–Bueno, ya, terminado. Bendigamos al Señor.
–Demos gracias a Dios.
La diferencia entre la dirección y el acompañamiento está en que la ayuda espiritual prestada a una persona incluya o no la relación autoridad-obediencia. Desarrollo un poco más esta cuestión porque es importante.
–La Iglesia siempre ha entendido que la obediencia es uno de los principales valores de la direcciónespiritual. También en los laicos. Vivida la obediencia en la humildad y en el amor, ayuda a conformar totalmente la propia voluntad con la de Dios providente, haciendo así de la persona una ofrenda sacrificial plena y continua. Bastaría para comprobarlo leer las colecciones de cartas escritas a laicos de toda condición por santos como San Juan de Ávila, Santa Teresa, San Juan de la Cruz o San Pablo de la Cruz.
San Vicente Ferrer (+1419): «Es mucho de notar que el siervo de Dios, si tuviese un maestro que le instruyese o enseñase, por el consejo y orden del cual se rigiese y cuya obediencia, así en cosas grandes como pequeñas, con rigor siguiese, con mayor facilidad y en más breve tiempo podría llegar a la perfección, que si él propio se quisiese aprovechar a sí, aunque para esto tenga el mejor y más agudo entendimiento y los mejores y más espirituales libros… Y más digo, que Cristo, sin el cual no somos poderosos de hacer cosa alguna, jamás en tal caso concederá su gracia y favor al que tiene quien le pueda instruir y guiar, y lo menosprecia o hace poco caso de aprovecharse de tal guía, creyendo que harto suficientemente puede valerse de sí, y por sí solo puede rastrear y hallar lo que para su salvación le conviene» (Tratado de la vida espiritual VI).
Santa Teresa (+1582) enseñaba que «aunque no sean religiosos, sería gran cosa –como lo hacen muchos– tener a quien acudir, para no hacer en nada su voluntad» (3Moradas 2,12).
San Francisco de Sales (+1622), que tanto encarece la santificación plena de los laicos, escribe en su Introducción a la vida devota un precioso capítulo sobre «la necesidad de un conductor para entrar y hacer progreso en la devoción»:
«¿Quieres con más seguridad caminar a la devoción? Busca algún hombre virtuoso que te adiestre y guíe… Jamás hallarás tan seguramente la voluntad de Dios como por el camino de esta humilde obediencia, practicada y estimada en tanto por todos los antiguos devotos… Más ¿quién hallará este amigo? Los humildes, los que de verdad desean el crecimiento espiritual… Ruega, pues, a Dios con toda tu alma para que te dé un guía que sea según su corazón… Pondrás en él una gran confianza, mezclada de una sagrada reverencia, de suerte que la reverencia no disminuya la confianza y que la confianza no estorbe la reverencia. Confía en él con el respeto de una doncella para con sus padres, y respétale con la confianza de un hijo para con su madre. Esta amistad, en fin, ha de ser firme y dulce, santa, sagrada, divina y espiritual… Pídele a Dios [un guía], y habiéndole hallado, persevera con él, dando gracias a su divina Majestad, y no buscando otras novedades, sino irte siempre por el camino que tu guía te muestra, simple, humilde y confiadamente; y con esto harás un dichoso viaje» (I p., cp.4). «Haz que tu padre espiritual ordene las obras de piedad que debes observar, porque así ellas serán mejores y poseerán doble gracia y bondad: una, por ellas mismas, pues son obras buenas; otra, por la obediencia que las ha ordenado y en virtud de la cual son hechas» (cp.11).
El gran aprecio de la virtud de la obediencia en la dirección espiritual ha sido en la historia de la Iglesia doctrina común de los santos y de los grandes maestros espirituales, como al menos en parte hemos podido comprobar. Desde los más antiguos formuladores de la espiritualidad cristiana (Evagrio Póntico, Casiano, Benito) hasta los autores más notables de la teología espiritual de la primera mitad del siglo XX (De Guibert SJ, Naval CMF, Tanquerey, Garrigou-Lagrange OP, Royo Marín 0P), todos han coincidido en esa doctrina.
Es en la segunda mitad del siglo XX cuando la virtud de la obediencia casi desaparece de lo manuales de espiritualidad y de los escritos referentes a la dirección espiritual. (Vergogna!!). Autores y formadores, que tantas veces se muestran frágiles, inseguros, muy afectados por la cultura dominante, quieren hacernos creer que la dirección espiritual con obediencia produce de suyo unas personalidades crónicamente infantiles… Muy infantiles, sí: como Benito, Bernardo, Juan de Ávila, Ignacio, Javier, Teresa, Pedro de Alcántara, La Colombière, Claret, Foucauld, etc.)… Risum teneatis.
