XLI. Pandemia universal del pecado
El pecado habitual
El verdadero enemigo del hombre es el pecado actual propio. El pecado original heredado también lo es, porque viene del pecado actual de nuestros primeros padres y porque nos conduce a pecar. Como enseñaba Torras y Bages: «Pecar es romper la ley de Dios. Dios ha puesto la ley a todo: a los ángeles, a las bestias, a los hombres, a las cosas materiales. Todos obedecen la ley, menos el hombre. Es la insubordinación, pues, del hombre contra Dios. Cada pecado ataca un atributo de Dios; la ira, su dulzura; la envidia, su caridad; la lujuria, su pureza, etc.»[1].
La maldad o malicia del desorden del pecado, que implica el rechazar a Dios, –con perfecta advertencia del entendimiento y con el consentimiento perfecto de la voluntad–, y en sustituirle para alcanzar la felicidad por algo creado, se conoce: «a) Por la grandeza de Dios, a quien se ofende. Tontería del pecador, que no piensa que un día ha de caer en manos de Dios. b) Por la pequeñez del hombre: “Conózcame a mí, conózcate a ti” (San Agustín, Soliloquios, II, 1, 1; Noverim te, noverim me). c) Porque es contra la naturaleza del hombre, la destruye. Horror y asco que los santos tienen al pecado. Una santa, al verse a sí misma tan deforme, pidió a Dios que le quitara aquella visión. d) Por la deshonra que se hace a Dios, por preferir a El una tontería. e) Por la amargura que causa a Dios».
Confirman la malicia del pecado sus efectos, como la condenación por toda la eternidad de los ángeles rebeldes y la expulsión de Adán y Eva del paraíso y con la posibilidad de la condenación eterna para ellos y sus descendientes si no aceptaban la redención de Cristo. Otros efectos importantes, señalados por Torras y Bages son «a) el diluvio: b) Sodoma y Gomorra; c) el hecho general de que cuando una sociedad se entrega al pecado cae. Todos los pueblos han temido “la ira de Dios” (Rm 1. 18). Sacrificios para aplacar la divinidad irritada ¿Todo jefe de una sociedad castiga la transgresión de la ley, y Dios, no?».
Además, el pecado requirió la pasión de Cristo para la redención del pecador. Por ello: «Nadie puede conocer tanto la malicia del pecado como el cristiano. Las pasiones y el demonio hacen que consideremos el pecado como una flaqueza disimulable; pero. cuando el entendimiento se ha serenado ya, surge el remordimiento. El pecado atontece al hombre, pero la fe cristiana ilumina este punto. ¿De qué medio se valió Dios para destronar el pecado del mundo? De la redención del Hombre-Dios».
Sin embargo: «La redención es una circunstancia agravante del pecado. El pecado del cristiano es más grave porque pisa la sangre de Cristo.”No abandona, sino es abandonado” (“No abandonará su obra si su obra no le abandona”, San Agustín, Enarraciones sobre losSalmos, 145, 8). Temor del pecado por no poder salir de él. El hombre con sus fuerzas se puede perder, pero no salvar. Todavía hoy Cristo es el único remedio contra el pecado, o se puede salvar del pecado que no se apoya en Él»[2].
La miserable situación del pecador
El verdadero problema del hombre es que vuelva otra vez a pecar. «El pecado una vez perdonado deja limpia al alma, pero “el abismo llama al abismo” (Sal 42, 8); pero si el hombre no está resuelto a pelear, huir de ocasiones, etc. volverá como el perro a comer lo que ha vomitado. Nada más se atreve a pecar «”la cerda lavada se revuelca en el cieno” (2 Pe 2, 22). Sólo se atreve a pecar. Vivirá sentado en el pecado; no echará de menos la gracia divina, y será como una viña de la que el amo saca la cerca porque la abandona: todo tipo de bestias pueden pastorear en él»[3].
Se dice en el Antiguo Testamento que: «El impío, después de haber llegado al fondo de los pecados, de nada hace caso»[4]. Nota además Torras y Bages que: «En muchos lugares del Evangelio nos presenta diferentes figuras para hacernos comprender el estado de un alma abandonada al pecado: a) el paralítico que está treinta y ocho años en un lugar sin moverse, signo de la insensibilidad; b) el pródigo, obligado a vivir entre animales, que son las pasiones desenfrenadas que hacen del hombre bestia; c) el ciego de nacimiento y el sordomudo, símbolos del pecador, a quien quedan ofuscadas sus potencias para las cosas divinas».
Con el pecado: «pasa en el alma lo que en el cuerpo. Al principio, después de la muerte, nada tiene de particular; después viene la corrupción. Más la verdadera figura del pecador habitual se encuentra en: “Lázaro (…) huele mal, porque está muerto desde hace cuatro días” (Jn 11, 39), en el muerto que ya apesta». Se pueden considerar: «dos circunstancias del hombre en este estado, o sea, de su corrupción: respecto a sí mismo; y respecto a los otros».
El pecado afecta a su autor, porque: «es una verdadera descomposición o transformación del hombre: Primero, en lo sobrenatural; pierde la amistad de Dios, el derecho a la herencia eterna y el mérito sobrenatural de sus obras. Segundo, en lo natural: todo ello se pervierte: si es de alta posición, se vuelve insolente; si pobre, envidioso; si de talento, orgulloso; si era un carácter noble y decidido, se vuelve temerario; si era afectuoso e inclinado al amor, se entrega a las bajezas de la sensualidad. Hasta su cuerpo se transforma, y lleva marcadas en su cara las viles pasiones que le dominan».
También afecta a los demás, porque el pecado: «es causa de un verdadero apestamiento; la corrupción despide miasmas pestilentes; es ley de la corrupción, tanto en el orden físico como moral, el contagio. El vicioso tiene ya de sí el maldito placer de contaminar los otros; más aún, sin querer, su influencia es terrible: un hombre apesta un pueblo y hasta una nación»[5].
