XXXVIII. La inmortalidad primitiva

La inmortalidad del espíritu humano

En el estado de inocencia del hombre primitivo, a las sujeciones de la mente a Dios y de sus facultades a su razón, le seguía una tercera sujeción, la del cuerpo al alma. Al igual que a las dos primeras, en esta sujeción le acompañaba otro don preternatural, el don de la inmortalidad. Este nuevo don preservaba al cuerpo de la muerte, de la disgregación de sus elementos, que lo constituyen como materia viva, y que hacen que de manera natural se produzca su muerte.

No ocurre así con su alma espiritual, porque es una substancia simple y no puede descomponerse. Por ser un espíritu, no tiene elementos de desintegración, no puede, por ello, morir. Ningún espíritu posee la vida con elementos desintegradores, por ser incorpóreo. En cambio, los seres vivos corpóreos están formados por diversos elementos, que, al disgregarse accidentalmente por desgaste en su funcionamiento, o por algo externo que actúe de manera violenta, producen naturalmente la muerte.

El espíritu humanono puede morir, Es inmortal, porque, por tener un ser propio, que da el existir, o el estar presente en la realidad, a todo el compuesto humano –de alma espiritual y cuerpo–, su existencia no depende del cuerpo. Con la muerte del hombre, su espíritu, que hace de alma del cuerpo, le abandona. Ocurre cuando el cuerpo humano ya no es apto para recibir el ser que le comunica el alma. Entonces la unión del cuerpo y el alma termina, muere el hombre.

Con la muerte del hombre, su cuerpo, sin el elemento unificador, se descompone, pero el alma espiritual, que lo unificaba y vivificaba, continúa existiendo, porque conserva su ser, que hasta entonces era del compuesto humano. El hombre es completamente mortal, pero su alma, que es humana, pero no es el hombre, es inmortal. Al morir el hombre, cuando se da la separación del alma y del cuerpo, motivada por los cambios de este constitutivo, el alma, el otro constitutivo, conserva su ser, y, por ello, también su existencia.

Podría decirse que, con la muerte, no quedan afectados el ser y la existencia del hombre, porque son de su espíritu, que hace de alma corporal. El espíritu, por poseer un ser propio, recibido de Dios, cuando se separa del cuerpo, al que da la existencia, la vida y el ser, continúa existiendo. No puede quedar privado de la existencia, efecto del ser que conserva.

Santo Tomás da una profunda prueba metafísica sobre la inmortalidad del alma fundada en su original y, por ello, no siempre comprendida doctrina del ser (esse), Argumenta que mientras permanece la esencia, permanece también la entidad, porque por la esencia se hace la substancia recipiente propio del ser. En el ente espiritual, compuesto como todos los creados de esencia y ser, pero cuya esencia, a diferencia de la de los entes con una esencia compuesta de materia y forma, permanece siempre, La esencia de las substancias espirituales es simple y no puede descomponerse. No puede haber separación en su esencia o forma, que, sin embargo, es siempre recipiente del ser, su otro constitutivo entitativo, que le da la entidad y la existencia[1].

El alma espiritual humana, como cualquier otro espíritu, como el de los ángeles, sólo podría dejar de existir por aniquilación y por voluntad de Dios, su creador. No es posible que la aniquilación del espíritu sea por descomposición, porque carece de partes corpóreas.

Es únicamente posible por aniquilación del ser, y por tanto, por la vuelta a la nada. Sólo Dios podría aniquilar totalmente hacer volver a la nada a una criatura, porque, por tener un poder infinito, es el único que puede crear, hacer de la nada. Crear y aniquilar son poderes propios y exclusivos de Dios. El principio filosófico indiscutible que en la naturaleza nada se crea ni nada se destruye, sólo se transforma, lo confirma.

Sin embargo, se puede afirmar que Dios no destruirá los espíritus inmortales. Ciertamente, Dios, con su poder absoluto, podría aniquilarlos. Sin embargo, se tiene la seguridad que de hecho no lo hará, al considerar, por una parte, su sabiduría infinita, que no lleva a rectificar lo que ha hecho inmortal, por otra, su bondad infinita, que quiere satisfacer el deseo de inmortalidad que El mismo ha puesto en los espíritus humanos. Dios no es destructor, sino creador.

El don de la inmortalidad

En el estado de inocencia el hombre gozaba de la inmortalidad completa, no sólo la del alma, sino también la del cuerpo. Dios le había dado el don preternatural de la inmortalidad corporal con el que el alma sujetaba perfectamente al cuerpo y le hacía participar de su inmortalidad. Así se desprende del mandato y aviso que le dio Dios: «De todo árbol del paraíso comerás, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día en que comas de él, morirás»[2].

La amenaza de la muerte, si infringía la prohibición divina, implica que el hombre era inmortal. Así lo confirma la sentencia de Dios cuando quebrantó el precepto: «Por cuanto escuchaste la voz de tu mujer y comiste del árbol que te había mandado que no comieras, maldita será la tierra por tu causa; con fatigas comerás de ella todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá y comerás la hierba de la tierra. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado; porque polvo eres y en polvo te convertirás»[3].

La muerte es consecuencia de este primer pecado y, por consiguiente, no la hubiera sufrido de no haberlo cometido. Se lee igualmente en el libro de la Sabiduría: «Dios no hizo la muerte ni se goza con la perdición de los vivos»[4]. Más adelante se afirma explícitamente que: «Dios creó al hombre inmortal y lo hizo a la imagen de su semejanza. Pero por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y le imitan los que son de su partido»[5].