–La fuerza acrecentadora de la autoridad y de la obediencia es inmensa. Ésta es una verdad hoy muy ignorada; por eso insisto en afirmarla. La misma etimología de la palabra auctoritas así la expresa. Auctor hace referencia no solamente a lo que está en el inicio de una criatura (autor, creador, productor), sino también a lo que tiene capacidad para promover su crecimiento, auctor-augere (aumentar, acrecentar, engrandecer). La autoridad es una fuerza espiritual acrecentadora, que las personas y las comunidades humanas reciben por la obediencia.
Obedeciendo a Dios, el Autor universal, la Autoridad suprema, y obedeciendo a las Autoridades humanas por Él constituídas –padres, párrocos, Obispo, maestros, autoridades civiles, académicas, laborales, municipales– crecen las personas y las comunidades en el bien –los hijos, los feligreses, los alumnos, los ciudadanos–. Y la obediencia a las autoridades humanas –también, en nuestro caso, al director espiritual– es tan benéfica para el hombre porque es obediencia prestada a Dios, ya que «no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido constituidas» (Rm 13,1).
Muy diversas son, sin duda, las autoridades constituidas, y muy diversa será la obediencia que a cada una de ellas se debe. Una es la obediencia al párroco, otra al maestro, otra a los padres, otra al profesor, otra al director de un equipo deportivo o al capitán de una escuadrilla aérea. Y otra la obediencia debida al director espiritual. Pero siempre el binomio autoridad-obediencia es acrecentador y perfeccionador de la persona, unificador de la comunidad y estimulante para el bien.
El Catecismo enseña que a la autoridad de los padres (2221-2231), de los gobernantes (1897-1904, 2234-2243) y de los pastores de la Iglesia (1558,1563), debe corresponder la obediencia filial (2214-2220), presbiteral (1567), religiosa (915), eclesial (1269) y cívica (1900, 2238-2240); una obediencia, como digo, diferente en cada caso, pero que nunca debe ser irresponsablemente ciega (2313). León XIII, en su formidable encíclica sobre la autoridad, Diuturnum (1981), no solamente enseña los fundamentos reales de toda autoridad humana, que están en Dios, sino que describe el desmoronamiento que sufrirá el mundo –la familia, la escuela, el mundo religioso, laboral, político– cuando la autoridad se vea prácticamente anulada, al dársele unos fundamentos falsos.
–Los laicos deben vivir espiritualmente aquellos mismos consejos evangélicos que los religiosos viven espiritual y materialmente. Han de tener, por ejemplo, espíritu de pobreza, aunque su vocación no les permita muchas veces participar de ciertas austeridades normales entre religiosos, ni las realizaciones prácticas de ese espíritu puedan tampoco tener formas tan concretas y predeterminadas como las que se dan en la vida religiosa. Pues bien, de un modo semejante, el laico, aunque no tiene propiamente superiores del fuero externo o interno a quienes obedecer en el sentido canónico estricto, sigue las indicaciones de su director espiritual con un espíritu de obediencia, cuyas aplicaciones concretas no están determinadas previamente en una regla de vida –como en el caso de los religiosos–, ni le obligan estrictamente bajo pecado. Ahora bien, quede claro que tanto en uno como en otro caso se trata en el cristiano laico de vivencias genuinas de la pobreza y de la obediencia evangélicas, con toda su fuerza liberadora de la caridad, y no de sucedáneos meramente ilusorios o verbales.
¿Cómo es, pues, la obediencia de los laicos en la dirección espiritual? En ella el director no tiene una autoridad jurídica, que haga de él, en el sentido canónico, un superior externo o interno, al que se debe –incluso a veces bajo pecado– obediencia estricta. El laico cristiano, sin embargo, presta a la autoridad espiritual de su director una verdadera obediencia espiritual, hecha de docilidad intelectual y, en conciencia, de sincera sujeción voluntaria a la voluntad de Dios, viéndolo representado en su guía.
