LII. Autoridad de la Iglesia
Las tesis teológicas
En la etapa de la ley evangélica, después de Jesucristo y sus apóstoles, con quienes se termina la revelación, el crecimiento en el contenido de la fe se hace por explicitación. El modo de explicitar es aplicar el conocimiento racional a lo revelado implícitamente, que permite el desarrollo de la fe. Con raciocinios, o más concretamente por deducciones, se obtienen conclusiones, obtenidas de modo racional, y, por tanto, de manera científica.
Estas conclusiones, propias de la sabiduría teológica, son en sí mismas como las científicas. Aunque el punto de partida de la teología sea la fe revelada, que es sobrenatural, su metodología, para obtener conclusiones implícitas en ella, es totalmente racional o natural.
En el conocimiento teológico, por su raíz y fundamento sobrenatural, sin embargo, debe tenerse siempre en cuenta, por una parte, que, como ha declarado la Iglesia: «La doctrina de la fe que Dios ha revelado es propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado. De ahí que también hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonar bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo»[1].
La Teología se puede servir de toda clase de ciencias -metafísicas, físicas, y también morales-, cuyas conclusiones se emplearán como premisas en sus razonamientos. No obstante, el punto de partida de la teología no son las ciencias humanas, sino las proposiciones de fe o reveladas. Su finalidad no es, con la utilización de premisas de fe, deducir de las premisas de razón, sino al revés, servirse de las premisas de la razón para deducir o explicar la virtualidad contenida en la premisa teológica. No son las tesis teológicas instrumentos de las científicas, sino que estas últimas, al ser utilizadas, son meros instrumentos para desarrollar lo que las tesis reveladas no expresan directamente.
En realidad las premisas de razón o científicas son objetivamente o en sí mismas innecesarias. Si las necesita el teólogo es sólo por la debilidad de la inteligencia humana, que no puede ver intuitivamente, o de un solo golpe, lo que en las verdades reveladas está realmente incluido. Afirma Santo Tomás de la Doctrina Sagrada o Teología que: «Esta ciencia puede tomar algo de las disciplinas filosóficas, y no por necesidad, sino para explicar mejor lo que esta ciencia trata. Pues no toma sus principios de otras ciencias, sino directamente de Dios por revelación. Y aun cuando tome algo de las otras ciencias, no lo hace porque sean superiores, sino que las utiliza como inferiores y serviles, como la arquitectura tiene proveedores, o como lo civil tiene lo militar. La ciencia sagrada lo hace no por defecto o incapacidad, sino por la fragilidad de nuestro entendimiento, pues, a partir de lo que conoce por la razón natural (de la que proceden las otras ciencias) es conducido, como llevado de la mano, hasta lo que supera la razón humana y que se trata en la ciencia sagrada»[2].
El examen de los tipos de raciocinios, que utilizan las ciencias, revela que los superiores en cuanto a la certeza son analíticos. El procedimiento racional, que utilizan algunas ciencias, como las matemáticas y la metafísica, es preferentemente el analítico. Por ello, sus conclusiones no pueden fallar, porque han surgido de las premisas por necesidad implícitas. Lo mismo ocurre en la teología, porque su tarea esencial no es más que analizar por la razón del depósito revelado, guardado y explicado por la Iglesia.
Si las conclusiones teológicas, obtenidas por medio de un raciocinio, en el que las premisas que no son de fe, sino que son proposición racionales o de cualquier ciencia, son verdaderas, podría parecer que la Iglesia debería reconocerlas siempre e inmediatamente como verdades. Sin embargo, no siempre la Iglesia lo hace así.
Por claro y evidente que sea el raciocinio, ninguna conclusión teológica puede ser de fe divina, ni ser objeto del asentimiento de la fe divina, mientras la Iglesia no la defina. Aunque sea verdadera de un modo patente e indiscutible, se queda sólo como una verdad teológica o racional. Una vez definida por la Iglesia será conocida de dos maneras distintitas: por definición de la Iglesia y por el raciocinio teológico verdadero.
Debe tenerse en cuenta que una conclusión teológica es una proposición, que se deduce del depósito revelado como propiedad de la esencia o como efecto de la causa, utilizando premisas racionales o científicas. En cambio, lo que es objeto de fe divina es lo dicho por Dios.
Para precisar la distinción entre ambas, es preciso advertir, en primer lugar, que hay dos modos de decir: uno, decir algo y explicarlo totalmente; y otro, decir algo, pero sin explicarlo de manera plena. Dios ha dicho lo revelado por estos dos modos.
Los artículos de la fe, contenidos en el Credo, se han dicho del primer modo. En cambio, lo dicho sin explicar, lo que está implícito en estos artículos, del segundo. Esto revelado implícitamente es lo que se puede obtener con los razonamientos teológicos y lo que define la Iglesia.
La enseñanza de la Iglesia
En segundo lugar, para deslindar claramente la tesis teológicas y las definiciones de la Iglesia, debe notarse que hay todavía una más acusada diferencia entre la enseñanza dogmática de la Iglesia y de la teología. La conclusión teológica no tiene la garantía de infalibilidad. Con ello, no se le niega la verdad, sino que lo que se significa es que nada conocido científicamente o por demostración es absolutamente infalible.
En este sentido, afirma Santo Tomás que: «La razón humana en las cosas divinas es muy deficiente. Un signo claro es que los filósofos que han investigado racionalmente las cosas humanas han caído en multitud de errores y sentencias contradictorias en torno a Dios»[3].
La enseñanza dogmática de la Iglesia es infalible porque pertenece a la misma fe. Hay que tener en cuenta que en la fe entran dos elementos: el contenido revelado y la persona a quien se revela. Además, el contenido puede ser revelado en sí mismo o en otra verdad.