Se puede preguntar, en consecuencia: «¿El infeliz pecador habitual quedará perpetuamente en este estado?». Responde a ella Torras y Bages: «No, puede salir. Se necesitan dos circunstancias: La primera siempre se verifica, y son la intercesión y oraciones de los fieles, pues toda conversión es efecto de esto; la oración de Jesucristo convierte al Centurión y a Longinos; San Esteban, a San Pablo; y Santa Mónica, a San Agustín».
No siempre se da la otra, porque: «La segunda debe ponerla el mismo pecador, quitando los impedimentos a la gracia: dejar las ocasiones, alejarse de los objetos que inflamen sus pasiones. Encomendándose a las oraciones de Jesucristo, que es “la resurrección y la vida” (Jn 11, 25)»[6].
Hambre y sed espiritual
Sobre el profeta Amós, pastor de Técoa, en el siglo VIII a. C., escribía Torras y Bages: «Un hombre sencillo y popular que fue pastor en el misterioso pueblo de Israel, a quien Dios había concedido el don de profecía y a quien se ha considerado como verdadero profeta pinta una situación de espíritu de aquella gente de su tiempo, que, como sucede a menudo en las Sagradas Escrituras, es igualmente un pronóstico de lo que sucede en diferentes situaciones del linaje humano»[7].
Se refiere a las siguientes palabras de libro de Amós, que cita: «He aquí que vienen días, dice el Señor, en que enviaré hambre sobre la tierra; no hambre de pan ni sed de agua, sino la de oír la palabra del Señor. Se conmoverán de mar a mar, desde el norte hasta el Oriente, se afanarán buscando la palabra del Señor y no la hallarán. En aquel día desmayarán de sed las hermosas doncellas y también los jóvenes»[8].
Considera Torras y Bages que: «La antigua profecía tiene una perfecta aplicación a nuestros días y a nuestra gente moderna. Dentro del materialismo dominante, la gente moderna siente de una manera vivísima los estímulos del espíritu. El hambre es general; todos corren, sin saber a donde van, buscando pan, y la juventud desfallece de sed».
Se nota porque a los escritores de las nuevas doctrinas políticas: «el aguijón que les mueve a escribir y a perorar en sus propagandas (…) es el aguijón espiritual de un alma vacía. Y en todos los órdenes sociales la gente hambrienta abunda. Literatos, artistas, políticos, hombres de negocios, hombres particulares y hasta mujeres, van perdidos y cada uno busca un alimento para satisfacer el hambre de su espíritu; se hacen sus ídolos y después se cansan de ellos y buscan de nuevos, se enteran de los desconocidos y los adoptan y nunca quedan satisfechos, y esperan siempre lo nuevo desconocido».
La razón de este extravío es que: «buscan el consuelo de la palabra del hombre y no el consuelo de la palabra de Dios, y por esto su alma no encuentra reposo. Nunca como hoy los hombres habían confiado en la palabra, ella es la reina del mundo, la fórmula del gobierno, el signo de la civilización y el principio de la felicidad. Y, como no la buscan, los hombres aunque sigan a todo el mundo no encuentran la palabra de Dios, y mientras tanto están depauperados por el hambre y la juventud desfallece».
En nuestra época, por ello: «el raquitismo moral es la señal que nos distingue (…) falta la nutrición espiritual que da fuerzas al hombre, y entonces ve aquella hambre y aquella sed de la que habla el profeta Amós, y el desasosiego de buscar alimento; y el alimento que encuentran no les satisface y no llegan nunca a la satisfacción verdadera, al descanso, al gozo de vivir que la Iglesia pide a Dios, porque siendo Él el Autor y Príncipe de la vida, la Fuente de la vida, de Él solo puede derivar la dignidad, la fecundidad y el gozo de la vida humana»[9].
Además, hay que tener en cuenta que: «El gozo de la vida es un misterio, que sólo lo encuentran aquellos que no lo buscan. Quien busca gozos, que vive para la delectación, que pone su fin en el placer, encuentra la amargura, el desasosiego y la desesperación. Yierra en lo fundamental, pone un fundamento falso a la vida, y de aquí la inseguridad, la falta de firmeza y la debilidad»[10].
El pan de la Escritura
Nota Torras y Bages que para vivir el hombre se alimenta de pan, que es una comida básica. De manera que: «Hay mucha gente que con pan y poca cosa más vive, y tiene la salud y fuerza y vive muchos años. Es tanta la excelencia del pan, que con el nombre de pan se comprende todo el alimento del hombre. De un hombre que tiene para vivir decimos que ya tiene el pan asegurado. Y hasta Jesucristo, el divino Redentor, quiso bajo la especie de pan darnos el alimento del alma, que comprende en sí todo el alimento y toda la gracia y todo el consuelo espiritual: el Santísimo Sacramento del Altar»[11].
También indica otro hecho de experiencia: si alguíen «se acostumbra a las golosinas pierde el hambre, es decir, las ganas de comer pan; dice que no lo puede tragar y entonces busca todavía más estimulantes, nuevos sabores que le deleiten el paladar y se aparta más del pan, con lo cual cae en la flaqueza, en la falta de fuerzas y en la debilidad mortal»[12].
La situación es análoga a la de: «Aquellos jóvenes de quienes habla el profeta Amós que desfallecen de hambre y de sed y no encuentran el pan, el Verbo, la palabra de Dios, el agua de la sabiduría eterna, hoy abundan. Desde la infancia no se les educa, hasta algunas veces, en los colegios de religiosos y religiosas, no se les acostumbra a vivir del pan; lo esencial de la vida, la base, la substancia, la seriedad y la sanidad de la vida desaparecen en un mundo de hechicerías; los refinamientos parecen necesidades, y después que se creen ya saciados y satisfechos, sienten el hambre del alma, se encuentran vacíos y corren buscando la palabra de la verdad y del consuelo, y no la encuentran, porque todavía confían y la buscan por la palabra del hombre»[13].
