mueven por algo exterior, sea por algo que lo genera o que quita los obstáculos, o que lo impulsa».

Además: «como las operaciones sensibles se verifican con movimiento, se dice también que vive todo aquello que se activa a sí mismo a las operaciones propias, aunque no se verifiquen con movimiento (local); de donde entender, apetecer y sentir son acciones vitales».

Por esta definición de vida, hay que afirmar que en Dios hay vida. «Dios obra en grado sumo no por otro, sino por sí mismo, por ser la causa agente primera. Luego en grado sumo le compete a El vivir».

De manera que Dios sea viviente es una consecuencia necesaria de lo expuesto sobre las acciones divinas. Según lo explicado: «Queda demostrado que Dios entiende y quiere. Pero el entender y querer son propiedad del viviente. Luego Dios es viviente».

Incluso se sigue del constitutivo formal de Dios, el mismo ser subsistente. «El ser divino, como se ha demostrado (c. 28)) comprende toda la perfección del ser. Luego el ser divino es el vivir». El ser, perfección suprema, incluye la vida, que es un grado de ser. «Por consiguiente, es viviente. Esto se confirma también con la autoridad de la divina Escritura. Pues se dice en el Deuteronomio por boca del Señor: “vivo yo para siempre” (Deut 32, 40); y en el Salmo: “Mi corazón y mi carne se regocijaron en el Dios vivo” (Sal 83, 3)»[22].

Dios es el mismo ser. No participa del ser, como las criaturas. Por ello, no es «viviente por participación de la vida». No tiene la vida, en algún grado o participada. «Dios es su vida»[23].

147. ––Dios es su vivir y su vida, al igual que es su ser y también su entender y querer. ¿Se puede saber como es la vida de Dios?

––Sabemos que: «el entender y el vivir son el mismo Dios, como se ha demostrado (cc. 45, 98)». A diferencia de las criaturas, que permanece el sujeto mientras se va sucediendo la acción, en Dios: «la acción es el mismo agente», por ello «nada puede pasar allí sucesivamente, sino que todo permanece a la vez». Por consiguiente, hay que afirmar, que es una vida «sempiterna» o eterna en todos los sentidos.

Dios, porque es «absolutamente inmutable (c. 13)», es eterno o es su eternidad. «Dios no comenzó a vivir, ni dejará de vivir, ni sufre sucesión al vivir»[24]. Su vida no tiene sucesión, sino que es toda a la vez, y, por lo tanto, sempiterna.

Dios no comenzó a vivir, ni dejará de vivir, ni sufre sucesión mientras vive; y, por consiguiente, su vida es sempiterna. Su duración, o permanencia en el ser, es sin sucesión de tiempo. Aunque la duración de las criaturas no tuviera ni principio ni fin no serían eternas, porque tendrían sucesión. Sólo el durar de Dios es eterno, porque la eternidad es, como la definió Boecio: «la posesión total, simultánea y perfecta de una vida interminable»[25].

148. ––¿En su vida espiritual eterna, Dios es feliz?

––Dios es feliz o bienaventurado por ser dichoso en su vida. Santo Tomás dedica los tres últimos capítulos de la primera parte de la Suma contra los gentiles. Advierte, para ello, que una consecuencia necesaria de la vida de Dios es que en sí mismo es infinitamente feliz y bienaventurado. Por ser infinitamente inteligente, Dios se conoce a sí mismo y la contemplación de sus infinitas perfecciones le produce un gozo actual e infinito.

También, en cuanto que su voluntad no puede desear ningún bien que no tenga Dios en sí mismo y en grado infinito, queda aquietada por completo en el goce de una felicidad infinita «Por tanto, es necesario que sea bienaventurado el que es perfecto en todo aquello que puede desear; de donde dice Boecio que la bienaventuranza es “el estado perfecto por la agregación de todos los bienes” (La cons. de la fil. III, prosa 2). Pero tal el estado perfecto por la agregación de todos los bienes es la perfección divina, que en cierta simplicidad comprende toda perfección. Luego, El es verdaderamente bienaventurado»[26].