Así lo afirma también explícitamente San Pablo: «por un hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte»[6]. Indica también que: «como la muerte vino por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos»[7]. Si el hombre no hubiera pecado y conservado este don, hay que pensar que después de un tiempo de permanencia en la tierra hubiera pasado a tener la visión beatífica en otra vida, pero sin sufrir el trance de la muerte.

Santo Tomás, al comentar el primer pasaje citado de la epístola de San Pablo, presenta la siguiente objeción: «Parece que el pecado original no entró en el mundo por un hombre, Adán, sino más bien por una mujer, Eva, que pecó primero, según aquello del Eclesiástico 23, 33: «En la mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos».

Responde con dos contestaciones bíblicas, que encuentra en la Glosa. La primera es la siguiente: «La costumbre de la Escritura es entrelazar las genealogías no por la mujer sino por los varones, como se ve por Mateo, 1, y Lucas, 3. Y por eso queriendo aquí (en Rom 5, 12) el Apóstol mostrar una especie de genealogía del pecado, no hizo mención de la mujer, sino sólo del varón».

En la segunda respuesta que completa y explica la anterior, se da esta razón: «porque también la mujer está tomada del varón (cf. Gen 2, 21-22), y por lo tanto lo que es de la mujer se atribuye al varón».

Otra objeción, que seguidamente tiene en cuenta en este lugar el Aquinate es que: «Parece que la muerte no proviene del pecado, sino más bien de la naturaleza como proveniente por necesidad de la materia. Porque el cuerpo humano se compone de contrarios. Por lo cual es naturalmente corruptible».

Para responder advierte que: «De dos maneras se puede considerar la naturaleza humana. De la una, según principios intrínsecos, y así la muerte le es natural (…) De la otra manera se puede considerar la naturaleza del hombre tal como por divina providencia le fue dada por justicia original».

Recuerda a continuación que: «La cual justicia era cierta rectitud, de modo que la mente del hombre estuviese sujeta a Dios, y las facultades inferiores estuviesen sujetas al espíritu, y el cuerpo al alma; de tal manera que mientras la mente del hombre se sujetara a Dios, las facultades inferiores se sujetarían a la razón, y el cuerpo al alma, que de ésta recibiría la vida sin fin, y las cosas exteriores al hombre, para que todas las cosas le sirvieren y ningún perjuicio recibiera de ellas».

En este estado de rectitud o perfecta justicia respecto a Dios, además de la gracia santificante, que permitía la primera sujeción y hacia posible el don preternatural del dominio perfecto sobre todas las cosas, se poseían los dones preternaturales de integridad y de impasibilidad, que perfeccionaban la sujeción de la potencias inferiores a la razón. En cuanto a la sujeción del cuerpo al alma, se había recibido el don preternatural de la inmortalidad completa.

Explica Santo Tomás que: «Esto lo dispuso la divina providencia en atención a la dignidad al alma racional, pues siendo naturalmente incorruptible le convenía un cuerpo incorruptible; pero como el cuerpo, que está compuesto de elementos contrarios, debía ser el órgano de los sentidos, y tal cuerpo según su naturaleza no puede ser incorruptible, el poder divino suplió lo que a la humana naturaleza faltaba dándole al alma la virtud de mantener al cuerpo incorruptible, así como el artesano, si pudiera, le daría al hierro del que hace un cuchillo la cualidad de no contraer ningún orín. Y así, por lo tanto, habiéndose apartado de Dios la mente humana por el pecado, perdió la virtud de sujetar las facultades inferiores, así como el cuerpo y las cosas exteriores; y de esta manera incurrió en la muerte natural por causas intrínsecas y es tiranizada por los daños exteriores»[8].

La primera inmortalidad

Sobre la conveniencia de la inmortalidad del hombre primitivo, que incluía la incorruptibilidad de su cuerpo, antes de su pecado, Santo Tomás, en la Suma teológica, había dado el siguiente argumento: «La incorruptibilidad tiene un triple sentido. Uno, referido a la materia, y entonces es incorruptible aquello que no tiene materia, como el ángel, (…) por naturaleza incorruptible».

El segundo sentido de la inmortalidad está: «referido a la forma, y entonces es una disposición que impide la corrupción en algo por naturaleza corruptible. Esto se llama incorruptible según la gloria; porque, como dice San Agustín: «Dios hizo al alma de tal vigor natural, que su bienaventuranza se vierte en el cuerpo como plenitud de salud o don de incorrupción» (Epístola Ad Dioscorum, 118, 3, 14)». Dios ha dotado al alma humana de una naturaleza tan potente, que cuando disfrute de la felicidad plena en la gloria, redundara sobre la naturaleza inferior y le evitará la enfermedad y la muerte.

La inmortalidad del hombre primitivo no era como la de los ángeles, que la tienen por naturaleza, porque ésta no tiene materia, y en cambio, la naturaleza humana posee el cuerpo material, que es corruptible. Ni tampoco como la que tendrán los cuerpos gloriosos, cuya alma comunicará al cuerpo una forma, con tal perfección que le dará la incorruptibilidad. La que tenía el hombre en el estado de inocencia era directamente por un poder o fuerza concedido por Dios.