La «palabra del hombre» no es el pan que sacia el espíritu humano. «La potencia de satisfacer el hambre de las almas y de apagar la sed de los espíritus solo la ha tenido Jesucristo Señor Nuestro. Él, en el Evangelio, a menudo se nombra a sí mismo pan de vida eterna y de agua que apaga la sed, y estas semejanzas, que por expresar su misión consoladora usaba el Maestro divino, eran solo el cumplimiento, la realización de las antiguas profecías que con los mismos términos caracterizaban al Mesías, esperado de todos los pueblos. Y los que más de cerca trataban con Jesús más sentían la eficacia de su consolación, por eso en una ocasión en que los discípulos parecía que se dejaban vencer de la oposición de los enemigos de Jesucristo al preguntarles el Maestro: “Vosotros también me dejaréis? San Pedro contestó: “Señor ¿a quien iríamos? Solo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68)»[14].
Sostenía Santo Tomás que la felicidad objetiva o bienaventuranza, aquello que por llenar las aspiraciones humanas proporciona con su posesión la felicidad subjetiva, no es la mera contemplación de las verdades. Argumentaba que: «El objeto propio del entendimiento es lo verdadero; por lo tanto, todo ser que tiene verdad participada, no hace con su contemplación al entendimiento perfecto en grado supremo (…) sólo Dios es verdad por esencia y (…) su contemplación puede dar la felicidad perfecta»[15]. Puede concluirse que: «la última gloria del hombre, o sea la bienaventuranza, consiste en el conocimiento de Dios. Se dice en Jeremías: “En esto se gloríe quien se gloría, en saber y conocerme a mí” (Jer 9, 24)»[16].
Comenta Torras y Bages, que el hombre, según estas palabras del Santo Doctor: «no queda sosegado mientras le quede alguna cosa que desear y que buscar mientras sus facultades puedan aun perfeccionarse; y, como consecuencia, el pan único que puede satisfacer esta hambre inmensa es la unión con el mismo Dios, fuente de vida y alimento completo del hombre. He sido creado para Ti y sólo en Ti puedo reposar, decía a Dios el gran San Agustín (Cf. Conf. I, 1, 1)»[17].
También con la cita de otras conocidas palabras de San Agustín, añade: «En efecto (…) sólo en Dios puede reposar nuestro espíritu. De Dios nadie queda desengañado, nadie queda cansado, porque Él es Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, Belleza eterna y siempre nueva, como dice San Agustín (Cf. Conf. X, 27, 38). Por esto, los cristianos vivimos de la palabra de Dios, que es la santa Fe católica»[18].
Puede decirse, por ello, que: «La palabra de Jesucristo es la fe cristiana, es la verdad eterna, es la vida del hombre. No es una pura forma del entendimiento, no es solo una perfección de la inteligencia, es una elevación de todo el hombre que se acerca de Dios para participar de su vida soberana. Comprende todo nuestro ser, las potencias y los sentidos, toda nuestra actividad, nuestra vida íntima, interior e incomunicable, y nuestra vida externa, social y pública. No es un ornamento o una perfección transitoria»[19].
Transmisión del primer pecado
Pertenece a la fe que el pecado original, que cometieron personalmente Adán y Eva se transmite a todos sus descendientes –que por serlo tienen por ello su misma naturaleza humana– por generación natural. En la Escritura, se dice: «Así como por un hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte a todos los hombres por aquel en quien todos pecaron»[20]. La muerte y el pecado pasa a todos los hombres por la naturaleza humana que se transmite sólo por generación.
Al comentar Santo Tomás este versículo indica que: «Los herejes pelagianos niegan en los niños el pecado original: decían que estas palabras del Apóstol deben entenderse acerca del pecado actual. El cual, según ellos, entró en el mundo por Adán en cuanto pecando todos imitamos el pecado de Adán, como se lee en Oseas: “Ellos, como Adán, traspasaron mi alianza; prevaricaron allí contra mí” (Os 6, 7). Pero como San Agustín dice contra ellos, sí aquí hablara el Apóstol de la introducción del pecado actual, que es por imitación no diría que por un hombre entrara el pecado en este mundo, sino más bien por el diablo, a quien los pecadores imitan, según aquello del libro de la Sabiduría: “Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sab 2, 24) Así es que débese entender que por Adán entró el pecado en este mundo, no sólo por imitación, sino también por propagación, esto es, por el viciado origen de la carne, según aquello de Efesios: “Éramos por naturaleza hijos de ira” (Ef 2, 3). Y en los Salmos leemos: “Mira, pues, que fui concebido en la iniquidad” (Sal 50, 7)»[21].
El pecado original de soberbia de querer ser igual a Dios en cuanto al conocimiento y también en el orden operativo, que cometieron la primera mujer y el primer hombre, fue un pecado personal. Además, se convirtió en pecado de naturaleza y se transmitió a todos sus descendientes en la generación natural.
Declaró el Concilio de Trento, en este sentido, que: «Si alguno sostiene que este pecado de Adán, el cual es uno en su origen, y transmitiéndose a todos por propagación, y no por imitación, se hace propio de cada uno en particular, puede borrarse por las fuerzas de la naturaleza humana, o por otros remedios que por los méritos de Jesucristo (…) sea excomulgado»[22].
En el canon siguiente insiste el Concilio en que el pecado original llega a todos: «pues lo que dijo el Apóstol: “así como por un hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte a todos los hombres por aquel en quien todos pecaron” (Rm 5, 12), no debe entenderse de otro modo sino como lo ha entendido siempre la Iglesia Católica, extendida por todas partes».
Como consecuencia, se dice seguidamente: «Y así, en virtud de esta regla de fe, según la tradición de los apóstoles, aun los párvulos, que no han podido cometer todavía ningún pecado personal, son bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados, a fin de que se borre en ellos por la regeneración lo que contrajeron por la generación»[23].