La persona, a su vez, puede recibir lo revelado de dos modos: por revelación directa o inmediata, o indirecta o mediatamente, por otros hombres. Los ángeles, Adán, los patriarcas, los profetas, los apóstoles y evangelistas, los que escucharon al Verbo, o a las almas que Dios, sin intervención de otros hombres, ha revelado sus secretos, han tenido una revelación inmediata. Los demás sólo tenemos revelación mediata.
En la revelación directa o inmediata a una persona, el contenido revelado y la explicación del mismo son divinos. Dios es el que lo propone y explica. En la revelación mediata, en cambio, la explicación la hacen hombres, que son falibles, a no ser que posean la asistencia divina.
La fe de la mayoría de los hombres se funda en una revelación mediata. De ahí la necesidad del magisterio eclesiástico para explicarla. Sin embargo, en la fe, lo esencial es el objeto revelado. La explicación es únicamente la condición sin la cual no habría fe. A lo que realmente se cree es al contenido revelado, aunque no se podría asentir a él sin previa explicación. Este segundo elemento, que no está en la revelación inmediata, le conviene a la fe, no por parte de la misma revelación, sino por ser revelación mediata, es decir, no por ser fe sobre un contenido divino, sino por ser fe del hombre.
La definición de la Iglesia es indispensable para todo acto de la fe divina del hombre. El acto de fe divina no sólo expresa «creo porque Dios lo ha revelado», sino que más precisamente: «creo porque Dios lo ha revelado y porque la Iglesia así lo enseña». El primer motivo, que es esencial, es por ser la fe divina, y el segundo, porqué es del hombre, es humana.
Explícitamente afirma el Aquinate: «El objeto formal de la fe es la Verdad primera, manifestada en las Sagradas escrituras y en la doctrina de la Iglesia»[4]. El objeto formal es la Verdad primera, pero con una condición necesaria e integrante, la autoridad de la Iglesia. No es la Verdad primera solamente, ni aún la Verdad primera contenida en la Escritura y la tradición, sino según la entiende e interpreta la Iglesia. De manera que el que trate de adherirse a la Verdad primera por otro conducto que la autoridad de la Iglesia, no tiene verdadera fe divina, sino otra suya creada, humana, una fe científica o adquirida.
Enseña claramente Santo Tomás que el objeto formal de la fe es la Verdad primera, que se encuentra revelada en la Sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia, y que resulta de la misma Escritura. «Por eso, quien no se adhiere, como regla infalible y divina, a la enseñanza de la Iglesia, que procede de la Verdad primera revelada en la Sagrada Escritura, no posee el hábito de la fe, sino que retiene las cosas de la fe por otro medio distinto. Como el que tiene en su mente una conclusión sin conocer el medio de demostración, es evidente que no posee la ciencia de esa conclusión, sino tan sólo opinión»[5]. Sin la Iglesia no habría el hábito o virtud sobrenatural de la fe.
No tiene el hombre otros medios, fuera del de la Iglesia, para conocer el sentido del depósito revelado y darle el asentimiento de la fe divina. Puede haber muchos medios para lograr un conocimiento, pero para el de la fe divina hay un solo medio: la autoridad de la Iglesia. Sin ella sería imposible la fe divina, porque: «En las diversas conclusiones de una ciencia existen medios diversos de demostración, y unos pueden conocerse sin los otros. Por eso, puede conocer un hombre algunas conclusiones de una ciencia ignorando las demás. A los artículos de la fe, en cambio, les presta su asentimiento por un único medio, es decir, la Verdad primera propuesta en las Escrituras, correctamente interpretadas según la doctrina sana de la Iglesia. Por tanto, quien se aparte de este medio está del todo privado de la fe»[6].
En el acto de fe divina, no puede entrar nada puramente humano, todos los elementos tienen que ser divinos y si hay algo humano tiene que entrar en cuanto dirigido por Dios como mero instrumento de lo divino. En el contenido de la fe, por tanto, los dos elementos, que lo constituyen, su objeto y su sentido, deben ser divinos.
En la revelación inmediata ambos constitutivos son divinos, porque tanto la verdad revelada como su explicación vienen inmediatamente de Dios. En cambio, para la revelación mediata, la verdad revelada viene de Dios, y la explicación viene de los hombres. Para que, sin embargo, pueda darse la fe divina, esa explicación no puede ser hecha por la falible razón humana (teología, exégesis, etc.), sino por la razón humana asistida por Dios, o sea, por la enseñanza de la Iglesia. Siempre enseñó Santo Tomás que la Iglesia es la única que tiene la asistencia divina, y no para revelar nada nuevo, sino para exponer y explicar infaliblemente la verdad revelada.
Las definiciones de la Iglesia
Dios ha dicho lo que es objeto de fe de dos modos: revelando los principios, y también las conclusiones. Por ello, aunque Dios terminó de revelar con el último de los apóstoles, sin embargo, no ha terminado de explicar lo dicho o ya revelado. Lo hace, por medio de las definiciones de la Iglesia.
Puede decirse que una definición de la Iglesia no es más que la explicación que Dios da de lo que, en realidad ya había dicho con los Apóstoles, con quienes se cerró el depósito de la revelación. Igualmente la teología con sus conclusiones, sin definir por la Iglesia, es una explicación de lo dicho implícitamente por Dios con Jesucristo, los apóstoles y el desarrollo dogmático que realiza la Iglesia.