El cuerpo del hombre era incorruptible, por tanto, en otro sentido de los anteriores. Por ello, hay un tercer tipo de inmortalidad y en este: «tercersentido se toma de la causa eficiente. Este, es el modo como el hombre era incorruptible e inmortal en el estado de inocencia, pues, como dice San Agustín: «Dios dotó al hombre de inmortalidad mientras no pecase, para que él mismo se diese la vida o la muerte» (De quaest. Vet.et Nov. Test. 3). En efecto, su cuerpo no era incorruptible por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa en el alma que preservaba el cuerpo de corrupción mientras estuviese unida a Dios. Esto fue razonablemente otorgado. Pues, porque el alma racional supera la proporción de la materia corporal, era necesario que desde el principio le fuese dada una virtud por la que pudiese conservar el cuerpo por encima de la naturaleza material corporal»[9].

La inmortalidad del hombre en el estado de inocencia ni era natural e intrínseca, como la de los ángeles, ni inherente e indefectible, o que ya no puede desaparecer, como la de los resucitados, sino extrínseca y defectible, o que podía faltar si se perdía el estado, porque: «De los principios naturales no podía tener un ser perpetuo, ya que se compone de contrarios, lo cual es causa de la corrupción de las cosas, ya que la forma perfecciona a la materia según la capacidad de ésta. Luego, por encima de la condición de su naturaleza, le fue conferido que el alma –que a tan noble fin se ordenaba–, según su potestad y, por encima del orden común de la naturaleza –por el que la materia recibe el ser según su condición–, comunicara a la materia un ser perpetuo. Y, puesto que esta potestad del alma sobre el cuerpo se seguía de su ordenación al fin su efecto no hubiera podido ser impedido nada más que por su falta de ordenación respecto al fin, la cual no podía ser sin pecado»[10].

Una dificultad que surge de esta explicación del don de inmortalidad es que parece que su perdida no pueda considerarse un castigo, porque la carencia de la inmortalidad, o el estar sujeto a la muerte, es algo que viene exigido por la naturaleza humana. «La muerte es natural al hombre, cuyo cuerpo está compuesto de elementos contrarios, que le hacen «mortal», como dice la misma definición del hombre»[11].

Para resolverla, Santo Tomás recuerda la palabras citadas de San Pablo: «por un hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte», a las que siguen las siguientes: «así también pasó la muerte a todos los hombres por aquel en quien todos pecaron»[12]. Desde Adán todos los hombres han muerto, aunque no hayan cometido pecados personales, por el motivo que sea. El pecado origen de la muerte es, por tanto, el primer pecado, que es a su vez pecado universal.

Afirmación definida por el Concilio de Trento. En el Decreto sobre el pecado original, en el párrafo segundo, se dice que hay que confesar que: «Adán, el primer hombre, después de haber quebrantado el mandato divino en el Paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que había sido constituido, y que por este pecado de desobediencia incurrió en la ira e indignación de Dios, y, por consiguiente, en la muerte con que le había amenazado antes el Señor, y con la muerte en el cautiverio bajo la potestad de aquel que tuvo después el imperio de la muerte, esto es, del demonio, y que por aquel pecado de desobediencia todo Adán pasó a un estado peor así en el cuerpo como en el alma»[13].

Después de afirmar la pérdida por el pecado del don preternatural de la inmortalidad corporal, en el párrafo siguiente, se hace con la de la extensión para toda su descendencia. «Si alguno sostiene que la prevaricación de Adán le fue perjudicial a él sólo y no a sus descendientes, y que perdió para sí, y no también para nosotros, la santidad y justicia que de Dios había recibido; o que, habiéndose él manchado por el pecado de desobediencia, transmitió a todo el género humano solamente la muerte y las penas del cuerpo, mas no el pecado, que es la muerte del alma, sea anatema»[14].

En los cánones del Segundo Concilio de Orange (529), ya se había dicho que: «Si alguno afirma que a Adán solo dañó su prevaricación, pero no también a su descendencia, o que sólo pasó a todo el género humano por un solo hombre la muerte que ciertamente es pena del pecado, pero no también el pecado, que es la muerte del alma, atribuirá a Dios injusticia, contradiciendo al Apóstol que dice: «Así como por un hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte, así también pasó la muerte a todos los hombres por aquel en quien todos pecaron» (Rom. 5, 12)»[15].

Años antes en el Concilio de Cartago, se había dicho sobre el pecado original: «Plugo a todos los obispos… congregados en el santo Concilio de la Iglesia de Cartago: Quienquiera que dijere que el primer hombre, Adán, fue creado mortal, de suerte que tanto si pecaba como si no pecaba tenia que morir en el cuerpo, es decir, que saldría del cuerpo no por castigo del pecado, sino por necesidad de la naturaleza, sea anatema»[16].

El castigo de la muerte

La respuesta que da Santo Tomás a la objeción que no parece que la muerte sea una pena o castigo impuesto a los primeros padres, es la siguiente: «Si alguien, a causa de una culpa personal, fuese privado de un beneficio cualquiera que anteriormente le fue concedido, la carencia de dicho beneficio tendría razón de pena respecto la culpa anterior. Al hombre, en el estado de justicia original, le fue concedido por voluntad divina, el que las fuerzas inferiores del alma estuviesen sometidas a la inteligencia, mientras que ésta se mantuviera sometida a la ley de Dios, y que el cuerpo estuviese sometido al alma».