Comprobación histórica
La transmisión del pecado de Adán y Eva se comprueba por sus consecuencias en todos sus descendientes, que se narran ya en los primeros libros de la Escritura. Sobre el Génesis y los otros cuatro libros del Pentateuco, afirmaba el filósofo Jaime Balmes que: «Moisés nos da las primeras noticias sobre la creación y sobre la cuna del linaje humano; al propio tiempo que nos ofrece la única clave para descifrar el grande enigma del hombre y del universo. Quitad la historia de Moisés, privada a la humana filosofía de las luces que la suministra aquella narración sublime, y volvéis a sumergiros en el caos de los antiguos; la eternidad del mundo, la incertidumbre y las extravagancias sobre nuestro origen y destino, el fatalismo, todos los errores, todas las dudas que trabajaron las esuelas filosóficas de Grecia y Roma y de cuantos pueblos carecieron del faro de la revelación, vuelven a presentarse sobre la tierra y hacen retroceder la ciencia y la sociedad larga cadena de siglos»[24].
Desde el primer libro de la Escritura se descubre que: «Hay en la vida del humano linaje un hecho tan doloroso como incontestable: la lucha del bien con el mal, la frecuente preponderancia de éste sobre aquel, así en lo moral como en lo físico; los horrendos crímenes que manchan las páginas de la historia de la prole de Adán, los indecibles padecimientos a que se halla condenada. ¿Cuál es el origen de tan triste fenómeno? ¿ Cómo es compatible con la existencia de un Dios infinitamente sabio y bondadoso?». Moisés da la explicación: «pecado y pena, es decir, justicia. Con esto todo se explica, sin esto nada. Es un misterio, pero dichoso misterio que nos aclara tantos misterios; dichosa obscuridad de donde salen raudales de luz»[25].
Uno de estos primeros misterios es que: «Nuestros padres labraron su infortunio y el nuestro; su caída fue voluntaria, y la pérdida de su dicha se debió al extravío de su voluntad; más ¿será por esto menos lamentable, será por esto menos sensible? ¿Acaso no es igualmente digno de compasión quien recibe la muerte de mano ajena, que quien se la da con la propia? El ángel colocado a la puerta del Paraíso, blandiendo la espada de fuego para que no volvieran allí los culpables proscriptos, es, al par de un hecho histórico, un formidable emblema de que la humanidad, mientras viva sobre la tierra, halla vedado el camino de una completa felicidad (Cf. Gen 3, 24)»[26].
Después, comenta Balmes: «Los primeros hijos de Adán y Eva de que nos habla el Sagrado Texto nos presentan tristemente la continuación de la escena que comenzó a la sombra del árbol de la ciencia del bien y del mal: el crimen y la pena, el fratricidio y la maldición estampada en la frente del fratricida, quien anda errante por el mundo en busca de una muerte que para su tormento no encuentra. La primera ciudad de cuyo origen tenemos noticia es fundada por el impío asesino de su hermano, por el mismo Caín: triste auspicio de la vivienda del hombre que levantaban las manos teñidas con sangre inocente, manos temblorosas todavía, por haber oído la maldición del cielo provocada por el clamor de la venganza que esta sangre daba desde la tierra “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Gen 4, 11)»[27].
Basta examinar los grandes pasos de la historia de la humanidad, desde el principio hasta en nuestros días, para encontrar: «en todo la maldad, en todo el delito, en todo la pena, en todo la tremenda huella de la expiación a que está condenada la descendencia de Adán, en todo el no alcanzar la verdad, sino después de tropezar en mil errores, de no obtener el bien sino después de haber sufrido el mal; en todo la ley inflexible de no llegar a la perfección ni a la mejora sino a costa de las más crueles fatigas»[28].
Todo ello es una: «terrible consecuencia del desorden introducido en el individuo y la sociedad por la prevaricación primera; formidable resultado de la pérdida de aquella inefable armonía en que el mundo estaba sujeto al hombre, las pasiones a la voluntad y a la razón, y la razón y la voluntad a Dios. Quebrantase el primer eslabón de esa cadena de oro, el hombre se rebeló contra Dios y las pasiones se levantaron contra la razón, y el mundo entero se alzó y se puso en combate con el hombre».
Revelan estas rebeliones que: «Faltó la ley de armonía y la sucedió la ley de lucha, ley que se presenta bajo mil formas diferentes según lo son los objetos sobre que versa; ley de que no se exime ningún período de la vida; a que está sujeta la infancia como la adolescencia, la juventud como la vejez; ley indeclinable al fuerte como al débil, al rico como al pobre, al magnate como al pequeño, al sabio como al ignorante, al monarca más poderoso como al más ínfimo de sus vasallos»[29].
Ante esta situación la religión cristiana, concluye Balmes, ofrece principalmente cinco aserciones:
Primera: por la ley de lucha «la vida del hombre es una milicia sobre la tierra».
Segunda: la inutilidad o la «vanidad de sus esfuerzos para substraerse a las terribles consecuencias de la maldición del Creador».
Tercera: la única solución es «restablecer por medio de la gracia la armonía perdida por la culpa».
Cuarta: la solución es posible, porque se manifiesta, en primer lugar: «en la abnegación cristiana, en la sujeción de las pasiones a una voluntad ilustrada por la razón y por la fe, y dirigida y movida por la gracia». En segundo lugar: «en la sumisión del entendimiento a la revelación» y «en la conformidad de la voluntad humana a la voluntad de Dios», también efectos de la gracia en estas facultades espirituales humanas. Por último, y en tercer lugar: «en ese admirable conjunto que nos presenta realizado en sus grandes santos, muestra el sublime tipo de lo que el hombre debe ser, de lo que fuera un día antes que entrase el pecado en el mundo y por el pecado la muerte».
Quinta: en esta solución real se recuerda: «lo que fuimos en Edén, pero con las señales de la tremenda expiación, con la sangre que brota de los golpes descargados por la cólera divina, todo conforme al segundo Adán, al Hijo del hombre, que cargado con nuestros pecados y conducido a morir por la salud de los hombres, se dirigió cual manso cordero a la cima del Gólgota a consumar la más terrible de las expiaciones»[30].