La diferencia esencial, que en tercer lugar, permite su perfecta distinción, entre una definición de la Iglesia y una conclusión teológica verdadera está en que en esta última, por ser verdadera es lo dicho por Dios, por estar incluida en lo que reveló. Sin embargo, mientras no la defina la Iglesia, es una verdad, que expresa lo dicho por Dios, pero explicado por el hombre. En cambio, cuando esta misma conclusión es definida por la Iglesia, es lo dicho por Dios pero explicado por Dios, aunque para esa explicación Dios haya usado del ministerio de la Iglesia.
La Iglesia cuando define, por consiguiente, lo hace infaliblemente. La infalibilidad es sobre una verdad que ya no es explicada por el hombre, sino realmente por el Espíritu Santo. En cualquier definición de la Iglesia, lo que se dice es de Dios, ya que la Iglesia no hace sino explicar lo ya dicho implícitamente por Dios, repetir lo de Dios, únicamente que la dicción no es de Dios.
En la escritura de los autores inspirados, o de la Sagrada Escritura, tanto lo dicho, que está en lo escrito, como la dicción son de Dios. Es palabra de Dios, tanto en sentido objetivo o material como subjetivamente o formal. De un modo parecido a como una persona escribe su propio pensamiento. Lo escrito es de esta persona y la escritura también de ella.
En cambio, las definiciones de la Iglesia son palabra de Dios objetivamente, pero ya no subjetivamente y por eso no son Sagrada Escritura. Lo que hace la Iglesia, con la asistencia divina, es como lo que escribe una persona de lo dicho por otra. Lo escrito es de esta última, que es la escritura subjetiva, aunque la escritura sea de la primera, que es la escritura en sentido objetivo. Dios asiste a la iglesia para que ella y sólo ella diga lo que le inspira el mismo Dios.
En ocasiones,la Iglesia, que no sólo propone como de fe divina lo revelado, sino también la explicación de lo revelado, no define o tarda en definir como dogma las conclusiones teológicas. El motivo es porque la Iglesia, a diferencia de lo que ocurría en el Antiguo Testamento y en el Nuevo hasta los Apóstoles, no recibe nuevas revelaciones. La Iglesia no tiene ninguna nueva revelación de Dios, sino asistencia divina en la explicación de lo revelado. Asistencia de Dios que consiste en la preservación infalible de cualquier error en el uso, que hace de los medios humanos, para presentar lo implícito en el depósito revelado.
Además, la Iglesia, que no está ligada a ningún lugar teológico particular, puede también definir sin apoyarse en la Sagrada Escritura, sino sólo en la tradición. Puede hacerlo en la tradición primitiva, o sólo en la tradición posterior, e incluso, podría considerarse como tradición la actual, en la que se encontrarían el consentimiento de los fieles de la Iglesia o el consentimiento de los teólogos. Siempre la Iglesia es maestra, juez y regla de la explicación y de la aplicación de los lugares teológicos.
Sin embargo, el consentimiento común de los teólogos o de los fieles, es decir, de toda la sociedad de la Iglesia, no crea la implicitud en el deposito revelado –la Sagrada Escritura y la verdadera tradición–, sino que confirma su existencia, al igual que hace el teólogo, cuando la descubre por el raciocinio teológico, o el místico por la vía afectiva. El Papa, en teoría, puede definir una verdad revelada sin atender a estas confirmaciones, pero en la práctica siempre o casi siempre lo hace. Es como si quisiera agotar todos los medios disponibles, para no tentar a Dios, en la infalibilidad que recibe.
Se dice que si la Iglesia tarda en definir las conclusiones verdaderamente teológicas, aquellas de cuya negación se sigue con necesidad absoluta la negación de la premisa de fe, que se ha utilizado en su obtención, puede ser por tres motivos: porque falte el consentimiento común de los teólogos; o porque haya quienes la nieguen; o porque que no haya peticiones de los fieles cristianos.
Por estos y otros motivos ocasionales, sin los cuales la Iglesia no acostumbra a definir, se comprende que algunas doctrinas de Santo Tomás, que son verdaderas conclusiones teológicas, no se hayan definido como de fe divina. Muchas conclusiones de la obra teológica del Aquinate son definibles y en cambio, otras tesis de su sistema no lo son. Sin embargo, estas últimas no son parte esencial de su teología tomista, pero. tienen utilidad teológica, como, por ejemplo, algunas conclusiones que pertenecen a la Física.
También es lógico pensar pueden encontrarse en el sistema teológico-filosófico del Aquinate conclusiones metafísicas, que no guarden relación necesaria con el depósito revelado. Asimismo, que algunas de ellas si tienen esta relación, y, por tanto, son igualmente en sí mismas rigurosas y verdaderas conclusiones teológicas. Claro está que no todos los teólogos y filósofos, ya sea en general, ya en una parte de ellos, y por distintas circunstancias no lo han descubierto. Pueden considerar así que sólo son probables, e dudosas o inciertas y, por ello, discutibles por otras escuelas teológicas.
Es innegable, no obstante, que, al igual que toda verdadera teológica, la de Santo Tomás, en lo que tiene de rigurosamente teológico, no es más que la explicación de lo implícito en el depósito revelado. La substancia de la obra filosófica tomista, en lo que tiene de verdaderamente teológica, es la Revelación. La teología de Santo Tomás es la Revelación explicada. De manera que si el depósito revelado hubiera sido mucho más explícito se podrían encontrar en el mismo las conclusiones teológicas verdaderas de Santo Tomás.
La tres clases de verdades de fe
De esta doctrina sobre el desarrollo de la fe, se desprende que la Iglesia al declarar como de fe divina lo revelado y la explicación de esto revelado es infalible. Sin embargo, la infalibilidad de la Iglesia es relativa, porque está limitada a la conservación y exposición de la revelación. Es una infalibilidad no absoluta. o de extensión indefinida, como es la infalibilidad de Dios. Sólo la conservación y exposición de la revelación divina o depósito de la fe es el objeto de su infalibilidad. No toda verdad, que puede enseñar, por consiguiente, cae bajo la infalibilidad, sino solamente y en cuanto necesariamente relacionadas con el depósito revelado.
