V. Los preámbulos de la fe
Imposibilidad de la doble verdad
La distinción y la primacía de la fe sobre la razón, afirmada siempre por Santo Tomás, no implican unconflicto entre ambas. La fe esta por encima de la razón y, sin embargo, no es posible una verdadera disensión entre ellas. Admitirla supondría atentar contra la unidad de la verdad.
La revelación y la razón humana tienen un mismo origen: Dios, que no puede contradecirse. El mismo Dios, que mueve a la voluntad humana en el acto de fe y que revela los misterios, objeto de la fe, es quien ha creado el espíritu humano con la facultad de la razón.
Dios, que no es contradictorio, no se niega a sí mismo. Si, en algún caso, se presenta una contradicción entre la razón y la fe es únicamente aparente. La supuesta contradicción puede haber sido producida por la falsedad de las tesis racionales, que se han tomado, sin serlo, por verdaderas; o bien, porque los contenidos de la fe no han sido bien entendidos o no se han expuesto tal como la Iglesia los enseña
Estas tesis tomistas no deben tomarse como opinables, no sólo por su racionalidad, sino porque para el católico, además, el Concilio Vaticano I, después de afirmarlas, añadió consecuentemente: «Declaramos, pues, que toda aserción contraria a la verdad testimoniada por la fe es absolutamente falsa. Pues la Iglesia, que juntamente con el ministerio apostólico de enseñar recibió el mandato de custodiar el depósito de la fe, ha recibido igualmente de Dios el derecho y el deber de condenar la falsa ciencia (1 Tim 6,20), a fin de que nadie sea seducido por la falaz filosofía y por vanas sutilezas (Col 2,8). Por lo cual, a todos los fieles cristianos, no sólo se les prohíbe defender como legítimas conclusiones de la ciencia aquellas opiniones, que se conozcan ser contrarias a la fe cristiana, especialmente si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que además están absolutamente obligados a tenerlas como errores, que se presentan con falsa apariencia de verdad»[1].
Ayuda mutua entre razón y fe
Del motivo de la imposibilidad de una doble verdad, o de la oposición contradictoria entre la fe y la razón, es decir, del que Dios sea autor y origen de toda verdad, se sigue una importante consecuencia: la fe y la razón seayudan mutuamente.
La razón, que es utilizada por la ciencia teológica en sus investigaciones, es para ella un instrumento necesario; y también la razón muestra los fundamentos racionales del hecho de la revelación.
A su vez, la fe ayuda a la razón librándole de muchos de sus errores; y asimismo proporcionándole conocimientos racionales de ámbito filosófico, lo que Santo Tomás denomina «preámbulos de la fe».
Por consiguiente la teología, no se opone a las demás ciencias. Por el contrario, la religión, por una parte, las ha promovido y las ha ayudado de muchos modos. Sostiene que rectamente utilizadas las ciencias son ventajosas para la vida humana. Además, al igual que tienen el último origen en Dios, pueden ser el punto de partida para llegar hasta Él. Por otra, también ha velado por su justa libertad. La ciencia goza de una autonomía propia. Su ámbito, sus principios y sus métodos son exclusivos, pero la religión le advierte cuando traspasa sus propios límites.
También en el Vaticano I se dice que la Iglesia: «No prohíbe en verdad que cada ciencia se desarrolle dentro de su esfera con sus propios principios y por su especial método; pero, respetando esta justa libertad, vela diligentemente para que impugnando la divina doctrina, no caiga en errores, o traspasando sus propios límites, no invadan ni perturben las cosas pertenecientes a la fe»[2].
Concordancia de razón y fe
La ciencia tiene unos límites, tanto teóricos y prácticos. No son puramente internos: las de su incapacidad propia, cuyo límite le es desconocido, y la de sus fracasos técnicos, que pueden y se van subsanando. La medida de la ciencia no es su propio poder. Como toda actividad humana esta supeditada al bien.
Los límites del bien y del mal, que la ciencia debe aceptar, no son, en realidad, límites para ella, sino la condición para que el hombre no se autodestruya. Sin ellos no cumpliría su finalidad esencial que es servir al hombre. Sin el orden al bien, la ciencia lo pervierte todo, la naturaleza, la sociedad, las relaciones humanas y al hombre mismo. La verdad y la bondad, como conceptos trascendentales, no se pueden separar.