El amor a Dios
En uno de los párrafos dedicado a la caída del hombre, el nuevo Catecismo explica que: «Con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad del pecado. Aunque el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento conoció de alguna manera la condición humana a la luz de la historia de la caída narrada en el Génesis, no podía alcanzar el significado último de esta historia que sólo se manifiesta a la luz de la muerte y de la resurrección de Jesucristo (cf. Rm 5,12-21). Es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado»[31].
Se añade en el párrafo siguiente: «La doctrina del pecado original es, por así decirlo, “el reverso” de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo»[32].
Sobre la gracia, que se confiere a los hombres por la redención de Cristo Redentor, notaba San Francisco de Sales que: «Muchos no quieren ni se atreven a pensar y a considerar las gracias que Dios les ha hecho en particular, temerosos de sentir vanagloria y complacencia, en lo cual, ciertamente, se engañan, porque, como dice el gran Doctor Angélico, el verdadero medio para alcanzar el amor de Dios, es la consideración de sus beneficios; cuanto más los conozcamos, más le amaremos; y como que los beneficios particulares mueven más que los comunes, deben ser considerados con más atención»[33].
Santo Tomás al tratar en la Suma Teológica la cuestión del acto de la caridad, afirma que Dios debe ser «amado por sí mismo»[34]. Argumenta que: «Dice San Agustín que “gozar es la adhesión amorosa a una cosa por ella misma” (Doctrina cristiana, I, c. 4, 4). Hay que gozar de Dios, como dice en el mismo libro. Por tanto, ha de ser amado por Él mismo»[35].
En el lugar citado por el Aquinate, escribe San Agustín: «Gozar es adherirse a una cosa por el amor de ella misma. Usar es emplear lo que está en uso para conseguir lo que se ama, si es que debe ser amado. El uso ilícito más bien debe llamarse abuso o corruptela».
La distinción de los tres conceptos, se advierte en el siguiente ejemplo, que aporta a continuación: «Supongamos que somos peregrinos, que no podemos vivir sino en la patria, y que anhelamos, siendo miserables en la peregrinación, terminar el infortunio y volver a la patria; para esto sería necesario un vehículo terrestre o marítimo, usando del cual pudiéramos llegar a la patria, en la que nos habríamos de gozar; mas si la amenidad del camino y el paseo en el carro nos deleitase tanto que nos entregásemos a gozar de las cosas que sólo debimos utilizar, se vería que no querríamos terminar pronto el viaje; engolfados en una perversa molicie, enajenaríamos la patria, cuya dulzura nos haría felices».
El ejemplo, con la distinción que implica, es aplicable en nuestra vida, porque: «De igual modo, siendo peregrinos que nos dirigimos a Dios en esta vida mortal (2 Co 5, 6), si queremos volver a la patria donde podemos ser bienaventurados, hemos de usar de este mundo, mas no gozarnos de él, a fin de que, por medio de las cosas creadas, contemplemos las invisibles de Dios (Rm 1, 20), es decir, para que, por medio de las cosas temporales, consigamos las espirituales y eternas»[36].
Concluye, tal como indica Santo Tomás, que: «La cosa que se ha de gozar es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, la misma Trinidad. La única y suprema cosa agradable a todos, si es que puede llamarse cosa, y no más bien el principio de todas las cosas, si también puede llamarse principio. Porque no es fácil encontrar un nombre que pueda convenir a tanta grandeza por el que se denomine de manera adecuada a esta Trinidad, sino diciendo que es un solo Dios de quien, por quien y en quien son todas las cosas (Rm 11, 36)»[37].
Beneficios naturales y sobrenaturales
Al afirmarse que Dios debe ser amado por sí mismo, precisa Santo Tomás que: «La preposición “por” denota la relación con alguna de las causas. Hay cuatro géneros de causas: final, formal, eficiente y material; a ésta se reduce también la disposición material, que no es causa de suyo, sino circunstancialmente».
Para comprender el sentido de cómo debe amarse a Dios por sí mismo, se debe tener en cuenta que el motivo por el que se ama a alguien es por un bien que hay en él. La bondad querida puede ser el efecto una causa final u objetivo o término que para alcanzarlo se obra; de la causa formal o naturaleza del ser sobre el que se obra; de una causa eficiente o ser por cuya acción se produce una realidad; o de causa material, o sujeto de esta naturaleza, que es así también intrínseca. A esta última causa pertenecen aquellas cosas que, por ser efectos de la misma, disponen a ella.
Los motivos por los que se debe amar como efecto de otro, que será su causa, serán, por tanto, de cuatro clases, o como indica seguidamente Santo Tomás: «según estos cuatro géneros de causas, se dice que uno ha de ser amado por otro. Según la final, como apetecemos la medicina por la salud. Conforme a la formal, como amamos al hombre por la virtud, a saber: porque por la virtud es formalmente bueno y, por consiguiente, amable. Respecto de lo eficiente, como amamos a algunos por ser hijo de tal padre. Y en conformidad con la disposición, que se reduce al género de la causa material, decimos que amamos algo por aquello que nos dispuso a su amor, como por los beneficios recibidos, aunque , después que ya hemos empezado a amar, no amamos al amigo por esos beneficios, sino por su virtud».
Si se aplican estos cuatros motivos por los que se ama por ser efecto de una causa, se advierte que: «de las tres primeras maneras, no amamos a Dios por otra cosa, sino por El mismo; pues no se ordena a nada como a fin, antes bien Él es fin último de todo». No se le ama como medio que lleva a la causa final, porque Él es fin último y bondad suprema. Ni se le ama como efecto de una causa formal, porque: «Tampoco es informado por otro alguno para ser bueno, puesto que su substancia es su bondad, por las cosa ejemplarmente son buenas» o imitan participativamente su bondad. «Ni la bondad le es dada por otro, sino que todos la reciben de él». Dios nunca es efecto, porque es la primera causa eficiente de todo.
Según la líneas de la causalidad final, formal y eficiente, Dios no puede ser amado por otra realidad, sino que es amado por sí mismo. «Sin embargo, del cuarto modo puede ser amado por otra cosa, a saber: que por algunas cosas nos disponemos a adelantar en el amor de Dios, como por los beneficios recibidos de Él; o por los premios esperados; y aun por las penas que por Él mismo intentamos evitar»[38].