Con este mismo criterio, Santo Tomás, al tratar sobre el objeto de la infidelidad de la herejía, divide el ámbito de las verdades enseñadas por la Iglesia en tres sectores. Escribe, en la Suma Teológica:«Aquí hablamos de la herejía en cuanto implica corrupción de la fe cristiana. Mas no hay corrupción de la fe cristiana si se tiene una opinión falsa en cosas que no pertenecen a la fe, como problemas de geometría o cosas semejantes, que son del todo extraños a la fe».
Nota seguidamente que: «Hay, en cambio, herejía cuando se tiene una opinión falsa sobre algo que pertenece a la fe. Ahora bien, a la fe pertenece una verdad de dos maneras: una, directa y principal, como los artículos de la fe»[7]. Esta pertenencia es al sector de las verdades reveladas por Dios y definidas como tales por la Iglesia, es decir, al que forman los dogmas-artículos, enseñados por los apóstoles, y los dogmas-conclusiones, obtenidos por explicitación por la Iglesia posterior. Todas ellas por ser divinamente reveladas, son, por tanto, verdades dogmáticas y definitivas. Con su negación se cae en la herejía.
Las verdades dogmáticas, las verdades propuestas por la Iglesia como divinamente reveladas[8], deben ser creídas con «fe divina y católica», por estar contenidas en la Revelación y por estar definidas por la Iglesia como divinamente reveladas. Como dogmas, porque la Iglesia declara como formalmente reveladas, son verdades definitivas o irreformables.
Añade a continuación Santo Tomás, sobre las maneras de pertenencia a la fe de las verdades enseñadas por la Iglesia, que hay: «Otra, indirecta y secundaria, como las cosas que conllevan la corrupción de un artículo». Estas verdades pertenecería a un segundo grupo, en el que, sin ser declaradas por la Iglesia como reveladas, es necesario afirmar su verdad y certeza para mantener la verdad de las verdades dogmáticas. Son, así, verdades definitivas, definidas como tales.
Sobre la negación de estas verdades, que forman parte de la doctrina católica, añade el Aquinate: «Sobre ambos extremos (los dos tipos de verdades que forman parte de la fe) puede versar la herejía, lo mismo que la fe»[9].
Como los dos tipos de verdades son objeto de fe, puede inferirse que el cambio o alteración de alguna de ellas es herejía. Sin embargo, como las primeras o dogmáticas son de fe de manera «directa y principal», en su negación consiste principalmente la herejía[10]. La corrupción de las otras, las verdades definitivas, por pertenecer a la fe de manera «indirecta y secundaría», da lugar a la herejía pero de este mismo modo, «indirecto y secundario».
La Iglesia ha reafirmado que las verdades definitivas deben ser creídas con «asentimiento firme y definitivo», de manera que si se niegan no se está «en plena comunión con la Iglesia»[11]. Esto parece ser lo que pensaba Santo Tomás porque en la respuesta a una de las objeciones en este mismo artículo de la Suma, precisa lo afirmado sobre la extensión de lo que puede ser herejía.
En la objeción, se dice que: «sobre las cosas de fe disienten a veces los mismos santos doctores, como San Agustín y San Jerónimo»[12]. Al responder, precisa el Aquinate: «En ese sentido parece que se han dado disensiones entre algunos doctores (los Santos Padres), o sobre aspectos que de una manera u otra no afectan a la fe (las primeras verdades indicadas en el cuerpo del artículo), o también sobre aspectos que pertenecían a la fe, pero que aún no estaban definidos por la Iglesia (las verdades indirectas y secundarias de la fe o verdades definitivas). Pero, una vez que quedaran definidos por la autoridad de la Iglesia universal (con lo cual pasarían al sector de las verdades dogmáticas), si alguien impugnara con pertinacia esa ordenación, sería tenido por hereje»[13]. Por consiguiente, la negación de las verdades conexas a las verdades dogmáticas y declaradas como tales por la Iglesia, sólo serán propiamente herejía cuando la misma Iglesia las defina ya como dogmáticas.
Sobre las verdades definitivas debe advertirse, en primer lugar, que, aunque no sean propuestas como formalmente reveladas, por ser definitivas son irreformables o inmodificables. La Iglesia al definirlas afirma que están intrínsecamente relacionadas con la revelación, pero no las declara como reveladas implícitamente. Puede que algunas de ellas, en un futuro, sean declaradas reveladas, pero de momento tienen el mismo carácter que estas últimas en cuanto su firmeza e irrevocabilidad.
En segundo lugar, que las verdades dogmáticas y las verdades definitivas no se diferencian en cuanto el asentimiento que requieren, porque ambas tienen igualmente el de la fe infalible[14]. Las dos clases de verdades definidas por la Iglesia están fundadas en Dios. Como explica Santo Tomás: «No se puede asentir al testimonio del hombre ni del ángel, que pueda llevar a la infalibilidad en la verdad, si no en la medida que es considerada que lo que se habla es el testimonio de Dios»[15]. Para que algo relativo a la fe sea infalible tiene que darse el testimonio divino.