Y puesto que el campo de la obediencia no está claramente delimitado en el laico –como lo está en el religioso, al menos en ciertos casos–, ejercita su espíritu de obediencia siguiendo en cada caso la luz de la prudencia sobrenatural. Prestará así, por ejemplo, una obediencia más exacta y confiada en ciertas cuestiones –lecturas, prácticas espirituales, actividades caritativas, frecuencia de sacramentos, evitación de ciertas cosas–, mientras que en otras –en una decisión vocacional, por ejemplo, o en la venta de una propiedad– habrá de aplicar su espíritu de obediencia obviamente de otros modos.
Y por su parte, igualmente, la autoridad espiritual del director ha de ejercitarse en claves muy diversas, según se trate de unas u otras personas o cuestiones. Más aún, el director espiritual normalmente no da mandatos ni consejos autoritativos al dirigido, sino que le ayuda para que él mismo tome decisiones buenas, plenamente gratas a Dios, libres de los engaños del Maligno, bien iluminadas por la fe y por los ejemplos de los santos. Es decir, le ayuda a tomar decisiones exentas de motivos falsos, de apegos desordenados, de miedos, ambiciones o presiones indebidas del mundo. En ocasiones, convendrá que el director apruebe ciertas decisiones del dirigido –o no les ponga al menos su veto, exigiendo una demora en el discernimiento–.
Pero también, en ocasiones, el director deberá impulsar firmemente al dirigido con determinados mandatos o consejos, formulados normalmente en diálogo previo con él, y siempre modificables en base a las experiencias y diálogos posteriores. Unas veces los motivos dados por el director para justificar lo que prescribe o prohibe resultarán convincentes para el dirigido, y otras no. «Es normal que tal cosa suceda. Pero es el momento de urgirle con suave firmeza a que, a pesar de todo, lo haga, según la palabra del Señor a Simón Pedro: “Lo que hago, tú no lo entiendes ahora; ya lo entenderás más adelante” (Jn 13,7)» (Mendizábal, ob. cit. Dirección 126).
Pues bien, todos esos impulsos del director, no poco diversos en su grado de apremio, han de ser recibidos por el dirigido, según Dios se lo vaya concediendo, en espíritu de obediencia. Y quiero decir con esto que, así como no a todos da el Señor la gracia de la dirección espiritual en su forma plena, tampoco a todos los que les concede tener dirección espiritual les da igualmente su gracia para que sujeten a la guía del director toda su vida, toda en absoluto, o algunos aspectos de ella solamente. En esta delicada cuestión, como en todo, el cristiano debe aspirar en la dirección a aquella extensión concreta de la obediencia espiritual que Dios quiera concederle. No a otra, más o menos amplia.
Por otra parte, como bien observa el padre Mendizábal, «esta obediencia espiritual, por su naturaleza misma, no es obligatoria bajo pecado. Pero la obligatoriedad bajo pecado no es esencial a la obediencia. Formalmente, lo propio de la obediencia consiste en que tome como regla formal autoritativa de sus acciones la voluntad libre de otra persona constituida en autoridad [en nuestro caso, en autoridad moral o espiritual]. Con fundamento decíamos, por tanto, que los consejos del director ministerial no era simples consejos, sino consejos autoritativos. Y que su observancia no era simple prudencia y humildad, sino verdadera obediencia, aunque sin obligación de pecado» (Dirección 60-61).
* * *
–La autoridad y la obediencia han sufrido actualmente en gran parte del mundo y de la Iglesia una enorme devaluación. No entraré a señalar las causas de este fenómeno –el libre examen protestante, la autonomía de la voluntad en el liberalismo, el individualismo arbitrario moderno, etc.–, pero sí recordaré las nefastas consecuencias de este fenómeno.
Si una autoridad humana no se ejercita en su forma propia, o es ejercitada en formas excesivas o insuficientes, o si falla la obediencia que se le debe, toda la vida del hombre y de las comunidades se debilita, se trastorna, se empobrece, se esteriliza. Un padre que no ejercita debidamente su autoridad paternal está frenando y desviando el crecimiento de sus hijos. Y del mismo modo, un hijo que no obedece a sus padres, sino que siempre se muevo por su propia voluntad, se está destrozando. Un Obispo que no gobierna su Iglesia debidamente, permite o causa en ella indecibles males, la pervierte, la hace infecunda. Los párrocos que van a su aire, conscientes de que su desobediencia quedará impune, esterilizan su ministerio y desvían la comunidad del camino recto de la Iglesia. Todas las entidades sociales o personales se desmoronan cuando falla la autoridad y la obediencia.