Después del primer pecado, el hombre quedó en el estado de naturaleza caída, sin la gracia y sin los dones preternaturales, y con su naturaleza en peor estado que en el de naturaleza pura o naturaleza sin gracia y sin dones. Su naturaleza quedo disminuida en sus fuerzas, por quedar herida por el pecado. «Como por el pecado la parte superior del hombre se apartó de Dios, de ahí se originó el que las fuerzas inferiores se alzarán contra la razón, estableciéndose la lucha del apetito carnal contra la razón, e incluso la lucha del cuerpo contra el espíritu, dando lugar a la muerte y demás defectos corporales». La armonía completa y perfecta, que poseía el hombre en el estado de inocencia o de justicia original, la perdió totalmente.

La muerte, las enfermedades y las deficiencias del cuerpo, explica Santo Tomás, son una consecuencia de la falta de dominio del alma al cuerpo, porque: «La vida e integridad del cuerpo consiste en estar sometida al alma, lo mismo que lo imperfecto se somete a lo perfecto; y, por contrario, la muerte y enfermedad o cualquier otro defecto corporal tienen su origen en la falta de sujeción del cuerpo al alma».

Todos los males del cuerpo, por consiguiente, son la pena por haber perdido culpablemente los beneficios que los evitaban. «Está, pues, claro que, así como la rebelión del apetito carnal contra el espíritu es pena del pecado de los primeros padres, también lo es la muerte y demás defectos corporales»[17].

La muerte es el castigo pena por el pecado, pero, por otra parte, es natural en el hombre, porque: «una cosa es natural cuando es causada por los principio de esa misma naturaleza, que son la materia y la forma. Y como en el hombre la forma es el alma racional, inmortal por naturaleza, la muerte no le es natural en virtud de una forma intrínseca. Pero la materia es el cuerpo, compuesto de elementos contrarios entre sí que tienden a la corrupción; y, por este capítulo, la muerte le es natural».

La muerte es natural al hombre por su cuerpo y: «esta condición de mortalidad ha sido impuesto al cuerpo por exigencia de la materia, ya que era indispensable que el cuerpo humano fuese órgano del tacto y medio, por consiguiente, entre los elementos táctiles, cosa que no podría darse sin la composición de elementos dispares». El cuerpo se compone de elementos opuestos para poder ser órgano de los sentidos, necesarios para las facultades superiores espirituales del entendimiento y de la voluntad. Tal composición lleva a su separación y, con ello, a la muerte corporal.

Sin embargo, precisa Santo Tomás, sobre esta condición mortal del cuerpo humano, que a diferencia del cuerpo animal: «No es, en cambio, condición del cuerpo en cuanto sometido y adaptado al alma; porque, si fuera posible, siendo el alma incorruptible, debería serlo también la materia. Del mismo modo, hace falta que la sierra sea de hierro, para que pueda cumplir la función a que se le destina, y para la cual se requiere dureza; pero el que sea oxidable no depende de la voluntad del agente, sino de la condición intima de la materia. Si el fabricante pudiese, fabricaría sierras inoxidables».

De manera parecida a este ejemplo: «Dios, creador del hombre, es omnipotente, y por su benevolencia anuló en el hombre primitivo la necesidad de morir, que era consecuencia de esa materia. Este beneficio, sin embargo, lo perdimos como consecuencia del pecado de los primeros padres, viniendo a ser la muerte, desde ese momento, natural por el estado de la materia y penal por la pérdida del beneficio divino que nos preservaba de la muerte»[18].

Podría también objetarse, sobre el carácter penal de la muerte que: «La muerte y demás defectos corporales se encuentran lo mismo en el hombre que en los demás animales (…) y la muerte en los animales no es pena de pecado»[19]. Pero precisa Santo Tomás: «Esa semejanza del hombre con los demás animales no vale sino en cuanto a la materia, es decir, en cuanto al cuerpo, compuesto de elementos dispares. No vale en cuanto a la forma, pues el alma del hombre es inmortal y las almas de los animales son mortales»[20].

Las almas animales son solamente formas, partes de una substancia o constitutivos substanciales, que necesitan del otro constitutivo, la materia, a la que informa o anima con la vida sensitiva, tanto para ser como para actuar. Sus operaciones sensibles –el conocimiento sensitivo y la apetición sensible– necesitan intrínsecamente para su ejecución del órgano corpóreo. En cambio, las operaciones del alma intelectiva –el entender y el querer voluntario y libre–, por ser de un espíritu, son totalmente inmateriales. Sólo dependen del cuerpo extrínsecamente, en cuanto que necesitan de sus facultades sensibles para poder realizar las funciones propias del espíritu de entender y querer, de tal manera que lo corpóreo únicamente es la condición de su ejercicio.

Universalidad y singularidad de la muerte

Otra dificultad que trata el Aquinate sobre el castigo de la muerte es que el primer pecado fue un pecado personal y, por tanto, singular, pero la pena o castigo fue general o universal, porque afecto a la naturaleza humana, que se transmitió a las sucesivas generaciones, Por ello, debe decirse que: «El pecado de los primeros padres fue pecado de personas concretas, mientras que la muerte es universal». Por consiguiente: «No parece que sea efecto de dicho pecado»[21].