No hay diferencia esencial o de especie, por consiguiente, entre el asentimiento o fe que sobre las verdades dogmáticas y las verdades definitivas o católicas. La diferencia entre ambas está el su fundamento. En las verdades dogmáticas, el asentimiento se funda directamente sobre la fe en la autoridad de la Palabra de Dios. En las verdades definitivas, también el asentimiento se funda en la fe en la autoridad de la Palabra de Dios, pero indirectamente, porque lo hace sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al magisterio de la Iglesia y sobre la doctrina católica de la infalibilidad de la iglesia. Por ello, los que niegan alguna verdad definitiva podrían incluso ser considerados herejes o como dice Santo Tomás que sostienen herejías impropiamente, porque lo hacen de manera «indirecta y secundaria»[16].
Todavía se puede hablar de verdades segurasenseñadas por el magisterio de la Iglesia, referentes a temas de fe y de moral, que se presentan como verdaderas, aunque no son definidas como dogmáticas ni definitivas. Las verdades seguras forman parte del magisterio ordinario del Romano Pontífice o del Colegio Episcopal, y se enseñan para ayudara a tener una mayor y más profunda inteligencia de la revelación, o también para mostrar que una determinada enseñanza es conforme con las verdades de fe, e incluso para prevenir errores o proposiciones incompatibles con la fe.
Este magisterio no es el mismo que el magisterio ordinario y universal, es un magisterio ordinario simplemente. La finalidad del magisterio ordinario es difundir y proteger los otros magisterios infalibles y adaptándolos a las distintas circunstancias y momentos, porque el magisterio de la Iglesia se expresa de tres modos: magisterio solemne o extraordinario, propio del Papa, cuando habla ex cathedra, y del Concilio ecuménico; magisterio ordinario y universal, constituido por la enseñanza unánime de los obispos, en comunión con el Obispo de Roma; y el magisterio ordinario, constituido por las enseñanzas del Papa para toda la Iglesia y la de los obispos en sus diócesis. Este último no goza del carisma de la infalibilidad o ausencia de error.
Al magisterio ordinario del Papa, en el que difunde, asegura y adapta a las cambiantes circunstancias el magisterio infalible, pertenecen, en primer lugar, las encíclicas, siguen los mensajes, los discursos, las alocuciones, las audiencias, etc. Las encíclicas pontificias son expresiones del magisterio ordinario de los Papas, aunque en su más alto grado. Sus enseñanzas no son irreformables, porque en lo que no es de fe ni son los principios inmutables que las inspiran, pueden variar los acontecimientos a los que se refiere.
También forman parte del magisterio pontificio los documentos doctrinales de las Congregaciones de la Curia Romana, aprobados y refrendados por el Papa. Puede igualmente llamarse magisterio ordinario el de cada obispo en su diócesis y el del Papa para todo el pueblo cristiano al proclamar la palabra de Dios.
Las verdades seguras del magisterio ordinario de la Iglesia merecen siempre un asenso piadoso o una «religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento»[17]. La negación de una verdad segura no implica la herejía ni la falta de comunión con la Iglesia, pero por «el religioso asentimiento del entendimiento y de la voluntad» , que se le ha de prestar, debe «evitarse» incluso afirmar todo lo incongruente con ella[18].
Verdades seguras en el magisterio de la Iglesia hay muchas, por ejemplo, aunque es dogma de fe la existencia de los ángeles, espíritus inferiores a Dios pero superiores a los hombres, no lo es que algunos ángeles sean destinados para la custodia y guarda de cada uno de los hombres. Aunque es una verdad que se infiere de los datos de la Escritura y puede así considerarse como una conclusión teológica, la Iglesia no la ha definido ni como verdad definitiva ni como dogma. No obstante, con su magisterio ordinario enseña a través de la liturgia su existencia y su misión. Toda la Iglesia celebra la festividad de los Ángeles Custodios, el día 2 de octubre, que tiene un oficio propio.
A esta clase de verdades pertenecerían, también, por ejemplo: «Los milagros, revelaciones privadas, apariciones, hechos históricos o reliquias del santo canonizado. Cuando la Iglesia aprueba los milagros de un santo en el proceso de su canonización, o los inserta en las lecciones del breviario, o instituye fiesta especial para honrar la aparición de algún santo, como las fiestas de la aparición de Lourdes, de la aparición de San Miguel Arcángel, de la traslación de la Casa de Loreto, etc., o aprueba las revelaciones privadas de algún santo, como las de Santa Brígida, o la autenticidad o culto de sus reliquias, es opinión bastante común que tales milagros, apariciones, revelaciones, hechos históricos o reliquias no quedan infaliblemente definidos, aunque siempre merezcan el asenso piadoso y el respeto debido a todas las enseñanzas de la Iglesia, aun a las no infalibles»[19].
Las verdades de fe católicas
Debe también advertirse que las verdades definitivas son de distinto tipo según sea su relación con las dogmáticas. Por su vinculación con lo revelado pueden ser por «relación lógica» o por «relación histórica».
A las verdades definitivas que están conexionadas con las verdades dogmáticas por una relación lógica, pertenecen las conclusiones teológicas totalmente ciertas, porque su verdad está garantizada por su conexión intrínseca con la doctrina reveladay que además han sido declaradas como definitivas por la Iglesia. En cambio, las meras conclusiones teológicas, pero no declaradas todavía por la Iglesia como definitivas, y que, aunque por su certeza, pueden incluso ser aceptadas por todos los teólogos, no son verdades de fe.