Con esta distinción y asociación entre la razón y la fe, queda establecida una relación armónica entre ellas, que respeta la autonomía, las competencias y el valor de ambas. Por ello, la filosofía y la teología deben colaborar en su común búsqueda de la verdad, aunque por los caminos distintos, pero concordes, de la razón y de la fe, ayudándose mutuamente.
Los caminos no pueden cruzarse, porque como también se indica al final del anterior texto conciliar citado: «La doctrina de la fe, revelada por Dios, no ha sido propuesta para ser perfeccionada por los humanos ingenios, como si fuera un invento filosófico, sino que ha sido entregada como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo, para ser fielmente custodiada e infaliblemente declarada. Por eso, debe también darse siempre a los dogmas sagrados aquel sentido, que haya sido una vez declarado por nuestra Santa Madre Iglesia; ni de este sentido ha de apartarse jamás nadie en nombre y con pretexto de superior inteligencia»[3].
No quiere decirse con ello que no pueda darse un desarrollo de lo creído, por una explicitación racional. Sin embargo, en este progreso, como recuerda finalmente el Concilio, se sigue el famoso criterio del Padre de la Iglesia, del siglo V, San Vicente de Lerins, sobre el desarrollo doctrinal: «In eoden dogmate, eodem sensu, eademque sententia», que se encuentra en este pasaje de su Commonitorio: «Quizá alguien diga: ¿ningún progreso de la religión es entonces posible en la Iglesia de Cristo? Ciertamente que debe haber progreso, ¡Y grandísimo! ¿Quién podría ser tan hostil a los hombres y tan contrario a Dios que intentara impedirlo? Pero a condición de que se trate verdaderamente de progreso por la fe, no de modificación. Es característica del progreso el que una cosa crezca, permaneciendo siempre idéntica a sí misma; es propio, en cambio, de la modificación que una cosa se transforme en otra. Así, pues, crezcan y progresen de todas las maneras posibles la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría, tanto de la colectividad como del individuo, de toda la Iglesia, según las edades y los siglos; con tal de que eso suceda exactamente según su naturaleza peculiar, en el mismo dogma, en el mismo sentido, según una misma interpretación»[4].
Verdades naturales reveladas
Al examinar las relaciones entre la razón y la fe indica el Aquinate que, además de las verdades sobrenaturales en la revelación divina, también se ofrecen algunas, que se pueden alcanzar por la razón humana. No es extraño, porque no ha sido inútil revelar verdades, que se pueden alcanzar por el hombre con su razón. «Fue necesario para la salvación del género humano que aparte de las disciplinas filosóficas, campo de investigación de la razón humana, hubiese alguna doctrina fundada en la revelación divina» como es «la doctrina sagrada conocida por revelación» o teología. «Más aún, fue también necesario que el hombre fuese instruido por revelación divina sobre las mismas verdades que la razón humana puede descubrir acerca de Dios»[5].
El hecho de que verdades fueran reveladas junto con las sobrenaturales, obedece a tres motivos, que muestran su provecho.
El primer motivo es porque si se dejare a la sola razón humana el descubrimiento de estas verdades, en primer lugar, muy pocos hombres a lo largo de la historia conocerían a Dios y otras verdades naturales conexas con su existencia y naturaleza.
Sólo habría un número muy limitado de hombres, que hubiera conocido estas verdades naturales, porque a los restantes se lo habría podido imposibilitar tres causas. Primera: la mala complexión fisiológica, que impide llegar al sumo grado del saber humano, que es conocer a Dios. Segunda: el cuidado de los bienes familiares, que es imprescindible, pero que quita el tiempo necesario para poder conocer a Dios. Tercera: la pereza, comprensible de algún modo, porque es preciso saber de antemano mucho para que la razón pueda conocer a Dios. A pesar de que Dios ha insertado en el alma del hombre el deseo de las verdades divinas, para conocerlas se necesita una larga y profunda labor investigadora filosófica.
El segundo motivo por el que, sin la revelación expresa de ciertas verdades racionales o naturales, muy pocos hombres las habrían conocido, porque estos pocos hombres, que no tuvieran los impedimentos fisiológicos, familiares y el vicio de la pereza, o la huida al esfuerzo y al trabajo, las hubieran obtenido con gran dificultad y después de mucho tiempo.