La muerte, que tiene carácter universal, no parece que sea la pena de un pecado individual. Sin embargo, tal argumentación no tiene en cuenta, como nota el Aquinate, que: «Los primeros padres, además de ser personas singulares, eran también principio de toda la naturaleza humana, que debía comunicarse a sus descendientes junto con el don divino que preservaba de la muerte. Por su pecado, toda la naturaleza humana privada de ese favor divino, es reo de muerte»[22]. En ellos, por la pérdida de la gracia y los dones, su pecado personal fue también pecado de naturaleza, por ser precisamente nuestros primeros padres.

Se sigue que si: «todos procedemos igualmente de los primeros padres (…) todos debemos sufrir igualmente también la muerte». La igualdad en la procedencia supone la igualdad en la muerte y, por tanto, también en las circunstancias y el modo de darse. Sin embargo, por el contrario, «vemos que unos mueren antes y otros después; unos con menor dolor, otros con mayor tormento». Con ello, se puede inferir que: «la muerte no es pena del primer pecado»[23],

Santo Tomás resuelve la dificultad con la consideración de la muerte como pena del pecado y con la de que: «Un pecado puede tener dos defectos consiguientes. Uno, a modo de pena señalada por el juez y debe ser igual en todos aquellos que incurren de forma idéntica en el pecado. Otro, derivado circunstancialmente de esa misma pena, por ejemplo, el que uno, habiéndose quedado ciego por su culpa, se caiga en el camino. Este defecto no es proporcional a la culpa ni lo tiene en cuenta el juez, porque no puede juzgar sobre acontecimientos fortuitos».

El pecado original causó dos defectos: la pérdida de la gracia y los dones preternaturales y la aparición de todos los males, por esta falta. De manera que: «La pena impuesta taxativamente por el primer pecado fue la privación del beneficio divino que mantenía la rectitud e integridad de la naturaleza humana; y la muerte, con las demás penalidades de la vida presente, son efectos consiguientes a la substracción de dicho favor divino». La primera pena, impuesta directamente por Dios, es idéntica en todos. Las segundas, que le siguieron, que están afectadas de diferentes hechos, pueden tener modos distintos. «No es, pues, necesario que éstas penas existan en la misma forma en todos aquellos que poseen de igual modo el primer pecado».

La desigualdad en el modo, grado e intensidad de todo estos males que acompañan necesariamente la vida del hombre, comos los sufrimientos, la enfermedad, la vejez y la muerte, no son en sentido estricto fruto de la casualidad o del azar, porque están sujetas a la Providencia divina. Concluye, por ello, Santo Tomás que: «Dios, que conoce todos los acontecimientos futuros, ha distribuido esas penas en forma distinta, conforme a los designios de su providencia; no para castigar culpas de una anterior vida del alma, como sugiere Orígenes en Peri Archon (II, 9), esto se opondría a la sentencia de San Pablo, que afirma la existencia de la elección divina »antes de que el hombre haya hecho nada bueno o malo» (Rm 9, 11), y está en contra de la doctrina establecida en la Primera Parte (q. 90, a. 4; q. 118, a. 3) negando la existencia anterior del alma»[24] En estos lugares citados de la Suma, muestra el Aquinate que: «las almas no son creadas con anterioridad a la formación de los cuerpos, sino que son creadas en el momento de infundirse a los mismos»[25]. La razón es porque: «el alma, al ser parte de la naturaleza humana, no posee su perfección natural sino en cuanto unida al cuerpo. Por ello, no sería conveniente el que fuera creada antes que el cuerpo»[26].

Como cada alma no ha sido creada antes del cuerpo, la Providencia divina da los distintos modos de las penas a los diferentes hombres no por algo anterior a su vida: «sino para castigar en los hijos las culpas de los padres, ya que el hijo es algo que pertenece al padre y es a veces castigado a causa de él, o también para remedio de nuestra maldad, pues el dolor nos hace huir del pecado; y para que no nos enorgullezcamos por nuestras virtudes, sino que vayamos mereciendo con paciencia»[27].

El que la Providencia de Dios se extienda a todos los males de cada uno de los hombres no afecta que sean fortuitos o azarosos. Explica Santo Tomás que: «No sucede lo mismo cuando se trata de la causa universal que de la particular, pues si hay cosas que pueden eludir el orden de una causa particular, no así el de la universal, Nada, en efecto, se substraería al orden de una causa particular si otra también particular no impidiese su acción, así como el agua impide la combustión de un leño; pero como las causas particulares están todas incluidas en la universal, es imposible que ningún efecto escape al orden de la causa universal»[28].

Respecto a Dios nada es casual o fruto del azar. Si que ocurren cosas fortuitas, y se puede hablar de la suerte o de la fortuna, pero sólo respecto a las causas particulares.

El azar es la concurrencia accidental de dos acciones no azarosas. Así, si al cavar alguien una fosa para una sepultura, se encuentra con un tesoro, se dice que fue por casualidad o azar. Tanto el que cavó la sepultura como en el que enterró el tesoro no obraron por azar, sino para enterrar a alguien y guardar un tesoro. La casualidad o el azar está en que ambos fines se encontraron, pero de un modo accidental[29].

Las acciones naturales son constantes y persistentes, pero se dan también acciones azarosas o fortuitas, que, en cambio, son excepcionales. De manera que: «Se puede producir algo fuera del orden de alguna causa particular, pero no fuera del orden de la causa universal, en la que están comprendidas todas las particulares. La razón es porque, si alguna causa particular no consigue su efecto, se debe a que se lo impide otra causa particular sometida a su vez a la universal, por lo cual el efecto en modo alguno puede escapar a la acción de la causa universal»[30].