Dios debe ser querido por si mismo, por su misma bondad, pero, por ser bueno por su propia esencia, es infinitamente bueno y como tal infinitamente bienhechor. Los bienes temporales y eternos, que recibimos, pueden servir como motivo o causa que lleve al amor de Dios por sí mismo. Todos los beneficios, que se reciben de Dios, así como los que se esperan de Él, especialmente la vida eterna. e incluso las penas de las que nos libra. manifiestan y conducen a su bondad. Son todas ellas causas dispositivas y son como efectos de una causa material o sujeto.
Igualmente el temor puede incluirse en el amor por otro, porque induce a descubrir a Dios y a quererle por si mismo, o como dice finalmente Santo Tomás: «La esperanza y el temor conducen a la caridad por modo de cierta disposición»[39].
Además de amarle, nota San Francisco de Sales que: «a la verdad, nada puede humillarnos tanto delante de la misericordia de Dios como la consideración de sus beneficios, ni nada puede humillarnos tanto delante de su justicia como la multitud de nuestros pecados. Consideremos lo que Él ha hecho por nosotros y lo que nosotros hemos hecho contra Él, y, así como pensamos minuciosamente en nuestros pecados, pensemos también minuciosamente en sus gracias».
Los beneficios que recibimos de Dios no pueden llevar a la soberbia, si se consideran siempre como dados, como puros dones. «No hemos de temer que lo que Dios ha puesto de bueno en nosotros nos hinche, mientras tengamos bien presente esta verdad: que nada de cuanto hay en nosotros es nuestro. ¡Ah, Señor! ¿Dejan los mulos de ser animales pesados y mal olientes, por el hecho de llevar a cuestas los muebles preciosos y perfumados del príncipe? ¿Qué tenemos de bueno, que no hayamos recibido? Y, si lo hemos recibido, ¿por qué nos hemos de ensoberbecer? Al contrario, la consideración viva de las gracias recibidas nos humilla, pues el conocimiento engendra el reconocimiento».
Teniendo en cuenta la propensión a la soberbia, advierte, por último, el santo obispo de Ginebra que: «si, al recordar las gracias que Dios nos ha hecho, nos halaga cierta vanidad, el remedio infalible será acudir a la consideración del nuestras ingratitudes, de nuestras imperfecciones, de nuestras miserias. Si meditamos lo que hemos hecho cuando Dios no ha estado con nosotros, harto veremos que lo que hemos practicado cuando ha estado con nosotros no es según nuestra manera de ser ni de nuestra propia cosecha; mucho nos alegraremos ciertamente de poseerlo, pero no glorificaremos por ello más que a Dios, porque Él es el único autor»[40].
El modo de la transmisión del primer pecado
La transmisión del primer pecado se explica porque, como argumenta Santo Tomás: «Todos los hombres nacidos de Adán pueden ser considerados como un solo hombre, en cuanto que poseen la misma naturaleza participada de aquél, lo mismo que todos los miembros de una comunidad civil son considerados como un solo cuerpo, y la comunidad como un solo hombre. Porfirio (s. IV) decía que: “por la participación de idéntica naturaleza, muchos hombres son un solo hombre” (Isagoge, c. De specie)».
Para explicarlo pone el Aquinate el siguiente ejemplo: «Así, pues, la multitud de hombres derivados de Adán son como muchos miembros de un mismo cuerpo. Y los actos de un miembro del cuerpo, por ejemplo, de la mano, no son voluntarios por la voluntariedad de la mano, sino por la voluntariedad del alma, que es el primer motor de los otros miembros. De ahí que el homicidio cometido por la mano no se imputa a ésta como pecado –en cuanto que la mano es un miembro aislado–, sino que se le imputa en cuanto que es algo propio del hombre integral, que recibe su movimiento del primer principio motor del hombre».
Se advierte así que el pecado original sólo fue personal en nuestros primeros padres, pero ya no lo es en sus descendientes, sin embargo, si que es un pecado propio en todos ellos, porque: «De forma semejante el desorden que existe en este hombre nacido de Adán no es voluntario con la voluntad de este hombre engendrado, sino con la voluntad del primer padre, que mueve –con movimiento de generación– a todos los que de él proceden, como la voluntad mueve todos los miembros a sus actos respectivos».
El pecado personal del hombre primitivo es el que ha originado, por la generación de la naturaleza humana, el pecado de la naturaleza de cada descendiente. «Por esa razón, el pecado que pasa de los primeros padres a sus descendientes se llama pecado “original”, lo mismo que el pecado que pasa del alma a los miembros del cuerpo se dice actual».
El pecado de Adán pasa a todos sus descendientes y se convierte así en original, al igual que la decisión de la mente llega a los miembros del cuerpo, que la convierten así en actual. «Y así como el pecado actual, cometido mediante un miembro cualquiera, no es pecado de dicho miembro, sino en cuanto forma parte del todo humano, llamándose por eso “pecado humano”, así también el pecado original no es pecado de esta persona, sino en cuanto que recibió su naturaleza del primer padre. Por eso se llama “pecado de naturaleza”, según la expresión del Apóstol: “Éramos por naturaleza hijos de ira” (Ef 2, 3)»[41].
El pecado original y la generación
Al comentar el citado versículo de San Pablo, testimonio de la existencia y naturaleza del pecado original, indica Santo Tomás que: «Lo que dice: “éramos por naturaleza” esto es, por origen de la naturaleza; no de la naturaleza como tal, que así buena es de y de Dios dimana, sino de la naturaleza como viciada, “hijos de ira”, esto es. de venganza, pena e infierno»[42].
Sin embargo, según la objeción, que refiere también el Aquinate: «Parece que el primer pecado del primer padre no se transmite a sus descendientes por vía de generación. Se dice en Ezequiel: “El hijo no llevará la iniquidad de su padre (Ez 18, 20). Más la llevaría, si la heredara de él. Luego nadie recibe de sus padres por generación pecado alguno»[43].