Esta dificultad y la necesidad de tanto tiempo para superarla obedecen también a tres causas. Primera: porque, por la profundidad de estas verdades, el entendimiento humano no es idóneo para captarlas con facilidad, y, por tanto, necesita mucho tiempo. Segunda: porque se requiere saber muchas otras cosas de antemano. Tercera: porque asimismo se necesita la madurez, que proporcione la paz y la tranquilidad, necesarias para conocer verdades tan profundas.
Si el conocimiento racional natural de Dios sólo lo lograran únicamente algunos pocos, y éstos después de mucho tiempo, la humanidad hubiera permanecido inmersa en medio de grandes tinieblas de ignorancia, y también de malicia, ya que el conocimiento de Dios hace a los hombres perfectos y buenos en sumo grado.
El tercer motivo por el que, sin la revelación expresa de ciertas verdades racionales o naturales, muy pocos hombres y después de mucho tiempo las habrían conocido, es porque además estos pocos hombres sabios y maduros poseerían estas verdades naturales con gran incertidumbre.
Se explica esta incertidumbre, por tres causas. Primera: porque muchas verdades se tendrían por dudosas, por la debilidad del entendimiento humano, incluso en estos sabios, que hace que las más de las veces, la falsedad se mezcle con la verdad. Segunda, porque también en ellos se encuentran tesis contrarias. Tercera, porque se sabe asimismo que entre las verdades, que demuestran, hay elementos meramente probables o sofísticos[6].
Preámbulos de la fe
Fue conveniente, por tanto, la revelación de estas verdades, que sin ella sólo poseerían unos pocos hombres, después de mucho tiempo y con gran incertidumbre. Fue beneficioso presentar estas verdades racionales en sí mismas asequibles al hombre por vía de fe, porque así puede llegar a todos los hombres de manera inmediata el conocimiento de verdades puras y con una perfecta certeza.
No puede pensarse que sería suficiente la revelación de las verdades sobrenaturales, sin necesidad, por tanto, de verdades naturales, que sólo parecen tener una utilidad filosófica. Las verdades naturales reveladasnosólo tienen un interés filosófico, sino también para la fe. Santo Tomás las considera «preámbulos de la fe», porque son la base racional inmediata a los contenidos exclusivos de la fe, aquellos que no son cognoscibles por la razón natural[7].
Las verdades, o preámbulos a los artículos de la fe, no son a la vez de fe o sobrenaturales y asequibles o naturales a la razón humana, porque sería contradictorio. Estas verdades para unos son naturales o racionales, porque en sí mismas son demostrables por las razón humana, aunque es difícil sin dudas ni errores. Para otros, gracias a la Providencia, las aceptan como de fe, o con una racionalidad que sobrepasa la capacidad humana. De este modo todos los hombres pueden conocerlas, unos como creídas y otros como comprendidas por su razón[8].
Necesidad de la revelación de los misterios sobrenaturales
Son necesarias las verdades naturales reveladas, pero lo son más las verdades sobrenaturales, porque Dios ha destinado al hombre a un fin último sobrenatural, que rebasa y trasciende las exigencias de su naturaleza creada. Esta elevación del hombre al orden sobrenatural requiere la revelación de verdades sobrenaturales, ya que no se puede tender a algo por un deseo o inclinación, sin que sea de antemano conocido. «El hombre está ordenado a Dios como a un fin que excede la capacidad de comprensión de nuestro entendimiento, como se dice en Isaías: Fuera de ti, ¡Oh Dios!, no vio el ojo lo que preparaste para los que te aman” (Is 44,4). Los hombres que han de ordenar sus actos e intenciones a un fin deben conocerlo. Por tanto, para salvarse necesitó el hombre que se le diesen a conocer por revelación divina algunas verdades que exceden la capacidad de la razón humana»[9].
El que Dios comunique al hombre algo que está por encima del límite de su razón, que tiene por su naturaleza, y que le ha sido dada por el mismo Dios, no es algo extraño, porque los hombres están ordenados por la providencia divina a un bien más alto que el que la limitación humana puede gozar en esta vida. Es, por tanto, necesario revelar este bien superior, que trasciende el conocimiento de la razón, para que lo desee y tienda a él. Además, es posible que la razón humana pueda entender el sentido de lo que le es trascendente, porque las verdades de fe no son contranaturales, ni violentan a la razón humana.