Y en ese mismo sentido, la devaluación suma que han sufrido la autoridad y la obediencia en nuestro tiempoha desfigurado también en gran medida la vida religiosa, hasta casi extinguirla, quitándole una de sus principales razones de ser. Y de modo semejante, ha eliminado también la obediencia en la dirección espiritual.
–El acompañamiento espiritual sustituye hoy con frecuencia a la dirección espiritual, porque está hoy mucho más próximo al espíritu de nuestro tiempo. Si en la pedagogía familiar o escolar los padres y los maestros procuran evitar lo más posible el mandato, y se limitan a la persuasión; si esa renuncia frecuente al ejercicio de la autoridad se extiende a la acción de los políticos democráticos, que dependen del voto de sus electores, o también incluso a la terapia no-intervencionista de los psicólogos, ¿cómo no se reflejará este mismo espíritu de algún modo en la acción pastoral de los Obispos y párrocos, y por supuesto también en la dirección espiritual? Estando así las cosas ¿no será incluso prudente en muchas ocasiones que el sacerdote se limite al acompañamiento, cuando prevé que se quebraría el vínculo espiritual con una persona, si le propusiera a ésta la guía de una dirección más plena?
En el ambiente de hoy, tan profundamente subjetivista, anómico y liberal, surgen como algo connatural al espíritu del siglo las psicoterapias no-directivas, como la de Carl Rogers (+1987). Se trata de una psicología humanista y existencial que, partiendo de un considerable optimismo antropológico –el hombre, en el fondo, es bueno–, se enfrenta con el materialismo behaviorista-conductista, y al mismo tiempo con el pesimismo freudiano. En esta escuela no-directiva, el diálogo terapéutico no-intervencionista, ayudado a veces por la dinámica de grupos, pretende la liberación y el perfeccionamiento de la persona, absteniéndose por completo de valoraciones morales y, mucho más aún, de todo consejo o mandato. ¿No será normal, pues, e incluso previsible, que en tiempos de educación familiar no-directiva, de pedagogía escolar no-directiva, y de psicoterapias igualmente no-directivas, la dirección espiritual vaya derivando hacia un acompañamiento, hacia una dirección espiritual no-directiva, es decir, hacia una dirección espiritual que no incluya la obediencia?…
–Quede claro que la dirección espiritual lleva consigo el acompañamiento espiritual. Una y otro, evidentemente, no se contraponen entre sí. Ningun Maestro espiritual católico ha entendido la dirección espiritual como un simple «ordeno y mando», que sujeta y domina a los dirigidos, diciéndoles en cada caso lo que tienen que pensar, decidir y hacer. Ésa no es la dirección espiritual de la mejor tradición cristiana. La dirección siempre ha incluido un acompañamiento: escucha y conocimiento de la persona, oración por ella, caminar con ella, amistad espiritual, atención solícita, instrucción, catequesis individualizada, confortación, consuelo, guía, etc. Pero incluye también un cierto modo de autoridad espiritual, a la que el dirigido debe una obediencia en su modo particular. Por otra parte, ha de ser el propio cristiano quien libremente, movido por la gracia divina –si es que ésta así le mueve–, busque en ella ser mandado, para escapar de su propia voluntad autónoma, y sujetarse así más cierta y seguramente a la Voluntad divina.