De todo ello, puede concluirse que: «cuando algún efecto escapa del orden de alguna causa particular, se dice que, con respecto a la causa particular, es algo casual o fortuito pero como con relación a la causa universal, a cuyo orden no puede substraerse, se dice que es algo proveído. Así, por ejemplo, la concurrencia de dos criados en un mismo lugar, aunque casual para ellos, es sin embargo, proveída por el señor, que intencionadamente les envío al mismo sitio sin que uno supiese que el otro también había sido enviado allí»[31].

Actitudes ante la muerte

Santo Tomás presenta otras tres objeciones posibles el carácter de castigo o pena de la muerte. La primera parece encontrarse en el libro de la Sabiduría, porquese dice: «Dios no hizo la muerte ni se goza con la perdición de los vivos»[32].

Queda resuelta si se tiene en cuenta que: «La muerte la podemos considerar o como un mal de la naturaleza, y en este sentido no es obra de Dios, sino defecto originado por la maldad humana». La muerte es un mal natural en el hombre, pero también un castigo por el pecado del hombre, que se ha apartado de Dios, alterando la ley de la recta razón y la ley de Dios. La causa de esta pena es Dios, en cuanto principio y fin de estos dos órdenes. Sin embargo, también puede decirse que el pecado es causa de la muerte, aunque de un modo indirecto, en cuanto que ha causado y de modo directo en su sujeto la necesidad de sufrir la correspondiente pena. Este es el sentido al que se refiere el versículo citado de la Escritura

Asimismo, añade Santo Tomás la muerte se puede considerar: «en cuanto posee cierta razón de bondad, es decir, en cuanto pena, justamente impuesta. Bajo este aspecto, procede de Dios, como afirma expresadamente San Agustín, en sus Retractaciones (I, c. 21) cuando dice que Dios no es autor de la muerte sino en cuanto pena»[33].

San Agustín en este lugar escribe: «dije: «Dios no busca la muerte de nadie», que ha de entenderse de suerte que el hombre al abandonar a Dios se acarrea la muerte, y también se la acarrea quien no recurre a Dios, según lo escrito: «Dios no hizo la muerte» (Sap 1, 13) Sin embargo, no es menos verdadero lo otro: «La vida y la muerte vienen del Señor Dios» (Eccli 11, 14), a saber: la vida del remunerador, la muerte del vengador»[34]

La segunda objeción es que: «Las penas no parece que sean meritorias, pues el mérito es del género de bondad, y la pena es mala. Pero la muerte es meritoria en ciertos casos, por ejemplo, en el martirio. Luego la muerte parece que no es pena»[35].

Santo Tomás responde con el siguiente texto de San Agustín sobre la visión cristiana de la muerte: «Así como los malos escribe San Agustín hacen mal uso de las cosas buenas y malas, los buenos ordenan a buen fin lo malo y lo bueno. Los malos usan mal de la ley aunque ésta sea buena, y los buenos mueren bien aunque la muerte sea un mal»[36]. Y concluye el Aquinate: «muriendo bien, los justos merecen mediante esa misma muerte»[37].

En la objeción siguiente se dice: «La pena es aflictiva, mientras que la muerte no parece serlo, pues el hombre muerto no percibe dolor alguno y en vida no sabe lo que es la muerte. Luego la muerte no es pena para el pecado»[38].

La argumentación recuerda a la de algunos filósofos, que enseñan que no hay que temer a la muerte, y que inicio el filósofo griego Epicuro, con su enseñanza de que: «el más espantosos de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros, porque mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos»[39]:

Nota Santo Tomás que tal argumentación no tiene en cuenta que: «La muerte puede tomarse en dos sentidos. Primero, como privación de la vida, en cuyo caso no se puede sentir, por ser privación del sentido y de la vida. Así, pues, la muerte no es pena de sentido, sino de daño»[40], En esta acepción, la muerte no se experimenta en vida.

Sí, en cambio, en el segundo sentido, en el que se siente o experimenta con pesar, que puede llegar a la angustia, como ha indicado el existencialismo, y ya había dicho San Agustín: «Adondequiera que te vuelvas, todo es incierto: sólo la muerte es cierta. Eres pobre: no sabes si llegarás a ser rico; eres ignorante: no es seguro que puedas instruirte; estás enfermo: no hay seguridad de que recuperes la salud. Has nacido: con toda seguridad que morirás; pero en esta misma seguridad de la muerte, lo que no es seguro es el día de la muerte. En medio de todas estas incertidumbres, donde sólo es cierta la muerte, aunque sí es incierta su hora, y por la que uno se preocupa tanto, y que de ningún modo se puede evitar, todo hombre inútilmente se afana durante su vida»[41].

La falta de certeza y de seguridad no se da en todo conocimiento, sino sólo en lo referente al curso de los sucesos concretos de nuestra vida, como explica con más detalle en otro lugar: «Todo lo demás referente a nosotros, sea bueno o malo, es incierto. Solo la muerte es cierta. ¿Qué estoy diciendo? Un niño ha sido concebido: tal vez nazca, tal vez sea abortado. Esa es la realidad; algo incierto. Quizá crezca, quizá no; quizá envejezca, quizá no; quizá sea rico, quizá pobre; quizá alcance honores, quizá sufra la humillación; quizá tenga hijos, quizá no; quizá se case, quizá no. Lo mismo respecto de cualquier otro bien que saques a colación. Contempla también los males: quizá enferme, quizá no; quizá le pique una serpiente, quizá no; quizá lo devore una fiera, quizá no. Pasa revista a todos los males. Siempre estará presente el «quizá sí, quizá no». ¿Acaso puedes decir: «Quizá morirá, quizá no»? ¿Por qué los médicos, tras haber examinado la enfermedad y haber visto que es mortal, dicen: «Morirá; no escapa de la muerte»? Ya desde el momento del nacimiento del hombre hay que decir: «No escapa de la muerte». Cuando nació comenzó a enfermar; cuando haya muerto, ciertamente pone término a su enfermedad»[42].