Puede decirse también que Dios es su propia felicidad, porque: «La bienaventuranza, al ser último fin, es lo que más quiere todo el que por naturaleza la tiene o la puede tener. Pero se ha demostrado antes que Dios quiere principalmente su esencia (c. 74). Luego su esencia es su bienaventuranza»[27].

149. ––Los hombres entienden que la felicidad como indica Boecio consiste en cinco bienes: «el deleite, las riquezas, la potestad, la dignidad y la fama» (Cons. Filosof. III, prosa. 2). ¿Se dan en Dios estos cinco constitutivos de la felicidad

––La felicidad de Dios excede infinitamente la felicidad o bienaventuranza de las criaturas, porque Dios es bienaventurado por su esencia, ya que es el sumo bien. En cambio, cualquier criatura que sea bienaventurada lo es por participación. Sin embargo, la felicidad divina se puede entender de una manera análoga a como los hombres conciben la felicidad. «Dios tiene una excelentísima delectación de sí, más un gozo universal de todos los bienes, sin mezcla alguna de lo contrario. Por riquezas, tiene omnímoda suficiencia de bienes en sí mismo. Por potestad, tiene infinito poder. Por dignidad, tiene la primacía y gobierno de todos los seres. Por fama, tiene la admiración de todo entendimiento, de cualquier modo que le conozca».

De esta doctrina de la felicidad divina con respecto a la felicidad humana,se sigue que la contemplación de Dios será para el hombre la felicidad plena, pues Dios mismo llena de inmensa y completa felicidad el entendimiento y voluntad humanas, felicidad infinitamente más profunda que las naturales o humanas.

150. ––Declara el Aquinate, en esta última explicación, que «La felicidad falsa y terrena no es sino cierta sombra de aquella felicidad perfectísima». ¿Con esta comparación se termina el libro primero de la “Suma contra los gentiles”?

––A modo de colofón de este estudio filosófico de Dios, se finaliza con estas palabras de adoración a Dios: «Al que es, pues, singularmente bienaventurado, sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén»[28].

Eudaldo Forment



[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 91.

[2] Ibíd, I, c. 92.

[3] Cf. IDEM, Suma teológica, II-II, q. 109, a. 1, in c.

[4] IDEM, Suma contra gentiles, I, c. 93.

[5] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 58, a. 1, in c.

[6] ÍDEM, Suma contra gentiles, I, c. 93.

[7] IDEM, Suma teológica, I, q. 44, a. 4, ad 1.

[8] ÍDEM, Suma contra gentiles, I, c. 93.

[9] Cf. ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 129, a. 1, in c.

[10] Cf. Ibíd., II-II, q. 134, a. 1, in c.

[11] Cf. Ibíd., II-II, q. 46, a. 2, sed c. e in c,

[12] ÍDEM, Suma contra gentiles, I, c. 93.

[13] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 57, a. 3, in.

[14] ÍDEM, Suma contra gentiles, I, c. 93.

[15] Ibíd., I, c. 92.

[16] Ibíd., I, c. 93.

[17] Ibíd.., I, c. 92.

[18] Ibíd., I, c. 94.

[19] Ibíd., I, c- 95.

[20] Ibíd., c. 95.

[21] Ibid., I, c. 96.

[22] Ibíd., I, c. 97.

[23] Ibíd., I, c. 98.

[24] Ibíd. I, c. 99.

[25] Boecio, La consolación de la filosofía, V. 6.

[26] Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 100.

[27] Ibíd., I, c. 101.

[28] Ibíd., I, c. 102.

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Esron ben Fares
Hola, hay alguien aquí?

Me parece que hemos hecho un repaso sobre el primer libro de la Suma contra los gentiles.
Que seguirá?

19/07/17 3:21 AM

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