Las verdades definitivas por relación histórica se refieren a hechos históricos y, por tanto contingentes. Estos meros hechos no podrán ser nunca verdades explicitadas de la revelación dogmática, ni, por tanto, podrán pasar a ser verdades dogmáticas. Serán, sin embargo, verdades definitivas por ser definidas y en este sentido son dogmáticas
Santo Tomás distingue entre géneros de hechos históricos. Hay hechos revelados explícitamente, que expresamente están narrados en la Sagrada Escritura y por la Tradición, como que Caifás fue Sumo Sacerdote judío. Hay otros hechos históricos, que no constan en la revelación, pero tienen una relación necesaria con ella. Interesan a toda la Iglesia, por su relación necesaria con la conservación, o con la explicación, o con la aplicación de las verdades reveladas. Pueden ser, por ello, definidos por la Iglesia como verdades definitivas y católicas. Son hechos definitivos y dogmáticos, en el sentido explicado, por ejemplo, como indica el Aquinate, la autenticidad de un Papa, la de una versión de la Biblia, o la celebración de un Concilio ecuménico.
La canonización de los santos son un tipo de estos últimos hechos definitivos o dogmáticos en cierto sentido. Aunque no se pueden declarar como verdades divinamente reveladas, se deben, por ello, aceptar las canonizaciones como verdades definitivas e infalibles. Su aceptación no es por el rigor del proceso histórico De manera que, aunque se hayan cometido errores en el proceso de canonización, que siempre se quieren impedir, la asistencia del Espíritu Santo garantiza la infalibilidad del hecho de la canonización.
Se comprende, porque, si no se aceptara que un santo está en la gloria por su santidad, quedarían comprometidas verdades de la fe. Como indica Santo Tomás, en la canonización, se prescribe a toda la Iglesia el culto del santo canonizado y este culto representa una profesión de fe en el dogma del honor y culto de los santos; y si no se acepta la aplicación de este dogma, como es una canonización, queda cuestionada su misma verdad dogmática[20].
Además de los hechos históricos, que no podrán pasar nunca a ser definidos como verdades dogmáticas o divinamente reveladas, también hay que considerar como verdades definitivas o católicas a algunas verdades naturales y filosóficas, que son igualmente necesarias para exponer y guardar el depósito de la fe. Aunque no están implícitamente reveladas, sin embargo, tienen también una conexión lógica con la revelación por su esencial coherencia con ella.
Las verdades filosóficas naturalmente ciertas y conexas con la doctrina católica, ,pueden de manera parecida a las conclusiones teológicas, ser declaradas por la Iglesia como verdades definitivas. Por ejemplo, la tesis filosófica de Santo Tomás, basada en el la doctrina hilemórfica aristotélica, que el alma espiritual del hombre, que al igual que los otros espíritus, es inmaterial y subsistente o poseedora de un ser propio, es «en cuanto que es substancia incorpórea, forma, sin embargo, del cuerpo»[21] puede considerarse como una verdad definitiva católica y, por tanto, de fe católica. En el XV Concilio Ecuménico de Vienne (1311-1312, se definió: «reprobamos como errónea y enemiga de la verdad de la fe católica toda doctrina o proposición que temerariamente afirme o ponga en duda que la sustancia del alma racional o intelectiva no es verdaderamente y por sí forma del cuerpo humano»[22].
Una de las últimas verdades filosóficas definitivas, y, por ello, de fe católica, es la tesis metafísica de la moción divina, tal como fue enseñada y defendida por Santo Tomás, que puede decirse que ha dejado de ser, desde el magisterio de la Iglesia, una opinión filosófica cristiana suya y de su escuela, para pasar a ser un verdad católica afirmada en el Catecismo de la Iglesia Católica como tal, al decirse: «Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas»[23].
En el nuevo Catecismo también se recoge la tesis teológica de Santo Tomás de la necesidad de los dones del Espíritu para toda la vida cristiana. En el apartado, que se les dedica, se inicia indicando que: «La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo»[24].
El magisterio de la Iglesia
La división de las verdades de fe confirma que la Iglesia es la verdadera regla y el verdadero porqué de todo acto de fe divina. No lo es de la fe en cuanto divina, sino de la fe divina en cuanto del hombre. Por ello, condiciona o modifica al depósito revelado no en sí mismo, sino en relación a nosotros. En definitiva, la Iglesia es la regla y el porqué no del contenido de la fe, sino de su proposición y explicación.
El creyente, que hace un acto contra esa regla, hace un acto contra la fe divina, un acto de herejía. El que hace un acto sin esa regla, ya no hace un acto de fe divina, sino un acto de ciencia o de fe humana. Una explicación de la revelación contra una definición de la Iglesia es herética.
De ahí que las meras conclusiones teológicas mediante premisas explicativas, e incluso con premisas reveladas, no pertenecen a la fe ni pueden merecer de nadie un acto verdadero de fe divina, antes de la definición por la Iglesia. Cumplen una condición, la inclusión en lo revelado, pero carecen de otra de las condiciones indispensables de la fe: la definición de la Iglesia.
Las verdaderas conclusiones teológicas, antes de la definición de la Iglesia, son conocidas solo por medio de la teología, esto es, por revelación explicada por la razón. Después de la definición de la Iglesia, todas son conocidas, además, por otro medio nuevo, esto es, por la revelación explicada por la Iglesia, que es el medio de la fe divina.
Antes de la definición de la Iglesia, las verdaderas conclusiones teológicas tienen el asenso teológico, pero jamás el de la fe divina. Después de la definición de la Iglesia de estas conclusiones, merecen los dos asensos, que son específicamente distintos: el asenso teológico y el asenso de fe divina.
Las conclusiones dogmáticas dadas por la Iglesia, realmente distintas de las conclusiones teológicas, son el resultado de las dos funciones de su magisterio dogmático: conservar el depósito revelado y explicarlo. Las dos funciones se corresponden con los dos caracteres del dogma católico: inmutabilidad y novedad. Son dos funciones correlativas, pero distintas.
Se explica esta aparente oposición, porque los apóstoles entregaron a la Iglesia el depósito revelado de la Escritura y la Tradición, recibido de Dios. Con ello, pusieron en manos de la Iglesia las proposiciones divinamente reveladas y la explicación o sentido explícito divino de esas proposiciones.