A ello, Santo Tomás, por una parte, recuerda que: «Enseña el Apóstol: “por un hombre entró el pecado en este mundo” (Rm 5, 12). Pero esto no puede entenderse a modo de imitación, pues se nos dice: “por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sab 2, 24). Luego por generación del primer hombre entró el pecado en el mundo»[44].
Por otra, responde directamente a la objeción con la siguiente observación: «El hijo no lleva el pecado del padre, en cuanto que no es castigado por el pecado de éste, a no ser que se haga participe de su culpa, como sucede en nuestro caso: por generación se transmite la culpa del padre al hijo. En cambio, el pecado actual es por imitación solamente»[45], si es que el hijo lo hereda de este modo el pecado de su padre.
Queda precisada esta tesis en la respuesta a la objeción: «El hombre bautizado no posee ya el pecado original: luego no puede comunicarlo»[46]. Replica Santo Tomás: «Por el bautismo se limpia uno del pecado original en cuanto a la culpa, y el alma en su parte espiritual recupera la gracia. Pero permanece el pecado original en acto en cuanto al fomes, que es el desorden de las partes inferiores del alma y del cuerpo. Y ya sabemos que el hombre engendra precisamente por el cuerpo, no por el espíritu. Por eso los bautizados transmiten el pecado original, porque no engendran en cuanto que están renovados por el bautismo, sino en cuanto que les queda algo de la vejez del primer pecado»[47].
Como el pecado original se transmite por la generación por el cuerpo, en el caso hipotético que Dios formará un hombre, como Eva lo fue de una costilla de Adán, sostiene Santo Tomás que no tendría el pecado original, ni le quedaría el «fomes» (la yesca), la concupiscencia o «el desorden de las partes inferiores del alma y del cuerpo» actualmente. «Si por virtud divina alguien fuese formado de la carne humana, es evidente que la fuerza activa no procedería de Adán; luego no contraería tampoco pecado original, de igual modo que los actos humanos no constituirían pecado humano si la mano no fuese movida por la voluntad, sino por otro agente extrínseco»[48].
Por último, de estas tesis se puede inferir que, aunque Dios crea el alma espiritual de cada hombre y la infunde al cuerpo, no es el Creador la causa de que el alma, constitutivo de la naturaleza de cada hombre, quede afectada por el pecado original. De manera que: «La infección del pecado original no es producida por Dios en modo alguno, sino que procede del pecado de los primeros padres por medio de la generación carnal. Y como la creación dice relación del alma a Dios únicamente, no podemos decir que el alma esté inficionada por razón de su creación. En cambio, la infusión del alma implica un doble respecto: a Dios, como causa que infunde, y a la carne, como a materia en que se infunde el alma. Luego, considerando el respecto que dice a Dios como a causa infusora, no puede decirse que el alma se mancilla por ese aspecto; se mancilla por relación al cuerpo en que se infunde»[49].
La creación del espíritu humano
A esta conclusión se podría presentar la siguiente objeción: «Ningún hombre sensato echaría un licor precioso en un vaso si supiera que iba acorromperse. Pero el alma racional es más preciosa que cualquier licor. Luego, si realmente se inficionara por el pecado original, a causa de su unión al cuerpo, Dios, que es la misma sabiduría, jamás la infundiría en dicho cuerpo»[50].
Responde Santo Tomás que Dios no tiene en cuenta que el alma creada para cada hombre al infundirse en el cuerpo engendrado por sus padres, adquiera por transmisión el pecado original, porque: «El bien común se debe preferir al particular. Por eso Dios, en su sabiduría, no tergiversa el orden universal de las cosas –que consiste en que a tal cuerpo se infunda el alma correspondiente– para conseguir que las almas singulares no se vean manchadas por el pecado».
Indica otra razón, antropológica y metafísica, al añadir: «Máxime observando que la naturaleza del alma posee esta peculariedad, que no empieza a existir sino en el cuerpo, como se ha indicado en la Primera parte de esta obra (Suma teológica, I, q. 90, a. 4; y I, q. 113, a. 3). Y es indudable que es mejor para ella existir así que no existir de ninguna forma, sobre todo pudiendo huir de la condenación por la gracia liberadora»[51].
En el primer lugar indicado, de la Primera parte de la Suma teológica, se afirma que, a su cuerpo, el alma se: «le une como forma y es naturalmente parte de la naturaleza humana». Como consecuencia, que el alma sea creada antes del cuerpo: «no puede sostenerse, puesto que, evidentemente, Dios creo las primeras cosas en el estado perfecto de su naturaleza, conforme a lo que exigía la especie de cada una. Ahora bien, el alma, al ser parte de la naturaleza humana, no posee su perfección natural, sino en cuanto unida al cuerpo. Por ello, no sería conveniente el que fuera creada antes que el cuerpo»[52].
De manera que debe sostenerse que: «Las almas no son creadas con anterioridad a la formación de los cuerpos, sino que son creadas en el momento de infundirse a los mismos»[53]. La creación se continúa con la de cada alma espiritual humana. Tesis que no es meramente racional, sino también una verdad de fe, porque: «la fe católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente por Dios»[54].
No se sigue de ello, como se argumenta en otra objeción que: «se seguiría que el universo fue imperfecto al principio; lo cual está en contra de lo que se dice en el Génesis: “Completó Dios toda su obra el día séptimo” (Gen 2, 2)»[55]. Responde el Aquinate que la dificultad no afecta a esta tesis, porque: «A la perfección del universo cabe añadir cotidianamente algo en cuanto al número de individuos, aunque no según el número de especies»[56].