Que la dirección exige e incluye el acompañamiento queda muy bien expresado en una carta de San Juan de Ávila a fray Luis de Granada, en la que le describe cómo el padre espiritual ha de ejercitar hacia el dirigido una paternidad espiritual atenta, paciente, abnegada, humilde, es decir, un acompañamiento espiritual perfecto. Escribe así: «Según que San Pablo osadamente afirma, per Evangelium ego vos genui [1Cor 4,15]… seamos padres de los hijos de Dios… Teniendo en nuestras entrañas reverencia, confianza y amor puro para con Dios, como un hijo fiel para con su padre, resta pedirle el espíritu de padre con sus hijos que hubiéramos de engendrar… Y este cuidado tan perseverante es [para el dirigido] una particular dádiva de Dios y una expresa imagen del paternal y cuidadoso amor que nos tiene… Y de aquí es también que amamos más a los que por el Evangelio engendramos [que lo que los padres aman a sus hijos], porque es más fuerte la gracia que la carne… Y muy necesario es que quien a este oficio se ciñe que tenga este amor; porque así como los trabajos de criar los hijos, así chicos como cuando son grandes, no se podrían llevar como se deben llevar, sino de corazón de padre o madre, así tampoco los sinsabores, peligros y cargas de esta crianza no se podrían llevar si este espíritu faltase…
«A llorar aprenda quien toma oficio de padre… [Los verdaderos padres espirituales] muchas veces ofrecen su vida porque Dios dé vida a sus hijos, como suelen hacer los padres carnales… ¿Quién contará el callar que es menester para los niños, que de cada cosita se quejan? ¿Y el cuidado de darles de comer, y aún dejar de estar entre los coros angelicales por descender a dar sopitas al niño? Es menester estar siempre templado, porque no halle el niño alguna respuesta menos amorosa. Y está algunas veces el corazón del padre atormentado con mil cuidados, y tendría por gran descanso hartarse de llorar, y si viene el hijito, ha de jugar con él y reír, como si ninguna otra cosa tuviese que hacer. Pues las tentaciones, sequedades, peligros, engaños, escrúpulos, con otros mil cuentos de siniestros que toman, ¿quién los contará? ¡Qué vigilancia para estorbar no vengan a ellos!… ¡Qué oración tan continua y valerosa es menester para con Dios, rogando por ellos porque no se mueran! Porque si se mueren, créame, padre, que no hay dolor que a éste se iguale… Cierto, la muerte del uno excede en dolor al gozo de su nacimiento y bien de todos los otros… Por tanto, a quien quisiere ser padre [espiritual], conviénele un corazón tierno, y muy de carne, para haber compasión de los hijos, lo cual es muy gran martirio» (Cta. 1).
Pero a este acompañamiento San Juan de Ávila une en la dirección espiritual la obediencia, que aprecia en sumo grado: «aprovéchese de la obediencia a ajena voluntad y probará que anda Dios en la tierra para responder a nuestras dudas, para encaminar nuestra ignorancia, para dar fuerza a lo que, obrando por nuestra voluntad, no teníamos fuerza para ello; y probará que omnia possibilia sunt credenti» (Cta.220 a un padre jesuíta).
–Todos los modos de atención pastoral prestados a una persona son buenos y santificantes, y toman lógicamente formas muy diversas, de tal modo que entre la dirección espiritual y el acompañamiento pueden darse diversos modos intermedios. El profesor Fabio Giardini, O.P. distingue entre direction, guidance y counseling; pero aún se podrían hacer, por supuesto, más distinciones (The Many Roles of the Christian Spiritual Helper, «Angelicum» 65, 1988, 195-223). Pues bien, la dirección espiritual integra todos los elementos del acompañamiento espiritual, y éste, según los casos, puede integrar todos los que son proprios de la dirección espiritual, menos el ejercicio de la autoridad y de la obediencia.
El acompañamiento espiritual es, pues, un medio de atención pastoral excelente, y en muchos casos hoy el único posible, debido a la falta de sacerdotes y al escaso espíritu de obediencia de los dirigidos. Cúmplase bien, con el favor de Dios, y Él hará su obra de santificación en la persona. Ofrezca el padre espiritual prudentemente en cada caso el modo de ayuda que estime posible y conveniente, teniendo en cuenta las circunstancias y la disposición receptiva del cristiano. Pero no confundamos las cosas, porque el que no distingue, confunde. Una es la dirección espiritual y otra, distinta, el acompañamiento espiritual. La fuerza inmensa que la obediencia tiene para que el hombre salga de sí mismo y se una más perfectamente con la voluntad de Dios no debe ser ignorada, y menos aún negada. La verdad viene de Dios, y todo lo que la contraría procede del diablo.
No debe ser ignorada. –El libro de Yves Raguin, Maître et disciple. La direction spirituelle (1985) fue titulado cautelosamente en su edición española Maestro y discípulo. El acompañamiento espiritual (1986), como si los dos términos fueran equivalentes. Evitando el término dirección –que podría asustar a la feligresía–, se hacía más fácil su venta.
Y menos aún debe ser negada. –Transcribo un comentario que recibí en el artículo anterior, con el ruego de no publicarlo. Dice así: «Actualmente soy seminarista y lo que ud. ha escrito me ha llamado mucho la atención puesto que desde que entré en el Seminario se me ha dicho: -1. Que dirección espiritual y acompañamiento son exactamente lo mismo. -2. Que entender la dirección espiritual como guía que implica consejos concretos no sólo es un grave error, sino que además es un muy grave abuso (error/abuso en el cual cayeron muchos santos de la historia, etc). -3. Que el único modo correcto de ejercer la dirección espiritual/acompañamiento consiste en ayudar al dirigido a descubrirse a sí mismo evitando todo cuanto sea posible los consejos concretos, puesto que eso podría poner en riesgo la libertad y autonomía del dirigido/acompañado. -4. Que suponer que el dirigido tenga que pedir autorización al director espiritual para tomar ciertas decisiones (como, por ejemplo, para tomar algunos de los pasos en la formación camino al sacerdocio) es una estupidez (tal cual)». De formadores como éstos, que realmente son deformadores, «libera nos, Domine!» Éstos dan más fe al mundo que a la Iglesia. Más se atienen a Carl Rogers y a sus colegas, que a «muchos santos de la historia» que vivieron y enseñaron el gran valor de la autoridad y de la obediencia.