Todo ello, la Iglesia lo conserva substancialmente inmutable. La novedad, que puede aportar la Iglesia, puede venir por el aumento de nuevos contenidos o por el aumento de la explicación. Lo primero, no es posible, porque después de la muerte de los Apóstoles, no cabe nuevo contenido de la fe. En cambio, si es posible lo segundo, porque la Iglesia puede dar una nueva o una mayor explicación.
Hay novedad en las definiciones de fe de la Iglesia, porque no son una repetición de la explicación ya dada por los Apóstoles. Sin embargo, también la Iglesia hace estas repeticiones, pero no son propiamente una definición. Se pueden considerar como una redefinición, y necesaria, porque ello pertenece a su función de conservar. De acuerdo con su otra función de explicar o explicitar, la Iglesia da nuevas explicaciones sobre el contenido revelado, o también una explicación sobre el sentido o la explicación que los Apóstoles dieron a la Iglesia. Puede hacerlo, porque cuando explica o da algo nuevo, en este sentido, lo hace por autoridad o asistencia divina.
La Iglesia, en sus definiciones, sin embargo, no da un nuevo contenido revelado, ni una nueva revelación de un mismo contenido. La Iglesia no puede dar un contenido ni tampoco una explicación dogmática mayor que la que los apóstoles recibieron de Dios. No obstante, si que tiene una explicación dogmática mayor que la dada por los apóstoles a la Iglesia primitiva.
Esta aparente paradoja desaparece si se tiene en cuenta que la Iglesia primitiva en tiempo de los apóstoles tenía un número de artículos revelados y un grado determinado de explicación divina comunicada por ellos. Después, las otras generaciones ya tuvieron tres cosas: los mismos artículos revelados; la misma explicación dada de esos artículos por los apóstoles; y una explicación nueva, que la Iglesia iba obteniendo por deducción del deposito revelado. Con ello, aumentaba o se desarrollaba, pero, sin cambiar, la explicación dada por los apóstoles.
Esa nueva explicación dogmática corresponde a la función de explicar de la Iglesia. Lo explicado por ella pasa inmediatamente a formar parte del desarrollo integrante del contenido de la fe. La Iglesia realiza entonces su función de cuidar este depósito -que ha aumentado por explícitación de lo que contenía implícitamente-, para que puedan salir de ahí nuevas explicaciones.
Si la razón humana, con sus trabajos teológicos o exegéticos, es instrumento humano de conocimiento de lo revelado, la Iglesia, con su magisterio ordinario y universal, o con su magisterio extraordinario o solemne, es también instrumento, pero divinamente asistido y, por tanto, infalible. El Espíritu Santo, que asiste y dirige perpetuamente a la Iglesia en su doble función de cuidar y explicitar, es el autor o causa principal.
Los contenidos de la fe
De acuerdo con esta doctrina, después de los Apóstoles, ya no cabe nueva revelación, pero eso no quiere decir que no quepan nuevos dogmas en el contenido de la fe. La Iglesia primitiva, descartando a los Apóstoles, ignoraba dogmas actuales, pero solo explícitamente, Conocía manifiestamente otros -también profesados hasta nuestros días-, pero, en los cuales, estaban los dogmas actuales implícitamente contenidos. Por ello, todos los dogmas posteriores vienen de la revelación.
Si los dogmas enseñados por la Iglesia no procedieran de la Sagrada Escritura ni de la Tradición, no podrían ser dogmas. Además, todos los dogmas, sin excepción, fueron conocidos explícitamente por los Apóstoles, y todos se hallan al menos implícitamente en los enunciados apostólicos, que dejaron a la Iglesia.
Dios, por consiguiente, es la fuente originaria, o causa principal, tanto del objeto revelado como también de todo sentido o explicación de ese objeto. Ninguna verdad puede ser objeto de verdadera fe, si no ha sido real y verdaderamente revelada por Dios. Ningún sentido o explicación, puede ser objeto de fe divina, si, en la revelación de tales verdades, no estuviera realmente dicho o significado tal sentido o explicación.
Ni los Apóstoles ni criatura alguna pueden ser fuente originaria o causa principal de verdad alguna divina o revelada, ni tampoco de explicación divina de esa verdad. Sin embargo, los apóstoles fueron órganos o instrumentos divinos de ambas cosas. No sólo de la mera explicación de lo ya revelado, sino también de nuevos objetos revelados o nuevas revelaciones. Por los apóstoles, recibió el mundo no sólo explicación de lo ya revelado, sino también verdades reveladas, que eran nuevas.
La iglesia, como los Apóstoles tampoco es fuente originaria de revelaciones ni explicaciones. No da, sin embargo, como ellos, nuevos contenidos revelados, como instrumento divino de la revelación. Sólo conviene con los Apóstoles en ser órgano de nueva explicación de la verdad ya revelada, porque la Iglesia no da nuevos objetos o revelaciones, sino nuevas explicaciones, pero cuya fuente principal es Dios.
Debe afirmarse, en definitiva, que, por una parte, los apóstoles fueron órganos de nuevos objetos así como de nuevas explicaciones. Por otra, que la Iglesia es sólo órgano de nuevas explicaciones. Se puede advertir la diferencia, en un hecho histórico. A finales del siglo I, habían muerto ya todos los apóstoles, menos San Juan, que vivía en Efeso y el Papa, un sucesor de San Pedro, el tercero, que era San Clemente. Existían, por tanto, tres medios para llegar a nueva verdad: Dios, el apóstol San Juan y el Papa San Clemente.