Debe tenerse en cuenta, para la comprensión de estas afirmaciones, que cada alma humana es creada por Dios, subsistente e individual, y, por tanto, como un espíritu, pero para un cuerpo determinado. El alma humana por ser un espíritu, substancia inmaterial, es individual, o única y singular. El alma de cada hombre es individual por ser un espíritu, una substancia inmaterial subsistente, un alma que tiene ser propio. A diferencia de las otras almas, las vegetativas y sensitivas, que también son formas de sus cuerpos vegetales o animales, y que en sí mismas siempre son comunes a toda la especie –aunque al informar a su cuerpo quedan individualizadas–, toda alma humana en si misma ya es individual.
En el espíritu humano, el ser y la individuación del alma son propios de manera inmediata, aunque los comparte con el cuerpo, proporcionándole el ser y sobreañadiéndole una individuación mayor, porque el cuerpo, como todos, posee ya una individuación. Sin embargo, el espíritu de cada hombreno es creado antes que su cuerpo, porque el espíritu del hombre recibe el ser –y con ello la existencia que causa el ser propio– y su individuación en el cuerpo humano, ya que es una parte de la naturaleza humana, compuesta de cuerpo y alma espiritual.
En el espíritu o alma humana, la individuación y el ser, los adquiere en el cuerpo, que informa, pero, por consiguiente, son independientes del mismo. El espíritu depende del cuerpo en el ser y en la individuación únicamente en cuanto a su comienzo, y además sólo como causa ocasional. Se sigue de ello que cada alma humana tiene su cuerpo propio, porque, por su existencia e individualidad substancial, en la que interviene su cuerpo –en cuanto que también por su esencia substancial, el alma está ordenado a él–, cada alma espiritual es proporcionada solamente a su cuerpo. El espíritu humano de cada hombre está de tal modo constituido, que sólo se corresponde y adapta al cuerpo concreto y singular al que informa.
Eudaldo Forment
[1] JOSEP TORRAS I BAGES, Sermons de circumstàncies, en ÍDEM, Obres completes, I-VII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915; y VIII-X, Barcelona, Foment de Pietat Catalana, 1925-1927, vol. X, pp. 451-580, p. 455-456.
[2] Ibíd., p. 456.
[3] ÍDEM, Miserable situació del pecador habitual, en Sermons de circunstanstàncies, op. cit., pp. 463-464.
[4] Pr 18, 3.
[5]JOSÉP TORRAS I BAGES, Miserable situació del pecador habitual, en Sermons de circunstanstàncies, op. cit., p. 464.
[6] Ibíd., pp. 464-465.
[7]ÍDEM, La Confessió de la Fe (Contra la vanitat dels que’s diuen intel.lectuals), en ÍDEM, Obres completes, op. cit., vol.II, pp. 135-182, p. 137.
[8] Am 8, 11-13.
[9]JOSEP TORRAS I BAGES, La Confessió de la Fe (Contra la vanitat dels que’s diuen intel.lectuals), op. cit., p. 138.
[10] Ibíd., pp. 138-139.
[11] Ibíd., p. 139.
[12] Ibíd., p. 139-140.
[13] Ibíd., p. 140.
[14] Ibíd., pp. 142-143.
[15] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 3, a. 7, in c.
[16] Ibid., I-II, q. 3, a. t, sed c.
[17]JOSEP TORRAS I BAGES, La Confessió de la Fe (Contra la vanitat dels que’s diuen intel.lectuals), op. cit., p. 144. «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en tí» (SAN AGUSTÍN, Confesiones, I, 1, 1).
[18] Ibíd., p. 144. «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé¡
[19] Ibíd., p. 143.
[20] Rom 5, 12.
[21] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los romanos, V, lec. 3.
[22] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre el pecado original, III.
[23] Ibíd., IV.
[24] JAIME BALMES, Estudios históricos fundados en la religión, en IDEM, Obras completas, Madrid, BAC, 1948-1950, 8 vols., vol. V, pp. 117-130, p. 117.
[25] Ibíd., p. 118.
[26] Ibíd., p. 119.
[27] Ibíd., pp. 119-120.
[28] Ibíd., p. 121.
[29] Ibíd., p. 129.
[30] Ibíd., pp. 129-130.
[31]Catecismo de la Iglesia Católica, II, c. 1, n. 388.
[32] Ibíd., n. 389.
[33] SAN FRANCICO DE SALES, Introducción a la vida devota, Barcelona, Editorial Balmes, III, c. V, p. 137. II-II, q. 27, a. 3.
[34] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 27, a. 3.
[35] Ibíd., II-II, q. 27, a. 3, sed c.
[36] SAN AGUSTÍN, Doctrina cristiana, I, c. 4, 4.
[37] Ibíd., I, c. 5, 5.
[38] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 27, a. 3, in c.
[39] IBíd., II-II, q. 27, a. 3, ad 3.
[40] SAN FRANCICO DE SALES, Introducción a la vida devota, op. cit., p. 138.
[41] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 81, a. 1, in c.
[42] IDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Efesios, c. II. lec. 1.
[43] IDEM , Suma teológica, I-II, q. 81, a. 1, ob 1.
[44] Ibíd. I-II, q. 81, a. 1, sed c.
[45] Ibíd. I-II, q. 81, a. 1, ad 1.
[46]Ibíd. I-II, q. 81, a. 3, ob. 2.
[47] Ibíd., II-II, q. 81, a. 3, ad 2.
[48] Ibíd., I-II, q. 81, a. 4, in c.
[49] Ibíd., I-II, q. 83, a. 1, ad 4.
[50] Ibíd., I-II, q. 83, a. 1, ob. 5.
[51] Ibíd., I-II, q. 83, a. 1, ad 5.
[52]Ibíd., I, q. 90, a. 4, in c.
[53] Ibíd., I, q. 118, a. 3, in c.
[54] PÍO XII, Encíclica Humani generis, III, n. 29.
[55] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 118, a. 3, ob 2.
[56] Ibíd., I, q. 118, a. 3, ad 3.
4 comentarios
Que excelente es todo lo que escribe.
No cabe duda de que es el Filósofo tomista más importante de la actualidad. Le felicito y le agradezco que nos siga iluminando con su sabiduría.
Saludos afectuosos:
Manuel Ocampo Ponce.
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