La muerte, por tanto, explica Santo Tomás: «tomándola en una segunda acepción, designa la corrupción que desemboca en la privación de que acabamos de hablar (de la vida y del sentido)».

En este sentido de la muerte o: «esa corrupción, lo mismo que la generación, cabe hablar de dos formas: como término de la alteración o cambio, y en ese caso coincide el privarnos de la vida y el morir, y así la muerte tampoco tiene razón de pena de sentido; o bien como proceso que lleva a la muerte, lo mismo que hablamos de generación cuando ésta ya se aproxima. En este sentido, la muerte puede ser aflictiva»[43].

El árbol de la vida

Termina el Aquinate la cuestión dedicada al don de la inmortalidad, con la aceptación y comentario de un texto de San Agustín sobre el envejecimiento del hombre que comenzó con el castigo de la muerte.[44]. Explica éste último que los primeros padres: «perdieron el vigor estable de la juventud, en que fueron creados por Dios, para ir al encuentro de la muerte al través de las vicisitudes de las edades. Y aunque los hombres todavía vivieron muchos años después, con todo, comenzaron a morir el día en que recibieron esta ley de la muerte, que los condena a la decadencia senil. Pues no permanece estable ni un solo instante, sino se desliza sin interrupción todo lo que con mudanzas continuas se precipita insensiblemente a su fin, no un fin que perfecciona, sino que destruye. Así se cumplió lo que había dicho el Señor: «El día en que comiereis, moriréis» (Gen 2. 17)»[45].

En el Génesis se dice que: «Produjo el Señor Dios de la tierra todo árbol hermoso a la vista y suave para comer, también el árbol de la vida en medio del paraíso y el árbol de la ciencia del bien y del mal»[46]. Sobre el árbol de la vida se indica más adelante que, después de pecar Adán, Dios dijo entre otras palabras: «que (Adán) no alargué quizá su mano y tome también del árbol de la vida y como y viva para siempre»[47]. Parece, por tanto, que con el árbol de la vida se conseguía la inmortalidad

Comenta, sin embargo, Santo Tomás que: «El árbol de la vida causaba tan sólo la inmortalidad en una cierta manera, no en absoluto y para comprenderlo claramente basta distinguir los dos remedios que el hombre tenía en aquel estado contra los dos siguientes defectos». El primero era la necesidad de alimentarse: «Y esto lo remediaba el hombre comiendo de los otros árboles del paraíso, del mismo modo que nuestros alimentos ahora».

El segundo era el deterioro o desgaste que se produce a lo largo del tiempo. «Vemos que, en un principio, la fuerza activa de la especie es tan vigorosa, que no sólo transforma el alimento asimilado sólo da para restaurar las fuerzas pérdidas, sino también para el crecimiento. Después el alimento para restaurar las fuerzas pérdidas; y, finalmente, en la vejez, ni aún para esto, viniendo así la decrepitud y la disolución natural del cuerpo».

El árbol de la vida, dotado de una virtud preternatural, contrarrestaba este segundo defecto que lleva a la vejez o caducidad y con ella la muerte del cuerpo. De manera que, como dice Santo Tomás actuaba como una «medicina».porque: «contra este defecto se fortalecía el hombre con el árbol de la vida, que robustecía el vigor de la especie contra el desgaste originado por la unión a lo extraño».

Sin embargo, precisa seguidamente el Aquinate: «esta inmortalidad no era absoluta, pues la virtud que redundaba del alma en el cuerpo no provenía del árbol de la vida, ni éste podía dar al cuerpo una inmortalidad perpetua. En efecto, la virtud de cualquier cuerpo es finita, y, por ello, la virtud del árbol de la vida no podía hacer durar el cuerpo infinitamente en el tiempo, sino sólo determinado tiempo. Y es que, cuanto mayor es la virtud de una cosa, más perdurable es su efecto. Por consiguiente, si la virtud del árbol de la vida era finita, su gusto preservaba de la corrupción por determinado tiempo, acabado el cual, o el hombre sería cambiado a una vida espiritual, o de nuevo necesitaría comer del árbol de la vida»[48] .

La causa principal de la inmortalidad corporal era el don preternatural, recibido de Dios, que le preservaba de la muerte, pero el árbol de la vida ayudaba a la prolongación de la vida. De manera que: «Si el hombre, después de haber pecado, hubiese podido comer del árbol de la vida, no hubiese conseguido «vida eterna», sino solamente un plazo de vida «más larga». Y esto no le convenía: ya es bastante la miseria sin prolongarla más»[49].

A pesar de su propiedad milagrosa: «El árbol de la vida era un árbol material, llamado así por su virtud de conservar la vida. Pero también tenía su simbolismo, como la piedra del desierto era algo material y significaba a Cristo (Cf. 1 Cor 10, 4)».