Existen otros muchos motivos que justifican la revelación divina de las verdades sobrenaturales, pero se pueden destacar tres, que se pueden descubrir sin dificultad.
El primero es que la revelación de las verdades sobrenaturales sirve para comprender adecuadamente la trascendencia divina. Para conocer la trascendencia de Dios no son suficientes las verdades naturales y los preámbulos de la fe.Con las verdades sobrenaturales se tiene conocimiento más veraz de Dios, porque se tiene un conocimiento verdadero de Dios, cuando se considera que está por encima de todo lo posible que puede pensar de Él.
Afirma Santo Tomás: «Únicamente poseeremos un conocimiento verdadero de Dios cuando creamos que su ser está sobre todo lo que pueda pensar el hombre sobre Dios, ya que la substancia divina trasciende el conocimiento natural del hombre»[10]. Esta trascendencia de Dios, respecto al entendimiento humano, queda afirmada claramente con la revelación, porque por el mismo hecho de que se proponga al hombre una verdad divina, que excede a la razón humana, le confirma que Dios está por encima de lo que se puede pensar.
Los otros dos motivos de la utilidad de la revelación son prácticos. El primero es porque es un remedio a la soberbia humana. El hecho de la revelación divina reprime la soberbia y el orgullo humanos, porque es posible que el hombre, engreído por su inteligencia, crea que pueda conocer toda la naturaleza de las cosas y, por ello, piense que es verdadero todo lo que entiende y falso lo que no. Al proponerse al hombre, por la revelación, verdades que exceden la capacidad de todo entendimiento humano, se le enseña la humildad, necesaria para la búsqueda de toda verdad.
Proporciona satisfacción el conocimiento de lo revelado, porque, aunque el conocimiento de Dios, que posee el hombre por la razón, sea muy pobre, le satisface más que otro más rico de las criaturas. «El entendimiento humano apetece y ama y sobremanera se deleita en el conocimiento de lo divino, por menguado que sea, mucho más que con el conocimiento perfecto que tiene de las cosas inferiores»[11].
La fe le amplia el conocimiento de lo que está fuera de sus posibilidades naturales, y, por tanto, perfecciona a la razón humana y le da una mayor satisfacción. Sin embargo este conocimiento lleva y exige la oración, para que sacie el corazón. Sabiduría que se encuentra sintetizada en las sencillas palabras de un humilde campesino santo, el fraile capuchino San Pío de Pietrelcina: «Con el estudio de los libros se busca a Dios; con la meditación se le encuentra»[12].
Eudaldo Forment
[1] Concilio Vaticano I, Constitución sobre la fe católica, c. IV.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd. En el canon de este mismo capítulo IV de la constitución dogmática se dice: «Si alguno dijere ser posible que alguna vez se debe dar a los dogmas propuestos por la Iglesia según el progreso de la ciencia un sentido distinto del que ha entendido y entiende la Iglesia, sea excomulgado» (Constitución dogmática sobre la fe católica, cánones, IV, c. 3).
[4] SAN VICENTE DE LERINS, Commonotorium, n. 23.
[5] Santo Tomás, Suma Teológica, I, q. 1, a. 1, in c.
[6] Cf. IDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 4.
[7] Como algunos de estos preámbulos de la fe fueron descubiertos por la razón en el mundo greco-romano no fue casual que en la evangelización cristiana se asumieran, junto con su valoración de la razón. Se reconoció que la sabiduría helénica había tenido una función preparatoria en orden a la religión cristiana, de una manera parecida a la revelación judía. Las dos tenían su origen en Dios y ambas eran sus fundamentos. El encuentro, por tanto, de la cultura helenística y su asunción, aunque depurada de lo erróneo, no es algo circunstancial ni accidental en la fe cristiana.
[8] Cf. SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 2, a. 3, ad 1.
[9] Ibíd., I, q. 1, a. 1, in c.
[10] IDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 5.
[11] Cf. Ibíd., III, c. 25.
[12] S. Pío de Pietrelcina, Buenos días (Ed. P. Gerardo Di Flumeri), Madrid, Difusora Bíblica-Franciscana, 2005, n. 5, p. 43.
3 comentarios
Un saludo en Cristo
Saludos.
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