Dios, si hubiera querido, con una intervención extraordinaria, podía haber hecho nuevas revelaciones y explicaciones, o incluso explicar por sí mismo lo ya revelado. Dios no tiene limitación respecto a las revelaciones que ya hizo a los apóstoles y podría repetir lo que hizo con ellos el día de Pentecostés. El apóstol San Juan podía enseñar verdades nuevas, porque la revelación no se cerró hasta la muerte del último apóstol. El papa San Clemente, que tenía su autoridad limitada a las verdades enseñadas por los apóstoles, no podía enseñar una nueva verdad divina. En cambio, si Dios, San Juan o San Clemente hubieran dado una explicación de la antigua revelación las tres serían divinamente idénticas[25].
Por consiguiente, respecto a todas las explicaciones del contenido completo del depósito revelado, la Iglesia realiza una acción explicativa, que es una prolongación auténtica y verdadera del magisterio de Jesucristo y de los apóstoles. Si se comparan los tres magisterios, se advierte que todos los Apóstoles tuvieron un triple carisma. Fueron profetas, hagiógrafos (algunos de ellos) y apóstoles.
El primer carisma de profecía apostólica o de revelación pública ha cesado en la Iglesia. También el carisma de la inspiración de la hagiografía o de redactar libros bíblicos. El depósito de la revelación católica o pública quedó completo y cerrado con la muerte del último Apóstol. Por ello, como afirma Santo Tomás: «Nuestra fe se apoya en la revelación hecha a los apóstoles y profetas que escribieron los libros canónicos, y no en revelaciones que hayan podido hacerse a otros doctores»[26]. No ha terminado, en cambio, el carisma de la asistencia divina para conservar y explicar todo el sentido inclusivo de lo revelado, que continua en la Iglesia.
En el nuevo Catecismo, que enseña esta doctrina, por una parte, afirma que: «Dios se ha revelado plenamente enviando a su propio Hijo, en quien ha establecido su alianza para siempre. El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra Revelación después de Él»[27].
Por otra, que: «El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los obispos en comunión con él»[28].
Eudaldo Forment
[1]Concilio Vaticano I, Ses. III, Constitución sobre la fe católica, IV.
[2]Santo Tomás, Suma Teológica,I, q. 1, a. 5, ad 2.
[3] Ibíd., II-II, q. 2, a. 4, in c.
[4] Ibíd.,II-II, q. 5, a. 3, in c.
[5] Ibid.. Podría decirse que antes de su aparición, queda refutado el «libre examen», basado en que la explicación del sentido de las verdades contenidas en el depósito de la fe, y, por tanto, en las Escrituras, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, Cristo no las confió a este mismo Magisterio de la Iglesia, sino al juicio de cada uno.
[6] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 5, a. 3,ad. 2.
[7] Ibíd.., II-II, q. 11, a. 2, in c.
[8] Cf. Congregación para la doctrina de la fe, Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la “Professio fidei”, 29 de junio de 1998, n. 11.
[9]Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, q. 11, a. 2, in c.
[10] En el actual Código de Derecho Canónico se dice que: «Se llama herejía la negación pertinaz después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica» (Códigode Derecho Canónico, c. 751).
[11]Las verdades dogmáticas o: «verdades divinamente reveladas (…) requieren el asentimiento de fe teologal de todos los fieles. Por esta razón, los que obstinadamente las pusieran en duda o las negaran caen en herejía (CIC, c. 750, 751 y 1364, 1)». A las definidas o católicas: «Todo creyente, por lo tanto, debe dar su asentimiento firme y definitivo a estas verdades, fundado sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio de la Iglesia, y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del Magisterio en estas materias. Quien las negara asumiría la posición de rechazo de la verdad de la doctrina católica y por lo tanto no se está en plena comunión con la Iglesia católica» (Congregación para la doctrina de la fe, Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la “Professio fidei”, op. cit., n. 5).
[12] SANTO TOMAS, Suma teológica, II-II, q. 11, a. 2, ob. 3.
[13]Ibíd.., II-II, q. 11, a. 2, ad 3.
[14] La Iglesia, en 1998, al añadir un segundo párrafo en el canon 750, del actual Código de Derecho Canónico precisó que: «Se opone por tanto a la doctrina de la Iglesia católica quien rechaza dichas proposiciones que deben retenerse de modo definitivo», porque: «Se han de aceptar y retener también firmemente todas y cada una de las cosas sobre doctrina de fe y las costumbres propuestas de modo definitivo por el magisterio de la Iglesia, es decir, aquellas que son necesarias para custodiar santamente y exponer fielmente el mismo depósito de la fe» (Códigode Derecho Canónico, c. 750, 2).
[15] SANTO TOMÁS, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 14, a. 8, in c.
[16] IDEM, Suma Teológica, II-II, q. 11, a. 2, ad 3.
[17]Concilio Vaticano II, Lumen Gentium,n.25.
[18]Código de Derecho Canónico, can. 752.
[19] F. MARIN-SOLA, La evolución homogénea del dogma católico, Madrid, BAC, 1952, p. 499.
[20] Cf, IDEM, Cuestionesquodlibetales, quodl. IX, a. 16, in c.
[21]IDEM, Suma contra gentiles, II, c. 68.
[22]Concilio de Vienne, Constitución De Summa Trinitate et fide católica, en Denzinger, n. 481; V Concilio de Letrán, Bula Apostolici regiminis, en Denzinger n. 738.
[23]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 308.
[24] Ibíd., n. 1830.
[25] Cf. F. MARIN-SOLA, La evolución homogénea del dogma católico, op.cit., pp. 326-327.
[26] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 1, a. 8, in c.
[27]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 67.
[28] Ibíd., n. 100.
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