No es extraño este simbolismo, porque: «Igualmente el árbol de la ciencia del bien y del mal era un árbol material, llamado así porque, al probarlo, el hombre aprendió en el castigo impuesto lo que va del bien de la obediencia al mal de la desobediencia. Y, no obstante, también, como quieren algunos, podía ser símbolo del libre arbitrio»[50] .

Eudaldo Forment



[1] SANTO TOMÁS, Suma contra los geniiles, II, c. 55.

[2] Gen 2, 16.

[3] Gen 3, 17-19.

[4] Sap 1,13.

[5] Sap 2, 23-25.

[6] Rom 5, 12.

[7] Cor 15, 21.

[8] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los romanos, c. V, lec. 3.

[9] IDEM, Suma teológica, I, q. 97, a. 1, in c.

[10] IDEM, In I Sent, d 19., q. 1, a. 2, in c.

[11] IDEM, Suma teológica, II-II, q. 164, a. 1, ob. 1

[12] Rom 5, 12.

[13]Concilio de Trento, Sesión V, Decreto sobre el pecado original, I.

[14] Ibíd., II.

[15]II Concilio de Orange, can II.

[16]II Concilio de Milevi (416) y XVI Concilio de Cartago (418), Can. 1.

[17] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 164, a. 1, in c.

[18] Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ad 1.

[19] Ibid., II-II, q. 164, a. 1, ob. 2.

[20] Ibid., II-II, q. 164, a. 1, ad 2.

[21] Ibid., II-II, q. 164, a. 1, ob 3.

[22]Ibid., II-II, q. 164, a. 1, ad 3.

[23] Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ob. 4.

[24] Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ad 4.

[25] Ibíd., I, q. 118, a. 3, in c.

[26] Ibíd., I, q. 90, a. 4, in c.

[27] Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ad 4.

[28] Ibíd., I, q. 22, a. 2, ad 1.

[29] Cf. ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 3.

[30] IDEM, Suma teológica, I, q. 19, a. 6, in c.

[31] Ibíd., I, q. 22, a. 2, ad 1.

[32] Sab 1, 13. Cf. SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 164, a. 1, ob. 5.

[33] Ibid., II-II, q. 164, a. 1, ad 5.

[34] SAN AGUSTÍN, Retractaciones, I, 21.

[35] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 164, a. 1, ob. 6.

[36] SAN AGUSTÍN, Ciudad de Dios, XIII, c. 5.

[37] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 164, a. 1, ad 6.

[38] Ibíd.,II-II, q. 164, a. 1, ob. 7.

[39] EPICURO, Carta a Meneceo, en DIÓGENES LAERCIO, X, 122-135.

[40] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 164, a. 1, ad 7.

[41] SAN AGUSTÍN, Comentario a los Salmos, Sal. 38, 19.

[42] IDEM, Sermones, Serm. 97, 3

[43] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 164, a. 1, ad 7.

[44] Cf. Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ad 8.

[45] SAN AGUSTÍN, Corrupción y perdón de los pecados y el bautismo de los párvulos, XIV, c. 26.

[46] Gen 2, 9.

[47] Gen 3, 22.

[48] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 97, a. 4, in c.

[49] Ibíd., II-II, q. 164, a. 2, ad 6.

[50] Ibíd., I, q. 102, a. 1, ad 4.

4 comentarios

  
Menka
Según el Concilio de Trento: "...y que por aquel pecado de desobediencia todo Adán pasó a un estado peor así en el cuerpo como en el alma."

De donde deduzco que el cuerpo humano antes del pecado original era distinto en sus propiedades al cuerpo después del pecado.
Porque, en efecto, no queda afectada solamente el alma.
05/04/16 2:16 PM
  
Adsertor
Qué maravilloso artículo.

Quería dejar unas preguntas si es menester:

Si en el estado de justicia original no había corrupción, y el hecho de envejecer es a causa de esa corrupción (ese desgaste de la materia), ¿cómo podría el hombre haber crecido (si hubieran engendrado hijos en el estado de justicia original) en el vientre materno, o ya nacido si no envejecería?

O sin ir a los descendientes, ¿Adán y Eva habrían envejecido? Si la respuesta es no, me remito a lo anterior... si hubieran engendrado, ¿cómo iba a crecer en el vientre el bebé o llegar a ser adulto ya nacido?.
Si la respuesta es sí Adán y Eva habrían sido ancianos algún día, ¿cómo se puede imaginar a un anciano de 1000 años? Me refiero, su cuerpo estaría tan sumamente corrompido que sería irreconocible.

Agradecería un poco de luz en el tema, gracias. Un abrazo en Cristo
05/04/16 4:02 PM
  
Ezrón ben Fares
Estimado Adsertor, me parece que confundes vejez con crecimiento. La juventud es la plenitud de nuestro cuerpo. De ahí empezamos a envejecer. Muchos órganos crecen hasta alcanzar su pleno desarrollo.

Veamos el ejemplo del Mesías con respecto al nacimiento. El Mesías, nació bebe, nunca conoció la corrupción, fue siempre santo, no envejeció.
06/04/16 12:00 AM
  
Menka
Ezrón, el Señor tomó un cuerpo corruptible, para redimir al hombre.

En cuanto al envejecimiento, en efecto hay que distinguirlo del crecimiento, para lo que fueron destinados los hijos de Adán y Eva si estos no hubiesen pecado.

Naturalmente, Dioa creó al hombre completo.
07/04/16 8:04 PM

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