* * *
–Los votos privados, hasta cierto punto, pueden suplir a veces la obediencia a un director, cuando éste no se encuentra. Cuando un cristiano, por gracia de Dios, anda buscando salir de sí mismo, escapar de la cautividad de la voluntad propia, por el ejercicio de la obediencia, puede hallar, por gracia de Dios, ayuda en los votos privados. De esto he escrito en Caminos laicales de perfección.
Santa María Micaela del Santísimo Sacramento (+1865), por ejemplo, siendo seglar, después de gobernar bastantes años la casa de su hermano soltero, cuando éste se casó, tuvo algunos problemas con su cuñada, porque venía a haber dos gobernantas en la misma casa. En esta situación, Dios le inspiró hacer un voto de obedecer a su cuñada en todos los asuntos de la casa, sin que ésta lo supiera. El voto le hizo posible vivir en la obediencia, lo que a ella le ayudó mucho a crecer en abnegación y caridad, y a la familia le trajo mucha paz (Autobiografía 106). San Claudio La Colombière (+1682) recomendaba a veces a seglares, con las limitaciones y cautelas debidas, hacer un voto de oración o en otras materias (Carta LXXI), de modo que sus vidas se vieran encuadradas en un camino de santificación más concretado.
Y para quienes han recibido ya del Señor un superior o un director espiritual a quienes obedecer también los votos privados pueden ser una ayuda valiosa. Traigo algunos ejemplos.
Santa Teresa de Jesús (+1582) hizo un voto privado de obediencia al Padre Gracián (Cuenta de conciencia 30), y Santa Juana de Chantal (+1641) a San Francisco de Sales. Santa Margarita María de Alacoque (+1690) tenía una fuerte inclinación a mantenerse escondida con Cristo en Dios, y sentía gran repugnancia a aceptar cargos, acudir al locutorio y escribir cartas. Sin embargo, como ella misma refiere, «fue preciso que me sacrificara a todo eso, y no tuve paz hasta que me obligué a ello con voto… Un voto, bien cumplido, es un arma poderosa para defenderse contra el enemigo de nuestra salvación» (Carta CXXXV, 17-I-1690).
–En fin, algunos se angustian porque no hallan un director espiritual, como si éste fuera un medio de santificación necesario, sin el cual sería imposible llegar a la perfecta santidad. Pero éste es un grave error. El Señor concede normalmente un director espiritual a los seminaristas y sacerdotes, a los religiosos, a los miembros de ciertas asociaciones laicales. («A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga»). Pero aquellos laicos –o sacerdotes y religiosos– que no reciben de Dios este don, este medio de santificación, de ningún modo deben creer que por eso se ven impedidos para ir adelante por el camino evangélico de la perfección cristiana. «Mi gracia te basta» (2Cor 12,9). «Solo Dios basta»… TODAS las cosas que la providencia de Dios dispone colaboran al bien de quienes lo aman (Rm 8,28), también verse privado de director. Andar sin guía, y a veces también sin camino claro, es una forma de pobreza muy santificante.
«Vivo contento en medio de las debilidades», decía San Pablo, «porque cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2Cor 12,10). Con la Santísima Trinidad en el alma, como en un templo; con la asistencia continua de su gracia, que precede, acompaña y consuma todos nuestros actos; con la Escritura y los sacramentos; con la enseñanza del Magisterio y de los santos maestros espirituales; con el Catecismo de la Iglesia y las vidas de santos; con el sagrado camino diario de la Liturgia, ¿quién podrá decir con verdad «no tengo ayudas, y en estas condiciones en que me veo es imposible que avance hacia la santidad»?… Si el Señor nos da un guía espiritual, bendito sea Dios. Y si no nos lo da, Dios sea bendito. «Nadie puede tomarse algo para sí si no se lo dan desde el cielo» (Jn 3,27).
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía